CAPÍTULO II
Fred Barrows, profesor de química, comprobó una vez más los cálculos que había hecho. Sus labios se movían, como si musitara una oración, pero no rezaba; simplemente, citaba números y letras en una letanía interminable.
—Tiene que resultar, tiene que resultar —repitió una y otra vez.
Por su aspecto, nadie hubiera dicho que era un aventajado científico. Medía casi un metro noventa, tenía unos hombros anchísimos, y sus cabellos castaños y los ojos azules, le conferían una expresión aniñada, que le hacía parecer mucho más joven de lo que era en realidad, dándole una apariencia de veinticuatro o veinticinco años, en lugar de los treinta y uno que contaba.
Sonrió, satisfecho, al terminar los cálculos, y se puso en pie. A pocos pasos de distancia, tenía una pequeña mesa de laboratorio, con unos cuantos instrumentos, entre los que figuraba una balanza de precisión, un microscopio, probetas, retortas y varios frascos de vidrio con distintas sustancias químicas. Acercándose a la mesa, empezó a medir y a pesar fracciones de dichas sustancias, arrojando el resultado de cada pesada a una retorta situada sobre un infiernillo de alcohol, que ardía continuamente.
Canturreaba entre clientes mientras trabajaba. Pero la letra era propia, no pertenecía a la música que brotaba de sus labios.
—Si no… acierto… esta vez… es que estoy pez…
De pronto, al levantar la vista un momento para fijarla en la balanza de precisión, creyó ver una silueta humana al otro lado de la ventana. La silueta desapareció casi al instante.
El profesor Barrows meneó la cabeza.
—He trabajado en los últimos tiempos demasiado —comentó para sí—. ¡Pues no me ha parecido ver a una mujer que se descolgaba por la ventana! ¿Y si era una bruja montada en su escoba?
Se echó a reír. Estaba contento. Pronto tendría el resultado práctico de su trabajo. Entonces…
* * *
El hombre estaba sentado en un cómodo sillón, fumando un cigarrillo con aire de entera satisfacción. Al lado tenía un vaso alto lleno de licor y cubitos de hielo.
Ricci se iba a llevar una gran sorpresa cuando regresara y le viese instalado en su apartamiento, que el «gángster» había creído infranqueable. ¿Cómo había podido pensar aquel estúpido una cosa semejante? No había puerta que se resistiese a su habilidad.
Exteriormente, la puerta del apartamiento de Ricci era igual a todas. Pero tenía un blindaje especial, únicamente conocida del propio Rico y de sus dos más íntimos, Canillo y Sangani, sus fieles guardaespaldas. Ricci tenía muchos enemigos y quería prevenirse contra una posible irrupción en su piso. ¡Idiota, mil veces idiota! ¿Era que no se le había ocurrido pensar en una posibilidad como la que él había puesto en práctica?
No lo hacía por intimidarle, sino por pura presunción, para que Ricci supiera quién era él, cuando quería desplegar todas sus habilidades. Rico tenía necesidad de un sujeto así en su banda, pero ¡ah!, nada de órdenes a diestro y siniestro. Los dos a medias, los dos jefes en igualdad de condiciones o, de lo contrario, él se organizaría su propia pandilla.
No obstante, le convenía más aliarse con Ricci, a fin de evitar tiempo y trabajo en la organización de un nuevo «gang». Ricci ya lo tenía todo hecho, así que no cabía esforzarse más, excepto en convencerle de que le aceptase como colega. Y le aceptaría, cuando viese la habilidad que había desplegado, burlándose del blindaje y de la combinación de la cerradura.
Aplastó el cigarrillo en un cenicero cercano y tomó el vaso con el licor. Un largo trago hizo aumentar su optimismo. Juntos él y Ricci, ¡la de cosas que podían hacer! ¡Se iban a ferrar!
Estaba tan absorto en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que alguien penetraba en la estancia, pisando sigilosamente. Por otra parte, no habría podido oír los pasos del intruso, amortiguados por la espesa alfombra que cubría el pavimento.
El recién llegado alcanzó el sillón por detrás. De pronto, su mano izquierda se disparó, tapando la boca del otro con fuerza irresistible. En la derecha brillaba un aguzado puñal.
El brazo derecho se movió una, dos, tres veces con relampagueantes movimientos. El cuerpo del hombre que esperaba, se estremeció brutalmente a cada puñalada que recibía. A la tercera, se relajó y quedó inmóvil.
El asesino quitó la mano de la boca de su víctima. Tranquilamente, sin mostrar la menor emoción, limpió la sangre del puñal en las propias ropas del muerto, guardándolo a continuación en el bolsillo de su impermeable oscuro. Luego, giró sobre sus talones y salió en silencio, cerrando suavemente la puerta que daba al corredor externo. Momentos después, entraba en el ascensor y desaparecía de aquel lugar, sin haber sido visto por nadie.
* * *
Maisie Jean terminó de vestirse la ajustada malla negra de una sola pieza, que tan bien moldeaba las escultóricas líneas de su cuerpo. Un casquete de seda negro sujetó y ocultó su frondosa cabellera.
A continuación se ciñó en torno al esbelto talle un amplio cinturón de cuero negro, con algunas anillas de hierro, de una de las cuales prendió las asas de una bolsa de tela fuerte, también de color negro, que contenía los instrumentos que pensaba utilizar. Inmediatamente, comprobó la solidez de la cuerda de nylon que caía por fuera del antepecho de la ventana, la cual estaba provista de algunos nudos, a fin de facilitar los movimientos en ambos sentidos de ascenso y descenso.
Los federales habían instalado en el cuarto una sólida argolla, empotrada en el muro, con el fin de sujetar el otro extremo de la cuerda. Maisie pegó un par de fuertes tirones; la cuerda resistió.
Se acercó a la ventana e hizo un par de flexiones con los brazos. Se felicitó por no haber interrumpido, salvo las primeras semanas de encierro, la práctica de ejercicios gimnásticos. Merced a ello, se sentía fuerte y ágil como en el momento de ser arrestada por el inspector Carrigan.
Ajustóse los guantes de piel negra y agarró la cuerda. Pasó ambas piernas sucesivamente por el antepecho de la ventana y empezó a deslizarse hacia abajo.
Alcanzó el piso decimotercero. Frunció el ceño al ver iluminada una de las ventanas, precisamente la misma por donde tenía que pasar. Cruzó rápidamente, no obstante lo cual, pudo ver un pequeño laboratorio de química y a un joven que trabajaba en él con ahínco. Le pareció que el científico había mirado hacia la ventana en aquel momento, pero inmediatamente pasó por debajo del antepecho y la visión desapareció de sus retinas.
Momentos después, había alcanzado la ventana del piso duodécimo. Entonces, sujetó la cuerda al cinturón que rodeaba su talle, por medio de un par de sólidos mosquetones de acero, que enganchaban en otras tantas anillas. Su busto quedaba a la altura del alféizar.
La fachada era posterior y daba a un paraje desierto de la ciudad. La casa estaba situada en una de las colinas que rodean a la ciudad de San Francisco, y desde allí se divisaba un espléndido panorama. Aún era más hermoso desde la fachada delantera, con la vista de la Puerta de Oro y el puente colgante, y los millones de luces de una población en pleno florecimiento. En aquellos instantes, sin embargo, el paisaje no interesaba en absoluto a la muchacha; tenía presente, sobre todo, que desde el punto en que se hallaba hasta el suelo, había un espacio de más de cuarenta metros de altura.
Libres las manos, sacó de la bolsa un diamante de vidriero y trazó un círculo en el cristal. A continuación, extrajo una gran ventosa de goma, dotada de una pequeña bomba extractora de aire, que aplicó inmediatamente al vidrio.
La F. B. I, sabía hacer bien las cosas, era preciso reconocerlo. Un seco tirón y el círculo de vidrio quedó desgajado del resto de la ventana.
Alargó una mano y la pasó a través del hueco, estirando el brazo todo lo que pudo. El círculo de cristal cayó al otro lado, rompiéndose en varios trozos. El ruido, sin embargo, no fue muy fuerte. Habría hecho mucho más, de haberlo dejado caer desde cuarenta metros al suelo de la colina.
Dobló los brazos, izándose a pulso, hasta que sus pies quedaron a nivel del orificio practicado. Las ventanas no se abrían jamás, eran del tipo impracticable, debido a la climatización interna del edificio; por dicha razón, no había podido emplear una falleba inexistente.
Pasó el cuerpo. Sus piernas tocaron el suelo. Entonces soltó la cuerda del cinturón y se enderezó.
Sacó de la bien provista bolsa una minúscula linternilla, que encendió de inmediato. Vio a su derecha el cordón de las cortinas y tiró de él, la oscuridad quedó disipada en el acto.
Inmediatamente, buscó el interruptor de la luz. Estaba en un dormitorio relativamente modesto para el lujo del apartamiento. Dedujo, por las dos camas que había allí, que era el perteneciente a los dos gorilas más fieles de Ricci, Canillo y Sangani.
Abrió la puerta. Sus zapatillas de goma evitaban iodo ruido.
Pasó a la estancia contigua. Era el salón donde, según los informes recibidos, tenía Ricci su caja fuerte. Encendió una lámpara de pie cercana. La oscuridad quedó disipara en el acto.
Entonces vio al hombre muerto.
Un terrible estremecimiento sacudió su cuerpo.
—¡Dios mío! —exclamó, palideciendo intensamente.
Por un momento, se sintió asaltada por un tremendo pánico. El temor que sufría era debido a que conocía al muerto.
—Jock Hays —musitó.
El rostro de Hays estaba deformado por el horror que había sentido en sus últimos instantes. Ella también percibía un horror análogo.
Carrigan conocía su animadversión hacia Hays. En cuanto hallase su cadáver, la acusaría de haberlo matado. Con los antecedentes que tenía, el resultado del juicio no podría ser más que uno.
Varios meses de encierro en Corona y luego, una fría mañana, el traslado a San Quintín, para ser introducida en la cámara de gas.
Era una mujer de rápida recuperación, sin embargo. Su agitada vida le había conferido una experiencia mucho mayor que la común en las de su edad. En pocos instantes adoptó una decisión.
Ignoraba quién había asesinado a Hays; ni siquiera creía que el crimen hubiera sido cometido para achacárselo a ella. Asimismo ignoraba las razones por las cuales Jock estaba en el apartamiento de Rico Ricci; esto era lo menos importante en aquellos momentos.
Cruzó la habitación como un relámpago y alcanzó la puerta blindada, hallando que estaba forzada, pero no destruida la cerradura. Hays había sido un experto en tal clase de trabajos; sin embargo, subirse a una silla ya le causaba vértigos. No le cupo la menor duda la forma en que Hays se las había arreglado para penetrar en el apartamiento de Ricci.
La puerta blindada disponía, además, de un cerrojo de seguridad interno. Lo echó y regresó al centro del salón, disponiéndose a comenzar su trabajo.