CAPITULO VI
También sonó el teléfono a la misma hora en el apartamento de Maud. La joven terminaba de bañarse y corrió a la sala. Tal vez Corbett tenía algo nuevo que comunicarle.
Pero no era Corbett.
El hombre reía siniestramente.
—¿Recibiste mi carta? —preguntó—. Sí, me lo imagino. Y a estas horas estás enterada de su contenido. Fark ha llegado ya al infierno... y a ti, cada vez te falta menos...
—¿Quién es usted? —gritó Maud descompuestamente—. ¿Por qué me amenaza de ese modo? ¿Qué le he hecho yo?
La risa volvió a sonar.
—Pronto vendrás conmigo al infierno. ¡Arderemos los dos juntos!
La comunicación se cortó. Maud, desmoralizada, se dejó caer en una silla, con las manos sobre el regazo.
Estuvo así unos momentos. De pronto, se le ocurrió la idea de establecer una contraseña con el teniente Corbett. Cada vez que le llamase el policía, debía dejar sonar el teléfono cuatro veces, colgar y repetir la llamada segundos después. De este modo, sabría que era él y no el misterioso autor de los anónimos.
Corbett aprobó su decisión minutos más tarde.
—De acuerdo, es una buena idea —dijo—. ¿Se ha mostrado particularmente agresivo?
—No. Más o menos, como en anteriores ocasiones.
—Muy bien, pero... usted puede recibir llamadas de otras personas...
—No es muy frecuente Alex.
—De todos modos, puede suceder. Ahora bien, usted puede negarse a contestar al teléfono, a menos que sepa con absoluta seguridad que soy yo u otra persona de su confianza.
—Alex, en este momento, la única persona en quien confío es usted —declaró ella con gran vehemencia.
—No deja de resultar halagador —sonrió él.
Y luego, Corbett pensó en la llamada recibida días antes, de un preocupado jefe de policía, de una ciudad situada a unos ciento noventa kilómetros, en donde un tal Bennie Fark había sido asesinado, sin que se conocieran los motivos exactamente, ni hubiese el menor rastro del asesino. Pero el citado jefe de policía estaba enterado de la muerte de Charly Riggs y suponía que ambos sucesos podían estar relacionados. Corbett confirmó la relación, aunque añadió que era todo cuanto podía decir al respecto. No obstante, si averiguaba algo de interés, lo comunicaría de inmediato a su interlocutor y éste le prometió corresponder de la misma forma.
Una hora más tarde, llegó Hassel con la lista de inquilinos de la South Hill Tower y los dos hombres se pusieron a estudiarla.
* * *
—Me han «dicho al oído» —Leda subrayó enfáticamente la frase—, que cierto apuesto oficial de policía y una encantadora muchacha salen juntos con cierta frecuencia.
Leda miró la cámara, a la vez que sonreía maliciosamente.
—Eso es algo que no tiene nada de particular —continuó, tras una leve pausa, realizada hábilmente para acentuar la atención de los oyentes—. Un oficial de policía no deja de ser humano y tiene derecho a cortejar a una mujer. No obstante, en el presente caso, se da la casualidad de que la dama cortejada es hija de un hombre llamado Thomas Colman, fallecido hará unos dos años y medio. La hija, no demasiado conforme con los métodos empleados por Colman para conseguir su fortuna, repartió en pocos meses nada menos que cuatro millones, entregándolos a diversas instituciones benéficas. Algunos familiares pensaron que estaba loca y consiguieron su internamiento en una institución para enfermos mentales, aunque luego se demostró la perfecta salud psíquica y pudo salir a la calle, sin más complejos.
»Los autores de la conspiración fueron procesados, acusados en regla y condenados a módicas penas de prisión. Hasta aquí, todo perfectamente natural, nada que salga demasiado de lo corriente, a no ser el reparto de los cuatro millones de dólares, cosa que deberían imitar muchos. Pero lo curioso del caso es que el difunto Thomas Colman tuvo relación, en tiempos, con una agraciada dama, hoy desaparecida sin dejar rastro, de la que se sospecha fue el cerebro director y jefe de la banda que asaltó el furgón blindado de la Wallabee Express, con el resultado de dos muertos y ochocientos mil dólares evaporados. La dama en cuestión se llamaba Rosalind Barnes...
Corbett dio un salto. Su pulgar oprimió la tecla de control remoto y la imagen y el sonido desaparecieron de la pantalla del televisor. Dejó la caja de control a un lado y se puso en pie.
¿Por qué no le había dicho Maud nada?, se preguntó.
Lo más posible es que ella estuviese ignorante de las relaciones de su padre con Rosalind Barnes. Por lo que sabía, Thomas Colman había querido siempre que su hija viviese y se educase siempre en un mundo diferente al suyo. Naturalmente, Maud habría quedado siempre al margen de las especulaciones y negocios turbios de su padre. Y, sin embargo, cabía la posibilidad de que ella hubiese oído algo.
Antes de llamar a la muchacha, sin embargo, habló con Hassel.
—Creo que tenemos una pista —dijo.
—He visto la televisión, teniente —manifestó Hassel—. Estoy de acuerdo con usted. Pero ¿dónde está la Barnes?
—Tendremos que ponernos a buscarla, sargento. Por fortuna, disponemos de fotografías suyas. Ocúpese mañana de que se hagan copias y se repartan a las distintas comisarías y a todos los agentes, uniformados o no.
—De acuerdo.
Corbett permaneció en su apartamento. Sabía lo que iba a suceder. En aquellos instantes, Leda estaba en manos de los maquilladores de la televisión.
Un cuarto de hora más tarde, sonó el teléfono.
—Has visto mi programa, supongo —dijo Leda.
—Eres toda una Sherlock Holmes con faldas —elogió él—. Presumo que pedirte que me digas quién te dio los informes sobre Colman y la fulana será inútil.
—Lo has acertado —rió ella—. Pero, dime, ¿después de todo lo que ha pasado, cómo no se te ocurrió investigar la vida pasada del difunto padre de Maud?
—No tenía por qué hacerlo. Naturalmente, lo que has dicho por la televisión puede resultar una base de partida para una investigación en otro sentido distinto.
—Gracias. La chica es hermosa, ¿verdad?
—No tanto como tú, muñeca.
—No me des coba, polizonte. De todos modos —suspiró Leda—, puede que tengas razón. Yo no soy mujer para estar atada a un hombre de un modo permanente. Si alguno me gusta especialmente, me lo llevo a la cama y se acabó.
—¿No temes a los fracasos?
—Tengo buen olfato, Alex. Adiós... y suerte.
Corbett sonrió, mientras se reclinaba en el diván. Leda era tremendamente atractiva y sexualmente experta, pero no le habría gustado que ella hubiese intentado una relación permanente.
Por fortuna, la presentadora se conocía bien a sí misma, pensó.
* * *
Una vez más, el teléfono sonó en medio de la oscuridad.
Maud se despertó y aguzó el oído. El sonido se producía en la sala. Sin duda, se había olvidado de conectar el supletorio de su habitación.
Los timbrazos fueron cuatro. Maud encendió la luz. Pasaron treinta segundos. El teléfono sonó de nuevo.
Era Corbett, se dijo, mientras saltaba de la cama, vestida únicamente con el camisón. Corrió hacia la sala y tomó el teléfono.
—Alex...
La risa que llegó a sus tímpanos la dejó helada.
—Alex se llama el apuesto teniente de policía, ¿verdad? —dijo el desconocido. Maud quedó rígida como una estatua. Algo helado descendió por su espina dorsal.
—¿Te has quedado muda? —Dijo el hombre—. Bien, no importa. Ya sabes lo que voy a decirte. ¡Pronto estarás conmigo en los infiernos!
Resonó una carcajada satánica. Maud dejó el teléfono y se apartó de la mesa, como si hubiese visto en ella un áspid.
A pesar del terror que dominaba su ánimo, había podido llegar a una conclusión. El desconocido había averiguado la contraseña acordada con Corbett. Lo cual significaba que podía escuchar cualquier llamada que hiciese o recibiese a través de su teléfono.
En aquel momento sonaron pasos sobre su cabeza.
Era un sonido que ya empezaba a resultarle familiar. Lentamente, mirando con ojos agónicos hacia el techo, retrocedió paso a paso, hasta que su espalda chocó contra la pared. Vagamente, percibió una ligera sensación de blandura en los hombros, pero no prestó demasiada atención al detalle. Inmóvil, con la vista fija en el techo, los brazos separados del cuerpo y las palmas de las manos apoyadas en el muro, parecía la viva estampa del terror. En su cuerpo sólo se percibía el movimiento de ascenso y descenso de los senos.
Los pasos seguían sonando.
De repente, cómo impulsada por una fuerza irresistible, Maud echó a correr. Semidesnuda, no llevaba encima sino el liviano camisón, con los pies descalzos, salió del apartamento y se dirigió hacia la puerta que permitía el acceso a la terraza.
Para su sorpresa, la puerta estaba abierta.
Notó en las desnudas plantas de los pies el frío de los peldaños metálicos, pero continuó su ascensión a la carrera. Una vez, su pie derecho tropezó con el bajo del camisón y estuvo a punto de caer, pero logró incorporarse en el acto.
La fría brisa nocturna hizo revolotear el camisón, pegándolo a su cuerpo de jóvenes y firmes curvas. Un tenue silbido hirió sus oídos. A la terraza no llegaba otra luz que la de las estrellas.
De repente, vio una sombra que se movía en una de las estructuras que albergaban la maquinaria del ascensor. El asesino estaba allí.
Por un momento creyó que se le paraba el corazón. Luego, extrañamente resuelta, buscó un arma. A poca distancia, en el suelo, vio un objeto de forma alargada. Era una barra de hierro, olvidada por algún operario.
Con la barra en la mano, avanzó hacia la sombra, pegada a la pared de la caseta. De pronto, dio un salto y empezó a descargar golpes.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba atacando un trozo de lona vieja, colgada de un clavo. Maud rió y lloró al mismo tiempo. La barra se desprendió de sus dedos y resonó metálicamente al chocar contra el cemento del suelo.
De repente, oyó un estruendo.
Volvió la cabeza. Alguien había cerrado de golpe la puerta metálica.
Enloquecida de pavor, corrió hacia la escalera. Sí, la puerta estaba cerrada y nadie contestó al frenético aporreo de sus puños. Maud presintió que iba a morir. El asesino se presentaría en cualquier instante...
Pero ¿no había dicho que quería ir con ella al infierno?
Lentamente, como resignada al sacrificio, subió de nuevo la escalera. El viento hizo ondear sus cabellos. Si el desconocido iba a matarla allí... los dos saltarían al espacio por encima del parapeto.
—Vendrás conmigo al infierno —murmuró.
Caminó muy despacio, acercándose al pretil. De pronto, tropezó con algo y cayó de rodillas. Durante unos segundos, permaneció apoyada en el suelo, con manos y rodillas. Luego, poco a poco, distinguió el objeto que la había hecho tropezar.
Era un rollo de cuerda, delgada, pero fuerte. Maud recordó épocas pasadas. Hubo un tiempo en que le gustó el alpinismo. Incluso había hecho prácticas de escalada, consiguiendo cierta reputación, pero había abandonado el deporte, debido a la insistencia de su padre, que se sentía muy aprensivo al respecto. No obstante, lo que había aprendido, tan bien en otro tiempo, no podía haberlo olvidado ahora con facilidad. Y, además, la distancia era tan corta...
Resuelta a todo, agarró la soga y corrió hacia el parapeto. Había unos soportes de hierro en las inmediaciones y ató el extremo de la cuerda a uno de ellos. Luego asomó medio cuerpo fuera del pretil y miró hacia abajo.
En total, hasta el suelo de la avenida, eran unos cuarenta y tantos metros. Algunos de los apartamentos eran del tipo «dúplex», lo que significaba una mayor altura del conjunto arquitectónico. Pero la distancia hasta su terraza era solamente de seis metros,
Lanzó la cuerda fuera y la vio serpentear en el vacío, inmediatamente, se puso a horcajadas sobre el parapeto. En casa estaría segura, hasta que pudiera llamar a Corbett.
Descendió lentamente. Una vez se sintió balancear, debido a una inesperada racha de viento, y creyó ser una araña pendiente de un hilo. Pera poco a poco, la distancia hasta la seguridad de la terraza se iba acortando.
Al fin, sus pies quedaron a unos centímetros del borde de la terraza. Pero también quedaban fuera en ocasiones. Entonces, inició un lento balanceo. Cuando creyó que no podía fallar, inició el salto hacia el interior.
En el mismo instante, la cuerda cayó desde las alturas. Maud gritó agónicamente, mientras rodaba por el suelo de la terraza. Encogida, la cara medio vuelta hacia el parapeto, vio alejarse la cuerda, serpenteando como una culebra que huyese de algún peligro. Y entonces adquirió la convicción de que el asesino estaba realmente arriba.
El hombre se gozaba con su pánico. Maud se levantó enloquecida y corrió hacia el teléfono. No le importaba que estuviese intervenido. También el asesino sabía que Corbett iba a venir.
Pero si estaba escuchando, ¿cómo podría encontrarse arriba? ¿Tenía algún cómplice? Dejó a un lado todas las consideraciones y corrió al teléfono. Marcó el número de la casa de Corbett, pero no percibió el menor sonido de respuesta.
Maud tardó todavía unos largos minutos en darse cuenta de que el teléfono estaba cortado.