Epílogo
El día de su boda, mientras Maisie terminaba de vestirse, una persona solicitó entrevistarse con ella.
—Que entre aquí mismo —dispuso Anita Poplar. Junto con las esposas de sus hermanos, estaba ayudando a la joven a ponerse el traje blanco—. Cúbrete con una bata.
Maisie lo hizo así. Momentos después, un hombre de aspecto serio y circunspecto entraba en la habitación.
—Felicidades por este dichoso acontecimiento, señorita Jean —dijo—. Soy Norman Callaghan, y represento a la compañía que tenía aseguradas las joyas de la señora Van Thoren. Como la compañía estima que han sido recuperadas gracias a su intervención, me han enviado para hacerle a usted entrega de la suma que tenía ofrecida como recompensa.
Y alargó a Maisie un rectángulo de papel azulado.
—Dios mío —murmuró la muchacha, al leer la cifra escrita en el cheque—. Es demasiado. Yo no puedo…
Anita leía por encima de su hombro.
—Dieciséis mil dólares —silbó, admirada. Y luego, con gran vehemencia, exclamó—: ¡Claro que puedes! Señor Callaghan, la futura señora Barrows acepta esta suma y les da las más rendidas gracias.
—A usted, señorita Jean —saludó el agente de seguros cortésmente. Movió la cabeza varias veces en dirección a las otras mujeres y se marchó.
Maisie contempló el cheque durante unos segundos. De pronto, dijo:
—Ya sé en qué vamos a emplear este dinero. Reconstruiremos la cabaña de Del Monte y la haremos aún más grande, para que podáis venir vosotras y vuestros maridos, cuando tengáis ganas de pasar una temporada con Fred y conmigo.
—Es una buena idea —aprobó Anita—. Pero date prisa o llegaremos tarde a la iglesia.
La boda fue todo un acontecimiento. Barrows encontró a Maisie más hermosa que nunca con su traje de novia. Realmente, la joven estaba bellísima y atrajo la atención como pocas veces se había visto.
La salida de la iglesia fue un verdadero tumulto. Los tres matrimonios, con sus hijos, y los innumerables amigos del clan Barrows, formaban una algarabía espantosa. Por fin, Fred y Maisie consiguieron llegar hasta el coche.
Antes de partir, Fred se inclinó hacia la muchacha.
—Al fin lo has conseguido.
—¿Qué, cariño? —preguntó ella, mirándole profundamente.
—El traje blanco por el que siempre suspiraste.
—Es verdad —sonrió, inmensamente dichosa.
—Ahora sólo falta esperar a los ratoncitos.
—¿Ratoncitos? —exclamó Maisie, extrañada.
—Sí. Una rata de hotel…, una rata de laboratorio…, a la fuerza han de tener muchos ratoncitos.
—Oh —exclamó ella, ruborizándose intensamente.
El coche arrancó, en medio de los gritos de todos los asistentes a la ceremonia. Arrastraba una porción de latas vacías y en la zaga se veía el clásico cartel:
«RECIEN CASADOS»
FIN