CAPITULO IX

 

La radio empezó a sonar repentinamente y Maud, asustada, salió corriendo del baño, poniéndose la bata apresuradamente. Entonces vio a la señora Tarrelton, aprestándose a hacer la limpieza del apartamento.

—Oh, señorita —exclamó la mujer—. Dispense, creí que habría salido...

Maud hizo un esfuerzo por sonreír.

—Iba a vestirme —contestó—. Pero siga, por favor, se lo ruego.

—Apagaré la radio —dijo Bessie.

—No, no se moleste. Yo marcho en seguida.

Maud regresó al baño, donde terminó de arreglarse, sumamente aliviada. No había sido más que un susto. La culpa, se dijo, era suya; debiera haber pensado en la mujer del conserje, quien subía aproximadamente a la misma hora para hacer la limpieza del apartamento.

Terminó de arreglarse, agarró el bolso de playa y se dirigió hacia la salida.

—Hasta la tarde, Bessie —se despidió.

—Procure disfrutar, señorita; la vida es muy corta —aconsejó Bessie. Repentinamente sobresaltada, Maud se volvió. Bessie llevó una mano a la boca.

—Me parece que he cometido una imprudencia —dijo, consternada—. Claro que también se trata de una frase hecha...

—Sí, es una frase hecha —convino Maud, sonriendo, pero rígida—. No se preocupe, Bessie; la lengua, a veces, nos juega malas pasadas.

—Eso es lo que me dice mi marido casi siempre. Hablo demasiado —contestó la mujer, con una sonrisa de circunstancias.

Maud hizo un gesto con la cabeza y salió. Cuando llegó al vestíbulo, se encontró a Hassel, charlando con Tarrelton. Hassel hizo un gesto con la mano.

—Celebro verla, señorita —saludó—. Ese color tostado la favorece muchísimo.

—Me gusta tomar el sol —respondió la muchacha—. Buenos días, sargento. Joe...

El coche estaba aparcado frente al edificio. Maud se sentó frente al volante y dio el contacto.

 

* * *

 

El hombre examinó con toda atención el billete de cien dólares y luego fijó la vista en el individuo que se lo había dado.

—Happo, cuidado —dijo—. Ese billete quema. Happo Warren entornó los ojos.

—¿Sí, Zack?

—Procede del robo al furgón blindado de la Wallabee Express. Los asaltantes se llevaron ocho mil billetes, todos de a cien. Tengo una lista con los números de serie, si quieres comprobarlo...

Warren emitió una risa baja y amarga.

—He estado trabajando por nada —declaró.

—Hombre, tanto como por nada... —dijo el otro—. No es mucho, pero es un asunto muy arriesgado... Si quieres puedo darte diez dólares por billete. Voy a tenerlos mucho tiempo guardados y eso comporta siempre peligro, Happo.

Warren, el asesino profesional, hizo un gesto negativo.

—Alguien me ha pagado con un dinero que no tiene más que la décima parte de su valor. Prefiero incluso perder los diez dólares por billete, a cambio de la satisfacción de vérselos comer uno a uno.

Agarró el billete que había llevado de muestra y, sacando el encendedor, le prendió fuego.

—Sólo traje éste y no quiero que me ocurra algo y me lo encuentren encima —explicó así los motivos de su actitud.

El cambista se quedó solo. Compadeció al hombre que había entregado aquellos billetes a Happo Warren.

 

* * *

 

Maud salió del agua y echó las manos al pelo, para escurrírselo. La piel dorada contrastaba atractivamente con el color blanco del traje de baño, de dos piezas y escaso tejido. Se inclinó a un lado, retorció con ambas manos la frondosa cabellera y luego caminó hacia el grupo de rocas, junto al cual había dejado su equipo.

Entonces vio al hombre sentado a la sombra, Avanzó hacia él y sonrió hechiceramente.

—No se me había ocurrido ni por un momento que pudiera estar aquí —dijo la muchacha.

—La llamé a casa y la señora Tarrelton me dijo que había venido a la playa —contestó Corbett—. Entonces, decidí mandar el trabajo al diablo y me vine aquí. He traído algo interesante, Maud.

—¿De veras?

Corbett sonrió, mientras abría la bolsa que tenía a su lado. Maud vio una pequeña nevera portátil y otra bolsa hermética con bocadillos.

—Usted no piensa en comer y esto es muy interesante —dijo él—. ¿Qué prefiere mejor, cerveza o limonada? Hay para elegir.

—El día es especialmente agradable para la cerveza —contestó la muchacha—. Ha adivinado mis pensamientos; empezaba a tener apetito.

Se dejó caer de rodillas sobre la arena y se sentó en los talones. Corbett le entregó un bocadillo y una lata de cerveza, ya abierta.

—Hay vasos... —empezó a decir, pero se calló al ver que Maud llevaba la lata directamente a la boca.

Comieron con buen apetito. Luego, Maud se tendió boca arriba en la arena y cruzó las manos sobre la cabeza.

—Si se pudieran conceder medallas a las personas que socorren a los hambrientos, yo le daría a usted la de oro, Alex —dijo jovialmente.

—Se lo agradezco, pero no se merece. Me bastó deducir las condiciones en que se encontraba.

—Se nota que es policía, Alex.

—Resulta difícil de olvidar. A veces, uno actúa por instinto... Por ejemplo, me dicen que usted ha salido a la playa y yo pienso: «Esa chica se habrá ido con las manos vacías.» Entonces, preparo lo necesario y...

—Se toma también unas horas de descanso.

—¿No cree que lo merezco?

—Por supuesto. Sobre todo, estos días de tanto trabajo.

—Sí. Hay trabajo... y noticias. Crane ha sido asesinado.

Maud se sentó bruscamente y giró el cuerpo, para situarse frente a Corbett.

—Entonces, el comunicante anónimo decía la verdad, como las otras veces —exclamó.

—Efectivamente. Pero todavía hay más. Hemos podido averiguar quién es el asesino.

—¿Lo han detenido?

—Aún no. Es preciso identificarlo de una manera positiva. Mañana o pasado tendremos sus huellas dactilares.

—Entonces... está en la ciudad.

—Vive en South Hill Tower, Maud —dijo Corbett gravemente.

 

* * *

 

Cuando el coche se detuvo frente al edificio, Hassel salió al encuentro de su único ocupante y le enseñó la placa.

—¿Señor Webster? —dijo—. Soy el sargento Hassel, de la Brigada de Homicidios. Deseo hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente.

—Ninguno, sargento —contestó el interpelado—. ¿De .qué se trata?

—¿Puede decirme dónde ha pasado el día de hoy?

—He estado pescando —dijo Webster—. Venga, sargento.

Webster fue a la zaga del coche y levantó la tapa del maletero. Hassel contempló los trebejos de pesca y luego volvió la vista hacia el sujeto.

—No ha tenido suerte —comentó.

—Los peces no muestran siempre demasiados deseos de cooperar. —Webster se quitó un instante el sombrero, para rascarse la nuca, que Hassel vio abundantemente poblada—. En fin, son cosas que suceden a los aficionados, sargento —añadió con una tímida sonrisa.

—Sí, suele pasar a veces. ¿Estuvo en su casa toda la noche? Usted, tengo entendido, reside en el apartamento 7-C.

—Pues... sí, he estado en casa toda la noche, pero si sospechan de mí por algo malo que haya podido suceder, tengo la impresión de que va a resultarme difícil probarlo.

—Esta mañana, si salió temprano, le vería alguno de los conserjes, Tarrelton o Speller. Webster volvió a sonreír.

—Speller estaba regando el jardín que hay delante del edificio, como todas las mañanas. Yo bajé directamente al garaje subterráneo. Aunque dispone de puerta, estaba abierta. Alguien había salido antes que yo y se olvidó de cerrarla.

Hassel decidió que estaba ante un sujeto sumamente escurridizo. Sin pruebas, no podía pedirle ni siquiera que le acompañara a Jefatura para tomar las huellas dactilares, deberían esperar el envío de Kansas City, decidió finalmente.

Tarrelton salió del edificio en aquel momento.

—Llevaré su coche al garaje, señor Webster —se ofreció cortésmente.

—Muchas gracias, Joe. ¿Algo más sargento?

—Gracias, eso es todo —respondió Hassel. Había perdido el día, se dijo, frustrado, mientras caminaba hacia su automóvil.

 

* * *

 

—Por alguna razón que desconozco, el asesino no actúa contra usted —dijo Corbett—. Simplemente, se limita a eliminar a los individuos que intervinieron en el atraco.

—Pero yo recibo amenazas, anónimos... Casi me he vuelto loca de miedo...

—Para mí eso tiene una fácil respuesta, Maud.

—Dígalo, Alex —pidió la muchacha.

—Simplemente, quieren echarla del piso.

—¿A mí? —se asombró ella—. ¿Por qué?

—Hay algo en lo que no nos hemos fijado todavía —respondió Corbett. Hizo una mueca amarga—. Los policías nos equivocamos demasiadas veces —añadió.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

—Su apartamento. ¿Quién lo ocupó antes?

—No lo sé. Yo no quería vivir en mi casa, que vendí, incluso, para resistir la tentación de volver allí algún día. Entonces, al poco tiempo de salir de..., bien, de la clínica psiquiátrica, vi de lejos la casa, situada en un lugar que me gustó muchísimo. Tiene cierto aislamiento, ya que sólo hay viviendas de uno y dos pisos en los alrededores y muy espaciadas, está en alto, a más de doscientos metros del nivel del mar... y el apartamento que ocupo estaba desalquilado.

—Fue a visitarlo antes de formalizar el contrato.

—Por supuesto, pero la operación fue realizada con el administrador del edificio. Si quiere, le daré su nombre y dirección... Yo no me preocupé del inquilino anterior, si es que lo hubo.

—Resultará interesante hablar con él —admitió Corbett pensativamente—. Sin embargo, repito que no debe de temer al asesino. Es un hombre al que le pagan por matar. A ellos, puesto que hemos de calcular que son dos, el autor de los anónimos y su cómplice, sólo les interesa que usted se marche del apartamento.

—Pero ¿por qué?

—Cuando sepamos quién lo ocupó antes que usted, tendremos la respuesta —dijo el joven.

—Esta noche no voy a pegar ojo —se lamentó Maud.

—Llame a la señora Tarrelton para que le haga compañía.

—No, prefiero dormir sola. Cerraré bien la puerta y... y pondré cosas en la terraza que hagan ruido cuando se caigan. La puerta corredera es grande, de cristal muy grueso, y aunque la rompiera el asesino, haría demasiado ruido, cosa que no le conviene. Si hubiese de atacarme, lo haría en silencio.

—Muy bien —dijo Corbett—, pero antes de que se quede sola, me permitirá inspeccionar el apartamento.

—Por supuesto.

Cuando llegaron a la carretera, ella se sorprendió de no ver sino su coche.

—¿Dónde está el suyo? —preguntó, intrigada.

—Vine en taxi —contestó él. Llevaba las dos bolsas en las manos y las dejó sobre el asiento posterior—. ¿Qué le ha parecido el final del día?

—Encantador —sonrió la muchacha.

Mientras ella daba al contacto, Corbett se tocó el hombro izquierdo.

—Tendré que darme mucha crema esta noche —dijo—. Tengo la piel ardiendo...

—Debe tomar más el sol, Alex. Está encerrado demasiado tiempo y eso no es bueno.

—Hay que trabajar para vivir, Maud.

Media hora más tarde, entraban en el apartamento. Corbett empezó a revisarlo todo con gran detenimiento. De repente, notó algo que atrajo su atención.

—¡Caramba, vaya empapelado! —exclamó.

—Sí —reconoció ella—. Es un papel muy grueso. Pero, por lo visto, es moda y a mí no me disgusta. Quizá un día lo mande cambiar. Aunque, por ahora, repito me resulta agradable. —De pronto, Maud miró al joven y sonrió—. Tengo un frigorífico bastante bien provisto —añadió—. ¿Por qué no se queda a cenar conmigo?

—No me atrevía a pedírselo —contestó él.

—Oh, qué hombre más tímido... No le voy a servir veneno, puedo jurarlo. De pronto, Maud se puso seria.

—A ver si encuentro un anónimo en la nevera...

Pero no, no había ningún anónimo y ello convirtió la cena en la más alegre velada de que ninguno de los dos había disfrutado en mucho tiempo.