CAPITULO IV
El inquilino que vivía en uno de los apartamentos de la South Hill Tower recibió pocos días después una carta, en la que encontró un mensaje y el resto de los cincuenta billetes de cien dólares.
El mensaje decía:
Actuó como esperábamos y cumplimos nuestra palabra. Muy pronto le haremos otro encargo. Esté preparado para trabajar en el momento en que se le indique. Por el mismo precio, naturalmente.
Durante el resto del día, el asesino se dedicó a unir las distintas mitades de los billetes, hasta que quedaron completos. Mientras trabajaba pacientemente, se preguntó quién habría podido averiguar su identidad, tan bien oculta hasta aquellos momentos.
¿Debía quedarse o abandonar la población?, dudó.
Pero si cada vez que le hacían un «encargo» le iban a pagar cinco mil dólares...
* * *
El teléfono sonó estridentemente. Maud lo contempló con fijeza durante algunos segundos.
Alargó la mano, pero la retiró antes de tocarlo siquiera. No, no contestaría a la llamada. ¿Y si era el teniente Corbett?
Al fin, se decidió y levantó el aparato. Una risa burlona sonó inmediatamente en sus oídos.
—¿Tenías miedo de oírme? —Dijo la voz—. Sí, claro... El camino hasta el infierno es tan largo... Pero tú ya lo estás siguiendo... ¡y llegarás al infierno! ¡Conmigo!
La comunicación se cortó inmediatamente. Maud dejó el teléfono en la horquilla.
Eran las diez y media de la noche. Tras unos segundos de vacilación, volvió a levantar el teléfono y marcó un número.
—Voy ahora mismo —anunció Corbett.
Maud encendió un cigarrillo y empezó a pasearse por la sala, terriblemente nerviosa. ¿Quién quería asustarla y por qué?
¿Qué le había hecho ella al desconocido? ¿Era una venganza de Lee y Dotty Ransome? De repente, se paró en seco.
Sonaban pasos por encima de su cabeza. Lentos, rítmicos, pesados..., acercándose gradualmente hasta alcanzar el máximo volumen y alejándose poco a poco, para regresar de nuevo. Cuando más fuertes sonaban, parecía como si el individuo estuviese directamente sobre su cabeza.
Toc, toc, toc...
De súbito, la radio se encendió.
Maud se volvió, con los ojos desorbitados, contemplando el mueble helada de horror.
¿De dónde salía aquella música tan horrible?
A cada segundo que transcurría, le parecía que los sonidos musicales iban a traspasarle la cabeza de lado a lado. Incapaz de resistir aquello, se tapó los oídos con las manos, a la vez que lanzaba un grito estentóreo.
—¡Basta, basta...!
La música cesó tan rápidamente como había sonado. Pero Maud continuó todavía un buen rato en la misma posición.
De pronto, sonaron unos fuertes golpes en la puerta.
—¡Maud! ¡Abra, soy Corbett! —gritó alguien en el corredor.
La joven cruzó la sala inmediatamente. Corbett se asustó al verla pálida y desencajada. Ella no pudo contenerse y se arrojó en sus brazos.
—Los pasos... sonaban arriba... —dijo con voz entrecortada—. Luego la radio se encendió sola..., como la otra noche...
Corbett la sostuvo hasta el diván más próximo. Luego buscó y puso brandy en una copa.
—Beba —aconsejó.
—Ha sido horrible... Yo oía aquellos pasos... Luego la música...
—Tranquilícese —dijo Corbett—. Ya estoy aquí, no le va a suceder nada.
—Y el hombre llamó por teléfono... Dijo cosas horribles del infierno.
Al cabo de unos momentos, Corbett consiguió que la muchacha se calmase un tanto.
—No le pasará nada —aseguró—. Pero tiene que conservar la serenidad. Hay alguien que se divierte atormentándola, no le quepa la menor duda. ¿Por qué? Ya lo averiguaremos, descuide. Mañana mismo iré a visitar a los Ransome al presidio. La condena impuesta fue de uno a cinco años. Si me entero de que uno de ellos, o los dos, han contratado a alguien para atormentarla de esta manera, hablaré con la junta de libertad provisional para que cumplan íntegra su condena.
—¿Cree... que han podido ser mis primos?
—Sí, seguro. Para ellos, la cárcel debe de ser un infierno. Por eso emplean la palabra en sus amenazas.
—Sí, pero, ¿qué me dice de los pasos que suenan arriba? ¿Y la radio que se enciende sola?
En aquel instante, llamaron a la puerta, Corbett se levantó y abrió. Era Tarrelton, el conserje.
—¿Puedo serle útil, señorita? —se ofreció cortésmente.
—No, gracias, Joe —contestó Corbett—. Estoy yo... ¡Aguarde! —-exclamó de pronto— Usted, como conserje de este edificio, ¿sabe cómo llegar a la terraza?
—Por supuesto, teniente. Le acompañaré si lo desea..., aunque en estos momentos no tengo la llave a mano.
—Hable con su esposa y pídale que la traiga, por favor. Ah, una linterna también, si me hace el favor.
—Estoy a su disposición, teniente. Corbett se volvió hacia la muchacha.
—La señora Tarrelton se quedará con usted mientras Joe y yo revisamos la terraza — dijo.
Maud asintió, casi completamente tranquilizada. Bessie apareció a los pocos minutos y dijo que se quedaría con mucho gusto en el apartamento.
—No sé quién ha podido ser el que ha subido a la terraza —dijo el conserje—. Esta puerta, sin llave, no es fácil de abrir...
De pronto lanzó una exclamación:
—¡Está abierta!
—No toque nada —dijo Corbett, a la vez que sacaba un pañuelo, para tirar de la manija, ya que la puerta se abría hacia dentro—. Mañana enviaré un equipo de huellas.
—Sí, señor, como usted ordene.
Media hora más tarde, los dos hombres volvían al apartamento.
—El hombre que paseaba por la terraza se ha marchado —anunció Corbett. Sonrió—. Nos ha dado el esquinazo bonitamente, pero acabaremos por encontrarle, no se preocupe.
—Desearía pedirle un favor, Alex —dijo la muchacha.
—Desde luego.
—Yo... Bien, ¿por qué no me envía un técnico para que examine el mueble donde tengo la radio?
—Vendrá mañana por la mañana —aseguró Corbett—. Ahora, me gustaría que se echase a dormir...
—Yo puedo quedarme con ella —se ofreció Bessie. Corbett miró al conserje. Tarrelton exclamó:
—No faltaría más. Mi mujer lo hará con mucho gusto.
—Sí, pero antes quiero darle un consejo... ¿Me permite, Maud? La muchacha asintió. Bessie siguió al policía hasta la puerta.
—Su esposo y yo hemos pisado con fuerza por la terraza —dijo Corbett a media voz—, ¿Ha oído algo, señora Tarrelton?
—No —contestó Bessie—. Absolutamente nada.
—Está bien. Vuelva junto a la señorita y dígale que yo le he aconsejado a usted que le prepare un poco de café con unas gotas de brandy. Es un buen somnífero, se lo aseguro.
Bessie sonrió.
—Váyase tranquilo, teniente.
Mientras descendía en el ascensor, junto con el conserje, Corbett se preguntó si el internamiento de Maud en el manicomio meses antes no había sido algo justificado.
* * *
Por la mañana, Corbett llamó a la muchacha.
—¿Cómo se encuentra?
—Mejor. La receta que le dio a Bessie dio buen resultado —contestó Maud.
—No sabe cuánto me alegro. Ah, ¿ha ido el técnico?
—Sí. Está trabajando en los aparatos...
—Dígale que me informe cuando haya terminado.
—De acuerdo.
—Y no tema ni se preocupe; todo es, una broma de mal gusto. Corbett dejó el teléfono en su sitio. Hassel entró en aquel momento.
—El anónimo no es una pista aprovechable, teniente.
—¿No han sacado nada en limpio?
—Papel corriente, rotulador corriente..., no hay huellas dactilares y sólo hemos podido encontrar lo que, benévolamente, podría calificarse de ligerísima pista.
—Menos es nada —sonrió Corbett—. ¿De qué se trata?
—El autor del anónimo hizo un borrador previo sobre el misino papel, con lápiz, procurando no apretar, a fin de no causar marcas. Escribió muy suavemente y, de ese modo, pudo trazar las letras del mensaje con perfecta regularidad, evitando rasgos que pudieran delatar por la escritura.
—Un tipo listo, no cabe duda —dijo el oficial pensativamente—. Pero si eso es una realidad, en cambio hay cosas que, me parece, sólo están en la imaginación de Maud. Esos pasos en la terraza... La puerta estaba abierta, desde luego, pero también pudo tratarse de un descuido del conserje. Y la radio que se enciende sola por la noche...
—Quizá esa chica esté aún bajo el influjo de los meses que f>asó en la clínica psiquiátrica. A veces, uno entra sano en uno de esos sitios y sale loco.
Corbett hizo una mueca.
—En mi opinión, es una mujer hipersensible y se excita por cualquier cosa —dijo.
—Oh, mi mujer también era muy hipersensible, teniente —contestó el sargento.
—¿Ah, sí? ¿Cómo se... curó?
—Bueno, se casó conmigo y tenemos cinco hijos. Eso cura todos los otros problemas — dijo Hassel riendo desaforadamente.
—Sí, tal vez a Maud le conviniera casarse —murmuró Corbett—. ¿Algo sobre Riggs?
—Nada, teniente. Me he puesto en contacto con la policía de Harmon City y no saben absolutamente nada. Nadie vio ni oyó al asesino... El jefe de la policía ha dicho que entre sus hombres se comenta que a Riggs lo mató el hombre invisible.
—Por lo visto, es un asesino profesional de lo mejorcito en su género. Habrá que dar un repaso a nuestras listas, Hassel.
—Sí, señor.
Corbett echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Yo marcho —dijo—. Tengo que visitar dos prisiones, una de hombres y otra de mujeres. Quiero hablar con los Ransome. Esa pareja nunca me gustó, créame.
—Parecían cuervos —rezongó el sargento.
—Al menos, lo fueron durante una temporada —contestó Corbett, a la vez que se encaminaba hacia la puerta.
Mientras conducía su coche, volvió a pensar en Maud. Algunas de las cosas que había asegurado escuchar podían ser producto de su imaginación. Pero otras eran absolutamente reales, como el anónimo recibido.
¿Quién lo había dejado en la terraza?
De pronto se le ocurrió una idea. Descolgó el micrófono y pidió que le pusieran en comunicación con Hassel. El sargento respondió a los pocos momentos.
—Tengo que pedirle algo —manifestó Corbett—. Haga que examinen a fondo el sobre que contenía el anónimo. Su autor pudo descolgarlo desde la terraza superior por medio de una cuerda y unas pinzas.
—Sí, en tal caso, las pinzas habrían dejado marcas —convino Hassel.
—Téngalo todo preparado para mi regreso.
—Bien, señor.
* * *
El asesino recibió a los pocos días otra carta. Había la mitad de otros cincuenta billetes, cortados en forma análoga a los anteriores y un nombre y una dirección.
El nombre de la victima siguiente era Bennie Fark. Debía morir el día 13, antes de las doce de la noche.
Inmediatamente, el asesino empezó a estudiar las costumbres de Bennie Fark.