CAPÍTULO IV
El inspector Carrigan raras veces perdía la flema, pero había ocasiones en que se ponía de un humor insoportable. El fracaso de su experiencia con Maisie Jean le hacía saltar a cada momento.
—Sólo nos faltaba eso —declaró, golpeando la mesa con el puño cerrado—. Ignoro por qué diablos estaba Hays en el apartamiento de Ricci, pero una cosa es segura: esa chica se lo encontró y, como tenía una cuenta pendiente con él, aprovechó la ocasión para liquidarlo de tres puñaladas.
—Y se llevó los libros que tanto buscábamos —gimió el agente Sharey, desplomado en una butaca.
—Ricci no fue, sobre eso no cabe la menor duda —dijo Carrigan—. Lo tuvimos vigilado toda la noche, y no se movió de la fiesta a la que asistía. Eso descarta por completo su intervención en la muerte de Hays.
—Hays me importa a mí un rábano —gruñó el federal—. Lo que quiero son los libros.
—Pídaselos a «La Rata» —exclamó Carrigan de mal talante.
—Sí, pero ¿dónde diablos está?
—La oficina de correos de Santa Cruz está vigilada día y noche. Maisie no se ha acercado allí en ningún momento.
—Tal vez lo hizo disfrazada —sugirió el federal—. Esas chicas de circo conocen la forma de disfrazarse.
—La estatura de Maisie no se puede disfrazar de ninguna forma. Ni sus ademanes, ni sus gestos, ni sus pasos largos y fáciles. Los agentes que tengo allí, por otra parte, la conocen de sobra. Aunque se hubiese teñido el pelo de rubio y usara gafas negras, la reconocerían en el acto. Y, por otra parte, el sobre dirigido a Maisie Jean sigue allí.
—Quizá ella se ponga en contacto con nosotros, inspector.
—Estoy harto de aguardar —masculló Carrigan—. Sé que es eso lo que hará, pero ¿cuándo?
El teléfono sonó de pronto. Carrigan levantó el auricular.
—Inspector, llamada de larga distancia para usted.
—¿Quién es? —preguntó Carrigan a voces.
—Lo ignoro, señor —contestó el telefonista de la policía—. Sólo dijo que quería hablar con usted y que era muy urgente.
—Está bien. Páseme la comunicación. Procuren, mientras tanto, averiguar el origen de la llamada. Santorio y O’Brien están en Santa Cruz; que corran a ver si atrapan a la persona que me llama.
—Sí, señor.
Carrigan tapó el micrófono con la mano.
—No puede ser otra que Maisie —dijo, con los ojos muy brillantes.
* * *
Rico Ricci, alias «El Toro», estaba furiosísimo. No sólo se le habían llevado unos libros importantísimos, sino que, además, le habían desaparecido unas joyas de gran valor, con las cuales esperaba hacer un negocio redondo.
Las joyas, a pesar de todo, tenían menos importancia que los libros. Éstos podían conducirle para muchos años a San Quintín… o quizá a la cámara de gas. Ahora empezaba a arrepentirse de haber aceptado la proposición para llevar a cabo aquel asunto. Pero la suma ofrecida —y percibida en su mitad por adelantado—, había resultado tan tentadora, que no había sabido negarse a la petición del hombre que se lo había propuesto.
Por otra parte, la policía le había molestado considerablemente a cuenta del asesinato de Jock Hays, que había aparecido muerto en el piso, sin que se supiera quién había sido el asesino. Por fortuna para él, había podido mostrar concluyentemente su inocencia en el hecho, aunque otra cosa le tenía sumamente preocupado: Hays había penetrado en el apartamiento, burlándose lindamente de la puerta blindada y de su cerradura especial de combinación. ¿Era que ni aun así iba a poder tener seguridad contra sus enemigos?
Los federales, por contra, no le habían molestado en absoluto. Sabían, eso sí, que tenía los libros en su poder… —Mejor dicho, los había tenido hasta aquella noche fatídica—, pero ellos no habían sido los autores de la sustracción; de lo contrario, el largo brazo de la F. B. I, habría caído pesadamente sobre sus espaldas.
Esto le tranquilizaba por un lado, pero, por otro, se daba cuenta de que uno de sus competidores tenía ahora los libros. ¿Qué pretendía hacer con ellos? ¿Qué clase de coacción pensaba ejercer sobre él? Quienquiera que fuese, estaba deseando enfrentársele cuanto antes, para darle su merecido por la jugarreta que le había gastado.
Canillo entró de pronto en la habitación, interrumpiendo en seco las poco agradables reflexiones del «gángster».
—Choaney está ahí afuera, jefe —informó.
—Hazle pasar —gruñó Ricci.
Se puso la chaqueta y se la ajustó frente al espejo, retocándose el nudo de la corbata. A los treinta y nueve años, Rico Ricci tenía motivos para sentirse aún satisfecho de su apariencia física. Cuando hacía una aparición en público, las miradas de muchas mujeres recaían sobre su figura. Lo sabía y se sentía orgulloso de ello.
Entró un hombre en la habitación. Era Pet Choaney, un informador privado que Ricci usaba muchas veces para sus asuntos, antiguo policía expulsado, por inmoral, del Cuerpo.
—Rico —saludó.
—¿Novedades, Pet?
—Las investigaciones me han hecho dar una vuelta completa —dijo Choaney.
—Explícate, Pet —pidió el «gángster», impaciente—. No me gustan los acertijos.
—Es muy sencillo, Rico. He vuelto al edificio.
—Ya lo veo. Si no hablas más claro…
—Te diré, Rico. El robo lo cometió una persona que se alojaba en este mismo hotel, dos pisos más arriba. Se descolgó por la ventana, puso el explosivo en la caja fuerte, voló la puerta, cogió lo…, lo que había dentro y se largó con el botín.
Ricci frunció el ceño.
—Así de sencillo, ¿eh, Pet? ¿Piensas que soy tonto? Ya sé que el ladrón rompió el vidrio, para hacerme creer que se había descolgado desde arriba, pero ¿quién hay tan loco para jugarse el tipo a cuarenta metros de altura? Ni siquiera un trapecista de circo.
—Es que fue una trapecista de circo precisamente la que lo hizo —declaró Choaney, muy satisfecho.
Ricci se volvió lentamente hacia el informador.
—Pet, si quieres burlarte de mí, te aseguro que…
Choaney levantó ambas manos.
—No hay burlas que valgan, Rico. En mis tratos contigo soy absolutamente sincero. Fue una antigua trapecista de circo, que después se metió a rata de hotel y que acabó en Corona, por un robo de joyas. Por el cambio de profesión le dieron el apodo de «La Rata», pero su nombre auténtico es Maisie Jean. Es una verdadera belleza…
—No me importa ahora lo que sea —rugió el pandillero—. Lo que quiero saber es dónde está esa fulana. En cuanto le eche la zarpa encima, le quebraré todos los huesos de tal forma, que no va a ser capaz de trepar siquiera a unos zapatos de tacón bajo. Vamos, Pet, desembucha de una vez.
—Lo siento, Rico. Hasta ahí he llegado, pero, por el momento, he perdido la pista de «La Rata». ¡Aguarda un momento! —dijo, al ver el gesto de cólera del rufián—. Tengo una pista para encontrarla. Sé que salió del edificio en compañía de un chiflado, que se dice profesor de química y que estuvo a punto de volar el piso superior con uno de sus experimentos. El profesor se llama Fred Barrows, y ahora me voy a dedicar a buscar por todos los centros universitarios, para saber dónde diablos vive. Es seguro que «La Raía» lo engatusó, pero el nombre de Barrows no aparece en la guía telefónica. Es cuestión de un día, dos, como máximo, te lo aseguro.
Ricci pareció calmarse un tanto.
—Está bien. Sigue buscando y no dejes de tenerme al corriente de lo que averigües, Pet.
—Okey, Rico. Pero… —Choaney hizo un gesto característico, consistente en frotarse el pulgar y el índice de la mano derecha—. Oh, no lo digo por mí, precisamente, sino porque tendré que untar a todos los conserjes y porteros de los centros estudiantiles para que suelten la lengua, ¿comprendes? Si fuese sólo por mí…
—Está bien. —Con gesto hastiado, Ricci metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó unos cuantos billetes, que entregó al investigador—. Resultados, Pet, resultados —advirtió en tono ominoso.
—Los tendrás, Rico —prometió Choaney con voz segura.
Pet salió del edificio pocos momentos más tarde, sin percatarse de que había un coche negro, largo, enorme, parado a poca distancia de la puerta. Choaney se detuvo unos momentos al borde de la acera, hasta que vio pasar un taxi. Entonces levantó la mano.
Uno de los ocupantes del coche señaló al informador.
—Sígale, Karl. Péguese a él y no le pierda de vista un solo momento. Infórmeme más tarde de sus andanzas.
—Sí, señor —contestó el hombre que había recibido la orden. El otro se apeó y quedó en pie unos momentos, contemplando a Choaney, que embarcaba en el taxi en aquel instante.
El taxi arrancó. Un segundo después, el coche negro se ponía en marcha tras sus huellas.
A continuación, el sujeto se metió en el edificio. Era un hombre de buena presencia, de aspecto próspero, vestido con discreta elegancia, que hubiera podido pasar en cualquier parte por un acaudalado hombre de negocios, que bordeaba ya el medio siglo.
Un minuto después, Sangani, el otro esbirro de confianza de Ricci, decía:
—Jefe, el señor Mreka está ahí afuera.
Ricci torció el gesto. «¡Maldición, qué inoportuno!», pensó.
—Está bien —dijo, sonriendo—. Voy a verle. —Y se dirigió al salón.
* * *
Fred Barrows detuvo la marcha del automóvil y acabó por frenar, junto a la acera del supermercado.
—No sé por qué hemos tenido que venir a Santa Cruz —refunfuñó—. ¿Es que no podíamos haber adquirido los víveres en cualquier otra tienda de Del Monte?
—No se enoje —sonrió Maisie—. La verdad es que tiene razón, pero yo también tenía motivos para venir a Santa Cruz. Aguarde un momento, por favor.
Abrió su bolso y extrajo del mismo un documento, que entregó al joven.
—Es un permiso para recoger mi correspondencia en Lista de Correos, en la central de la ciudad. ¿Querrá encargarse de ese recado, mientras yo hago las compras?
La sonrisa de Maisie era irresistible. Barrows cedió.
—Muy bien. Iré ahora mismo. Ah, y no se olvide de mi plato favorito.
—Me lo ha recordado muchas veces, Fred —sonrió ella—. A la noche tendrá su pollo con bananas.
Abrió la portezuela, saltó del coche y, taconeando ágilmente, cruzó la acera y se metió en el supermercado.
Barrows suspiró. Era una muchacha encantadora. ¡Si consiguiese desviar sus inclinaciones hacia lo ajeno! ¿Era una profesional, una muchacha amante de las aventuras excitantes o una cleptómana?
Tendría que esforzarse por averiguarlo, se dijo, mientras ponía el automóvil en marcha.
Maisie realizó las compras concienzudamente, sin olvidar uno solo de los artículos de la larga lista que habían confeccionado, la víspera, en la casita del profesor. Una vez hubo terminado la compra, hizo que le llevasen los paquetes al bar que había junto a la puerta, y pidió que le sirvieran una taza de café.
A dos pasos, divisó una cabina telefónica. Consultó su reloj de pulsera. Fred estaba a punto de regresar. Sabía que, en cuanto se pusiera en contacto con el inspector Carrigan, éste haría investigar el origen de la llamada. Por dicha razón, le convenía abandonar el supermercado cuanto antes, sin dar tiempo a los sabuesos que, seguramente, debían estar vigilando la central de Correos, situada a diez minutos escasos de coche, a que llegasen hasta allí.
También sabía que los policías la reconocerían en el acto. Por dicha razón había enviado a Fred. Lamentaba mucho tener que complicarle en un asunto semejante. «Es un sol —suspiró—. Tan alto, tan apuesto, tan varonilmente atractivo, a pesar de su aspecto de rata sabía… Por él sería yo capaz de…, de cualquier locura. Hasta de volverme persona decente, si él me lo pidiese».
Terminó el café y depositó un níquel sobre el mostrador. Luego se metió en la «cabina» y cerró la puerta de cristales, que la aislaba de los ruidos del supermercado.
Levantó el aparato y pidió a la central telefónica una llamada de larga distancia a San Francisco. La operadora le dijo la cifra de monedas que debía depositar en la ranura, pero ella contestó que la jefatura de policía pagaría con gusto el importe y que, por lo tanto, era una llamada a pagar por el destinatario. Entonces, se realizó la conexión.
En aquel momento entró Fred en el supermercado y la vio dentro de la «cabina». El joven tenía un periódico en la mano y un sobre alargado en la otra. Levantó la mano que tenía el sobre y se lo enseñó. Ella le contestó con una sonrisa y un signo de que esperase un par de minutos. Casi en el acto, la voz del inspector Carrigan sonó en sus oídos con trémolos de ira.