Capítulo XI

TE has salvado de buena, Ross —dijo el fiscal, contemplando con no poco asombro el espectáculo del despacho, convertido en una ruina después de la explosión.

—Todavía tengo el susto metido en el cuerpo —contestó Fallon.

Algunos policías trataban de ordenar un poco el desastroso aspecto del despacho. Las paredes aparecían acribilladas por la metralla y la mesa estaba literalmente hecha astillas, así como el sillón.

El capitán Loss vino con un trozo de metal en la mano.

—Restos de la bomba —dijo—. Su apariencia es idéntica a la que explotó en casa de Norma Bibbs.

Erksdale miró a su amigo.

—Entonces ya sabes quién puso la bomba —dijo.

—Sí, pero hay algo que me tiene desconcertado —contestó Fallon.

—¿Qué es? —preguntó el capitán Loss.

—La misma explosión. ¿Por qué Warren iba a repetir la operación, sabiendo que ello podía delatarle?

—Es extraño, en efecto —convino el fiscal—. ¿Te has formado alguna opinión al respecto, Ross?

—Sólo una cosa me parece aceptable, Weddon: le forzaron a hacerlo.

Erksdale levantó las cejas.

—¿Lo crees así?

—Casi estoy seguro, pero no hay más que una forma de comprobarlo y es interrogándole personalmente —contestó Fallon.

Y sin más, se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir, el fiscal le llamó de nuevo:

—¡Ross!

El detective se volvió.

—¿Sí, Weddon?

—Dime una cosa, Ross —pidió Erksdale—. La bomba explotó porque tú no aceptaste el soborno. Indudablemente, además, el que te llamó por teléfono, lo hizo pocos minutos antes de la explosión, conociendo la hora en que ésta se iba a producir.

—Sí, es cierto —admitió Fallon.

—Pero, ¿qué habría pasado si tú hubieras dicho que aceptabas? Porque hasta que empezó la cuenta…atrás, no sospechabas la existencia de la bomba.

—Bien —contestó Fallon—, en ese caso, opino que mi comunicante me habría advertido de la bomba y entonces, o bien yo la habría desarmado o me habría protegido convenientemente.

—Cosa que hiciste, de todos modos.

—Oh, estoy seguro de que él pencaba que yo me quedaría perplejo, preguntándome por qué contaba diez segundos, lo que haría que yo estuviese todavía sentado en el momento de la explosión.

—Pero reaccionaste rápidamente —sonrió Erksdale.

Fallon suspiró.

—Pobre de mí si no lo hubiera hecho —contestó. Fue a tirar de la puerta, pero se quedó con el pomo en la mano, lo que le arrancó una sonrisa—. El piso ha quedado hecho un asco —comentó jovialmente.

* * *

Oliver Warren se paseaba nerviosamente por la biblioteca de su lujosa mansión cuando le anunciaron la visita del investigador. Warren detuvo sus paseos y se situó junto a la mesa.

Fallon entró en la estancia. Los dos hombres se contemplaron en silencio durante unos momentos.

—Ya sé a qué viene usted—dijo Warren.

—Esto me facilitará las cosas —contestó Fallon—. Fue usted—añadió.

Warren asintió pesadamente.

—Sí —dijo con voz sorda.

Fallon sacó cigarrillos.

—Deme uno —pidió el comerciante.

Warren aspiró el humo con evidentes gestos de nerviosismo.

—¿Qué me pasará ahora? —preguntó.

—Depende —contestó Fallon.

—¿De qué?

—De sus ganas de colaborar con la justicia. A fin de cuentas, el crimen no ha sido consumado.

Warren fumaba muy rápidamente.

—De todas formas, será un gran perjuicio para mí —dijo.

—¿Por qué accedió? —quiso saber Fallon.

El comerciante rió con amargura.

—¿Por qué accedí? Y, ¿qué otra cosa podía hacer? —contestó.

—Vamos, vamos, no me diga que usted, un tipo de indudable energía, no pudo sustraerse a las presiones del asesino. ¿Qué le dijo?

—Me llamó por teléfono hace días y me ordenó preparar otra bomba como la que explotó en casa de Norma Bibbs.

—¿Nada más?

—La bomba debía llevar, naturalmente, un reloj pero estaría parado. Él le daría cuerda y le marcaría la hora de la explosión.

—Y usted lo hizo.

Warren se encogió de hombros.

—¿Por qué? —insistió Fallon.

—Él me dijo que era mi seguro de vida —declaró Warren.

—Es decir, que la construcción de la bomba serviría para que el asesino se olvidara de usted.

—Si.

—Debiera haberse puesto en contacto conmigo —dijo Fallon con acento de severidad— Esto habría simplificado mucho las cosas, créame.

Warren se encogió de hombros.

—Ahora, ya, tanto da —dijo desanimadamente.

—Bien, averigüemos otra cosa. Usted construyó la bomba y… ¿qué pasó después?

—Él me dijo que la dejase en el tercer tocador de señoras de la estación de autobuses, dentro de una cartera de mano. Eso es todo.

—¿Cuándo?

—Hace tres días.

—¿Le costó mucho preparar la bomba?

Warren sonrió amargamente, mientras aplastaba el cigarrillo contra un cenicero.

—¿Qué se cree?; Todavía tengo experiencia —contestó.

—¿A qué hora dejó la bomba?

—Después de las doce, pocos minutos más tarde, pero antes de las doce y cuarto. Fue la hora en que él me lo indicó.

—Y luego se marchó.

—Sí, me ordenó que abandonara la estación apenas hubiera dejado la cartera.

—Lo que significa que no lo vio.

—Exacto.

—Tal vez él estaba allí espiándole, pero al no conocerle usted, no pudo saber cómo era el que le llamó por teléfono.

—Así es —corroboró Warren. Miró al detective-ansiosamente—. ¿Qué hará ahora, señor Fallon? Si es por cuestión de dinero…

Fallon sacudió, la cabeza.

—El asunto ya no está en mis manos —dijo—. Ha pasado a las del; fiscal.

Warren agachó la cabeza.

—Será mi ruina —murmuró.

—Podía suponérselo, desde el momento en que aceptó obedecer la orden del asesino —contestó Fallon con severidad.

—Sí, claro, pero… ¿qué quería que hiciese? Se trataba de mi vida, ¿comprende?

Fallon hizo un gesto de aquiescencia.

—Lo comunicaré al fiscal —manifestó—. La decisión queda ahora en sus manos.

—Esa mujer… —dijo Warren rabiosamente—. Incluso después de muerta sigue siendo un mal bicho.

Se pasó la mano por los labios resecos.

—Tengo sed —masculló—. ¿Quiere beber, Fallon?

El investigador contestó negativamente con la cabeza.

Warren se acercó al aparador, tomó una botella y llenó una copa, cuyo contenido despachó de un trago.

—Cuando este asunto, haya terminado, liquidaré mis negocios y me marcharé de esta maldita ciudad —dijo—. Por fortuna, creo que ella me comprenderá y…

—¿Ella? ¿Quién es?

Warren se encogió de hombros.

—No tiene relación alguna con este sucio asunto —contestó—. Pero le diré el nombre… Si he callado; es porque su estado de salud es bastante delicado y las emociones no le convienen… Yo> la quiero, a pesar de todo y aunque le parezca ridículo; señor Fallon. Sí, ya sé que tengo mis defectos, pero ella es muy buena y… Bueno, ahí va el nombre. Se llama Elyanne Meeker, señor Fallon.

El investigador se quedó de una pieza, petrificado por el asombro. Pero antes de que pudiera decir una sola palabra, Warren lanzó un agudo grito, a la vez que se llevaba ambas manos al estómago.

—¡Oh! —gritó—. ¿Qué diablos tiene este maldito licor? ¡Me está abrasando el estómago…!

Fallon se alarmó. El aspecto de Warren era horroroso.

—Me abraso… —gimió el comerciante.

Fallon corrió hacia el teléfono. Un médico era lo apropiado en aquel momento, se dijo. Pero cuando vio que Warren caía al suelo, revolcándose espantosamente, mientras él hablaba por teléfono, dudó de que el médico llegase a tiempo para salvarle la vida.

* * *

—Hace cuatro días usted estaba de servicio nocturno en la estación —dijo el detective.

—En efecto, así es, señor Fallon —contestó el hombre con quien hablaba el investigador.

—Muy bien, señor Quesada —siguió Fallon—. Vamos a ver si recuerda lo que sucedió desde las doce de la noche.

Fallon sacó un periódico en el que se veía el retrato de Warren, complementando gráficamente la noticia de su muerte por envenenamiento.

—Usted tuvo que ver a este individuo —añadió.

—Sí, me acuerdo muy bien —contestó el vigilante.

—¿Se fijó si llevaba una cartera de mano?

—Creo que sí… Sí, señor, ahora lo recuerdo perfectamente —confirmó Quesada.

—¿Qué hizo después?

Quesada se encogió de hombros.

—Ya no puedo decir tanto —contestó—. Le vi en la estación y luego yo tenía otras cosas que atender. No puedo decirle qué hizo después, señor Fallon.

Era lógico, pensó el investigador. Un vigilante no podía permanecer continuamente encima de una persona a menos que le indicasen se trataba de un sospechoso y no era el caso de Warren.

Además, y lo había comprobado, alrededor de las doce de la noche se producían un par de llegadas y salidas de los autobuses de larga distancia. Siempre había movimiento de personas en aquellos momentos.

—Muy bien —continuó—. Señor Quesada, dígame sí vio después a alguna persona, hombre o mujer, que llamase especialmente su atención y que, además, llevase en la mano una cartera negra como la que trajo el señor Warren.

El vigilante se concentró en sí mismo.

—¿Ha dicho hombre o mujer? —preguntó—. ¿Y una cartera negra? ¿No será, por casualidad, la que encontraron al día siguiente abandonada y vacía en los lavabos de señoras?

Fallon se puso rígido.

—¿Dónde está esa cartera? —preguntó.

—Debe de guardarla el gerente —respondió Quesada—. Hay un almacén para objetos perdidos o abandonados.

El cálculo era fácil, se dijo Fallon. La persona que había recogido la bomba no había cometido el error de llevarse la misma cartera de mano, sino que había extraído el artefacto de su interior, cambiándolo a otra cartera distinta o a una bolsa de mano.

Más tarde encontraría la cartera, se dijo. Ahora tenía algo más importante entre manos.

—Señor Quesada, ¿qué me dice de ese hombre o mujer que pudieron llamar su atención después de las doce y cuarto de la noche?

El vigilante volvió a reflexionar.

—No puede ser más que ella —dijo.

—¿Quién? —preguntó el investigador esperanzadora— mente.

—Una dama de cierta edad, con pelo casi blanco, muy distinguida, pero ya algo anticuada en la indumentaria. Usaba bastón y parecía tener dificultad al andar, Llevaba un gran bolso de mano, en eso sí me fijé.

—¿A qué hora?

—Alrededor de las doce y media, más o menos, señor Fallon:

—Una dama de cierta edad… —repitió el investigador.

—Sí, y hasta reumática, diría yo. Le costaba un poco andar y se apoyaba mucho en el bastón. Le dije que si podía ayudarla en algo, pero casi se ofendió. «¿Me toma por una vieja inútil?», preguntó. —Quesada soltó una risita—. Una mujer muy orgullosa, señor Fallon.

—Seguro. Y fue al tocador de señoras.

—Sí, señor. Estuvo unos minutos, salió y se fue.

—¿Con qué medio de transporte?

—En su coche, y eso sí que me extrañó.

—Bueno, mover un volante y unos pedales no es tan difícil—dijo Fallon.

—¿Para un reumático? Según como tenga las articulaciones de las piernas, señor Fallon. Pero el hecho es que se fue en su automóvil.

—¿Se fijó en la matrícula?

Quesada se encogió de hombros.

—Lo había estacionado en un sitio apartado. Podía verlo en sombras, pero nada más. Ni siquiera me acuerdo del color; lo único que puedo decirle es que no era negro.

Fallon sonrió. Sacó un billete y lo puso en la mano del guarda.

—Ha sido usted muy amable, señor Quesada —agradeció.

Quesada se llevó un dedo a la visera de su gorra de uniforme.

—Gracias, señor Fallon.

* * *

—El asesino, ¿es una mujer?

Laura se inclinó para llenar la taza de café del investigador.

—¿Qué le hace suponer tal cosa? —preguntó.

—No puedo afirmar nada en un sentido u otro —contestó Fallon—. El problema estriba en las llamadas telefónicas. Por teléfono, la voz no indica el sexo.

—Probablemente, la disfraza —apuntó Laura, sentándose junto a su visitante.

El policía de vigilancia estaba en la salita contigua, junto a la puerta de entrada.

—Eso tuvo que ser —convino él—, porque cuando me llamó a mí, tampoco hubiera podido asegurar si se trataba de un hombre o dé una mujer. Puede ser una mujer con la voz muy grave… o un hombre con la voz algo enflautada.

Laura sonrió.

—Sí, se presta a confusiones —admitió—. Ross, usted tuvo suerte al escapar con vida del atentado.

—Todavía se me ponen los pelos de punta cuando lo recuerdo —confesó él—. El asesino debió de divertirse muchísimo cuando oyó el estampido por teléfono.

—Usted sabía qué le iba a llamar. ¿Por qué no se puso de acuerdo con el capitán Loss para localizar el teléfono?

—¿Cree que no lo hice? Incluso alargué la conversación para dar tiempo a que localizasen el teléfono, pero cuando eso sucedió, el asesino había desaparecido ya. Llamó desde una cabina telefónica situada en un lugar apartado, al oeste de Hillcrest. Hay muchas residencias por aquellos parajes, pero están bastante separadas entre sí. Nadie vio ni oyó nada, Laura.

—Sí, resulta desanimador —reconoció ella—. ¿Se sabe algo acerca del veneno que causó la muerte a Warren?

—Ácido prúsico —contestó Fallon.

Laura se estremeció.

—Ese hombre no tiene entrañas —dijo.

—¿Ese hombre… o Norma Bibbs?

—Norma murió. Alguien quiso gastarnos esa macabra broma… pero yo no comprendo los motivos exactamente, Ross.

—Diríase que se trata de una venganza —murmuró el investigador con acento pensativo—. De los cuatro que intentaron matarla…

—Recuerde que yo fui sólo a intimidarla, que no es lo mismo —corrigió Laura.

—Bien, entonces pensemos en los tres que han muerto, pero ellos sí que hicieron los posibles por matarla; porque O’Hara le lanzó gas al rostro; Meg le pegó un tiro y Warren preparó la bomba. ¿No le parece como si la muerta se hubiese vengado de esos intentos de asesinato?

—Es como para pensar que lo sabía y dejó instrucciones para que alguien la vengase en su nombre.

—Se podría pensar, pero yo, en su lugar, habría procurado cuidarme más —dijo Fallon.

—Y, sin embargo, ella ya estaba muerta. Un ataque al corazón… pero sólo se pudo producir por una impresión demasiado fuerte, ¿no cree?

—Laura —dijo el detective, mirándola fijamente—, ¿estamos seguros de que la mujer que murió allí era Norma Bibbs?

Los ojos de la muchacha se desorbitaron al escuchar aquellas palabras. Durante unos segundos mantuvo la vista fija en el rostro del detective, como si no acabase de captar por completo el significado de la pregunta.