Misterioso
Dejé de soñar con Leman Sweet, sus muslos reventones y sus puños como manitas de cerdo rebozadas. Dejé de temer que apareciese para darme una azotaina cada vez que me ponía a ver la tele en lugar de practicar escalas con el saxo; cada vez que hablaba mal de alguien, que no separaba la basura reciclable o que no respondía a un mensaje del contestador.
Tiré el poema sobre el chulo marsellés.
Mi madre concertó una cita con unos contratistas timadores que hacen chapuzas como instalar carpintería de aluminio. Iban a hacerle un presupuesto.
Ah sí, y Walt y yo nos reconciliamos de la manera habitual. Nuestras relaciones sexuales continuaban siendo magníficas. Y, en líneas generales, él se esforzaba en portarse lo mejor posible; era la etapa alcista del periodo de reencuentro: cenas en esos restaurantes coquetos adonde llevaba a los clientes cuando quería dorarles la píldora; algún que otro billete de cincuenta para sacarme de apuros; siempre la película que yo quería ver.
Fue la empatía personificada cuando le conté la terrorífica historia del asesinato de Sig en mi piso; dio muestras palpables de remordimiento por no haber estado presente para ayudarme y se indignó como es debido por el trato que me había dado la policía. Bien es verdad que me montó una escenita de celos porque no entendía qué hacía en casa aquel blanco de larga melena. Pero le hice comprender lo rastrero que era dejarse llevar por los más bajos instintos cuando mi vida había estado en peligro.
Así que la cama bullía y la factura de Con Ed quedó pagada. Walt y yo volvíamos a pisar terreno firme.
La única diferencia fue que esta vez no se vino a vivir conmigo. No me lo pidió. Y yo no se lo propuse. Nos iban bien las cosas, sí, pero persistía entre nosotros una barrera insalvable de desconfianza. Yo lo sentía mucho, deseaba que las cosas no fueran así, pero así eran. Walt conocía mis cambios de humor y mi cuerpo, tal como yo conocía los suyos, pero había un vasto territorio intelectual y emocional donde apenas coincidíamos. Volví a gozar del placer de arrancarnos la ropa ardorosamente, del espléndido pecho de Walter y los juegos eróticos, del vaso frío de vino y uno de sus cigarrillos antes de dormirnos y del beso de despedida por la mañana. Me temo, no obstante, que en el fondo soy una degenerada. Sólo parecía quedarme contenta cuando lo pillaba en algún embuste.
Así como mi vida amorosa tenía sus limitaciones, mi vida «profesional» estaba en un momento más que bueno… magnífico… excepcional… iba viento en popa. Un músico muy respetado que llevaba unos cuarenta años ganándose estupendamente la vida en el mundillo musical neoyorquino, un amigo de un amigo, me había aceptado como alumna. Empezaríamos a trabajar juntos más o menos dentro de un mes. ¿Estaba emocionada? No. Más que emocionada… me lo había tomado en serio. No paraba de ensayar. Por primera vez en muchos años estaba realmente interesada en algo que no fuera encontrar una buena oferta de vino tinto.
A modo de homenaje a Sig, seguí acudiendo a la esquina entre la Treinta y cuatro y Lexington, aunque él me hubiera dicho que el negocio estaba más al oeste. Después de todo, pese a que estuviera poniendo todo mi empeño en la música, me daba cuenta, primero, de que en el fondo mi gancho estaba en la originalidad —una chica alta de largas piernas y cabeza rapada— y, segundo, de que casi cualquiera de los músicos que tocaban al oeste de la Quinta Avenida me habría hecho quedar en el mayor de los ridículos.
¿Qué más daba que no estuviera a mi alcance tocar «Body and Soul»? A pesar de todo, tenía mis admiradores. Las ganancias del sombrero mostraban una tendencia ascendente sostenida, y entre los billetes de un dólar iba apareciendo alguno que otro de cinco. Luego, cierto día, me dieron algo mucho más emocionante que cinco pavos.
Estaba tocando una pieza festiva —«The Late Show», una composición de los años cincuenta—, imaginando que tenía a Dakota Staton cantando junto a mi oído izquierdo, cuando vi proyectarse sobre la acera una sombra extraña. Resultó ser la sombra de un chaval con un ramo de flores en los brazos. Acabé la actuación y me agaché a recoger la colecta. El chico seguía ante mí, sonriente. De pronto, me puso el ramo en las manos.
—¿Es para mí?
—Sí. Lleva una nota —repuso.
Señalé el sombrero. Cogió un par de monedas de veinticinco centavos como propina y se marchó.
Quité el papel que envolvía las flores. Rosas amarillas de tallo largo. Nueve en total. Todas perfectas. Y una tarjeta de visita a juego, color amarillo crema, que estaba en blanco. Con un billete de veinte sujeto con un clip.
Miré a mi alrededor asombrada. Dirigí la vista hacia todos los edificios donde pudiera haber alguien, oculto tras unas cortinas, suspirando por mí. Eché una ojeada a la avenida, me asomé al otro lado de la esquina y a todos los portales. Era tan increíble eso de que me regalaran flores, tan conmovedor y extraño, que en lugar de tomarme un descanso para comer, recogí el saxo y me fui a casa.
En el poema que escribí sobre el incidente aquella noche, las nueve rosas se transformaban en dieciocho, luego en treinta y seis, y así sucesivamente. Se multiplicaban, se dividían, se transmutaban. Rosas, rosas y espinas, pétalos de terciopelo como mi piel, amarillo incandescente al rojo vivo, como la aguja con la que mi madre me sacaba las espinas bajo la piel.
Al día siguiente se repitió la historia. En esta ocasión el recadero era otro chico. Y las rosas, esas flores adorables, eran más tiernas, un poquito más pequeñas, con las corolas apretadas sobre sus cálices verde pálido, de un amarillo aún más intenso. Un amarillo de una intensidad inverosímil, hipnótica. Me dieron ganas de comerme una. Me parecía sentir aquel color derramándose de mis labios como yema de huevo.
Acabé la sesión de tarde que, imperceptiblemente, se fue volviendo de terciopelo. No toqué más que baladas. Dos bolleras vestidas a la última me pidieron un bis de «Don’t Blame Me». Cerré la actuación con «Violets for My Fur». Sesenta y dos de los grandes en el sombrero de fieltro. Corrí a casa. Busqué otro florero. Desconecté el teléfono. Puse a Lady Day en el tocadiscos. Me serví una copa. Un baño largo. Me fui a la cama sin cenar. Me masturbé. Dormí como los ángeles.
Al día siguiente decidí pulir un poco mi actuación. Puse el álbum de Monk dedicado a Ellington mientras le daba un planchado rápido a una falda, revolví el armario en busca de una blusa limpia, preparé un café y ordené por encima el piso. Luego me vestí y rebusqué el pañuelo indio con el que había confeccionado una banda para colgarme el instrumento al cuello. Al fin estaba lista para salir. A media manzana de casa, recordé que el teléfono seguía desconectado. Volví corriendo, conecté el teléfono y el contestador y, ya que estaba allí, me puse unos pendientes.
Ése fue el día en que lo descubrí.
Llegué a mi esquina con una hora de retraso sobre el horario habitual. Las flores aparecieron enseguida. Y vi en la acera de enfrente a un hombre que observaba la entrega. Estaba medio oculto, con aire muy furtivo, en el portal retranqueado de un decrépito edificio de viviendas. Tenía aspecto mediterráneo; puede que fuera griego o libanés… ¿o israelí? No. Fuera lo que fuese, parecía muy desdichado, con su elegante abrigo negro y su bufanda de seda. Fumaba frenéticamente.
Lo estuve contemplando un rato, a la espera de que tomara la iniciativa. Pero se mantuvo impertérrito, encendiendo un cigarrillo tras otro. En fin, tal vez me había equivocado. A lo mejor no era mi admirador secreto. Me instalé y empecé a tocar.
Dediqué un saludo a la recién llegada estación iniciando la sesión con «Autumn in New York». Luego acometí «Autumn Nocturne» y en ese momento pasó por delante mi viejo conocido, el tahúr manco, que arrojó unas monedas en el sombrero a la vez que se disculpaba con un encogimiento de hombros. A continuación interpreté «Autumn Serenade» y estaba a punto de empezar «Lullaby of the Leaves» cuando el hombre de las rosas cruzó la calle.
Dio unos cuantos pasos hacia mí y luego retrocedió. Me llevé el saxo a los labios y él volvió a acercarse, esta vez mascullando entre dientes. ¿Qué demonios le pasaba a ese tío? Una vez que estuvo bien cerca, señalé el ramo y le sonreí. Era una pregunta.
Asintió con la cabeza, primero de mala gana, luego con mayor vehemencia.
—¿Quién eres?
—Me llamo Henry Valokus —dijo haciendo una media reverencia—, y estoy abochornado por lo que he hecho.
No es que tuviera acento exactamente, pero hablaba el inglés con una extraña lentitud, como si se le hubiera pegado una especie de cadencia europea indefinida.
—¿Qué has hecho, Henry?
—Las flores.
—Pero si son exquisitas. A mí no me abochornan.
—He estado escuchándote desde la primera vez que te instalaste aquí. Escuchándote tocar. Eres encantadora.
Entonces sí sentí un poco de bochorno.
—Me has regalado tantas rosas que me he quedado sin jarrones, ¿sabes?
—Ah —dijo—, entonces es que me he excedido. Siempre me excedo. Es mi forma de ser.
Quedó en silencio, sonriéndome tímidamente, mientras yo memorizaba su rostro. Todos sus entrantes y salientes. Y, sobre todo, aquellos ojos negros melancólicos.
—Para mí sería un gran honor que vinieras a comer conmigo.
Titubeé.
—Por ejemplo —continuó—, podríamos ir a uno de esos restaurantes indios que están por aquí cerca, en Lexington.
El señor Valokus había movido el resorte adecuado. Me chifla la comida india. En otros tiempos, antes de ponerme encima cinco o seis kilos, solía tomarla de desayuno.
—¿Has terminado?
No sabía si lo decía con sorna. No sólo había terminado, estaba reventando.
—Y tanto que he terminado —dije.
Hizo una seña al camarero y, con el mismo ademán, se llevo la mano al bolsillo del pecho y sacó una pitillera de plata.
—Debe de ser difícil ganarse la vida como lo haces tú —dijo comprensivamente—. Quería facilitarte un poco las cosas.
Me eché a reír y cogí uno de los cigarrillos que me ofrecía sin siquiera fijarme en la marca.
—Qué galante eres, Henry. ¿Tienes por costumbre rescatar a músicos indigentes? ¿O es que soy especial?
—Eres especial —se apresuró a contestar.
Me quedé un rato paladeando aquella respuesta. Soplé sobre el té cargado de especias para enfriarlo.
Sin que me diera cuenta, Henry había pedido unos licores, y al cabo de unos minutos nos pusieron delante un par de altísimas copas estrechas.
—Te gusta el coñac —afirmó Henry—. Estoy convencido de no haberme equivocado en eso.
—Henry, de momento no has dado ni una nota en falso. Pero me gustaría que me dijeras una cosa…
Se inclinó hacia mí.
—¿Qué intenciones tienes?
Un leve rubor cubrió el rostro del señor Valokus. Al cabo de un instante, dijo:
—Voy a serte totalmente sincero.
—Estupendo. La sinceridad está muy bien.
—Lo que busco en ti es… es… que… me ayudes a comprender.
—¿A comprender qué?
—La música. Bueno, no toda la música. Me refiero a una cosa en concreto. Algo… alguien… que es uno de mis fantasmas, una especie de recuerdo. Aunque no entiendo de dónde ha salido.
—Ahora sí que no te sigo, Henry.
—Te lo diré de otra manera: si ahora mismo me acompañaras a casa…
Lancé una risotada, pero dejé de reírme al ver su expresión dolida. Le indiqué con un gesto que continuara.
—Si me acompañaras a casa, verías que la he convertido en un auténtico santuario. Centenares de discos. Y no lo digo por decir. Y libros. Fotografías. Carteles. Las paredes empapeladas de carteles. Todo ello de un sólo músico. El que me tiene obsesionado. Y seguirá obsesionándome, mientras viva, si no logro comprenderlos a él y su música, si su corazón y su espíritu no dejan de tener secretos para mí. ¿Comprendes lo que digo, Nanette?
—Para nada —repuse—. Pero ¿quién es ese músico?
—Bird.
—¿Cómo dices?
—Parker.
—¿Te refieres a Charlie Parker?
—Sí, claro.
—¿Me estás diciendo que estás obsesionado con Charlie Parker?
—Sí. Eso mismo.
—¿Y quieres que yo te ayude a comprenderlo?
Asintió con la cabeza.
Esta vez no conseguí contenerme. Al cabo de un momento, estaba retorciéndome de risa. ¡Hay que ver cómo es el racismo! Los blancos siempre nos toman por cretinos, por delincuentes que llevan el crimen en la sangre o por extraterrestres con línea de conexión directa con el espíritu.
Qué le vamos a hacer. No tenía sentido pagarla con el extravagante Valokus, cuyo rostro volvía a estar nublado por la tristeza y la incomprensión. Además, ¿qué era en esencia lo que me pedía? Que hablara con él de música. ¿Qué tenía eso de malo? No era como si me estuviera pidiendo que le limpiara el piso o le hiciese una mamada.
Recobré la compostura y tomé otro sorbo de coñac. Charlie Parker no era en absoluto un místico, era un músico genial —en opinión de algunos, el mayor genio de la música—, jodido por la heroína y por ser un negro norteamericano, ¿qué tenía aquello de misterioso? En lugar de decirle eso a Henry, estiré el brazo y le di unas palmaditas en la mano.
Él reaccionó tomando mi mano entre las suyas y posando en ella un largo beso. Luego pidió la botella de Remy y me sirvió otra copa generosa.
Valokus me acompañó a mi esquina y me dejó allí con el capuchino que me había comprado en el nuevo café del barrio. Iba a ir hacia el norte de la ciudad, me dijo, porque había oído que en Colony Records tenían una nueva remesa de grabaciones en vivo de conciertos de Bird en diversos clubes.
Apenas un poquito mareada, lo vi alejarse por la acera y desaparecer al doblar la esquina.
Qué lástima no ser una auténtica perdida, pensé. Podría sacar mucha tajada de aquel pobre ingenuo.
Henry no hablaba por hablar. Su piso, al que acudí después de nuestro tercer almuerzo juntos, era un santuario consagrado a Charlie Parker.
Dondequiera que dirigieras la vista topabas con un recuerdo de Bird: ampliaciones tamaño cartel de fotos en blanco y negro de Parker, calendarios de homenaje a Bird, números atrasados de revistas de jazz, una tesis doctoral sin publicar, libros, postales.
Y luego estaba la música: vinilos, casetes, compactos.
Me quedé muda de asombro. No se me ocurrió en esa ocasión reírme de la birdmanía de Henry. Algo sucedió durante mi primera visita a su santuario que me hizo ver su obsesión con menos suficiencia. Se podría decir que tuve un fogonazo de lucidez. Me di cuenta de que lo que yo sentía por Francia no era muy distinto de la adicción de Henry a Bird.
Francia no era mi país. Y, sin embargo, siempre huía hacia allí. Era el lugar donde me sentía más a salvo, más viva, mejor comprendida, más integrada. El francés no era mi lengua natal. Y, sin embargo, si me dejaran organizar las cosas a mi manera, el francés sería asignatura obligatoria a partir de los seis años. Trataba de escribir en esa lengua. Me encantaba el sabor de boca que me dejaba. Con sólo oírla en la radio, me excitaba. Pero todo aquello eran tonterías románticas. No soy francesa. Y no hay poder terrenal capaz de alterar ese hecho. Soy tan negra y norteamericana como Charlie Parker. Aquel momento de lucidez y empatía con Henry Valokus marcó un punto de inflexión en mi actitud hacia él. Su rollo con Bird dejó de parecerme una chifladura; era algo conmovedor.
Aquella tarde charlamos animadamente del desengaño que los dos nos habíamos llevado con la película sobre la vida de Parker, pese a que a ambos nos encantaban los actores que interpretaban a Bird y a Chan. Escogimos cinco piezas y repasamos toda la música acumulada en el piso para comparar versiones en vivo de esas canciones con otras grabadas en estudio; grabaciones de los primeros y los últimos tiempos; las grabadas en Nueva York con las que se habían grabado en Boston o en California. No tardó en entrarnos el hambre otra vez. Henry encargó que nos trajeran comida india de un restaurante elegante de la calle Cincuenta y seis y champán de la tienda de licores, y seguimos charlando por los codos.
Hasta que Henry cerró la puerta de mi taxi y el conductor se puso en marcha, no caí en la cuenta de que no había tratado de enrollarse conmigo. Ni el menor intento.
Así que, unos días más tarde, lo seduje yo, después de una cena.
Mientras subíamos a su casa en el ascensor lo deseaba con tal fuerza que me sentía a punto de explotar. El deseo era como una soga en torno al cuello. Pero conservé la calma. Aguanté el tipo mientras sonaban ambas caras de la casete Parker con acompañamiento de cuerda que habíamos comprado a un vendedor ambulante en el Village. Llevaba puesta la mínima expresión de una falda de ante, sabía sin lugar a dudas que estaba emitiendo señales sexuales y apenas me cabía duda de que él las estaba recibiendo. Puso la balada más nostálgica de toda su colección y, mientras yo me comía una pera, se quitó la corbata. Luego, inesperadamente, me propuso bailar.
Y bailé con él, durante unos sesenta segundos, el tiempo necesario para el primer beso prolongado. Después lo derribé.
Sus labios en mi pezón enviaron descargas eléctricas por todo mi cuerpo. A la vez que me bajaba las medias y empezaba a acariciarme, yo lo agarré con fuerza y lo arañé, como si tratara de dejarlo marcado para demostrar que me pertenecía. Tuve un orgasmo, y otro, y después otro, y otro más. Le arranqué los calzoncillos bajo la luz de la lámpara y lo hice mío. Follamos sobre un ensayo de Nat Hentoff. Luego de pie bajo la foto enmarcada de la carpa de Birdland. No me cansaba de él, de sentirlo dentro, poderoso, misterioso, ardiente. Y cuando ya no tuvo nada que darme y estaba ensimismado en sus frenéticas convulsiones, abrí la boca sin piedad y le clavé los dientes como una caníbal.