Monk’s Dream
[El sueño de Monk]
París.
Estoy en el metro. En la estación de Les Halles. Estoy tocando el saxo con toda mi alma. En la vida me había lucido tanto.
No hay nadie a la vista. Y, sin embargo, mi sombrero de copa de seda blanca rebosa de monedas de oro.
De pronto aparece la policía. Son feroces senegaleses con impenetrables gafas de aviador. Han venido a por mí, a sacarme de allí. Y lo hacen sin ningún miramiento.
Me tiran en la trasera del furgón y yo defiendo a voces mi inocencia… sea cual sea el delito que me imputan.
Me colocan las esposas.
¡Has robado esas monedas!, me grita uno de los gorilas en su francés de perro guardián. Le da la vuelta al sombrero y vuelca el dinero en mi regazo.
Contemplo las monedas. Todas ellas tienen grabada la cabeza de un gallo de aspecto feroz.
De pronto las monedas empiezan a sangrar a mares. Al cabo de unos segundos, tengo el regazo bañado en sangre tibia y pegajosa.
¡Entonces suena el teléfono!
En la vida me había alegrado tanto de que me despertasen.
Esto fue lo que oí al descolgarlo:
—Hola, ¿qué llevas puesto?
—Pero bueno, Walter. ¿Ahora te ha dado por hacer llamadas obscenas?
Se rio de buena gana.
—No. Mi plan es ser obsceno contigo en persona. Y confío en llevarlo a cabo dentro de unos minutos.
—¿Vas a pasarte por aquí?
—No exactamente. Quiero que vengas tú aquí. Tendrás apetito, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Muy bien. Hay un sitio fantástico en la Primera esquina con la Primera. Sirven unos chuletones divinos y el hermano de detrás de la barra es de ascendencia francesa y tiene un martini que se llama como tú. Te espero aquí. Y quiero que te pongas algo bonito.
¿Martini? ¿Por quién me había tomado? ¿Por una yupi?
—Walter, ¿estás sereno?
—No del todo. Tengo justo un puntito estupendo.
—¿Ha pasado algo especial en la oficina?
—Arréglate y ven, Nan. Coge un taxi. Y no te pongas un mono, ¿vale?
Cogí un taxi conducido, afortunadamente, por un negro que estaba ansioso de llevarme en su coche. Ganó por un cuerpo a otros dos taxistas que se dirigían hacia mí a la velocidad de misiles balísticos intercontinentales. Nos plantamos en la calle Primera —territorio neohippy— en un abrir y cerrar de ojos.
Oh, là, là. Mi noche de suerte. La relaciones públicas francesa, que lucía una malla imitación piel de leopardo, dio muestras de alegría al verme. Quién sabe si a la dirección del establecimiento no le interesaría ponernos a sueldo a Walter y a mí para que diéramos un toque de ambiente negro a su local.
—Hola, preciosa —Walter me tomó en sus brazos y me besó, por lo visto sin ganas de soltarme.
Al fin me desprendí de su abrazo y tomé asiento a su lado, en la barra.
—Walter…
Volvió a besarme, con delicadeza, en la oreja.
En otra ocasión le había acusado de portarse como un ama de casa celosa y en aquel momento se me ocurrió que estaba representando el clásico papel de marido culpable… cargando la nota apasionada porque una infidelidad le pesaba en la conciencia. Si sacaba de su cartera una caja de bombones se las tendría que ver conmigo.
El camarero, fuera o no de ascendencia francesa, estaba como un tren. Aceptar un martini de sus estilizadas manos morenas sería un placer. Nos sonrió y dejó un platito de aceitunas junto a mi copa.
—¿Te importaría comer en la barra? —preguntó Walter—. Aquí tendremos más intimidad.
Miré por encima de su hombro hacia el trepidante comedor. Un guirigay de conversaciones y risas estridentes flotaba hasta nosotros.
—Sin problemas —dije.
—Estás muy guapa, cielo.
—Gracias, Walter. Pero ¿a qué viene todo esto? Estás como una moto.
Soltó una risita.
—Supongo que sí. Es que… hoy he tomado algunas decisiones, eso es todo.
—¿Qué decisiones?
—En primer lugar, voy a dejar el trabajo. Enseguida. Un compañero de la oficina… Morantz… Morantz y yo vamos a montar nuestra propia empresa.
—Que sea enhorabuena. ¿Pero no os estaréis metiendo en camisa de once varas? Os va a costar un montón de pasta, la oficina, el personal, todo el rollo.
—Tendremos las espaldas cubiertas. Mañana hemos concertado una cita con un cliente de Filadelfia. Si se viene con nosotros, la cosa está hecha. Se lo robaremos a la empresa bajo sus propias narices. Y te aseguro que se lo vamos a robar.
Levanté la copa y las cejas en un brindis silencioso.
—¿Por eso tenía que ponerme un vestido?
—No…
—Walter, te estás portando como un memo, ¿te das cuenta?
—Nan, tengo que preguntarte una cosa.
—Adelante.
—¿Cuántas veces hemos roto y hemos hecho las paces?
Lo miré a los ojos. Quizá estaba a punto de dejarme plantada. Pero no era eso lo que decían sus ojos.
—Demasiadas para llevar la cuenta —dije—. Cinco… tal vez seis.
—Empieza a ser sospechoso, ¿no te parece? Lo que quiero decir es que, si siempre andamos en las mismas, debe de ser porque estamos hechos el uno para el otro o algo así.
Con eso me dejó sin respuesta.
—¿Por qué tenía que ponerme un vestido, Walter? —pregunté con voz queda.
—Porque no quería que llevaras un mono cuando te pidiera que te casaras conmigo.
¡Santo cielo!
—Me gustaría tomar otra copa, Walter.
—Bueno, ¿qué opinas? —dijo mientras le hacía una seña al camarero.
—Joder, Walter, yo qué sé. ¿De dónde has sacado la idea de casarnos?
No fue la respuesta más airosa que puede darse a una propuesta de matrimonio, lo sé. Me arrepentí de esas palabras en cuanto salieron de mi boca. Pero a él no pareció afectarle.
—Estoy harto de las relaciones a salto de mata, Nan. Quiero que tengamos nuestra casa. Quiero que tengamos hijos. Ya va siendo hora.
¿Hijos? ¿Hijos? Nunca le había hablado a Walter de mis ideas, mis temores, sobre los hijos. Al igual que tantas otras mujeres, o al menos eso imaginaba yo, que no era la única, la idea de tener hijos nunca me había atraído, aunque daba por sentado que si me enganchaba a un hombre con el vehemente deseo de ser padre, sería capaz de cumplir con mi obligación.
Estaba segura, no obstante, de que no sería gran cosa como madre. Siempre me había considerado afortunada por tener una madre tan distinta de mí. Soy egocéntrica, mercuriana, emocionalmente inestable, con una paciencia que ni merece ese nombre, bastante solitaria, dada a zarpar hacia puertos desconocidos con cinco minutos de preaviso, como mucho, y la verdad es que no aguanto a las personas con las que no puedo razonar. En resumen, una pesadilla para cualquier niño. La pobre criatura batiría el récord de horas pasadas en el diván del psicólogo del colegio antes de cumplir los siete años, y todo por mi culpa. Si mi supuesto compañero se empeñara en tener hijos, al menos le prevendría de lo que le esperaba. Qué demonio, por lo menos en eso superaba a Aubrey. Ella odiaba a los niños —odio en estado puroy se lo decía a cualquiera que quisiera escucharle.
Pero de todo eso no le dije nada a Walter. Sencillamente le cogí la mano y la retuve un rato largo.
—Mira lo que vamos a hacer —dijo entusiasmado—. Mañana por la mañana alquilaré un coche. Para ir a la cita en Philly. Tú coges el tren en Penn Station y me esperas en la estación de la calle Treinta. Te recogeré a las doce. Nos vamos al condado de Bucks. Conozco un hotelito que te va a encantar. De hecho, no sería mala idea pasar ahí unos días cuando nos hayamos casado. A lo que iba, vamos allí, tú y yo solos, comemos, nos relajamos, nos quedamos a dormir, hablamos de nuestras cosas. ¿Te gusta el plan?
Sí, me gustaba. Podía tomármelo como un breve descanso de la vida urbanita, o como una escapada romántica que nos serviría para planificar nuestra boda (ja, ja), claro que me gustaba.
Wild Bill se había ido al otro mundo. Henry Valokus había desaparecido, probablemente para siempre. Y el rastro de Rhode Island Red estaba más que perdido. En cuanto a mí, después de que me tomaran el pelo y me manipularan, después de sufrir amenazas, insultos y de que me follaran y me dejaran tirada, ¿qué me quedaba por hacer en la vida? El matrimonio. «¿A que nunca se sabe?», como dice Fats Waller.
La proposición de Walter me había dejado de piedra. Nunca había tenido claro si de verdad lo quería. Y su amor por mí siempre me había inspirado serias dudas.
Entonces ¿por qué hacíamos las paces una y otra vez? Con esa pregunta, Walter había puesto el dedo en la llaga. Traté de verme quitando el polvo del cuarto de estar de una casita de campo. Esperando junto a la verja del jardín a que nuestro retoño regresara de la escuela.
Imposible.
Intenté insuflar más realismo a la escena: Walt está en el trabajo, son las tres de la tarde y yo aún sigo en bata, escuchando discos de Monk mientras se descongela el asado de cerdo, tal vez me entretengo un rato con el saxo o con algún cuaderno de espiral repleto de versos mil veces retocados.
¿Querría Walter ir al Loira a degustar vinos en vacaciones? No. Lo más seguro es que acabáramos aprovechando una oferta de propiedad compartida en Jamaica.
—Bueno, preciosa, ¿te vas a casar conmigo o no? —volvió a besarme.
Me alegraba que mi madre no me viera en esos momentos. No habría soportado el suspense. No pude menos de sonreírme al imaginarla allí; no se estaría mesando los cabellos, no, más bien la vi levantándose de golpe del taburete con una expresión que decía: Pero, hija mía, ¿has perdido el juicio?
—Walter, Walter, Walter —dije con una mezcla de excitación y melancolía—. A ver qué te parece. No me voy a casar contigo, mañana mismo no, pero acepto ir de luna de miel. Y, como has dicho, podremos hablar de nuestras cosas.
Sí, teníamos mucho de que «hablar». Había montones de cosas que no le había contado a mi querido prometido.
A la mañana siguiente cogí el tren de las nueve y media con destino a Filadelfia. Me pertreché con cuatro libros de bolsillo para el trayecto de noventa minutos: una novela de un estadounidense expatriado con el que había pasado unos diez minutos en la cama la última vez que estuve en París; un par de antologías de poesía; y el mismo libro de Gertrude Stein que seguía sin leer después de que me hubiera acompañado en mis viajes ferroviarios durante casi toda mi vida. No llegué a abrir ninguno. Distracciones no me faltaron.
A la entrada de Trenton vi un cartel que removió un recuerdo lejano. TRENTON PRODUCE PARA EL MUNDO, decía. Supuse que mis padres debían de haberme llevado a Philly de pequeña. ¿Cuál habría sido el motivo del viaje? A buen seguro algo tan emocionante como un concurso de deletreo interestatal.
El tren fue perdiendo velocidad nada más pasar Trenton y se detuvo en la estación de la calle Treinta a las once y media, con media hora de retraso. Aun así, me sobraba tiempo. Walter me había dicho que le esperase en un banco más o menos en el centro de la estación porque no sabía cerca de qué entrada encontraría un hueco para aparcar el coche de alquiler. Me senté y me entretuve un rato con Gertrude.
A las doce menos cinco Walter aún no había llegado. La cita era a las doce, pero Walt tiene por costumbre llegar con muchísimo adelanto. No haber llegado cinco minutos antes de la hora prevista ya era un retraso para él. Tampoco llegó a las doce. Y seguía sin aparecer a las doce y media.
Traté de recordar en qué lugar concreto de Philly se había citado. Iba a tratar de echarle el guante a un cliente, según dijo. Los clientes de Walter son editores de revistas. A eso se dedica, a vender espacio publicitario de las revistas. No había mencionado el nombre de la revista en concreto. La única información que me dio es que iría con un compañero. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Mitchell? ¿Mariachi? Lo había olvidado, y ¿qué más daba? Tampoco sabría cómo localizarlos. No podía llamar a la oficina de Nueva York, donde lo más probable es que ni supieran que Walt estaba en Filadelfia. Lo suyo era una especie de misión secreta con el objetivo de allanarse el camino para montar su propia empresa.
Me levanté para hacer una ronda por la estación. Volví a sentarme. Compré el Inquirer y lo leí. Compré un periódico de Nueva York y también lo leí. Compré un café y lo bebí sin quitar ojo a ambos extremos de la estación.
Ya era la una y media. Ni rastro de Walter. Empecé a refunfuñar entre dientes dirigiéndole todo tipo de calificativos con los que una prometida no suele referirse a su amado.
Busqué una cabina telefónica y llamé a casa de Walter. No hubo respuesta. La llamada a mi casa tampoco fue más fructífera: sólo oí mi voz en el contestador.
A las dos menos cinco anunciaron la inminente salida de un tren hacia Nueva York… ¡Último aviso! Me costó quedarme sentada. Lo conseguí.
Al oír el mismo aviso cuarenta y cinco minutos más tarde, sucumbí.
No había comprado un billete de ida y vuelta. Pagué al revisor en metálico.
Mi enfado se fue disipando con el traqueteo del tren. Y dejó paso al sentimiento de culpa, a la desilusión y a una hiriente vergüenza. ¿Por qué demonios me había enfadado con él? ¿Por qué no le había esperado? Di por sentado que el plantón era intencionado, malintencionado, de hecho. Cuando en realidad un millón de cosas podían haberle impedido acudir a nuestra cita a tiempo. Ojalá no hubiera tenido un accidente de coche… o algo peor.
¿Por qué no esperé más? ¿Por qué no se me ocurrió nada mejor que salir corriendo? Porque seguía siendo Doña Rabietas; eso por una parte. Y por otra, porque sabía que no me iba a casar con Walter Moore.
Cuando llegué a Newark ya era más dueña de mí misma. Había echado el freno a mis imaginaciones catastrofistas. Lo más probable era que a Walter se le hubieran complicado las cosas con su cliente potencial y ahora estuviera en la estación llamándome frenéticamente a Nueva York. Al volver me explicaría lo sucedido y yo prepararía una buena cena, o lo que fuese. Y en cuanto a la luna de miel, esas cosas hay que tomárselas con mucha filosofía.
¡A los sueños que los zurzan! ¿A que sí, madre?