Straight, No Chaser

[Un bourbon solo]

Guardo un vivo recuerdo de la primera vez que me permitieron quedarme a estudiar sola en la espléndida gran biblioteca de Manhattan. A mis once añazos tuve que reprimirme para no hacer la niñería de ir a acariciar a los leones, de quienes estaba profundamente enamorada en secreto. Papá me dejó allí por la mañana —en el colegio estábamos de interludio de primavera— después de darme dinero para la comida y severas instrucciones de que no osara irme por ahí de paseo ni cruzar la calle Cuarenta y dos. Tenía entre manos una importante investigación sobre la poesía japonesa, un trabajo de clase, y soñaba con ganarme la vida escribiendo haikus.

Con el paso del tiempo, la biblioteca se fue deteriorando terriblemente, la mugre y el abandono ocultaron su majestuosidad. Pero en los últimos tres años o así la han sometido a una restauración exhaustiva para devolverle todo su esplendor. Y ahora la fachada reluce y los leones se exhiben orgullosos, y no sólo eso, el parque que hay a sus espaldas está maravillosamente cuidado; a falta de uno, han abierto dos cafés a ambos lados de la escalinata que asciende hasta la entrada, y en lo alto del edificio hay un restaurante de gran lujo, con precios acordes con su categoría y vistas sobre los estantes de la biblioteca circulante. Tal vez se han pasado un poco. Pero, en conjunto, la reforma me gusta.

Podría haber ido a la Universidad de Nueva York o pedir prestado el carnet de la biblioteca de la Universidad de Columbia a alguna amiga. Supuse, no obstante, que la biblioteca pública sería mucho más adecuada para la labor de investigación que iba a desarrollar; en este caso no era nada tan arcano como las imágenes del agua en la poesía de Basho. Nada de eso. Estaba más en la línea de la cultura popular.

«V» de «Valokus». Aquello no presentaba grandes dificultades. Iba a abordar el enigma de Henry Valokus como si se tratara de un muermazo de trabajo académico que debía entregar antes de que concluyera el semestre.

¿Cuál habrá sido el origen de la idealización de los gángsters? ¿Las películas de Hollywood? ¿Al Capone? ¿El contrabando de licores del Gatsby de Scott Fitzgerald? El hampa en sus variadas manifestaciones sigue siendo una fuente inagotable de fascinación. Se publican más libros sobre mafiosos que sobre mujeres con matrimonios destrozados, y eso es mucho decir.

¿Por qué nos interesarán tanto los delincuentes? Personalmente, yo culpo a Coppola por haber hecho tan apetecibles a Al Pacino y a Robert De Niro en la serie de El Padrino. Tendría unos doce años cuando vi esas películas en la tele y me dieron unas ganas enormes de echarme un novio italiano. Aún faltaba mucho para que llegara a percatarme del lamentable hecho de que, en las ciudades estadounidenses, negros e italianos viven atrapados en el deplorable callejón sin salida del odio mutuo y la violencia desde que ambas estirpes existen. Claro que, si bien es cierto que no pasaría en coche por algunas zonas de Bensonhurst ni por ganar una apuesta, aún estoy por conocer a un italiano de Italia con el que no me lleve bien.

Empecé a abrir los periódicos y revistas de los viejos tiempos.

Encontré semblanzas de peces gordos de la mafia, genealogías de familias mafiosas, crónicas de las guerras de la Cosa Nostra, artículos sobre los contactos interétnicos en el hampa, recetas favoritas de los hampones, análisis de la depresión del gángster, historias de terror sobre los ritos de incorporación a la edad adulta, consejos de decoración de interiores.

Todo eso me lo salté.

No encontré a ningún Valokus. Pero había un tal Vincent… el Pequeño Vince… el Gran Vince… Vinnie el Toro… Vick el Lisiado. Val el Cachas. Vittorio el Vicioso. Vaselina Eddie.

Y entre los Henrys, Henry el Barbero, Henry el Bombardero, Henry el Dulce, Henry el Furioso, Henry el Verdugo.

Ni sombra de Henry Valokus en ese desfile de ridículos apelativos.

Sal de ahí, Henry, le susurraba a cada nuevo rollo de microfilm. Pero Henry no salía. No estaba en los periódicos. No estaba en las revistas. Desde luego, no era ningún ídolo de las masas.

Sin perder el ánimo, amontoné en mi mesa prácticamente todos los libros en circulación sobre los gángsters, la Cosa Nostra, la Mafia y el Sindicato. Habría gruesos volúmenes escritos por académicos y memorias de reputados miembros de la organización, estudios sociológicos serios donde se criticaban los estereotipos al uso, guiones de cine ramplones, buenos guiones de cine, transcripciones de comparecencias ante comisiones investigadoras de delitos. Había novelas que se burlaban de la mafia y caricaturizaban a sus representantes, y siniestros libros de fotografías que desmentían ese aspecto cómico. Ante mí tenía todo un filón.

«V» de Valokus.

Dieciocho libros después, seguía sin haber encontrado ni una referencia a mi hombre.

¿Qué me quedaba por hacer? ¿Presentarme en uno de sus clubes del centro de la ciudad y preguntar si tenían anuarios a disposición del público?

Cansinamente, empecé a devolver todos los libros. Creía a los chiflados de la furgoneta. La pistola contra mi cabeza no había mentido. Si Henry era realmente un gángster, ¿por qué su nombre no aparecía por ningún lado?

Bien porque Henry Valokus era un nombre falso, bien porque no era más que un simple soldado raso.

Hacía mucho que no me pasaba todo un día sentada en una dura silla de madera de la biblioteca. Me dolía la espalda y me crujía el estómago. Di por terminada la jornada. Descendí a paso lento los peldaños de mármol que conducían hacia la salida. Pero no me fui. Había tenido una idea fantástica. Y no me costaría más que veinticinco centavos ponerla a prueba.

Me precipité a una cabina y marqué el número de Aubrey.

Recordaba sus comentarios sobre cierto tipo del que me había hablado poco después de empezar a bailar en el Emporium. El tipo en cuestión se dejaba caer por el local varias veces a la semana y recogía los recibos de la caja fuerte. Firmaba las nóminas, contrataba y despedía a su antojo. Conocía hasta al último mono que trabajaba en el club. Era el hombre que necesitaba.

—¿Quién es?

Percibí la fatiga en su voz. Supe que una vez más la había despertado.

—Soy yo, Aubrey —dije en tono de disculpa—. Lo siento mucho, de verdad. Es una emergencia.

Oí un murmullo de fondo.

—Supongo que también he despertado a Jeremy.

—Buenos días, Nan —me saludó él por el auricular.

—Jeremy dice que nunca ha conocido a nadie con tantas emergencias.

—¿En serio? Bueno, pues dile que cuando publiquen su librito no me lo tomaré como una cuestión urgente en absoluto.

—Mejor que se lo digas tú misma, Nan. ¿Qué ha pasado ahora?

—¿Podrías conseguirme una cita con el gángster ese que dirige el Emporium?

—¿Te refieres a Justin Thom?

—Sí. Es un gángster, ¿verdad?

—¿Y quién no?

—¿Cuándo crees que volverás a verlo?

—No sé… quizá esta noche. Nan, ¿qué demonios quieres del pirado de Justin?

—Es una historia demasiado larga —repuse exasperada—. Mira, sé que le caes bien. ¿No podrías convencerlo de que hable conmigo? Dile que prometo no robarle mucho tiempo.

—Deberías haberte ido a París, Nan.

—Ya lo sé. Ahora me gustaría dejaros dormir. Hazme el favor de llamarle, anda. Dile que no me quiero entrometer en sus asuntos y que seré breve.

Aubrey hizo entonces la pausa más larga de la conversación. Le oí encender un cigarrillo e inhalar. Luego dijo:

—Está bien. Vuelve a llamarme dentro de veinte minutos.

Colgué el teléfono y me dediqué a husmear en la sección de postales de la librería de la biblioteca. Compré una: era una fotografía antigua de William Claxton, una hermosa imagen nocturna de un bajista protegiendo su instrumento de la lluvia.

El teléfono de Aubrey comunicaba cuando volví a llamar. Regresé a la librería y compré otra postal: Langston Hughes de joven en la zona residencial de la ciudad.

Lo intenté de nuevo pasados cinco minutos.

Justin Thom me recibiría sobre la una de la tarde en su oficina de la calle Dieciocho Oeste; era una empresa llamada Editora Tower.

—Espero que me cuentes en qué cuernos andas metida la próxima vez que te vea, Nan.

—Confía en mí —repliqué—. Felices sueños a los dos.

Sobre la una menos cinco subí en el ascensor a la quinta planta del destartalado edificio que albergaba la Editora Tower.

Toqué el timbre junto a la puerta desconchada. Se abrió con un zumbido.

No había a la vista el menor indicio de que aquello fuera una editorial. Ni ordenadores, ni máquinas de escribir, ni archivadores. Tan sólo una mesa y una silla en la sala de espera. Paredes desnudas y un suelo reluciente.

Tras la mesa, una negra regordeta de mediana edad con un tocado de vistosos colores. Estaba hurgando en un aparato de radio y lanzando amargas imprecaciones.

—Buenas tardes —dije—. Tengo una cita con…

—Por ahí —me cortó en seco. Luego añadió—: No toque a la puerta. Nunca le gusta que toquen a la puerta.

Justin Thom levantó la vista cuando entré. Estaba sentado en un sofá de junco con almohadones púrpura, leyendo la Village Voice. No había mesa ni escritorio en el despacho, tan sólo el sofá y dos butacas a juego.

—¿El señor Thom? —pregunté asombrada y, mucho me temo, incapaz de disimular mi sorpresa.

Para empezar, los vaqueros de diseño desteñidos y la chaqueta de cuero ceñida y tachonada —no llevaba camisa debajo y tenía una barriga incipiente— le daban todo el aspecto de uno de aquellos burgueses con pluma y doble vida que se paseaban por Christopher Street veinte años atrás. Sí, que me aspen si Justin Thom no era gay.

Me pareció muy original para ser un gángster. ¿O serían mucho más modernos de lo que yo imaginaba? Bien pudiera ser que la anticuada fuese yo. Tal vez la tolerancia —o, podríamos decir, la acción afirmativa— había llegado hasta la cuna del crimen.

Justin tenía el pelo requete peinado: largo, rubio de bote y recogido en la nuca con una cinta de terciopelo.

Y la mayor sorpresa quizá fue que no era mayor que yo.

—¿La amiga de Aubrey? —preguntó.

—Sí. Gracias por recibirme.

Me miró de pies a cabeza, con descaro y aire crítico, antes de ofrecerme un asiento. A sus ojos asomó un cierto disgusto y bastante perplejidad.

Lo había desconcertado, era evidente. De pronto comprendí por qué. Supe lo que estaba pensando.

—No, no —lo tranquilicé—, no quiero bailar en su club. No he venido por eso. De hecho, no estoy buscando ningún trabajo.

Se le notó en la cara que se relajaba.

Fui directa al grano.

—Necesito información —dije.

—¿Qué tipo de información?

—Sobre la mafia.

Sonrió.

—¿De verdad?

—Sí. Necesito información sobre una persona que pertenece a la mafia. O al menos eso creo. Por eso he venido a verlo.

Se rio con ganas.

—Ésa sí que es buena, amiga. No tenía yo a Aubrey por una bromista.

—No lo es. Va en serio.

Titubeó y sus facciones delataron cierto temor.

—¿No llevarás un micrófono oculto ni ninguna de esas chorradas?

—No, no llevo nada.

—¿Periodista?

—Mi cerebro no da para tanto.

—Ésa tampoco ha estado mal. Ahora explícame por qué me has elegido a mí para darte una lección magistral sobre la mafia.

—Aubrey dice que cualquiera que esté relacionado con su trabajo pertenece a la mafia o está pagado por ella. Tal como lo cuenta, se diría que es una epidemia laboral.

—Permíteme que te diga una cosa, chica. Haz caso a todo lo que diga Aubrey. Rara vez se equivoca —aseguró con un travieso aleteo de párpados—. Por lo tanto, sea, soy un sicario de la mafia. Aunque a decir verdad, lo cierto es que soy camarero. De Lockport, Indiana. Un pedacito de pan donde los haya. O, más bien, antes era camarero. Hasta que… me descubrieron… en la barra de los helados.

—¿De un bar de West Street?

—No eres tan zoquete como decías, señorita.

—Me llamo Nanette.

—Bonito nombre para una bailarina de cabaret.

Prendió un Benson & Hedges 100 con un mechero desechable de color fosforito.

No hizo falta que insistiera en su ofrecimiento. Me lancé sobre el paquete en cuanto me lo tendió. Hacía siglos que no fumaba un cigarrillo así.

—Señor Thom, no voy a andarme por las ramas. Confío en que conozca a un… hampón… llamado Henry Valokus. Estoy metida en un buen lío y él también, creo yo. Aunque quizá él no lo sepa, necesita mi ayuda. Estoy… enamorada de Henry Valokus… y no lo encuentro. ¿Podría usted echarme una mano?

—Estás enamorada —dijo pausadamente— ¿de quién?

—De Henry Valokus. Valokus. Coma. Henry. ¿Lo conoce?

—¿Qué te ha hecho? ¿Una mala pasada?

—En absoluto.

Lanzó el humo hacia el techo y repitió fastidiosamente:

—Estás enamorada… de Henry Valokus.

—Lo has oído bien, colega.

Una vez que hubo dominado el ataque de tos, se levantó del sofá y vino a plantarse junto a mi butaca.

—Pero si ese tío es un mamarracho.

—Discúlpeme, señor Thom, ¿no podría ceñirse al asunto en cuestión?

—Si se trata del mismo tipo en el que estoy pensando, es un poco papanatas. Tiene un aire como a Napoleón, viste como Victor Mature.

—¿Viste cómo quién?

—Qué más da. Es de Providence, ¿verdad? Habla con acento.

—Sí, ése es.

—Te contaré lo que sé de él con la condición de que me prometas no morirte de aburrimiento.

—Prometido.

Justin Thom se estiró, regresó a su sofá, tomó asiento, cruzó las piernas y encendió otro cigarrillo.

—En realidad, la historia no da para mucho más de diez segundos. Nació en Europa pero se crio en Rhode Island, lo que significa que trabajaba para la familia Calvalcante, de Boston. Dirigen las redes del crimen de Hartford, Providence, New Haven.

… Lo enchironaron por… vaya, ahora no recuerdo por qué… ah, sí, acusado de un secuestro. Y delató a no sé quién. No es que fuera el chivatazo del siglo pero, así y todo, los federales le asignaron protección para testigos. Cuando se vio el caso en el tribunal, los abogados de la defensa hicieron trizas a Valokus. La acusación se fue al carajo. La causa se desestimó.

—¿Y qué pasó entonces?

—Lo expulsaron del programa de protección. Lo dejaron colgado. Son unos hijos de puta vengativos, ¿sabes?

—¿Y luego qué?

—Tuvo que cumplir condena por los cargos de secuestro originales.

—¿Y cuando salió a la calle?

—No pretenderás que me crea que ese payaso es bueno en la cama.

—Mire, si no le importa…

—Vale, vale —meneó la cabeza—. Hay que ver cómo son los heteros —comentó perplejo—. En fin, no juzgues y no serás juzgado, como nos dice el santo libro. Cada cual con lo suyo, a mí que no venga nadie a decirme ni una palabra contra doña Susan Hayward porque le parto la cara, aun cuando sepa que no ha sido la mejor actriz que ha hollado la tierra.

—Por favor, ¿qué le pasó a Henry Valokus después de salir de la cárcel?

—Nada, que yo sepa. Nada de nada. ¿Me sigues?

—No.

—Lo normal es eliminar a los chivatos. En la trena, o cuando salen. Si hubiera sido cualquier otro, no habría vivido para contarlo. Hace mucho que estaría varios metros bajo tierra. Pero Valokus era un soplón insignificante… un pobre mequetrefe… y nadie se apuntó a cobrar el precio que tal vez pusieron a su cabeza. Todo el mundo pasó de él.

—Pobre Henry —dije.

Justin rio y tosió, y volvió a reír y a toser.

—Valga de ejemplo mi propio caso. Si delatara a uno de mis socios, lo más probable es que me encontrases metido en una bolsa en Christopher Street. O más bien, que encontrases la mitad de mí. Podrías pasarte el resto de tu vida buscando la otra mitad. Y yo no soy más que un pobre mariquita que empezó desde abajo. Valokus podría haber llegado a ser un verdadero pez gordo.

—Supongo entonces que no tiene ni idea de dónde podría dar con él… de dónde estará escondido.

Volvió a reírse.

—¿Te refieres al club de los gángsters de la calle Catorce Oeste? Pues no, cielo, ni la menor idea.

Le di las gracias y me levanté para irme.

—Un segundo —dijo.

Me di la vuelta y le miré a los ojos.

—Las cosas como son, Nanny. No sé si tragarme tu historia o no. No me parece lógico que una chica como tú se acueste con un tipo como Valokus, por mucho que digan de los griegos. Pero bueno, siempre me porto como un primo con las siniestros totales enamoradas.

—¿Con quién?

—Las siniestros totales. Es como llamo a las mujeres. En todo caso, te he contado lo que sabía porque eres amiga de Aubrey. Y Aubrey es un pilar de mi negocio. Estoy en deuda con ella. No estimo necesario recordarte que no debes sacar los pies del plato, pero te lo recuerdo por si acaso. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Lo cierto es que no entendía nada. Pero asentí con gesto solemne y juicioso y me marché.

Me metí en el primer café con el que me topé. Uno de esos locales griegos que están por todas partes. Pedí un café solo y el típico bollo cargado de manteca y me senté a la barra sumida en negros pensamientos.

Los aguafiestas blancos de la furgoneta no habían mentido. Mi querido Henry Valokus era un criminal. Claro que, de creer a Justin Thom, un criminal de poca monta. Un payaso, lo había llamado. Un mequetrefe. Qué le íbamos a hacer, Henry no era el primer hombre al que yo encontraba entrañablemente excéntrico en tanto que el mundo en general lo juzgaba con mucha mayor dureza. Pero de ahí a ser un mamarracho. Un papanatas. Bajé la vista hacia la barra, ofendida, en cierto modo avergonzada, como si fueran insultos dirigidos contra mí. Como cuando los demás chicos ponían verde a Aubrey, mi mejor amiga.

Así que mi amor perdido en realidad era de Providence. Igual que Wild Bill, también conocido como Heywood Tuttle. Los dos recalaron en Nueva York. Los dos estaban relacionados con los músicos callejeros… Valokus conmigo, Wild Bill con la chica ciega asesinada. Providence. La divina Providencia. ¿Cuántos kilómetros habría de Providence a la Provenza?

Por lo menos no había mentido al decir que era griego.

Este poema comenzaba a desenredarse. Ambos de Providence. Uno de ellos había tocado con Bird. El otro aseguraba estar obsesionado con Bird.

¿De dónde arrancaría su conexión? ¿Habría sido Wild Bill jardinero en la finca de los Valokus? Lo dudaba mucho. ¿Le habría vendido whisky destilado ilegalmente al padre de Henry? ¿Dónde comenzaba el hilo y dónde terminaba?

Un momento, un momento. Dónde terminaba ya lo sabía. Brad Weston, el pianista melancólico, nos había contado que el pobre Heywood Tuttle vivió sus últimos días en un sórdido bloque situado justo a la entrada del túnel Lincoln.

Eché a andar hacia el oeste, hasta llegar al túnel, y allí crucé la calle sorteando el tráfico. Los automovilistas se encogían al verme, tomándome por uno de esos locos que se lanzan sobre los coches para limpiar los parabrisas.

En medio del caótico tráfico se alzaba una manzana de viviendas baratas a modo de isleta. La mitad de la isleta estaba llena de casas condenadas, que se caían a trozos, muchas de ellas apuntaladas. Apenas quedaba rastro de la acera.

Cuatro edificios sobrevivían. Todos habitados. Me pregunté cómo se las arreglarían los vecinos para cruzar la calle de noche.

El humo de los escapes y el estruendo de las bocinas apenas se podía soportar. Aquello era el infierno. Y el demonio podía vivir detrás de cualquier puerta.

Me apreté contra la pared y quedé a la espera. Tuttle había vivido en uno de aquellos edificios. Pero ¿en cuál de ellos? ¿Y cómo colarme en su interior sin que alguien llamara a la policía?

La divina providencia velaba por mí. Al cabo de cinco minutos, un viejo con el aspecto curtido de los pioneros de las caravanas de carromatos salió de uno de los edificios cargado con una caja de cartón medio rota y la arrojó sin ninguna ceremonia en el trozo de acera donde se acumulaba la basura. Entre los desperdicios que llenaban la caja asomaban los zapatos rojos que había visto calzar a Wild Bill.

—¡Oiga, por favor! —me apresuré a llamar al viejo antes de que el edificio se lo tragara—. Disculpe, creo que conocía usted a mi abuelo.

Me miró con gesto confuso.

—Wild Bill era mi abuelo.

El viejo me dirigió una mirada torcida, se retiró el puro de la boca y dijo:

—¿Hickok?

En un primer momento no lo entendí. Luego pillé el chiste y le reí la gracia.

—Me llamo Reardon —dijo el viejo— y no conozco a ningún Wild Bill.

—Me refiero a Heywood Tuttle.

El señor Reardon tiró de un largo cordón y la luz se hizo en el sótano. Tres gatos se escabulleron junto a nuestros pies en dirección a la pared del fondo.

—Viejos amigos míos —dijo el señor Reardon.

El señor Reardon fue muy amable conmigo. Me explicó que mi abuelo en el fondo era un hombre decente, que había tenido la mala suerte de que «la bebida» le arruinara la vida. Era algo de lo que «muchos no nos librábamos», dijo. Sentía no haber podido asistir al entierro, y tendría mucho gusto en enseñarme el puñado de cosas que habían quedado en la vivienda del señor Tuttle cuando falleció.

—¿Sabes que siempre me pareció curioso que Heywood hablara tan poco de su pasado? Ya sabía yo que tenía que tener algún pariente por el mundo. ¡Qué jodienda! Tu abuelo va y se muere justo una semana antes de que lo encuentres.

—Así es la vida —me sorbí los mocos y me enjugué una lágrima gigante.

—Era un hombre bastante peculiar, eso no lo niego. Sigo sin saber hasta el día de hoy en dónde anduvo metido casi toda la semana antes de morir. Pagaba el alquiler, pero yo creo que casi nunca dormía en casa.

—Ya sabe cómo son los músicos. Seguro que tenía sus motivos.

—Otra cosa —añadió el señor Reardon—. Siempre le preguntaba a tu abuelo por qué no se compraba una cama. Decía que prefería ese viejo catre —señaló con la cabeza el desvencijado armatoste—. Quédatelo si lo quieres, no hace falta que te lo diga. Siendo tu pariente, es lo justo. Claro que yo había pensado que quizá lo pudiera aprovechar otra persona.

—Estaré encantada de que lo aproveche usted, señor Reardon.

Me enseñó otras lastimosas pertenencias de Wild Bill: un escritorio tambaleante al que le faltaba el cajón de abajo; en los demás había toallas ásperas, objetos de tocador, un par de camisas blancas y una enorme colección de botones.

Al abrir el último cajón tuve la intuición de que si Wild Bill poseía algún objeto de valor —una radio despertador, un aparato de música— lo más probable era que el señor Reardon ya lo hubiera confiscado. No es que yo tuviera el menor interés en quedarme con sus cosas. Mi única preocupación era que Reardon, que había salido del cuarto para dejarme un momento a solas con los efectos personales de mi abuelo, se hubiera llevado algo que precisamente encerrase una clave sobre la conexión Wild Bill-Valokus.

Qué le íbamos a hacer. Sobre eso no podía interrogar a Reardon. Habría parecido que le acusaba de ladrón.

En el cajón de arriba encontré un lápiz amarillo y un paquete de viejas fichas amarillas sujetas con una gruesa goma elástica, tan prieta que se había hundido un poco en el rimero de fichas. La retiré.

Qué raro. Era un juego de fichas amarillas rayadas de 12 x 20. En cada una de ellas habían escrito un nombre con un lápiz de cera. Casi todos estaban escritos en negro, pero también en rojo y púrpura. Tenían todo el aspecto de esas tarjetas con el nombre que los maestros les cuelgan a los niños pequeños cuando los sacan en grupo al zoológico o al museo con idea de que se les pueda identificar si se pierden.

Al principio di por hecho que habría nombres en las cincuenta fichas. Luego vi que sólo las cinco o seis primeras estaban escritas. Ninguna más. Los nombres eran:

JOHN SCULLY

LEWIS GIACOMO

BILLY NEVINS

EVAN CONNELL

JACK DUNN

Humm. Me jugaría el cuello a que no eran los integrantes de una banda de Dixieland.

Allí no había nada más. Apagué la luz y salí a toda prisa del sótano, sabiendo que más pronto o más tarde alguna rata acabaría con aquellos gatos medio cegatos.

El señor Reardon me esperaba en la calle. Parecía estar a sus anchas en la pequeña isleta cercada por el fragor incesante de los histéricos automóviles. Vi mugre incrustada en el trozo de cuello que le quedaba al aire.

—¿Te vas a llevar sus cosas?

—Mire —le dije—, creo que a mi abuelo le habría gustado que se las quedara usted. ¿Por qué no coge lo que le venga bien y lo demás se lo da a una tienda de objetos de ocasión? Dedican lo que sacan a obras de beneficencia, ¿verdad?

Masculló que no creía que ninguna tienda pudiera interesarse por aquellas cosas y que tal vez lo mejor sería sacarlas a la calle sin más.

—Lo que usted estime más oportuno, señor Reardon. Le agradezco mucho que me haya ayudado tanto. Ahora querría pedirle otro favor… ¿no sabrá por casualidad qué son estos nombres?

Le puse en las manos las cinco fichas. Las examinó con detenimiento a la vez que rotaba milagrosamente la colilla del puro entre las comisuras de sus labios sin necesidad de tocarla con las manos.

—¿Dónde las has encontrado? —preguntó.

—En el escritorio de mi abuelo. ¿No le sonarán estos nombres?

Volvió a hojear las fichas.

—Claro que me suenan.

—No me diga.

—John Scully vivía dos casas más abajo. Murió el año pasado. A Jack Dunn lo conozco desde que éramos pequeños. Vivía en la Undécima Avenida. Ahora está en una residencia del Bronx. Y, qué demonio, a Bill Nevins lo mataron a tiros hace más de veinte años en su tienda de golosinas de la calle Cincuenta y uno.

—Así que recuerda a todos esos hombres aunque hayan pasado tantos años —le dije.

—Pues claro. En su época, Hell’s Kitchen era como un pueblo. Todos los vecinos se conocían, nos criábamos juntos y luego nos casábamos con una chica del barrio y nos mudábamos a la manzana de al lado. Nos sentíamos muy identificados con nuestro barrio. Las cosas han cambiado mucho. Pero así era en aquellos tiempos.

—¿Alguna idea de por qué Wild… mi abuelo anotó esos nombres?

Sacudió la cabeza con vehemencia.

—Todos esos hombres trabajaban en los muelles hace años. Pero tu abuelo no los conocía personalmente.

¿Conque no, eh?, pensé para mí. Yo no lo daría por seguro.

Otra vez entraban en juego los viejos muelles de Nueva York. Primero, los libros de casa de Inge y Sig; luego, la trasnochada información sobre travesías marítimas o algo por el estilo del piso abandonado de Henry; y ahora esto.

—¿Por qué está tan seguro de que no los conocía?

—Porque sí. Estos hombres pertenecían a la parroquia de St. Anne, hace cuarenta años, cuando vivía el padre Hogarth. ¿Conoces la parroquia de St. Anne?

—No —confesé.

—En la calle Cuarenta y cuatro. Salió en una película. Solían llamarla la iglesia de los estibadores. Pero eso era cuando en los muelles había trabajo. Ha llovido mucho desde entonces.

Me devolvió las fichas con un encogimiento de hombros. No tenía ni idea de por qué Wild Bill había elaborado y guardado aquella lista. Por desgracia, yo tampoco.

—¿Tenía amigos íntimos mi abuelo? —pregunté.

—Sólo uno —respondió el señor Reardon—, si es que a un borracheta se le puede considerar un amigo. Se llama Coop. Lo encontrarás en el bar Emerald, en la Novena. Se encarga de la limpieza de la taberna. Y también es su única residencia conocida.

El Emerald era un local largo y estrecho empotrado entre una chamarilería y una bodega. Un solo ventanuco daba a la Novena Avenida.

Sentados a la barra, ocho hombres blancos entrados en años bebían Budweiser directamente de las botellas de cuello largo, acompasando sus tragos. Me quedé mirándolos un buen rato, a la espera de que alguno perdiera el ritmo. Pero ninguno lo perdió.

Al fondo del establecimiento había una rocola. Tony Bennett cantaba una canción, «Stranger in Paradise», de la cual mi padre tuvo en tiempos la partitura. Recuerdo muy bien haberla visto sobre la banqueta plegable del piano.

Al final de la larga barra, la habitación torcía a la izquierda, formando una L. En una de las dos mesas de ese rincón, otro viejo leía el News bajo la luz mortecina. No había en el bar más negros que él. Di por hecho que era Coop.

Ninguno de los bebedores se volvió cuando pasé de largo junto a ellos. Sólo el camarero me dedicó una ojeada, a buen seguro para dilucidar si de verdad era una vagabunda con necesidad urgente de utilizar el aseo o una yonqui a la busca de un sitio donde meterse un pico.

—¿Señor Cooper?

Levantó la vista del periódico pero no dijo nada.

—Señor Cooper, soy pariente de Heywood Tuttle. No sé si podrá dedicarme unos minutos para responder a unas preguntas que querría hacerle. Me han dicho que era amigo suyo.

Arrastré hacia fuera una silla y me senté frente a él pese a que todavía no me hubiera dirigido la palabra.

—Señor Cooper, como le digo…

—No conozco a ningún Heywood Tuttle.

—Ya. Es que sus amigos lo llamaban Wild Bill.

—¿Entonces por qué no has dicho Wild Bill?

—Lo siento. Se lo digo ahora. ¿Era usted amigo de Wild Bill?

—Bill ha muerto.

—Lo sé.

—Cayó fulminado, en la calle. Así, de golpe y porrazo. Una embolia, dijeron. Vendría de camino hacia aquí, digo yo. Cayó al suelo y se quedó tieso, eso dijeron. Así, sin más. Para que nos sirva de lección, cuando te crees el dueño del mundo, ese hijo de perra está esperándote y va y te tira un ladrillo desde lo alto del tejado. Y antes de darte cuenta de lo que pasa, ya estás muerto.

—No sabía que a Wild Bill le habían tirado un ladrillo.

—Es que no se lo tiraron, pequeña, hablaba de Dios. No era más que un ejemplo.

—Oiga, señor Cooper, ¿hacía mucho que conocía a Wild Bill?

A modo de respuesta, soltó el periódico y levantó las manos, distanciándolas mucho entre sí, presumiblemente para indicar que su amistad había durado muchos años.

—¿Le habló alguna vez de Rhode Island Red? —pregunté.

—¿De qué?… Ah, sí. Lo mencionó alguna vez.

—¿Podría contarme qué dijo?

Coop se recostó en la silla y cerró los ojos.

Repetí mi petición y él ni se inmutó ni abrió los ojos.

Al cabo de un rato creí comprender qué hacía. Estaba esperando a que le invitara a tomar algo. Me levanté y me dirigí a la barra. Sin necesidad de que pidiera nada, el camarero sacó una botella de Amstel Light y la dejó en la barra. Luego colocó a su lado un vaso y lo llenó hasta media altura de un vino matarratas que tenía en una jarra grande. Pagué las bebidas y se las llevé a Coop.

Bebió el vino a delicados sorbos y vació la cerveza prácticamente de un trago. Luego me sonrió y me indicó por gestos que me aproximara. Me puse a su lado.

Pegó los labios a mi oído y chilló: «¡Bruuc! ¡Bruuc! ¡Bruuc!», una imitación ensordecedora de un ave de corral. Luego añadió:

—¿Qué te has creído, chica, que Bill no tenía mejor cosa que hacer que hablar de gallinas?

Reprimí el enfado y me sequé la oreja.

Luego saqué las fichas y las extendí sobre la mesa.

—¿Le habló alguna vez de estos hombres? —pregunté.

Bebió más vino mientras examinaba los nombres y meneó la cabeza.

Me levanté para irme.

—¿Sabes una cosa? —dijo aviesamente—, tienes tanto parecido con Bill como la vieja Eleanor Roosevelt. Por lo menos los de la pasma y el tipo blanco que vinieron por aquí no intentaron mentir ni dijeron que fueran parientes de Wild Bill. Por lo menos no intentaron tomarme el pelo.

Volví a sentarme a toda prisa.

—Yo tampoco he tratado de tomarle el pelo —dije—. La policía ha hablado con usted, ¿un policía negro? Grandote y con cara de malo. ¿Y un hombre blanco que no vino con la policía?

—Sí, señorita.

—¿Cuándo? ¿Cuándo vino a informarse sobre Bill ese hombre blanco?

—Como una semana antes de que muriera Bill, quizá algo menos.

—¿Sabe cómo se llama? ¿Le dio su dirección o su número de teléfono?

—Un coñac de primera, eso fue lo que me dio. Y me dijo que me ganaría cien dólares si le decía dónde encontrar a Bill.

—¿Y se lo dijo?

—Qué va. Antes de morir Bill estuvo medio desaparecido durante un par de semanas. Se portaba de una manera muy rara. Por aquí no vimos ni su sombra. Y luego, de sopetón, nos enteramos de que ha muerto.

—¿Cómo era físicamente?

—¿Ni siquiera sabes cómo era Bill?

—No me refiero a él, a Wild Bill —dije a punto de perder la paciencia—. ¡El tipo blanco! —le hice una seña al camarero para que le pusiera otra ronda a Coop.

Así que Henry Valokus —y un poli que debía de ser Leman Sweet— habían estado buscando a Wild Bill como mucho una semana antes de que muriera. Providence no era el único punto en común entre Valokus y Wild Bill. De eso no cabía duda. Pero ¿quién perseguía a quién? ¿Y quién conocía el secreto de Rhode Island Red?

Puse rumbo al noroeste, hacia la iglesia de St. Anne.

Fue fácil dar con ella: la mitad de la manzana había sido demolida. La iglesia de granito, con su solitario y espigado campanario, montaba melancólica guardia en la calle, rumiando sus problemas no sin cierta esperanza. Junto a la iglesia sobrevivía el decrépito edificio que en su día alojara la escuela, ahora con las ventanas y puertas cegadas con tablones.

El joven finlandés de pelo rubio que resultó ser el párroco de St. Anne fue la amabilidad personificada. Pero en poco pudo ayudarme.

Cogió las fichas que le tendí y se tomó su tiempo para examinarlas, y en cierto momento me preguntó si tenía en proyecto escribir una historia de la parroquia.

—¿Por qué me lo pregunta? —respondí.

—Bueno, es que algunos de estos nombres me suenan un poco. Pero será, digo yo, porque en los últimos tiempos he estado revisando los archivos. Supongo que sus hijos asistieron a esta escuela, cuando teníamos aquí una escuela, quiero decir. Toda esa generación ha pasado a la historia.

El padre tampoco recordaba haber visto nunca a un hombre que respondiera a la descripción de Wild Bill. Y no, por allí no se había presentado recientemente ningún caballero, más o menos de esta altura, con acento europeo, para interesarse por los antiguos feligreses de la parroquia.

Todos los protagonistas de la historia que tenía entre manos demostraban un poderoso interés por los barcos, por los muelles que Nueva York tuvo antaño. La extraña lista de nombres de estibadores se cruzaba en algún punto con un trompetista de jazz de talento que acabó siendo un alcohólico desahuciado, con un gángster que delató a sus compinches y luego se convirtió en su hazmerreír y con un malvado poli de la secreta. Y yo no alcanzaba a comprender por qué.

Llevaba por lo menos veinte minutos sentada en la escalinata de la iglesia, cansada y muriéndome por un cigarrillo, cuando reparé en la furgoneta blanca aparcada en la acera de enfrente. Al volante estaba la mujer que me había colocado la pistola contra la sien.

Me puse en pie de un salto y me batí en retirada hasta la puerta de la iglesia. Lo cual no provocó ninguna reacción en la furgoneta. Continuaron allí sentados.

¿Desde cuándo vendrían siguiéndome?, me pregunté. ¿Todo el día? Si su intención era secuestrarme otra vez, ¿a qué esperaban? Si lo que pretendían era eliminarme, les habían sobrado oportunidades durante los últimos veinte minutos. Pero no habían hecho nada. ¿Por qué?

Nos echamos un pulso de paciencia. Yo no me apartaba de la entrada. Y ellos no se separaban de la acera.

Luego, sin la menor ceremonia, se fueron. La furgoneta arrancó y se alejó.

Volví a verla junto al supermercado. Los tipos que iban dentro no pronunciaron ni una palabra ni trataron de acercarse a mí en ningún momento.

Entré en D’Agostino y compré tres chuletas de cordero lechal, espinacas frescas y media cabeza de ajos. Volví a casa y dejé la compra en la mesa de la cocina. En cuanto abrí la bolsa comprendí que no tenía hambre. Lo único que me apetecía era dormir. Salí de la cocina y me desplomé en el sofá.