Capítulo III

INDUDABLEMENTE, la figura de Laura Samder era la apropiada para la profesión a que se había dedicado. Los ojos verdosos contrastaban poderosa y atractivamente con la cabellera de intenso color negro, que enmarcaba un óvalo de cara perfecto. En la piel, aun siendo extremadamente blanca, se veía una exuberante vitalidad, reprimida no obstante a la vista del investigador.

Con el sombrero en la mano, Fallon dijo:

—¿Puedo hablar con usted, señorita Samder? Mi nombre es Ross Fallon.

Ella le miró especulativamente. El detective añadió:

—No soy vendedor ni pretendo hacerle ningún seguro.

—Entonces, ¿qué es lo que desea?

—Hablar con usted acerca de Norma Bibbs.

El semblante de la joven se contrajo en el acto.

—No tengo nada que decir acerca de esa mujer —contestó secamente; y quiso cerrar la puerta, pero Fallon metió el pie y lo impidió.

—¿Acaso teme que la acusen de asesinato? —preguntó.

Laura vaciló un momento. Luego dejó de presionar sobre la puerta y se echó a un lado.

—Está bien, pase.

Fallon cruzó el umbral y cerró a sus espaldas. Laura indicó un sillón y luego se retocó el cabello, peinado muy alto. Su pecho se agitaba de una manera perceptible.

—Yo no maté a Norma Bibbs —dijo con voz poco segura.

Fallon se sentó y contempló a la muchacha, que vestía una blusa de color azul pálido, adornada con encajes, y pantalones largos, muy ajustados, de terciopelo negro.

—Pero fue a matarla. Estuvo allí. Se ha encontrado un puñal que se ha identificado como suyo —alegó el investigador.

—No es un puñal, sino una imitación; una plegadera para abrir sobres —afirmó Laura.

—Esos chismes matan también, si se manejan con resolución, señorita Samder.

—Repito que yo no…

—¿A qué fue a casa de Norma Bibbs?

Ella se mordió los labios.

—¿Quién es usted? ¿Con qué derecho me hace esas preguntas? Todavía no ha declarado su personalidad.

Impasible, Fallon enseñó su tarjeta de investigador especial.

—Un policía —dijo Laura.

—Algo por el estilo. Conteste a mi pregunta, señorita. ¿A qué fue a casa de…?

—Es un asunto particular. No se lo diré.

—Su silencio la comprometerá antes que la beneficiará— alegó Fallon.

—No importa. Callaré. Nadie tiene por qué saber a qué fui a aquella casa.

Fallon se encogió de hombros.

—Está bien —se resignó. Ya tendría tiempo de insistir y averiguar lo que Laura quería callar tan celosamente—. Al menos, dígame qué vio en la casa de Norma.

Laura movió la cabeza afirmativamente.

—No tengo inconveniente —respondió—. Fui a verla y confieso que llevaba la plegadera que imita a un puñal. Pero nunca pensé en matarla, se lo aseguro.

—¿Acaso tenía la intención de intimidarla?

—Sí, es cierto.

—Bien, continúe.

—Cuando llegué a la casa y llamé, no me contestó nadie. Extrañada, probé el picaporte. La puerta no tenía la llave echada. Entré…

—Un momento —interrumpió Fallon—. ¿Había estado antes alguna vez en la residencia de Norma?

—Sí, un par de veces.

—Seguramente fue allí por los mismos motivos que no quiere expresar.

—En efecto, señor Fallon.

—Bien, continúe, por favor.

—Ordinariamente, Norma era atendida por un ama de llaves, que era también su cocinera. Por las mañanas, venía una mujer para hacer la limpieza, pero se iba después de mediodía. Por otra parte, el ama de llaves apenas si hacía otra cosa que el desayuno para Norma. La muerta no solía comer nunca en casa.

—Ya —sonrió Fallon—, comía en restaurantes y lugares céntricos, donde podía recoger informes para su columna.

—Así era —confirmó Laura—. Debía de ser el día de salida del ama de llaves y Norma, por tanto, estaba sola en casa. Tenía su despacho en una de las alas del edificio, yo sabía dónde estaba. Cuando iba a entrar, saqué el puñal y abrí la puerta de la estancia. Entré y le dije lo que quería…

—Que es, precisamente, lo que no quiere decirme a mí.

Laura asintió, tremendamente conturbada.

—Bien, prosiga —dijo el investigador.

—Pronuncié tres o cuatro frases. Ella no me contestó. Me miraba con ojos muy abiertos, sonriéndome burlonamente. Me irrité muchísimo y me acerqué a la mesa con el puñal en la mano. Entonces, fue cuando advertí que estaba muerta.

—¿Recuerda usted la hora a que llegó?

Laura se pasó una mano por la frente.

—Las dos y media, tal vez unos minutos más. En todo caso, no pasaban de cinco —contestó.

—Las dos y treinta y cinco. Continúe, por favor.

—Estaba muerta. No respiraba. Aquella sonrisa era una mueca petrificada en su rostro…

—Indudablemente. ¿Qué hizo entonces? ¿Recuerda algo que llamase su atención de un modo especial?

Laura se cubrió la frente con ambas manos.

—Había un extraño olor, algo picante y dulzón… Tosí, lo recuerdo muy bien; era un olor mareante, dañino…

—¿Tocó a la muerta para ver si, efectivamente, lo estaba?

—No, en absoluto. Yo me sentía horrorizada… y aquel olor, que parecía desprenderse de su cuerpo, me puso enferma. Di media vuelta y eché a correr… Sólo muy tarde me di cuenta de que había olvidado la plegadera. Sin duda se me cayó de la mano con la sorpresa recibida…

Es muy posible —admitió el investigador—. ¿Intentó volver para recobrarla?

—La radio había dado ya la noticia de la explosión. No, no lo intenté siquiera.

Fallon se puso en pie.

—Volveré otro día —dijo—. Tal vez entonces declare por qué fue a ver a Norma Bibbs, señorita Samder.

—No lo declararé —aseguró Laura tajantemente.

Fallon sonrió.

—Veremos —contestó—. ¿Conoce a los otros posibles asesinos?

—No, no los he visto jamás, pero, créame, habrán respirado aliviados al conocer la noticia. Era una mala mujer, señor Fallon.

—Sí, eso dicen todos. Gracias por sus respuestas, señorita.

Fallon se dirigió hacia la puerta. Con la mano en el pomo, se volvió hacia la joven y preguntó:

—¿Es cierto lo que decía Norma en su columna acerca de la discusión entre usted y el director artístico de Teleview y de la mayor o menor cantidad de ropa que debía llevar en la fotografía destinada a la portada de la revista?

Laura se sonrojó vivísimamente.

—La discusión habida entre ese repugnante tipo y yo no tuvo que ver nada con mi indumentaria —contestó en tono seco.

—Comprendo. Gracias una vez más.

* * *

Era ya demasiado tarde. Fallon detuvo el coche ante un puesto de periódicos y compró los dos de la tarde, además de la revista que había empezado a leer en la sala de espera del doctor Lexton y un ejemplar de Teleview. Lanzó los periódicos sobre el asiento delantero, subió de nuevo al coche y se dirigió a su casa.

El coche quedó en el garaje subterráneo. Fallon se dirigió al ascensor y subió al piso cuarto del edificio, donde tenía no sólo su vivienda, sino también el despacho.

Abrió la puerta. Dio un par de pasos en el interior y entonces un pie le golpeó violentamente por detrás.

Fallon trastabilló. Alguien dijo:

—¡Cierra bien, Darryl!

El detective, aturdido, se volvió, todavía en el suelo, y contempló a la pareja de sujetos que habían entrado en su departamento durante su ausencia.

Eran dos hampones, distinguidos, pero hampones. Vestían ropas caras, era toda su diferencia con otros sujetos de la misma ralea. Pero en lo demás, eran iguales a todos los rufianes a sueldo.

Uno de ellos sacó ostentosamente unos nudillos de acero y se los colocó en la mano derecha. Sonreía de un modo morboso, como disfrutando por anticipado del placer que iba a sentir al dañar al investigador.

—No nos lo tome en cuenta, Fallon —dijo—. Esto es sólo un encargo.

—Por orden de alguien a quien no le conviene que yo actúe, ¿verdad, Jimmy Cook?

Cook se asombró.

—¿Me conoce? —preguntó, mientras flexionaba los dedos.

—Y al salvaje que tienes al lado también. ¿Qué tal, Darryl Beach?

Beach enseñó una corta porra de plomo, forrada de cuero.

—Ya ve, Fallon, aquí estamos —contestó.

—Sólo pretendemos darle una lección —manifestó Cook—. Si no la aprende, la siguiente sería definitiva.

Fallon se puso en pie de un salto, justo cuando Cook se le echaba encima. Giró sobre sus talones y echó a correr hacia el interior del piso.

—¡Ven aquí! —vociferó el hampón—. ¡Párate, no huyas!

Fallon atravesó el salón contiguo y se detuvo junto a una ventana, como si se hubiese dado cuenta de la inutilidad de su fuga. A pie firme, esperó la acometida del rufián.

Cook sonrió. Inspiró con fuerza, cerró su puño y le disparó hacia adelante con todas sus fuerzas.

El puño encontró solamente el vacío. Cook trastabilló, se inclinó hacia adelante, gruñó y rompió el cris tal de la ventana.

Al mismo tiempo, Fallon, que había girado un cuarto a su derecha, lo agarraba por el cuello y los fondillos de los pantalones. Le bastó un ligero impulso para hacer que el hampón atravesase la ventana.

Cook lanzó un horrible chillido al caer. Desde el dormitorio se oyó un extraño ruido, pero Fallon no se entretuvo a ver qué había sido de su adversario.

Beach estaba parado a cinco o seis pasos de distancia, con el estupor pintado en el rostro, contemplando la ventana sin cristales. De pronto reaccionó y dijo:

—¡A mí no me hará eso!

Y se lanzó hacia adelante, enarbolando la cachiporra.

En el último instante, Fallon agarró una silla y puso las cuatro patas ante sí. Una de ellas se hundió en el estómago de Beach, de cuyos labios se escapó un gruñido de dolor.

A pesar de todo, estiró el brazo, intentando alcanzar el cráneo del investigador. Fallon levantó la silla sobre la cabeza y la bajó con fuerza.

Las astillas volaron por los aires. Beach se tambaleó, pero no cayó.

Sangraba un poco por la cara y juraba obscenamente. Fallon se había quedado con un largo palo en la mano y empezó a usarlo.

El vapuleo fue épico. Beach rugía y chillaba desaforadamente, pero aquel palo parecía ser diez golpeándole a la vez en todas las partes del cuerpo. Fallon se desquitó a gusto; sentía una terrible antipatía por los sujetos de la calaña de Beach.

Al fin, el hampón, abatido y desmoralizado, a la vez que lleno de dolores por todas partes del cuerpo, se desplomó al suelo, olvidado de su cachiporra por completo. Fallon no le dejó respirar.

A puntapiés lo hizo caminar arrastrándose hasta el pasillo. Beach chillaba continuamente, pero Fallon no se dejó impresionar.

El último golpe lanzó al hampón fuera del piso. Fallon cerró la puerta y corrió al dormitorio.

Abajo, a cuatro pisos de distancia, en la calle un hombre intentaba levantarse, con las manos en los riñones, contemplado por una docena de curiosos. Fallon se echó a reír.

El toldo que había justo bajo su ventana aparecía deformado. La armazón de lona y tubos de hierro había aminorado los efectos de la caída, pero, de todas formas, el rebote del toldo al asfalto no había sido precisamente una caricia.

Corrió las cortinas. Alguien subiría a interrogarle. Era preciso llamar al fiscal para que le librara de enojosos trámites.

Después de la llamada, se dispuso a recoger los periódicos y revistas, todavía caídos en el suelo. Entonces vio algo que no era suyo.

Los hampones habían fumado mientras le aguardaban. Uno de ellos había acabado su tira de fósforos y la había dejado sobre el cenicero.

Fallon cogió la cartulina y leyó las palabras que componían el anuncio de una sala de fiestas: Longwood Riviera.

Era una pista a tener en cuenta.

«Mañana», se dijo, mientras destapaba una botella. Debía premiarse a sí mismo por la doble victoria obtenida contra los hampones.