CAPITULO XII
A media tarde, Maud llegó al edificio y se encaminó directamente al ascensor. Speller, sentado en una silla tras el mostrador, dormitaba tranquilamente. Maud no le dijo nada y siguió su camino.
Entró en el apartamento con grandes precauciones. Un instintivo sentimiento de curiosidad le hizo tantear la pared situada frente a la terraza. Sí, el papel resultaba demasiado grueso.
Buscó el sitio correspondiente a la hornacina y tocó con los nudillos. Sonaba en parte a hueco. Allí, al otro lado, se dijo, había ochocientos mil dólares. Cairo Smith, de acuerdo con el resto de la banda, los había escondido en su apartamento, ayudado por los Tarrelton, quienes, después, lo habían eliminado. Sólo Dios sabría dónde podría encontrarse el cadáver, pensó.
Después de cambiarse de ropa, usó el teléfono interior. Bessie contestó en el acto.
—¿Señorita Maud?
—¿Pueden subir usted y su esposo? —Solicitó la muchacha—. Tengo que cambiar un mueble de sitio y necesito que me ayuden.
Bessie guardó silencio un instante. Maud se dio cuenta de las vacilaciones de la mujer.
—Por favor — rogó — Y a sé que su marido tiene una mano lisiada, pero podrá ayudarnos usando solamente la derecha.
—Está bien, señorita; ahora subimos.
Maud tocó con la mano un pequeño revólver que le había prestado Corbett. Sólo lo utilizaría en caso de extrema necesidad, se dijo.
Minutos después, sonaba el timbre de la puerta. Maud abrió. Tarrelton, con el brazo izquierdo en cabestrillo, apareció en el umbral, junto a su esposa.
—Entren, por favor.
La pareja dio unos pasos. Maud cerró y se volvió hacia ellos.
—Allí quiero colocar el diván —indicó. Caminó hasta la pared y señaló el punto donde debía estar situada la hornacina—. Pero antes de ponerlo, habrá que examinarlo a fondo. Es posible que encontremos en él una grabadora, que se conecta y desconecta mediante una señal de radio. Oiremos música, rumor de pasos...
Un ominoso silencio descendió bruscamente sobre la estancia. Maud se dio cuenta de que el hombre y la mujer que tenia frente a sí, «sabían» ya que ella conocía su secreto. Incluso era probable que lo hubieran sabido en el momento de recibir la llamada.
Y entonces, sin saber por qué, todo su valor desapareció y volvió a sentir miedo.
* * *
Tarrelton y Bessie cambiaron una mirada de inteligencia.
—Hemos hecho bien bloqueando los ascensores —dijo él.
—¿Has desconectado el teléfono? —preguntó la mujer.
—Por supuesto.
Tarrelton sonrió perversamente.
—Corbett no podrá llegar a tiempo —dijo.
—Ustedes no escaparán.
—Oh, sí. El montacargas está ya aquí y he anulado los mandos inferiores. Nos conducirá al sótano. Tenemos un coche y podremos escapar.
—¿Sin el dinero? —preguntó Maud, haciendo heroicos esfuerzos para dominar el pánico que la había acometido.
—No costará demasiado tiempo —respondió Tarrelton—. Bessie, hazle una demostración. Que lo vea antes de morir.
La mujer sonrió, no menos perversamente que su esposo. Sacó del bolsillo una afilada navaja, dio un rápido corte en el papel de la pared, un poco por encima de su cabeza y, cambiándose la navaja de mano, tiró fuertemente hacia sí y hacia abajo.
Una lluvia de billetes de Banco brotó inmediatamente de aquel lugar. Maud pudo observar que todos aquellos billetes estaban en una gruesa capa, diez o doce en cada pila sujeta hasta entonces por el empapelado. Pero al otro lado se observaba un trozo de pared extrañamente enlucido.
—Corbett no llegará a tiempo —repitió Tarrelton.
—Se irá sola al infierno —dijo Bessie burlonamente—. Lástima, hubo un tiempo en que yo apreciaba mucho a su padre.
—¿Por qué no se marchó inmediatamente? —Murmuró Tarrelton con ficticia tristeza— . Nos habríamos ahorrado todos muchos ratos amargos, muchos nervios...
Lentamente, empezó a avanzar hacia la muchacha. Bessie parecía disfrutar enormemente con la escena.
De súbito, el mismo terror hizo que Maud reaccionase con insólita violencia. Saltó hacia adelante, olvidada por completo de que tenía un revólver y, en el momento en que Tarrelton iba a sacar el suyo, le propinó un terrible empellón.
En los últimos tiempos, Maud se había recuperado por completo. El continuo ejercicio de la natación le había proporcionado una fuerza física nada desdeñable. Tarrelton resultó despedido hacia atrás con enorme violencia y chocó contra el trozo desnudo de la pared.
Se oyó el tremendo estrépito. La pared se derrumbó. Un espantoso hedor inundó en el acto la estancia. Con ojos horripilados, Maud contempló el cadáver descompuesto que había en la hornacina, sujeto a la misma por una cuerda atada a su cintura.
Tarrelton, caído en el suelo, hacía esfuerzos por levantarse. Su mano derecha estaba llena de sangre. Sin duda, adivinó Maud, se había cortado con el borde afilado de algún ladrillo roto por el impacto.
—¡Bessie! —Aulló el sujeto—. ¡Saca la pistola! ¡Mátala, mátala...!
El hedor de la corrupción era insoportable. Maud intentó sacar el revólver para defenderse, pero el martillo del percutor se enganchó en alguna parte. Inclinada sobre Tarrelton, Bessie forcejeaba por sacar la pistola. Maldiciendo obscenamente, pudo apreciar que su esposo tenía completamente abierta la palma de la mano.
—¡Me estoy desangrando! —chilló Tarrelton.
En aquel instante, sonaron unos fuertes golpes en la puerta.
—¡Maud, abre! —gritó Corbett.
—¡Haz saltar la cerradura, pronto! —contestó la muchacha a voz en cuello. La puerta crujió. Tarrelton logró ponerse al fin en pie.
—Vamos, Bessie, tenemos que escapar...
Ella había sacado ya la pistola, apuntó hacia la muchacha y apretó el gatillo, pero el tiro no salió. Bessie volvió a maldecir.
—¡El seguro, estúpida! —rugió Tarrelton.
Maud, aterrada, huyó a su dormitorio, en el que se encerró con doble vuelta de llave. Los golpes contra la puerta sonaban cada vez con más fuerza.
—Por la terraza —dijo Tarrelton—. Pasaremos al otro apartamento y escaparemos antes de que se den cuenta. Corre, Bessie, corre...
La pareja de criminales llegó a la terraza. Bessie se puso a horcajadas sobre el parapeto. Había una pequeña cornisa y podría caminar por ella para alcanzar la terraza del apartamento contiguo. Tarrelton la imitó en el acto.
Bessie puso los pies en la cornisa. Luego, paso a paso, avanzó lateralmente. Tarrelton se situó a su lado y quiso sujetarse al pretil. Entonces, sintió un agudísimo dolor en la mano herida.
El instinto le hizo soltarse una fracción de segundo, pero también le impulsó a agarrarse a algo más seguro: uno de los brazos de Bessie. Ella no pudo resistir el peso del hombre y sus dos manos soltaron el parapeto.
Dos horribles gritos sonaron, en el instante en que la puerta saltaba en astillas. Corbett, Hassel y algunos policías de uniforme irrumpieron en tromba. El joven pudo captar los chillidos que se alejaban velozmente hacia la explanada. Luego se oyó el espeluznante sonido de los cuerpos que se estrellaban contra el pavimento.
Hassel corrió hacia la terraza. Corbett buscó a la muchacha. Detrás de él, los policías empezaban a ponerse pañuelos en la nariz, asqueados por el hedor que se desprendía de la hornacina que, durante ocho meses, había sido sepultura de Cairo Smith.
Maud abrió la puerta. Vio a Corbett y se arrojó en sus brazos.
—Tuvimos que subir a pie —dijo él, acariciándole el cabello—. Pero ya no tienes nada que temer.
Ella respiró hondamente, liberada al fin de todo su miedo. Hassel regresó al centro de la sala.
—Están muertos —informó—. Si fue Tarrelton el autor de los anónimos, no hay duda de que no se ha ido solo al infierno.
Luego lanzó una mirada hacia la hornacina y arrugó el gesto.
—Horrible, horrible —murmuró—. Con su permiso, señor. Llamaré al forense.
—Está bien, Hassel. Maud, tienes que abandonar el apartamento. ¿Por qué no esperas abajo en mi coche? —sugirió Corbett.
Ella asintió. Corbett hizo que uno de los policías acompañase a la muchacha. Luego buscó una botella de whisky. Hassel le miraba asombrado, con el teléfono en la mano.
—No voy a beber, sargento —sonrió el joven. Mojó el pañuelo en el whisky y se lo puso ante la cara—. Aconsejo que los demás hagan lo mismo.
Fue una idea inmediatamente aceptada por todos los presentes.
* * *
Maud se doraba al sol en la playa, los ojos cerrados, sintiendo en la piel la caricia de la brisa marina y percibiendo como un rumor de paz el del suave oleaje. De pronto, notó que alguien se sentaba a su lado.
—He traído bocadillos y bebidas frescas —anunció Corbett. Maud se sentó en el suelo.
—Nunca me acuerdo de traer comida —dijo, sonriendo.
—Falta de costumbre —contestó él—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien, ya empiezo a olvidarlo todo.
—Eso es estupendo. Ya no tendrás que oír música a destiempo ni llamadas amenazadoras, ni pasos sobre el techo...
—A pesar de todo, más de una vez recordaré que estuve viviendo con un cadáver durante ocho meses.
—El muerto no te molestó en absoluto. Fueron los vivos quienes pudieron haberte hecho daño —dijo Corbett sentenciosamente.
—Sí, tienes razón. ¿Apareció todo el botín?
—Faltaban algunos miles, que se encontraban en casa de Webster, partidos en dos mitades todos los billetes que se hallaron.
—¿Y Webster?
—Estaba en el maletero de su coche. Tarrelton, es decir, Bym, le pegó dos tiros. Probablemente no lo necesitaban ya... o Webster Warren se dio cuenta de que el dinero con el que le habían pagado resultaba inservible.
—Pero él no podía saber que eran los Tarrelton quienes le contrataron para asesinar.
—Webster era muy listo. Cuando volvió, después de haber matado, Crane, dijo que regresaba de pescar. Pero Tarrelton tenía que saber que se había marchado la mañana de la víspera Al callar ese dato, que contradecía sus declaraciones, adivinó la identidad del que le pagaba por matar. Seguramente se dio cuenta de que los billetes no le servían, quiso protestar o tal vez matar a los Tarrelton en desquite... y se encontró con la horma de su zapato.
—En resumen, ellos esperaban que pasara algún tiempo, para huir del país con el dinero.
—Sí, pero viniste tú y alquilaste el apartamento. Debían de tener prisa en marcharse; sus compinches, sin duda, también les apremiaban para cobrar su parte. Tenían que abandonar el apartamento... y emplearon todos los trucos posibles, sin conseguir nada positivo.
Maud suspiró largamente.
—Con lo que me gustaba vivir allí —se lamentó.
—Bueno, ahora lo arreglarán a fondo... En todo caso, deja pasar una temporada. Yo puedo indicarte una casa donde vivirás muy bien. Quizá te guste tanto que no vuelvas a South Hill Tower.
Ella le miró intrigada.
—¿De quién es la casa? —preguntó.
—Mía —respondió él, a la vez que desenvolvía uno de los bocadillos para entregárselo a la muchacha—. No es tan grande como tu apartamento, ni tiene vistas tan bonitas, pero, vamos, tampoco es una choza.
—A un oficial de la policía no le convendría tener una chica soltera en su casa. Podrían pensar mal de él... Leda St. Vrain nos sacaría a relucir en su famoso programa...
—¿Por qué? Nadie tendría nada que objetar a que el teniente Corbett viviera en su casa junto a su esposa —contestó él con naturalidad.
Maud se sobresaltó.
—Eso parece una petición de matrimonio —dijo.
—Sí.
—¿Tengo que contestarte sin pensármelo? Corbett hizo una mueca.
—Bueno, pero no tardes mucho —repuso.
—Quizá alguien diga que te casas con una loca, Alex. —En todo caso, dirán que el loco soy yo.
—¿Loco?
Súbitamente, Corbett abrazó a la muchacha.
—Sí, por ti —exclamó con acento cargado de pasión. Maud sonrió dulcemente, a la vez que le acariciaba la mejilla.
—Entonces, voy a ver si consigo sanarte de esa locura —murmuró.
FIN