In Walked Bud
[Entró en escena el colega]
Primero llegaron dos agentes de uniforme. Miraron el cadáver pero no lo tocaron.
A continuación vinieron los del SAMU. Tocaron el cadáver pero no lo movieron. Y luego llegó un detective, un tal Butko, que fue quien me tomó la declaración, como se dice en la jerga especializada. Mientras hablábamos empezaron a desfilar los técnicos, que parecían una panda de tísicos. Mi pisito, hasta hacía unas horas tan íntimo y anónimo, estaba atestado de funcionarios municipales. Todos ellos hombres. Bastos, groseros y con aspecto de enfermos terminales. El que estaba babeando sobre mi puerta descerrajada tenía la piel tan cuarteada que se diría a punto de mudarla.
—¿Cómo es que no ha oído nada? —me preguntó Butko.
—Por la misma razón —le repuse— que no oiría una canción rap que sonara ahora mismo en esta habitación.
Detestaba a tal punto la música rap que había desarrollado la capacidad de eliminar su sonido, de negar su existencia. La muerte violenta me inspiraba una aversión similar. Lo que no impedía que el cuerpo de Sig continuara tendido en mi cocina.
Después, sobre las cinco y media de la mañana, fue como si el tiempo se detuviera. El aforo del piso estaba completo y, sin embargo, se había impuesto una extraña calma. Sin hacer nada de particular, todos estaban a la espera. Incluido el pobre Sig/Conlin, que esperaba a su manera.
Lo que más deseaba en aquel momento era disponer de papel y pluma.
Sí, ya sé que parece una falta de sensibilidad pensar en eso teniendo de cuerpo presente a un hombre en la plenitud de la vida. Pero como eso no podía remediarlo nadie, se me ocurrió que cuando menos estaría bien escribir unos versos al respecto. Mientras hablaba con Butko veía pasar flotando ante mis ojos una ristra de palabras, como salidas de un teletipo. Era algo así: «Las mariposas no mueren, se desvanecen con un aleteo…». ¡Dios mío!… El desvanecimiento de las aleteantes mariposas habría provocado náuseas a mi tutor de la Universidad de Nueva York. Pero mi vida universitaria había concluido el año anterior.
Saqué del armario la gran cafetera de filtro que me había regalado mi madre. Se las había arreglado para hacer caso omiso de los indicios que a lo largo de los años debieran haberle demostrado que yo detestaba el café filtrado y siempre usaba una cafetera exprés. ¿De quién habré heredado mi carácter obstinado?, me pregunto yo. Durante unos minutos, las miradas convergieron como hipnotizadas en el recipiente de vidrio que borboteaba y temblaba. No sé cuándo se desviarían, pero al cabo de un momento me di cuenta de que todos los ojos estaban fijos en mí.
Llevaba puesta una bata que se diría salida de una novela de George Sand. Buen algodón, cantidad de encajes de calidad, festoneada a mano y terriblemente diáfana. Con una mirada furtiva comprobé que mis oscuros pechos se marcaban clara y agresivamente a través de la tela. Sentí una punzada de vergüenza por todas las ocasiones en que los había exhibido orgullosa y regocijada para deleite de algún hombre.
Todos y cada uno de aquellos desconocidos estaban mirando mis pezones, con fijeza, con concentración. Y les traía al fresco que la chica con la que tenían que vérselas fuera quien iba a hacer la traducción definitiva de Una temporada en el infierno.
Por un instante tuve la disparatada idea de que la situación podía ir progresivamente a más: mirada a mirada y movimiento a movimiento, quizá acabara violada, destrozada y muerta; convenientemente acusada del asesinato del agente Conlin. Sería una de esas coartadas grotescas que nadie descubre hasta cuarenta años después.
¿Por quién he de prostituirme?
El primer verso de mi traducción de Rimbaud me vino a la cabeza en ese momento.
¿Por quién he de prostituirme?
¿A qué bestia debo adorar?
¿A qué virgen he de desflorar?
¿Qué corazón debiera profanar?
¿De qué mentiras debería vivir?
¿De quién ha de ser la sangre en la que nade?
Gracias a esta traducción, el tribunal me tiró mi tesis a la cara.
Me tranquilizó ver que los hombres habían dejado de mirarme de hito en hito. Salvo Sig, claro está. ¿Hasta cuándo pensaban dejar ahí tirado al muerto?
—Por lo que más quiera —le dije a Butko—, ¿no pueden sacarle el cuchillo del cuello, por lo menos?
—No es un cuchillo, preciosa —repuso mientras buscaba el azúcar en el armarito de encima de la nevera—. Es un punzón para partir hielo.
¿Cómo se atrevía a llamarme preciosa? ¿Dónde demonios creía que estaba… en Little Rock?
Antes de que pudiera preguntárselo, un negro entró como una tromba por la puerta entornada provocando un blanco revuelo de técnicos de laboratorio. Llevaba calada una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Vestía pantalones de pintor y una sucia camisa de franela abotonada hasta el cuello. Un bigote de Fumanchú y una baqueteada guitarra completaban el cuadro.
—Tranquilo, Leman, tranquilo —exclamó Butko, agarrándolo por el brazo. Leman se lo sacudió con violencia. Se dirigió al cadáver cubierto con un plástico y se agachó sobre él a horcajadas.
Le oí preguntarle al muerto con voz espectral:
—¿Eres tú, Charlie?
No alcancé a entender nada más. Sonidos ahogados, estrangulados. Me pareció oír: «Ay, señor, ay, señor», o quizá fue «Ay, qué horror, ay, qué horror» lo que dijo.
Al cabo de un momento estalló en llanto. Verlo llorar con tal desenfreno resultaba desagradable.
A continuación cogió la guitarra y la partió en mil pedazos estrellándola contra el armario. Se produjo una estampida general para ponerse a cubierto de las iras de Leman.
Me senté en el raído sofá del cuarto de estar que los hijos de la vecina me habían ayudado a subir escaleras arriba el año anterior a cambio de unos dólares. Los policías y los demás hombres habían ido confluyendo de nuevo en la cocina y estaban recogiendo los trastos. Oí el sonido penoso e inexorable que hicieron al arrastrar a Sig por el suelo de la cocina metido en su sudario de plástico. Al fin se lo llevaban de casa. El sol ya estaba en el cielo.
—Cuéntame qué ha pasado.
Alcé la vista hacia el ancho rostro oscuro del detective Leman Sweet. Se elevaba sobre mí como un gigante que aspirase todo el aire de la habitación.
—Ya se lo he contado a él —repliqué, señalando a Butko.
—¡Cuéntamelo a mí!
Así lo hice. De principio a fin. Con la vista fija en el fondo de mi taza de café.
Leman Sweet sonrió cuando terminé de hablar. Se me acercó aún más y se desabrochó el primer botón de la camisa.
—Eres una zorra embustera —aseveró.
Me puse en pie. Me descargó un bofetón con la palma de la mano que me alcanzó en el hombro y me hizo caer en la silla. El café frío de mi taza le salpicó la cara. Lancé una mirada a Butko pidiéndole ayuda. Pero no movió ni un músculo.
—¿Te ha follado? —preguntó Sweet.
—No.
—¿Cómo que no? Charlie te folló. ¿Disfrutaste?
Guardé silencio. Las rodillas me temblaban.
—¿Te gustan los chavalitos blancos, a que sí?
Seguí callada.
—¡Contéstame! ¡Te… gustan… las pollas… blancas…! ¿A… que… sí?
Pensé que no tenía nada que perder. En todo caso, me iba a matar. Así que me di el placer de replicarle:
—En realidad, prefiero a los samoanos.
Butko soltó una carcajada.
—Pusiste cachondo a Charlie, ¿no es verdad? —prosiguió Sweet—. Le tendiste una trampa, ¿a que no me equivoco? ¿Quién eres tú? ¿Una universitaria? Eres una trepa, no te gustan los métodos anticuados. Lo quieres todo… enseguida. Estás harta de darle a la fregona, ¿no? Lo tuyo es subir por el camino rápido. Hasta arriba. Para poder mantener reluciente y perfumada esa cabecita tuya como una bola de billar.
Puede que se agote en unos minutos, pensé. Yo me quedo aquí sentada sin decir ni mu. A lo mejor se calla y se larga. A lo mejor cae fulminado por un rayo.
En ese momento divisó mi saxo, dentro de la funda abierta. Se dirigió hacia él.
—¿Es tuyo? ¿Lo tocas?
—Sí, es mío; sí, lo toco.
De una patada, lanzó la funda al otro extremo de la habitación.
—¿Lo tocas en la calle?
—¿Le apetece escuchar algún tema en particular?
Vino de embestida hacia mí.
—¡Leman! —gritó Butko.
Leman se dominó.
—Mírame bien, nena. Porque vas a volver a verme. Y vas a volver a hablar conmigo… ¿Entendido?
¡No!, quise gritarle a la cara. ¡No, imbécil, no te entiendo! Pero no dije nada.
Al fin, se retiró. Le oí maldecir mientras bajaba las escaleras.
El detective Butko se quedó mirándome un rato largo sin hablar.
—Le conviene cambiar la cerradura —dijo al cabo—. Para no tentar la suerte.
Aquello era lo más parecido a una muestra de solidaridad o simpatía que iba a recibir de los guardianes del orden público. Me reí audiblemente y Butko me dirigió una mirada extraña.
Regresó a la cocina y se marchó pasados unos minutos.
Cerré la puerta a sus espaldas, aunque no fuera a servir de mucho. Sonreí al recordar la pregunta que me había hecho Sig: «¿Quién eres en realidad?». Eso tendría que habérselo preguntado yo a él.
Sólo tenía ganas de montar una rabieta, chillar y atravesar la pared de un puñetazo. Pero ya había habido suficiente violencia en mi casa. Estaba rendida… y hundida en la miseria.
Eché una mirada escrutadora a los nublados ojos de Billie. ¡Ella me entendería!