Epistrophy
[Estribilleando]
No esperaba una medalla de la policía de Nueva York por haber descubierto al asesino de un agente de la secreta. Y mis expectativas se cumplieron con creces. Ni una palabra de agradecimiento.
Como la vida es «parajódica», según le oí decir a un telepredicador, más bien les cabreó bastante que hubiera demostrado que la muerte de Sig nada tenía que ver con la investigación en la que participaban Leman y él. El asesinato del pobre Sig/Charlie se había debido a algo tan poco conspiratorio como un amor no correspondido… a simples celos. En su confesión en regla, Diego aseguró que no supo que Sig era de la policía hasta que, la misma noche en que lo mató, descubrió su tarjeta de identificación pegada a la pistolera de tobillo.
Y por lo que respecta al funcionario público más avieso del mundo, el detective Leman Sweet, se diría que sus ansias de perderme de vista eran aún mayores que las mías de perderle de vista a él. Una vez que Diego quedó metido entre rejas —después de requisar en su habitación de la calle Rivington la colección de revistas de bondage sado y las cartas de amor a Inge, patéticamente rudimentarias—, traté de hablar con Sweet del demencial encadenamiento de sucesos que nos había vinculado a unos con otros. Pero su interés en esa charla era positivamente nulo. Fueron pasando los días. El otoño inflamó el follaje de los árboles. No hubo más llamadas misteriosas para hacerme acudir a encerronas. Ni más chicas blancas que me metieran pistolas por las narices. Ni, como era de prever, la menor señal de Henry Valokus.
Estaba claro que él y aquellos con los que trabajaba, o para los que trabajaba, o de quienes huía, habían resuelto que no se iban a jugar las cartas conmigo. Lo cual era de agradecer. Así pues, traté de sepultar el asunto de Rhode Island Red en las profundidades donde debían de estar las hojas marchitas de aquellas primeras rosas amarillas.
Ojalá tocar el saxo se me diera la mitad de bien que meterme donde no me llaman. No sería porque no lo intentara. Jefferson, mi profesor, decía que estaba haciendo progresos aunque todavía no los notara. A pesar de todo, continué con mis actuaciones callejeras; con eso y los cuatro duros que ganaba traduciendo para una editorial francesa de vanguardia me mantenía a flote.
Sin olvidar la ayuda de Walt. Él nunca fue consciente de que para mí era un auténtico faro en la oscuridad. Sí, la química seguía funcionando entre nosotros, pero ya no era mi prioridad máxima. A esas alturas descubrí que Walter y yo más o menos podíamos charlar de nuestras cosas… más o menos. Él trataba de escucharme cuando yo hablaba de Verlaine y yo intentaba prestar atención cuando él se preocupaba en voz alta sobre la inminente fusión de su compañía o despotricaba contra el insoportable maricón de la sección de corbatas de Barney’s.
En esa época necesitaba un interlocutor de recambio porque Aubrey tenía la cabeza en las nubes. Y no era cuestión de echárselo en cara: mi querida amiga se había enamorado.
Nunca había visto dar muestras de debilidad mental a Aubrey. De hecho, hasta entonces la consideraba constitucionalmente incapaz de caer en esas flaquezas. Y, sin embargo, ahí la tenía, totalmente alelada. Lo cual era a medias un placer y a medias un muermo. En todo caso, podía contar con toda mi indulgencia y mi paciencia, pues no en vano me había ayudado a bandear a lo largo de los años montones de absurdos enamoramientos y affaires de coeur demenciales.
Su chico se llamaba Jeremy. Era alto, esbelto, increíblemente guapo, negro como la noche… ¡y británico! Y cada vez que se comía una «h» aspirada o la llamaba amor con acento isleño, Aubrey casi se corría de gusto.
En realidad, Jeremy habría hecho mejor pareja conmigo. Sí, ya sé que expresar esta opinión me hace quedar como una frívola. Lo único que pretendo decir es que, en un universo paralelo, él y yo nos habríamos quedado pegados a primera vista, como si lo nuestro hubiera estado predeterminado. Jeremy era un genio de clase obrera que estudió en Oxford y se ganaba la vida haciendo crítica musical… de todo tipo, desde Schoenberg a Hendrix. Pero su pasión era el jazz. Era despierto, elegante, un hombre de mundo muy viajado y un encanto. Había pedido una temporada libre en la revista de música donde estaba empleado para escribir un libro sobre Fletcher Henderson y, después de entregar el primer borrador a su editor, se estaba tomando unas vacaciones en Nueva York.
Por suerte para los amantes, vivíamos en este universo, en el que Jeremy entró en el Emporium una noche acompañado de un amigo suyo (una drag queen que se hace llamar Velveeta), le echó la vista encima a Aubrey y… En fin, eso me hace replantearme quién estaba predestinado para quién. Había que ver qué colgados estaban el uno del otro, Aubrey y Jeremy. Era algo que saltaba a la vista. Yo me alegraba muchísimo por ella.
A Jeremy le llegó un talón que se había retrasado varias semanas. Quería celebrarlo. Nos invitó a Walt y a mí a ir con Aubrey y él a un fantástico club elegante del centro donde actuaba un pianista que conocía.
No me parecía a mí que en una boîte descafeinada del East Side, de esas donde te pegan el palo, fuera a estar muy en mi ambiente. Creo que Walter dio en el clavo al describir la perspectiva con la mayor crudeza: «Seguro que nos sirven una bazofia apestosa y que damos el cante por ser los únicos clientes negros».
Para colmo de males, Walt no se llevaba bien con Aubrey. Pero me lo estuve trabajando y, cuando llegó la noche señalada, después de que me diera un buen meneo en la ducha y de que me disputara el sitio ante el espejo de cuerpo entero, Walt se puso a cepillar el último de sus modelos mientras me apremiaba para que terminara de una vez de maquillarme. Sólo llegamos con diez minutos de retraso.
Aubrey nunca ha sido dada a pasarse con la bebida. Pero esa noche estaba puliéndose una margarita tras otra por aquello de seguirle el ritmo a Jeremy, que resultó ser un gran aficionado al Absolut puro.
—¿Un vodka, Nan? —me ofreció cuando Walter y yo tomamos asiento a su mesa. En realidad, pronunció «vodker».
—¿Por qué no, colega? —acepté.
Yo había estado con Jeremy en un par de ocasiones, pero Walter y él no se conocían. Lo primero fue que Walter se quedó pasmado por su acento. Casi le costaba creer que la voz de Jeremy fuera real. Por lo visto no estimaba plausible que un negro auténtico pudiera hablar así. Pero nos relajamos a medida que iban cayendo las copas y los dos hombres parecieron adentrarse a trancas y barrancas en terreno común. Claro que Walt se quedó solo al lanzarse a hablar de baloncesto: Jeremy cayó en un mutismo absoluto mientras Walter recitaba de corrido el palmarés de Patrick Ewing.
—Nunca me han entusiasmado mucho los deportes —dijo Jeremy al fin—. No daba pie con bola en el fútbol. Aunque esquiar de vez en cuando no me disgusta.
Walter me miró horrorizado, luego miró a Aubrey y por último posó de nuevo la vista en Jeremy, habiéndose formado a todas luces la opinión de que aquel tipo era un marciano.
En aquel ambiente discretamente exquisito, exquisitamente discreto, Aubrey lanzó una carcajada atronadora. Luego se volvió hacia su amado y lo besó en la boca.
—¿Sabes, Jeremy, que Nan también es escritora? —dijo al terminar con lo suyo—. Le publicaron no sé qué que escribió sobre Remy.
—¿Remy? ¿Quién es ése, amor?
—Rimbaud —expliqué—. Me lo publicó una revistilla de vigésima fila.
—Fantástico. Yo también tengo debilidad por los surrealistas. Un amigo mío escribió un libro sobre Robert Desnos, ya sabes, el poeta que sobrevivió a Buchenwald.
En aquel momento creí oír un gemido de Walter. Pero no tenía por qué preocuparse. Lo que prometía convertirse en una conversación de altos vuelos se interrumpió de golpe cuando el amigo de Jeremy, el pianista Brad Weston, se sentó en la banqueta del piano.
El trío que lideraba Weston era bueno, excepcionalmente bueno. Lo supe en cuanto escuché la tersa solemnidad de los acordes introductorios de «Maiden Voyage». A continuación nos ofrecieron una versión de «I’ll Be Seeing You» que partía el alma. Y la interpretación solista de «My Foolish Heart» de Weston me hizo llorar a lágrima viva. Si la misión de Weston era aplacar los ánimos, la estaba cumpliendo con creces.
Cuando terminó el pase y los aplausos amainaron, el pianista se encaminó a nuestra mesa.
—Qué actuación tan fabulosa, amigo… ¡fa-bu-lo-sa! —dijo Jeremy a la vez que se levantaba para saludarlo—. ¿No te habrá abandonado la mujer ni nada por el estilo, verdad?
Weston esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza.
Jeremy se encargó de las presentaciones y Walt, Aubrey y yo de los cumplidos de rigor. Tras unos minutos de charla banal, el pianista apartó su vaso de whisky y se quitó las gafas para masajearse las sienes.
—¿Te duele la cabeza? —le preguntó Jeremy.
Hizo un gesto negativo.
—Qué va, para nada. Estoy cansado, eso es todo. Hoy he ido a un entierro y me ha dejado baldado. Ha sido tan… duro… triste y duro.
—¿Quién ha muerto?
—El gato. Un trompetista. De una embolia cerebral. En el sindicato han hecho una colecta para su entierro. Se llamaba Heywood Tuttle. ¿Has oído hablar de él?
Jeremy negó con la cabeza.
—No lo sitúo. Su nombre me suena de algo, pero muy remotamente.
—Tú lo has dicho: remotamente. Los asistentes al entierro del gato se podían contar con los dedos de las manos. Es como si ya hubiera estado muerto en vida, ¿sabes? Un buen músico. Se pasó casi toda la vida tocando en Providence. De hecho, creo que actuó con Bird en un par de ocasiones. Pero casi siempre estaba enganchado al caballo. Lo detuvieron montones de veces y pasó varios años en el trullo.
… Cuando llegó a Nueva York ya no tenía edad para ser un yonqui. Supongo que estaba alcoholizado, sin más. Una lástima. Lo veía de vez en cuando por los alrededores de Times Square. Mendigando propinas. Tocaba una armónica horrible y tenía aspecto de haberse escapado de un circo. Santo cielo, era un visión horrible. Le di diez dólares.
… El tipo que se ha encargado de recaudar la pasta para el entierro me ha contado que Tuttle malvivía en un bloque de pisos de mala muerte junto a la entrada del túnel Lincoln. Un anciano como él tragando toda esa contaminación. Enfermo. Medio asfixiado. Olvidado de todos. Como si nunca le hubiera dado nada al mundo. ¿Os lo imagináis?
Sí, me lo imaginaba.
Tal vez los demás no, pero yo lo imaginaba perfectamente.
¡Estaba hablando de Wild Bill! Por el amor de Dios.
Así que Wild Bill —o Heywood Tuttle— era de Providence. ¡De Rhode Island! Nueva Inglaterra. Como Henry Valokus y la «familia» a la que decían que pertenecía.
Y Wild Bill había tenido alguna relación, aunque fuera efímera, con Charlie Parker. Charlie Parker era la raison d’être de Henry, o al menos eso aseguraba él.
Por lo visto, Rhode Island Red no era una cosa sino una persona. El mismísimo Tuttle era Rhode Island Red, según parecía. Pero ¿cómo era posible que el insignificante Wild Bill, ese tipo gruñón y quemado, hubiera provocado tantas muertes y desastres?
Además, ¿cómo explicar entonces el episodio del secuestro? ¿Por qué aquellos capullos se habían tomado tantas molestias para evitar que hablara de Rhode Island Red? ¿Y por qué no me habían matado si tan primordial era cerrarme la boca?
¿Y qué tenía que ver con todo eso Henry Valokus?
No tenía respuesta para ninguna de esas preguntas… todavía.
La historia reunía todos los elementos de una película de bajo presupuesto realizada por un grupo de estudiantes en homenaje a Godard: una chica ciega y virtuosa, un coche repleto de asesinos, un policía brutal y un reparto en el que ningún personaje era quien aparentaba ser. Todo el mundo llevaba una doble vida. Había dos Sigs, dos Wild Bills, dos Henrys. Yo había intentado expulsarlos a todos de mi cabeza y de mi corazón, pero aún desde el otro mundo seguían empeñados en inmiscuirse en mi vida. Eran como el estribillo pegadizo de una canción.
En conjunto, componían un panorama desolador. Wild Bill, un buen músico en sus tiempos, a quien el caballo o el alcohol le habían robado toda la vitalidad, y de paso el talento y la dignidad. Siggy, víctima de un asesinato espeluznante cuando apenas había cumplido los treinta. El solitario Diego, poco más que un niño, probablemente condenado a pasar el resto de sus días en prisión. Henry, a quien tenía que dar por perdido tanto si estaba vivo como muerto.
Mi cara debió de adquirir un tono verdoso enfermizo, porque Aubrey y Jeremy, Brad Weston y Walter me miraban todos a una con temor y preocupación. Traté de decirles que me encontraba bien, pero me sacaron del club a toda prisa y me metieron en un taxi.
No, no podía apartar de mi mente toda aquella desolación. Ni dejar de pensar en que me correspondía a mí evitar que aquello fuera a más. Pero antes tenía que comprenderlo.