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Vincia, 2011

 

 

A pesar de los extraños acontecimientos ocurridos la noche anterior, la casa del viejo Frutos Tergáns no le provoca malas vibraciones, por el contrario, tiene sensaciones agradables tal vez porque la resaca ha remitido. Tumbado en el sofá de la estancia que más parece una biblioteca, contempla las figuras que se dibujan luminosas en el techo, las cortinas del gran ventanal tamizan los rayos del sol tempranero ofreciendo una atmósfera entre cálida y aromática, más también por el olor a café y bollos recién hechos proveniente de algún lugar cercano dentro de la casa. Acude a su mente el recuerdo de esas mansiones inglesas decimonónicas, de luz preciosista que tantas veces observó con deleite en las películas de época. Se incorpora, queda recostado en el gran sofá, hace a un lado la fina manta, y se acuerda de Katia y del inspector Garrido en los últimos pasajes de Los crímenes del pasadizo de la calle Volga, reflexiona además: “todos vivimos malos momentos, pero lo más importante es salir de aquí cuanto antes”.

Katia, cuando estuvo más serena, aún en los brazos de Garrido, le apuntó que después de muerto no podría confesar los crímenes el cura Otilio, que tal vez muchos de ellos se quedarán para siempre en el anonimato, que será difícil probar… El inspector Garrido, demostrando un temple fuera de serie, tapó la boca de Katia con sus labios después de envolverla con el brazo que aún sostenía el revólver. Ella quedó sumida en una nebulosa pero la imagen del cuerpo mutilado de su amiga Olga Cotulina le hizo volver a la carga: No entendía por qué lo había matado cuando podía haberlo detenido, paralizado… Garrido respondió con el rostro descompuesto que en el fondo se trataba de inmigrantes indigentes, de drogadictos y casi todas prostitutas. Katia se separó con brusquedad del detective recordando que había sido amante del páter…aunque ahora estuviera colada por el detective.

Seguramente la sensación placentera también se deba al medicamento que ingirió esta madrugada e hizo desaparecer la resaca de raíz. Se levanta, de pie piensa en Katia, en lo contumaz que fue intentando desvelar la verdad. Élmar quiere marcharse de allí, se encuentra bien, sin embargo una fuerza desconocida pero lógica le indica que será mejor despedirse de las personas que tan bien lo han cuidado. Huir otorgará sospechas de cualquier tipo donde no las hay; aunque por otro lado está el asunto de Tergáns, ¿acaso no será mejor salir corriendo por si acaso? se dice cambiando el rictus. Pero ¿qué puede temer de un viejo inválido? ¿y de su nieta? Parece tan buena persona, es tan amable. Sin apenas hacer ruido entra Frutos Tergáns a lomos del silencioso juguetito eléctrico.

— Buenos días, parece otra persona. Se nota que se ha recuperado bien. Puede pasar al cuarto de baño, está después de salir a la izquierda. O si prefiere desayunar primero, mi nieta está preparando el café, lo tomaremos aquí con usted — dice el anciano mientras se aproxima a Élmar.

— Me encuentro muy bien y prefiero marcharme en este momento, ya les he ocasionado muchas molestias. Me acercaré a la pensión a recoger mis cosas y el auto, después regresaré a Vincia, creo que el día que decidí venir a este pueblo cometí un grave error. Aunque me queda una duda respecto de usted, pero no creo que merezca la pena.

El anciano, sin entrar al trapo de ninguna de las palabras que acaba de escuchar, pulsa la palanquita de la silla y se acerca aún más a Élmar extendiendo su escuálido y arrugado brazo que se le aprecia salir desnudo de la ancha manga de la bata. Frutos Tergáns había sacado de uno de los bolsillos un penn y le entrega el dispositivo.

— Creo que esto es suyo.

— Esto es de locos, no recuerdo haber traído encima este artilugio —lo toca con rabia y se lo guarda después de comprobar que es de su propiedad, que ahí está la copia de seguridad de la novela, y añade—, estaba en un bolsillo de la funda de mi ordenador portátil, me gustaría saber cómo ha llegado a sus manos. Ahora me explico por qué sabe tantas cosas, es usted un…

— Solo lo tomé prestado —sonríe interrumpiendo a Élmar— tenía pensado devolvérselo, llamarle, invitarle a café y cruzar con usted unas amables palabras, pero señor Élmar anoche se presentó usted sin avisar, sin ser invitado y ebrio…En parte me evitó el trabajo de mandar llamarle, incluso podría usted haber declinado la invitación, pero eso hubiera complicado aún más las cosas.

Élmar no reacciona y se deja caer de nuevo en el sofá mientras son interrumpidos por un fuerte portazo y las voces de un niño, dando unos zapatazos bastante familiares.

— Pero… esos… —balbucea Élmar.

— ¡Hola abuelo! —se abalanza a los brazos de Frutos Tergáns el niño con cara de bobo y ojos saltones. Se come a besos al anciano mientras éste no deja de reír.

— Pero, Paulinito ¡¿Qué haces aquí?! —dice Élmar sorprendido.

— ¿Hoy es convenga? No tengo cole, podemos jugar al ajedrez — a gritos el niño sin dejar aún los brazos del abuelo.

Élmar ya sabe quién es la mano inocente que le robó el penn, seguramente por indicación del anciano. El niño es bobo pero atisba, se dice con cierta mala leche acumulada; le gustaría saber en ese instante qué está ocurriendo, qué relación tiene esta familia con la de Paulina, un lío.

— Entonces… Paulina…

— Es mi hija. De mi segunda mujer, claro. Por cierto, la pobre está muy delicada. Si no fuera por lo bien que la cuida Paulina…la buena de Paulina…

— Ya, ya lo he comprobado.

— ¿La ha visto? —dice el anciano con los ojos muy abiertos, ahora se parece al niño bobo que está sentado sobre la alfombra enredando con los bajos de la silla eléctrica.

— Sí —. Élmar parece ido, intenta casar las piezas del embrollo.

— Hace tiempo que no voy a verla, no me dejan, dicen los médicos que puede ser perjudicial, que no me conviene…Perdóneme por lo del penn, aquí hace años que me aburro mucho y me gusta saber quien viene y quien va por estas tierras donde nunca pasa nada. Pero… con usted me llevé la gran sorpresa, mira que escribir de mí, vaya casualidades tiene la vida, o quizá no sean casualidades, quién sabe. Debe convencerse de que todo eso que escribe es mentira, si tiene un poco de paciencia conmigo le cuento como ocurrieron las cosas, debe cambiar la historia, es necesario, o…

— ¡¿O qué?! Con plena certeza sé que es usted el cacique de este lugar y hasta que no se muera continuará con las prácticas que utilizan las personas de su calaña.

— ¡Se equivoca! —Tiembla, fuera de sí— lo que yo he hecho por este pueblo de mierda no lo haría nunca nadie. Cerca de esta casa tengo una gran finca ganadera, la compré hace años con mucho esfuerzo, más como inversión que capricho, y cuando me jubilé nunca pude imaginar que los días más felices de mi vida los iba a pasar en Alanos, con mi segunda mujer, que además es natural de este pueblo, y con mis hijas y nietos.

— A mí me va a perdonar pero todo esto me parece de locos, un culebrón absurdo; no me interesa su vida, me la imagino, y no le digo lo que pienso de usted porque está el niño delante — se pone otra vez de pie con intención de marcharse.

— Hola, veo que tienen una buena tertulia —dice la mujer mientras deja una gran bandeja en una mesa auxiliar—. Seguro que esta pequeña fierecilla tiene hambre, siempre tiene hambre —besa al niño bobo.

— Tienen que disculparme pero no voy a desayunar, me marcho de inmediato, tengo un día complicado por delante.

— ¿No quiere saber la verdadera historia?

— Abuelo ¿Qué historia? —dice ella.

— Una historia que ocurrió en Vincia hace treinta años.

— Siempre con tus chascarrillos.

— No estoy dispuesto a escuchar disculpas y justificaciones cuando no se pueden hacer andar a las manecillas del reloj en sentido contrario para modificar el pasado, debe cargar con el peso de su vida. Lo siento —sentenció Élmar.

— Le noto un poco violento —dijo Tergáns también acelerado—, lo comprendo, ha pasado mala noche, durmió poco… pero si me permite unas breves palabras antes de marcharse…le aseguro que en cualquier momento, es decir el día que usted quiera, estaré dispuesto a responder a todas las preguntas que me haga, oye bien: le daré todas las respuestas. A mi edad he llegado a la conclusión de que el azar no existe señor Élmar, somos nosotros únicamente los arquitectos de nuestra fatalidad. ¿Por qué pensamos constantemente en cosas de las que tenemos miedo y sin embargo no nos ocurrirán jamás? ¿Por qué trastocamos la realidad por culpa de nuestros fantasmas? Y con esto no quiero decir que usted esté fuera de la inferencia probable, del sentido común, lo que ocurre es: que le han mentido.

— Adiós. Perdona Paulinito hoy no es “convenga”. Señora, ha sido muy amable, ahora si me indica la salida…

La mujer mira al anciano, éste afirma con un leve gesto inclinando su frágil cabeza. Élmar sale de la estancia detrás de ella, divisa a su izquierda lo que supone es la puerta que da al jardín. La atraviesa, vuelve a despedirse con un ademán, recorre un camino serpenteante de losetas de pizarra rodeadas de hierba. Después de bajar unos peldaños se sitúa frente a la cancela que da acceso a la calle, la abre, antes de cerrar mira tras de sí echando un vistazo a la gran casa, allí están bajo el porche, y sin dejar de mirarlo, el anciano Frutos Tergáns con su nieto subido en el borde de la silla eléctrica, a su lado la nieta. Cada uno con su rostro inexpresivo, parecen salidos de una fotografía antigua, caras antiguas, en color sepia. Élmar respira profundamente cuando enfila las calles de Alanos, orientado por la espadaña de la iglesia que le llevará directamente al barcomercio de Paulina.