CAPITULO PRIMERO

 

Llegó a casa y se despojó de los zapatos, lanzándolos sucesivamente al aire. Luego se quitó la chaqueta y la blusa. La falda siguió a continuación. Maud Colman quedó así vestida solamente con el sostén y las braguitas, prendas de las que se despojó en el baño, para meterse en la ducha sin vacilar. Sentíase exultante de satisfacción. Ciertos graves problemas que le habían afligido durante largos meses se habían resuelto definitivamente a su favor.

Hasta llegar a aquel punto, había recorrido un camino que en ocasiones le había parecido interminable. Ahora, al fin, después de tanto tiempo, se sentía completamente liberada. Todo había terminado ya y los causantes, de sus males habían ido a parar a la cárcel. Saldrían pronto; habían tenido un abogado muy hábil, pero eso no le importaba en absoluto. Al fin, y con toda la legalidad, se había demostrado de parte de quién estaba la razón y eso era lo que realmente interesaba.

El agua corría por el esbelto cuerpo, de líneas clásicas. La frialdad del líquido la relajó y estimuló a un tiempo. Momentos después, cerró los grifos y se secó con una gran toalla. El pelo quedó suelto una vez seco. Era de color rubio oscuro, con vetas que parecían oro puro en ocasiones. Casi llegaba a su cintura. Era uno de los rasgos físicos de que se sentía más orgullosa.

Luego se puso una bata corta, de amplias mangas. Atravesó la gran sala y llegó a la espaciosa terraza de que disponía su apartamento. A doce pisos sobre el suelo, con las manos apoyadas en la barandilla, Maud contempló satisfecha el paisaje. El edificio se hallaba en un paraje sumamente pintoresco, casi encima de una loma, desde la que se divisaba una vista excepcional. La ciudad, allá abajo, los bosques cercanos, el mar, a un par de kilómetros de distancia, el río que atravesaba el lado norte de la población y que iba a desembocar al océano... En aquellos momentos, Maud se sentía más contenta que nunca por haber tomado aquel apartamento.

Era cierto que formaba parte del bloque, pero estaba aislado y en el último piso. Nadie coartaría su intimidad, si ella no lo deseaba, ni tampoco tendría en la vecindad curiosos con prismáticos, que espiasen el menor de sus movimientos. A menos que ella lo desease, nadie podría penetrar en su apartamento.

Al cabo de unos minutos, abandonó la terraza. Entonces fue cuando vio el sobre, encima de una mesa.

Intrigada, se acercó, cogió el sobre, que no estaba cerrado, y extrajo de su interior una cuartilla plegada en cuatro dobleces. Una vez extendida, leyó un extraño mensaje:

 

¡PRONTO VENDRAS CONMIGO AL INFIERNO!

 

* * *

 

En el mismo edificio, uno de los inquilinos recibió una carta, que contenía algo muy extraño: cincuenta billetes de cien dólares. Pero no estaban completos.

Los billetes habían sido cortados aproximadamente por la mitad y ninguno de ellos tenía el corte igual. Una nota acompañaba al dinero:

Usted es un asesino profesional y el nombre que utiliza no es el suyo, pero no nos importa. Conocemos todos los detalles que se refieren a su personalidad, incluido el nombre auténtico. Si no quiere que avisemos a la policía, que sabemos le busca, deberá trasladarse a Harmon City. En la calle Wolsey vive un sujeto llamado Charly Riggs. Tiene unos 35 años y, posiblemente, se haya teñido el pelo de rubio, de modo que ahora será negro. Su estatura es de un metro setenta y ocho y el peso de unos sesenta y cinco kilos. Le falta, la falange del meñique izquierdo. Puesto que tiene dos semanas de tiempo, está en condiciones más que sobradas para estudiar sus costumbres, bastante metódicas por otra parte. El día 19 de este mes, antes de las doce de la noche, Riggs deberá estar muerto. Dejamos el procedimiento a su elección, pero tenga presente que el fallecimiento debe producirse exactamente en esa fecha.

Una vez tengamos noticias de que ha ejecutado nuestras instrucciones, recibirá el resto de los otros billetes. Hay una cosa que debe de tener en cuenta: la fidelidad. Nosotros también seremos fieles, si usted lo es y cumple exactamente lo que le pedimos.

Para su tranquilidad, le diremos que no se ha tomado nota de la numeración de estos billetes.

El inquilino se preguntó quién habría descubierto su verdadera personalidad. El sobre, aunque había llegado por correo ordinario, no traía ninguna indicación que pudiera darle una pista sobre la identidad del remitente. Pero una cosa era cierta: no se podía negar a cumplir el contrato que alguien había establecido unilateralmente.

Aunque teñía experiencia y, se dijo, acabaría descubriendo quién o quiénes eran las personas que deseaban la muerte de Charly Riggs.

 

* * *

 

El primer impulso de Maud fue romper el anónimo. Pero luego, al reparar en la forma en que había llegado a sus manos, se dijo que antes de destruirlo, debía hacer una cosa. Fue hacia el teléfono interior, levantó el aparato y presionó una tecla.

Una voz masculina contestó a los pocos instantes:

—El conserje al habla.

—Señor Tarrelton, soy Maud Colman. ¿Puede subir un momento?

—Por supuesto, señorita Maud; en seguida estoy con usted.

Maud dejó el aparato y buscó cigarrillos. Permaneció en pie, golpeando el suelo nerviosamente con la punta de su zapatilla, hasta que oyó la campanilla de la puerta. Entonces, aplastó el cigarrillo en un cenicero y corrió a abrir.

—Señorita —dijo el conserje.

—Pase, señor Tarrelton, quiero enseñarle algo.

—Sí, señorita..., pero, por favor, llámeme Joe; me siento más a gusto.

Tarrelton era un hombre de unos cuarenta y cinco años, estatura mediana y pelo claro, que ya empezaba a faltar en la frente y la coronilla. Maud lo había conocido al trasladarse a su nueva residencia y sabía que era persona amable y muy servicial.

—Gracias, Joe. Vea esto; me lo he encontrado encima de la mesa. En un principio, no lo vi, porque fui al baño. Al salir...

Maud le entregó la cuartilla. La cara de Tarrelton expresó inequívocamente el asombro que le producía lo sucedido.

—Es indignante —exclamó—. ¿A quién se le habrá ocurrido una cosa semejante? Pero, me parece, no debiera tomarlo en consideración...

—Lo único que tomo en consideración es la forma en que ha llegado a mi apartamento

—dijo Maud resueltamente—. La puerta estaba cerrada con llave. Nadie sino usted o su esposa...

—¡Por Dios, señorita Maud! —Se sorprendió el conserje—. No irá a sospechar de nosotros, ¿verdad?

—Espere un momento, Joe. Lo que yo quise decir es que... Ciertamente, no sospecho de ustedes. Pero alguien entró en el apartamento, eso es indudable.

Tarrelton se mordió los labios.

—Aunque mi esposa y yo siempre estamos vigilando la entrada, nunca se puede ignorar la posibilidad de que algún extraño se cuele en el edificio.

—Pero, entrar aquí..., sin llave...

—Si me permite un consejo, señorita, haga cambiar la cerradura y ponga una de seguridad. Ahora, además, hay una cadena, pero sólo se puede poner cuando usted está dentro. En este mundo —añadió el conserje—, hay sujetos capaces de abrir cualquier puerta, por muy complicado que sea su sistema de cierre.

Maud contempló unos instantes el mensaje, escrito con grueso rotulador rojo.

—Quizá sea una broma de pésimo, gusto... Oiga, ¿no lo echarían por debajo de la puerta y su esposa, al hacer la limpieza, lo encontró en el suelo y lo dejó sobre la mesa?

—Es muy posible, señorita Maud —respondió Tarrelton—. Se lo preguntaré a ella.

—Dígamelo en seguida, Joe, por favor.

—No faltaría más. Si desea alguna otra cosa...

—Gracias, Joe.

El conserje se encaminó hacia la puerta. Antes de abrir se volvió y dirigió una sonrisa a la joven.

—Ah, lo había olvidado... Permítame que la felicite por el buen fin del pleito. Maud contestó con una amable sonrisa. Tarrelton abrió y salió, dejándola sola. Unos minutos después, sonó el teléfono interior.

—Señorita Maud, mi esposa, en efecto, encontró el sobre en el suelo y lo puso encima de la mesa —informó el conserje—. Dice que vio a un desconocido entrar en el edificio, quien, posiblemente, es el que echó el anónimo por debajo de la puerta. Ella le preguntó adónde iba y el sujeto mencionó el nombre del señor Webster. Es otro de los inquilinos, ¿sabe?

—Muchas gracias, Joe —contestó la joven—. No cabe duda de que se trata de una broma de pésimo gusto. No se preocupen más por el asunto.

Maud se sentó luego en un diván y cruzó las piernas. Ella no podía cumplir en sí misma el consejo que había dado a los Tarrelton. Aquel anónimo, ¿era cosa de los que habían perdido el pleito y acabado en la cárcel?

Recordaba muy bien la amenaza de la pareja. El hombre había dicho, y la mujer, con los gestos y la mirada, había aprobado sus palabras: «Te haremos pagar caro esto que nos haces, prima Maud. Lo pagarás muy, muy caro, tenlo por seguro.»

Aquel siniestro mensaje, ¿era el principio de la venganza anunciada?

Había confiado demasiado tiempo en sus primos Lee y Dotty hasta que, de repente, había descubierto su carácter ruin y vengativo. Ahora ya sabía que eran gente odiosa, pero le había costado años enteros llegar al conocimiento de la verdad.

Estaba segura de que Lee y Dotty Ransome no le perdonarían jamás la derrota. Y, de pronto, la alegría de saberse sin ataduras, la satisfacción de saber que se había reconocido su perfecta salud en todos los aspectos, se convirtió en algo que sabía a cenizas muy amargas.

 

* * *

 

El teléfono, inesperadamente, sonó a medianoche.

Maud, adormilada, tardó un poco en darse cuenta de lo que sucedía. Al fin, terminó de despertarse y sacó el brazo fuera del embozo.

—Hola —dijo.

—¿Maud Colman? —preguntó alguien.

—Sí. ¿Qué quiere a estas horas...?

—Escucha bien, Maud. El camino hacia el infierno es largo y duro. Tú has iniciado ese camino... y un día vendrás conmigo a ese lugar donde sólo hay llanto y crujir de dientes.

Sonó un «click». Maud entendió que el anónimo comunicante había colgado el teléfono. Dejó el suyo sobre la horquilla y encendió la luz, para buscar cigarrillos.

Ahora estaba completamente desvelada. Y ni siquiera tenía un somnífero en casa, porque había habido un tiempo en que hizo un consumo excesivo de ellos y había tenido que padecer enormemente para quitarse el hábito. De todos modos, se dijo, aunque hubiese tenido sedantes, no habría tomado una sola tableta. Prefería pasarse la noche en vela.

Buscaría un libro y se pondría a leer. Al fin y al cabo, no tenía nada que hacer al día siguiente. Pero ¿quién se había propuesto molestarla con semejante clase de bromas?

¿Los Ransome?

Estaban en la cárcel, pero tenían amigos. ¿Habían encomendado a uno de ellos que la atormentasen con anónimos y llamadas amenazadoras?

Si la cosa proseguía, sería conveniente pensar en tomar medidas.