‘Round Midnight
[Sobre la medianoche]
¿Dónde demonios estaba? Lo único que sabía era que llevaba puesto un abrigo de piel.
Ah, claro. En el Emporium. Aubrey me había acostado en la cama plegable del camerino.
El reloj que había junto al pequeño lavabo marcaba las tres en punto. ¿De la mañana o de la tarde?
Al cabo de unos minutos entró Aubrey, desnuda de cintura para arriba y con un tanga tachonado de lentejuelas; su cuerpo prieto y ambarino, de una perfección natural, relucía. Cogió una toalla del respaldo de la silla y se enjugó delicadamente el sudor.
—¿Estás despierta, Nan?
—Estoy despierta. ¿Cuánto tiempo me he pasado durmiendo?
—Unas cinco horas. Te di una pastilla y te quedaste grogui al instante.
—Walter ha muerto, Aubrey. Lo han matado a tiros.
—Lo sé, corazón. Ya me lo has contado.
—Había hecho cosas espantosas… espantosas, Aubrey. Yo no tenía ni idea.
Retiré el abrigo y me vi vestida con una camisa limpia y almidonada. Deslumbrada por su blancura, bajé la vista, incapaz de recordar cuándo me había cambiado de ropa.
—Tómate esto, Nan, anda —Aubrey abrió el armarito de al lado del tocador. Me tendió un vaso y lo llenó de coñac hasta la mitad. Me encendió un cigarrillo mientras yo bebía.
Nos quedamos en silencio un rato.
—Me había pedido que me casara con él, Aubrey. Ni siquiera tuve oportunidad de contártelo.
—En fin —suspiró—, típico de Walter. Se veía que, por el motivo que fuera, te dejaría plantada en el altar.
Lancé una carcajada amarga. Luego me vine abajo. Aubrey me dejó desahogarme y de vez en cuando me rellenaba el vaso de Courvoisier y me encendía otro Newport.
Lloré y lloré hasta que ya no tuve más lágrimas. Tenía la cabeza extrañamente despejada, ligera. Me levanté y me lavé la cara con esmero.
—¿Sigue aquí ese camarero que se dedicaba a trapichear? —pregunté—. El que te pasaba el Demerol.
—¿Te refieres a Larry? Sí. Sale a las cuatro. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Sigue comprando y vendiendo cosas?
—¿Qué cosas?
—Pastillas. Lo que sea. Todo lo que se te pueda ocurrir.
—Sí, supongo que sí. Pero te he preguntado por qué lo querías saber.
—Porque, como dijo Walter, he tomado algunas decisiones. ¿Podrías pedirle que venga un momento? Dile que necesito hablar con él.
—No hagas ninguna tontería, Nan.
—Dile que venga, por favor.
—No hagas tonterías —repitió Aubrey al entrar acompañada del camarero—. Larry, recuerdas a mi amiga Nanette, ¿verdad?
Asintió con un gesto.
—Hola, Larry, necesito una pistola —dije.
—¿En serio?
—En serio. ¿Me la puedes conseguir?
Larry miró a Aubrey y ella revolvió los ojos y se fue al aseo.
—¿Puedes conseguirla?
—¿Cuándo? ¿Esta misma noche?
—¿Por qué no?
—¿Qué es lo que quieres?
—Ya te lo he dicho, Larry, una pistola.
—Quería decir que de qué tipo, cielo.
—Me importa un carajo.
Se rascó la cabeza mientras me miraba de arriba abajo.
—Voy a ser franca contigo, Larry. Soy novata en estos asuntos. Lo único que quiero es un arma de fuego que funcione. Algo que sirva para impresionar, para amenazar y persuadir. Algo con lo que se pueda matar a una rata, por ejemplo.
—Puedo conseguirte una buena pistola de calibre 22 inmediatamente. Con el cargador lleno.
—¿Qué significa calibre 22?
—Pues que te sobraría para quitar de en medio a cualquier rata que intentara putearte.
—¿Me puedes enseñar a manejarla?
—Por supuesto.
—¿Hay por aquí cerca algún cajero automático?
—En la calle Chambers.
—Te espero a la salida a las cuatro.
La camisa blanca tenía un tacto muy agradable. Me embutí unos leotardos de piel de serpiente de Aubrey, estirándolos bien sobre la mole de mi trasero. Volví a calzarme mis botas y, ante la insistencia de Aubrey, me puse su abrigo de piel. Me miré al espejo. ¡Santo Dios, si la del espejo parecía Tookie Smith! O una conejita elegante preparada para una jornada intensiva de compras en las tiendas buenas del centro.
—¿Por qué no esperas a que llegue Jeremy? Vente a casa con nosotros —me ofreció Aubrey cuando estaba a punto de salir—. No tardará nada.
Negué con la cabeza.
—Cuéntale lo de Walter, por favor. Cuéntaselo… y dale un saludo de mi parte.
Saqué quinientos dólares del cajero y le entregué cuatrocientos a Larry.
Larry vivía en una nave industrial reconvertida de la Diecinueve. Salió de la cocina cargado con una bolsa de la compra de mediano tamaño de Dean and DeLuca. La dejó en el suelo y sacó el arma.
Las armas de fuego son algo muy especial, ¿verdad? No hay nada en el mundo que se les parezca ni remotamente.
El calibre 22 debía de ser algo serio. No esperaba que fuera tan grande y pesada. Recibí un curso acelerado de cómo manejar mi nueva adquisición. El cargador. El seguro. El cañón. La boca. La munición. Presiona esto. Tira de aquí.
—Parece el prepucio de un pene muy enfadado —comenté.
—Humm… pues sí —dijo Larry.
—Muchas gracias por todo, Larry. No te conozco de nada.
Asintió con un gesto.
—Te has quitado unos cuantos kilos de encima desde la última vez que te vi, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Estás muy bien así.
—Tengo que irme corriendo, Larry.
—Espera un segundo.
—¿Qué quieres?
—¿No irás a hacer ninguna tontería, verdad?
—¿Tengo aspecto de tonta?
—Para nada. Oye… ¿por qué no te quedas a tomar una copa?
—Está a punto de amanecer —dije—. Tengo que irme.
Empujé las grises puertas carcelarias del portal y salí a la calle desierta.
Había empezado a llover.