CAPITULO VIII

 

El asesino que vivía en la South Hill Tower recibió otro sobre anónimo, cuyo contenido conocía ya muy bien.

El nombre que se citaba era Nigel Crane. El asesino localizó a su víctima, estudió sus hábitos y, llegado el momento, le disparó un tiro en la cabeza. Luego desapareció sin que nadie pudiera decir que le había visto en las inmediaciones del lugar donde se había cometido el crimen.

Aquella misma noche, Maud tenía en las manos una cuartilla, escrita con caracteres de mayúsculas, de color escarlata.

Durante casi tres semanas, había desarrollado su vida normal. No se habían producido llamadas telefónicas y el desconocido había dejado de molestarla. De repente, cuando creía que todo había pasado definitivamente, aparecía un nuevo anónimo.

Esta vez lo había encontrado en el baño, sujeto al espejo por un trozo de papel adhesivo. Tras sufrir un fuerte choque, había logrado sobreponerse y ahora aguardaba la llegada de Corbett.

El teniente apareció poco después. En silencio, Maud le entregó el anónimo.

—El nombre que se menciona es el de Nigel Crane, otro de los sospechosos del atraco —dijo Corbett, después de la lectura del anónimo. Miró el reloj—. Son las once y media de la noche. Yo he tardado treinta minutos en llegar.

—Lo encontré en el espejo del baño, sujeto con papel adhesivo —declaró la muchacha—. Inmediatamente le llamé a usted.

—No tenemos la menor noticia del lugar donde puede estar Crane. Pero en este edificio vive alguien que lo sabe.

—¿Lo cree así?

El índice de Corbett golpeó varias veces el anónimo, ahora depositado sobre una mesa de la sala.

—El autor del mensaje hizo dos avisos. Los dos se cumplieron. Es de suponer —añadió Corbett sombríamente—, que éste se haya cumplido también o esté a punto de cumplirse.

—Pero, ¿por qué? —Se extrañó Maud—. ¿Por qué quieren matar a esos sujetos?

—El botín ascendía a ochocientos mil dólares. Estaba compuesto por ocho mil billetes de cien, de los que ninguno ha aparecido hasta el presente. Apuesto a que alguien quiere eliminar al resto de la banda, para quedarse él solo con el botín.

—¿Y no se tomó la numeración? Corbett sonrió tristemente.

—Sí, pero, en ciertos casos, eso no sirve de nada. Los billetes se sacan del país y van a parar a sabe Dios qué compradores, los cuales pagan una parte del valor real de los billetes. Aunque el dueño del billete lo venda con un descuento de un sesenta por ciento, en este caso, siempre le quedaría una ganancia superior a los trescientos mil.

—Desde su punto de vista, vale la pena.

—No cabe la menor duda. Ahora bien, el enigma reside en los anónimos. ¿Por qué ha de recibirlos usted? ¿Qué relación puede tener usted, aunque lo ignore en absoluto, con ese atraco?

—Bien, si el tipo sabe que soy hija de Colman y conoce la relación que existió entre él y Barnes, puede quizá sospechar que yo sé algo sobre el particular —opinó la muchacha.

—Con lo cual, piensa erróneamente —dijo Corbett—, Y eso tampoco se compagina con las amenazas que recibe.

—Aquella noche pasé un miedo espantoso, créame. Corbett la miró fijamente.

—Maud, con sinceridad, dígame, ¿no pudo tratarse de una pesadilla? Ella hizo un gesto negativo.

—Los pasos se escuchaban arriba —contestó—. Quise conocer al sujeto, reprocharle lo que hacía..., solucionar, en fin, esta situación, al precio que fuese. La puerta de acceso a la terraza estaba abierta..., quiero decir, no estaba cerrada con llave... Cuando llegué arriba, oí el estruendo de la puerta que se cerraba. Bajé, la golpeé con los puños... ¡Espere! — dijo de pronto—. Quizá encontremos arriba algo que puede confirmar mis palabras.

—¿Qué es? —preguntó Corbett interesadamente.

Maud se puso en pie y buscó el teléfono interior. Marty Speller le contestó de inmediato.

—Por favor, pídale a Joe la llave de la puerta que conduce a la terraza superior — solicitó.

—Al momento, señorita. Corbett meneó la cabeza.

—A los Tarrelton no les sentará bien que los despierte alguien a estas horas.

—No suelen acostarse demasiado pronto —respondió ella—. Les gusta mucho la televisión y hay canales en abundancia.

Efectivamente, Tarrelton llegó a los pocos momentos.

—¿Desean que les acompañe? —consultó al entregar la llave a Corbett.

—No hace falta, Joe, muchas gracias. Dejaré la llave a Marty cuando me vaya.

—Bien, teniente, como guste.

Momentos después, Corbett y la muchacha llegaban a la terraza. Ella le guió de inmediato hasta la estructura donde había visto aquella sombra que, en un principio, le había parecido el cuerpo del asesino.

—Aquí, colgado de este clavo, había un trozo de lona bastante grande —exclamó triunfalmente. Movió la linterna que había llevado consigo y señaló unas marcas en la pared—, Fíjese, Alex, son las señales de los golpes que yo asesté con la barra de hierro, antes de darme cuenta de que sólo era un pedazo de lona.

Corbett pasó la mano por la pared de la caseta. Sí, parecían marcas de golpes asestados con un instrumento alargado y metálico y amortiguados por el relativo grosor del tejido'

De súbito, Maud lanzó un pequeño grito:

—¡La barra, Alex! ¡Aquí está!

Corbett se acuclilló y estudió la barra algunos segundos. No parecía que el relato de la joven fuese un producto de una pesadilla. Las marcas en la pared y la barra de hierro confirmaban sus palabras.

Al cabo de unos momentos, se incorporó y caminó hacia el parapeto. Desde allí miró hacia abajo.

—Es usted valiente —dijo—. Yo no me habría atrevido a bajar ni por todo el oro del mundo.

—Hubo un tiempo en que me gustaba mucho el alpinismo, Lo dejé porque me lo pidió mi padre con mucha insistencia. De otro modo, yo tampoco habría podido emplear esta vía para regresar a mi apartamento.

—Y cortaron la cuerda...

—Justo en el momento en que yo me soltaba, pero lanzándome hacia dentro. Cuando noté la falta de sustentación de la soga, tenía los pies a la altura del parapeto de la terraza, lógicamente. Caí, volví la cabeza y vi la cuerda que se arrastraba por encima del pretil, para caer a la calle.

—Al día siguiente no se encontró rastro de la soga.

—La escondió el autor de los anónimos, seguro. Corbett hizo un gesto con la mano.

—Será mejor que hagamos los cálculos correctos —dijo—. Usted asegura que le cerraron la puerta cuando estaba aquí. Luego encontró una cuerda y la utilizó para escapar. Pero alguien la cortó, lo cual significa que había una persona escondida por alguna parte.

Maud movió el brazo izquierdo en amplio abanico.

—Hay muchos sitios para esconderse, ¿no cree?

Corbett contempló las estructuras de los ascensores y de los depósitos de agua, e hizo un gesto de asentimiento. En aquellos instantes, podía haber, incluso, media docena de personas escondidas, sin que ellos fuesen capaces de ver a nadie.

—Bien —dijo—, en eso estoy de acuerdo con usted. Alguien se quedó aquí y cortó la cuerda... y había un cómplice ahajo, qué la retiró. O tal vez la agarró al paso, situado en una de las terrazas interiores.

—No lo puedo asegurar. Lo único que sé es que no soñé y que fue una realidad absoluta, que me hizo pasar la noche más espantosa de mi vida.

Corbett sonrió, a la vez que asía suavemente el brazo de la muchacha.

—Vamos —dijo persuasivamente.

Momentos después, ella servía café. Sonrió al entregar una taza a Corbett.

—¿Sabe? A su lado me siento mucho más segura —dijo.

—No le quepa la menor duda —respondió él.

 

* * *

 

—Otro aviso de muerte, ¿eh? —dijo a la mañana siguiente el sargento Hassel, con acento sarcástico, aunque no exento de un toque de amargura.

—Así es —contestó Corbett—. Ya sólo quedan tres de los seis sospechosos, incluyendo a la inaprehensible Rosalind Barnes. Lo que no entiendo es dónde ha podido esconderse esa mujer. Aunque ya talludita, es bastante guapa y tiene un cuerpo que llama mucho la atención.

—Debe de ser una maestra de los disfraces. —Hassel fue a la cafetera y volvió a poco con dos vasos de plástico—. Los otros dos que quedan son Cairo Smith y Roger Bym.

¿Cuál de ellos será el siguiente?

—A mí se me está ocurriendo una posibilidad. El asesino vive en la South Hill Tower.

—No hemos encontrado nada sospechoso en ninguno de los inquilinos, señor — manifestó el sargento—. Todos ellos son personas irreprochables...

—En apariencia sí, no hay motivos para dudar de ninguno de ellos. Pero están sucediendo cosas muy raras y todas ellas tienen origen en el interior del edificio. Hay cinco o seis apartamentos por alquilar todavía, lo que nos deja un total de treinta y ocho inquilinos aproximadamente. Uno de ellos puede ser el autor de los anónimos... y de los asesinatos.

—¿De los asesinatos? —repitió Hassel, a la vez que daba un pequeño respingo.

—¿Por qué no? ¿Quién mejor que él para saber el día y casi la hora exacta en que va a morir una persona?

—Pero las muertes se han producido lejos de esta población...

—En eso estoy de acuerdo, como también es preciso convenir en la existencia de un cómplice. Este deja el anónimo, mientras el asesino se halla a cientos de kilómetros de la ciudad, ejecutando su golpe.

—En tal caso, habrá que «peinar» nuevamente a los habitantes del edificio.

—No le quepa la menor duda... —Alguien llamó a la puerta y Corbett se interrumpió para decir «adelante». Un policía entró y dejó sobre la mesa un sobre.

—Despacho urgente del jefe de policía de Kansas City, señor —anunció. Corbett arrugó la nariz.

—Bien, por fin, alguien da señales de vida, después de tantos mensajes despachados en solicitud de información —exclamó, a la vez que buscaba una plegadera para rasgar el sobre.

El contenido del mensaje era sumamente interesante:

 

Posible sospechoso puede ser Happo Warren. Utiliza también otros nombres: John Tompkins, Edgar Lewis, Harry Walther, Melville Johnson y varios otros que no se conocen con certeza. Es apodado Hombre Invisible, debido a su habilidad profesional. Utiliza invariablemente pistola de pequeño calibre, con silenciador. Dispara a la cabeza. Jamás falla. Señas particulares: 40/50 años, estatura media, ojos marrones, calvicie en parte posterior cráneo, maneras amables y corteses. Correo aparte enviamos huellas dactilares. Saludos, J. F. Lawrence, comisionado de policía de Kansas City.

 

—Bien —exclamó el joven, satisfecho, después de la lectura—, por fin tenemos la primera pista.

Hassel leyó el telegrama.

—No está mal —dijo—, aunque en el edificio viven media docena de tipos como éste.

—Bueno, pero las huellas que nos envían «sólo» pertenecen a uno. En cuanto lo tengamos, le echaremos el guante. Pero, además, conviene investigar quiénes han estado ausentes de la ciudad en los momentos en que se cometían esos crímenes.

—Eso ya será más sencillo. Hablaré con los conserjes del edificio. Esos lo saben todo.

—Sí, desde luego. Los Tarrelton son unas personas excelentes. Le ayudarán, sargento. De nuevo volvieron a llamar a la puerta. Era la misma mujer policía que había traído el telegrama.

—Hemos recibido otra información, ésta telefónica —declaró—, Nigel Crane murió anoche, sobre las once y algunos minutos, con el cráneo atravesado, en Grover Point.

—¡Grover Point! —Exclamó Corbett—. Eso está a seiscientos kilómetros de distancia por lo menos.

—Quizá haya llegado ya, señor —apuntó Hassel. Corbett extendió la mano.

—Vaya a investigar —ordenó—. Si el sospechoso no hubiera llegado todavía, cosa posible, porque conducirá con mesura y no querrá salirse de su papel de hombre ponderado y correcto, espere hasta que llegue.

—Sí, señor.

Hassel abandonó el despacho. Corbett encendió un cigarrillo. El asesino que mataba tan hábilmente, por lo que había sido apodado el Hombre Invisible, estaba a punto de caer en manos de la policía, pensó satisfecho.

Entonces, descubrirían a su cómplice y los problemas y temores de Maud desaparecerían definitivamente.