CAPÍTULO V

—¡Maisie! —bramó Carrigan—. ¿En dónde diablos te has metido? ¡Escucha, has armado un buen jaleo liquidando a Jock Hays…!

—Calma, inspector, calma —dijo la joven, atajando el colérico chorro de palabras de su interlocutor—. No se precipite a juzgar los acontecimientos. Es cierto que Hays estaba muerto en el apartamiento de Ricci, pero ya lo habían «apiolado» cuando yo llegué. ¡No se puede figurar usted el susto que me llevé cuando me lo encontré, frito a puñaladas en el mismo cuarto donde debía operar!

—Tu susto me importa un rábano, «Rata» condenada —rugió Carrigan, pérdida su habitual bonachonería—. Te queremos a ti, queremos los libros…

—Y, seguramente, querrá también las joyas de la señora Van Thoren, desaparecidas hace dos años y medio, y a causa de las cuales yo fui a parar a Corona, ¿lo recuerda?

—¡Claro que me acuerdo! ¡Y me acuerdo también de las malditas joyas! Pero ¿qué diablos tienen que ver con este asunto, Maisie?

—Las tenía Ricci dentro de su cofre fuerte.

—Y ahora están en tu poder.

—Justamente.

Hubo una corta pausa de silencio. Después, Carrigan dijo:

—Maisie, enseña tus cartas de una condenada vez.

—Se lo diré, inspector. Ya sé que usted me achaca la muerte de Jock Hays y que ni siquiera el hecho de trabajar para la «bofia» me salvaría de ir a la cámara de gas de San Quintín. Ustedes se lavarían las manos, ¿comprende?

Carrigan apretó los labios. «La muy… Es lista como el demonio. Tiene toda la razón del mundo», pensó.

—¿Y…?

—Sencillamente, que quiero que utilicen sus preciosos cerebros para algo más que para consumir analgésicos. Yo no maté a Jock, así que averigüen por otro lado y gánense el sueldo que les pagamos los honrados contribuyentes, encontrando al verdadero asesino.

»Esto, por una parte. Por otra, apriete las clavijas a Ricci, y que le explique por qué razón tenía las joyas de la Van Thoren en su caja fuerte y por qué tenía que esperarle Jock Hays en su apartamiento. No se olvide tampoco de entrevistar a Andy Seagham; Jock y Andy estaban a matarse por mi lindo palmito, aparte de que eran competidores en el negocio, ¿ha comprendido?

—¿Qué más, bruja? ¿Quieres la luna?

Maisie se echó a reír.

—No tanto, inspector. Escuche, los libros están en mi poder. Serán mi garantía de que usted investigará a fondo ese asesinato y me exculpará totalmente de él. Leeré los periódicos, ¿comprende? Y no intente buscarme, localizando este teléfono; voy a desaparecer inmediatamente de aquí, y me esconderé en un sitio donde usted no podrá encontrarme. ¿Ha comprendido bien lo que quiero decirle? Ya me pondré en contacto con usted para conocer el resultado de sus pesquisas; no me fío de que haga publicar una nota en los periódicos, diciendo que yo no soy la autora del asesinato de Hays. ¡Adiós!

Colgó el teléfono y salió de la «cabina».

—¿Vamos, Fred? —sonrió hechiceramente.

* * *

El aspecto de Paul Mreka resultaba serio y circunspecto, pero Rico Ricci era harto sicólogo para no saber que el sujeto disimulaba su ira bajo la capa de una corrección que se manifestaba en sus parsimoniosos ademanes y en sus palabras llenas de suavidad, aunque también con un fondo de amenaza que era difícil ignorar.

—Le aseguro que me robaron los libros, señor Mreka —dijo, enseñando las palmas de las manos, como apoyándose en el gesto para acentuar su sinceridad—. Usted ha tenido que leer los periódicos; me robaron la caja fuerte y, además, asesinaron a un tipo en mi propio apartamiento…

—Eso no me importa —atajó Mreka con helada cortesía—. Usted y yo convinimos un trato, a base del cual le di veinte mil dólares como primera entrega de un total de cuarenta mil. Esos veinte mil dólares, además, eran en billetes usados, sin numeración correlativa y sin registrar, tal como usted exigió. Le advierto que no pretendo dejarme engañar, señor Ricci, ni piense que toleraré un chantaje a base de aumentar más su pago. Los libros, en cuarenta y ocho horas más o, de lo contrario, se atendrá a las consecuencias.

—¡Por el amor de Dios! —rogó Ricci—. ¡Esto ha sido obra de algún granuja que me quiere mal! Tendría que haber visto usted cómo quedó mi apartamiento después de la devastación que me hicieron en él…

—Cuarenta y ocho horas —repitió Mreka, fríamente—. Y no crea que pienso aceptar un aumento de sólo diez centavos sobre la suma convenida. Si pasado mañana, a estas horas, no tengo los libros, será mejor que se esconda bajo tierra.

Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, sin hacer caso de las protestas del «gángster». Cuando se quedó solo, Ricci sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó el abundante sudor que le corría por la frente.

—¡Canillo, Sangani! —llamó a voces.

Los dos gorilas salieron de la habitación contigua, donde se habían retirado mientras duraba la entrevista de su jefe con Mreka.

Ricci extendió la mano derecha.

—Una copa, pronto —pidió con voz crispada.

Canillo le puso el vaso en la mano. Ricci bebió un par de buenos tragos para calmar un poco el nerviosismo que se había apoderado de él.

—Ese tipo me ha sacado de quicio —gruñó—. Si no encontramos pronto los libros, nos dará un disgusto de los gordos.

Habló en plural, a fin de estimular a sus acólitos.

—No sé para qué diablos querrá ese tipo unos libros, que no son más que las cuentas de una fábrica sin importancia —farfulló Sangani.

—Eso no nos importa ahora —dijo el «gángster»—. Lo que interesa es encontrarlos, así que, moveos y a buscar por todos los sitios donde pueda estar el tipo que se los llevó.

—¿Y por qué se los llevó, me pregunto yo? —dijo Canillo.

—Debió suponer que eran mis propios libros, y quizá creyó que, actuando así, me metía en un apuro gordo —contestó Ricci.

Canillo chasqueó los dedos.

—Ya sé, entonces, quién lo hizo —exclamó—. Burt Hake, no puede ser otro. Se la tiene jurada desde que usted le dio aquel soplo a la policía…

—Sí. —Los ojos de Ricci se iluminaron—. Es posible que haya sido el bueno de Burt. Esperad, en tal caso, no es preciso que vayamos ahora. A la noche nos dirigiremos a su local y le esperaremos a la salida. Si le pescamos desprevenido… ¿Habéis entendido lo que quiero deciros?

Canillo y Sangani se miraron y rompieron a reír. Liberado de su tensión, Ricci se unió también al coro de carcajadas. Sí, la noche prometía resultar muy divertida.

* * *

Maisie Jean esperó a hallarse fuera de la ciudad para abrir el sobre.

—¡Vaya, menos mal! —exclamó—. Mi amigo se ha portado como un caballero.

Sin dejar de poner atención en la carretera, Barrows arrojó una rápida mirada hacia el sobre. Se sobresaltó al ver el dinero en manos de la muchacha.

—Una bonita suma —comentó.

—Sí —sonrió Maisie—. No tenía dinero y se lo pedí a un amigo. ¿Le pusieron muchas pegas en Correos?

—Ninguna. Me entregaron el sobre en el acto, Maisie.

La chica volvió el dinero al sobre y sacó de su interior un papel doblado a lo largo, que desplegó y leyó con suma atención, mientras una levísima sonrisa vagaba en sus jugosos labios. Mirando de reojo, Barrows pudo darse cuenta de que parecía tratarse de un documento oficial, a juzgar por los sellos que se advertían en él. Discreto, por el momento, no quiso formular a Maisie ninguna pregunta sobre el particular.

Media hora más tarde llegaban a la cabaña del profesor. Estaba situada sobre un promontorio rocoso, de unos quince metros de altura sobre el mar, entre rocas y pinos, en un paraje de singular hermosura, y a cortísima distancia de la playa, para llegar a la cual se utilizaba un sendero que serpenteaba por entre las rocas. La cabaña era de una sola planta y constaba de dos dormitorios, uno de los cuales era el destinado a los eventuales huéspedes y que era el que usaría Maisie, un comedor salón, una cocina y el cuarto de baño. Adosada al costado norte, tenía un cobertizo, donde Barrows había instalado su laboratorio.

El joven llevó los paquetes a la cabaña. Entre los dos, con risas y bromas, estibaron los alimentos, parte en la alacena y parte en el frigorífico. A continuación, Maisie dijo:

—Creo que, después del trabajo, nos merecemos un refresco. Fred, ¿hacia dónde se inclinan sus preferencias?

—Dos dedos de Bourbon, otros dos de soda y un par de cubitos de hielo —indicó Barrows.

—Muy bien. Prepararé dos dosis.

La muchacha vestía una blusita sin mangas, ceñida prietamente a su busto joven y arrogante, que permitía ver la blanca morbidez de sus brazos, y una falda corta, oscura, completando el atavío con unos zapatos de tacón de aguja, que aumentaban su ya aventajada estatura. El pelo había sido recogido en la nuca, en un redondo moño, y le quedaba estirado a ambos lados de la cara, dejando solamente parte de las orejas al descubierto. Su aspecto era arrebatador.

Para Fred, sin embargo, además de ladrona, era asesina.

Maisie preparó las bebidas y dio media vuelta, encaminándose a la mesa. Entonces vio un periódico abierto de par en par sobre la tabla.

Los titulares en rojo hacían daño a la vista.

MAISIE JEAN, «LA RATA», BUSCADA POR EL ASESINATO DE JOCK HAYS

Su retrato figuraba asimismo en la portada del Santa Cruz Clarion. Maisie sintió que se le retiraba la sangre del rostro al contemplar el periódico.

Levantó los ojos. Fred Barrows, sentado a la mesa, la contemplaba en silencio, con una expresión de pena y reprobación que le hizo un daño infinito.

Maisie dejó los vasos sobre la mesa.

—Fred, le juro que yo no lo hice —dijo atropelladamente, perdiendo la serenidad por vez primera en mucho tiempo—. Jock estaba muerto ya cuando yo llegué al apartamiento de… bueno, al piso situado bajo el suyo… —Estaba a punto de llorar—. No me cree, ¿verdad?

—Me está diciendo lo mismo que le dijo al inspector Carrigan, desde la «cabina» telefónica del supermercado de Santa Cruz —contestó el joven.

Maisie abrió la boca de par en par.

—¡Dios mío! —exclamó, llena de asombro—. ¿Cómo puede saber que he hablado con Carrigan?