CAPITULO X
El señor Webster levantó el teléfono interior y presionó la tecla de contacto. A los pocos segundos se oyó la voz del conserje:
—Tarrelton. ¿Diga, señor?
—Joe, ¿puede subir a mi casa, por favor?
—En seguida, señor. ¿Se trata de algo que sea preciso reparar? Subiría la caja de herramientas, en tal caso.
—No, no; simplemente quiero tener unos minutos de charla con usted —respondió Webster.
—Bien, señor; al momento.
Tarrelton dejó el teléfono en la horquilla y se volvió hacia su esposa.
—¿Te imaginas qué quiere Webster? —preguntó.
—Sí —contestó Bessie.
—Iremos los dos. Creo que es conveniente.
—Estoy de acuerdo contigo.
—Podrías llevar una bolsa con... útiles de limpieza.
—Muy bien, Joe. Me pregunto cómo lo habrá sabido.
—Fácil, querida.
Tarrelton se lo explicó. Bessie hizo un gesto de aprobación.
—No cabe la menor duda —concordó. Y luego añadió—. Es una lástima que tengamos que prescindir de él.
—¿Por qué? Ya ha hecho la tarea. No nos sirve absolutamente para nada —declaró Tarrelton calmosamente.
Mientras hablaba, preparaba algo que iba a necesitar dentro de muy poco. Su mujer, por otra parte, estaba cambiándose el vestido por la bata de faena. A continuación se puso un pañuelo sobre la cabeza, con las puntas hacia adelante.
—¿Listos, Joe?
—Sí, querida.
En el momento de salir, Tarrelton detuvo con una mano a su mujer.
—Esta noche podríamos hacer otra sesión...
—¿Por qué no? —sonrió ella—. Es preciso acelerar el fin; ya no podemos esperar mucho más.
El conserje sonrió ligeramente y abrió la puerta. Momentos después, se detenían ante la señalada con el número 7 y la letra C.
Tarrelton llamó. Webster, vestido con una bata y pañuelo de seda al cuello, abrió a los pocos segundos. El inquilino se mostró sorprendido de ver a Tarrelton acompañado de su esposa, la cual llevaba en la mano una escoba y una bolsa de lona que, indudablemente, contenía útiles de limpieza.
Webster mostró cierta extrañeza. Tarrelton se apresuró a dar explicaciones.
—Me he encontrado a mi esposa cuando llegaba a este rellano, señor Webster —dijo el conserje—. Quizá necesite que le haga alguna tarea...
El inquilino sonrió.
—Bien mirado, casi es preferible que hayan venido los dos. Pasen, por favor.
Los Tarrelton cruzaron el umbral. Webster cerró la puerta y se volvió hacia ellos. Ya tenía en la mano una pistola. Joe apreció el tubo del silenciador.
—Lo ha adivinado —sonrió.
—Se necesitaría ser tonto para no conocer la verdad —contestó el inquilino—. Usted oyó claramente cómo le decía al sargento Hassel que yo había salido de pesca muy temprano. Sabía perfectamente que me marché ayer, a media mañana. Después de que yo entré en el edificio, usted podría haberle dicho al sargento que mis respuestas eran falsas. Hassel me habría detenido inmediatamente... y no es así.
—No nos convenía —replicó Tarrelton escuetamente.
—Joe, no sé quién es usted ni me importa en absoluto —continuó Webster—. Me imagino que debe de ser un tipo con relaciones y conocimientos, por lo cual llegó al conocimiento de mi verdadera personalidad. Entonces fue cuando decidió emplearme para eliminar a tres... estorbos.
—Exactamente.
—No le habría dicho yo nada, si no fuese por una poderosa razón. En los tratos con los clientes, siempre cumplo lo pactado. Olvido los nombres en el acto, apenas concluido el trabajo. Pero nunca tolero que me engañen.
—Es lógico —admitió Tarrelton—. ¿Y bien?
Webster miró un instante a Bessie, que permanecía a un lado, silenciosa, inmóvil, con una escoba en una mano y la bolsa en la otra.
—Usted me pagó con unos billetes que no tienen ningún valor —declaró el asesino—. Esos billetes proceden del asalto a un furgón blindado y toda la numeración estaba tomada previamente. Teóricamente, yo debía de haber ganado quince mil dólares con los tres contratos, pero, suponiendo que me arriesgase a vender todo el dinero, me darían apenas mil quinientos dólares. Yo no trabajo por fruslerías, créanme.
—¿Entonces...?
—Entonces les diré que... Es una lástima, porque voy a tener que marcharme de aquí. Es una población muy bonita, la casa me gusta..., pero no puedo quedarme.
La mano de Webster empezó a moverse hacia arriba. En el mismo instante, el palo de la escoba golpeó su muñeca.
—¡Dale, Joe! —rugió la mujer.
Webster, desarmado, miró incrédulo a la pareja. La pistola había caído al suelo, pero Tarrelton no le dio tiempo de agacharse a recogerla. Ya tenía en la mano otra pistola, extraída de la bolsa de limpieza.
El arma disparó una vez, sin ruido, porque tenía silenciador. Webster se tambaleó, con los ojos desorbitados, llenos de pánico. A través de la niebla roja que ya cubría sus retinas, vio la demoníaca sonrisa de Tarrelton, que ahora, con toda tranquilidad, apuntaba a su frente.
Luego sintió un golpe seco, un poco más arriba del entrecejo.
—Hay que actuar aprisa, para evitar las manchas de sangre en lo posible —dijo la señora Tarrelton fríamente.
—No te preocupes, querida.
—Y queda en pie el problema de deshacerse del cadáver.
—Lo bajaremos luego al garaje. En el maletero puede aguardar veinticuatro horas.
Mañana por la noche, lo llevaremos a algún sitio alejado de la ciudad.
—Está bien, empecemos ya —dijo Bessie, impaciente.
* * *
El teléfono sonó bruscamente en el silencio de la noche, haciendo que Maud diese un salto en la cama. Sin encender la luz, escuchó con toda atención.
Un timbrazo, dos, tres, cuatro... Luego volvió el silencio. Mentalmente contó hasta treinta. Entonces, el teléfono sonó de nuevo.
Maud alargó el brazo una vez, pero lo retiró casi en el acto. No, no podía ser Corbett. ¿Para qué iba a llamarle el teniente a las...?
Encendió la luz, para ver la hora en el reloj de sobremesa. Las dos y media de la madrugada. No, a esa hora, Corbett no tenía nada que decirle.
Apagó la luz. El estridor del timbre telefónico se apagó a los pocos momentos.
Pero, al mismo tiempo, pensó que quizá el autor de los anónimos podría aprestarse a cumplir su amenaza. Tras unos segundos de vacilación, encendió la luz nuevamente, se puso la bata y las zapatillas y fue a la sala.
La gran puerta corredera estaba cerrada con el pestillo, que no se podía abrir desde el exterior. El cristal podía ser roto, pero estimó que el sujeto no querría arriesgarse a hacer ruido
Aun así, dispuso un par de jarrones, de modo que pudiera alcanzarlos sin dificultad, caso de tener que defenderse. Eran grandes, pesados; podían dar resultado como armas defensivas.
Luego fue a la puerta del apartamento y comprobó la cerradura y la cadena de seguridad. Finalmente, hizo lo mismo con la puerta de servicio. Para mayor seguridad en ésta, que no disponía de cadena, puso una silla con el respaldo bajo el pomo. Buscó una jarra. Si oía ruido, la llenaría de agua casi hirviendo. Antes de que el atacante violentase aquella puerta, ella tendría tiempo de disponer de agua a 70 °C. Dos litros de líquido, a tan elevada temperatura y en plena cara, podrían derrotar al atacante. Aun así, buscó el rodillo de amasar. No lo utilizaba nunca, pero formaba parte del equipo de utensilios de cocina.
Entonces sonó la radio. Maud se echó a reír.
Ya no tenía miedo. Sabía que alguien había preparado aquella serie de trampas para debilitar su ánimo. Que sonase todo lo que quisiera, se dijo. Incluso se permitió el lujo de marcarse unos cuantos pasos de baile.
Un cuarto de hora más tarde, la radio se apagó. Entonces se oyeron los pasos en el techo.
Maud encendió un cigarrillo. Fumó tranquilamente, hasta que el sonido se extinguió por completo.
Casi inmediatamente, sonó el teléfono. Maud aguardó a que se produjera la contraseña y cuando se repitió la llamada, levantó el aparato.
—Aquí el infierno —dijo con voz clara y bien modulada—. ¿Desea habitación individual o sala colectiva? ¿Baño de llamas de petróleo o asfalto hirviendo? ¿Prefiere las habitaciones con camas de pinchos de hierro al rojo vivo? Podemos satisfacer todos sus caprichos; en el infierno, no carecemos de nada a fin de complacer al cliente más exigente. ¿Le gusta más la caldera de aceite hirviendo?
Al otro lado de la línea, sonó un rugido de rabia. Maud contestó con una rotunda carcajada y colgó el teléfono.
Pero luego se sintió muy preocupada.
Debería haber pedido a Corbett un arma. Con un revólver en la mano, habría metido el miedo en el cuerpo a aquel repugnante individuo.
Volvió a su habitación. Sentada en la cama, con un nuevo cigarrillo, meditó durante un largo rato. Presentía que la cosa iba ahora en serio; el desenlace no se podía hacer esperar por mucho tiempo.
¿Se produciría antes de que amaneciese?
Al cabo de una media hora, empezó a sentir sueño nuevamente. Entonces, percibió un ligero ruidito.
Inmediatamente, se despabiló. Escuchó con atención. Sí, alguien quería entrar en la casa.
Pisando de puntillas se acercó a la cocina, el pomo de la puerta se movía ligeramente. Sin vacilar, abrió el grifo del agua caliente. Con el rabillo del ojo vio que la puerta ya -estaba abierta. La silla, sin embargo, seguía siendo un obstáculo. Pero el intruso seguía empujando.
Centímetro a centímetro, la silla retrocedió. Una mano asomó cuando la puerta tenía ya una rendija de medio palmo.
En aquel instante, Maud, junto a la puerta, por el lado de las bisagras, volcó la jarra de agua caliente. Fuera se oyó un rugido de dolor. La mano se retiró inmediatamente.
Sonaron pasos muy rápidos. El intruso huía a la carrera. Maud no se quiso arriesgar; el apartamento era su mejor protección. Fuera de él, por lo menos durante las horas nocturnas, estaba perdida.
Volvió a cerrar la puerta y colocó la silla en la misma posición. Para refuerzo, no como medida de seguridad estricta, sino como señal de alarma, colocó un gran jarrón lleno de agua. El equilibrio del jarrón era muy precario. Se caería al menor empujón. Haría mucho ruido y ello era lo que más le interesaba.
La jarra quedó nuevamente bajo el grifo del agua caliente. A sesenta grados, no habría representado una caricia precisamente.
Con gran asombro por su parte, se sentía muy tranquila. Pronto encontró la respuesta.
—Había superado sus temores.
Todo lo que le había sucedido tenía una explicación lógica. No habían sido invenciones de su mente. Había visto la mano de alguien que quería entrar en el apartamento. Por tanto, se trataba de sucesos reales, que sus sentidos habían percibido con absoluta claridad.
Extraña, pero satisfactoriamente relajada, consiguió dormirse de nuevo sin dificultad y en muy pocos minutos.