CAPÍTULO X
El jefe de policía de Santa Cruz pasó el teléfono al inspector Carrigan.
—Es para usted. De San Francisco —anunció.
Sharey se puso en pie de un salto, y se acercó a la mesa, tomando un supletorio para escuchar lo que decían a Carrigan.
—Inspector, hemos averiguado que el profesor Barrows tiene una cabaña al sur de Del Monte, sobre un promontorio rocoso, junto a la costa. Suponemos que es allí donde se escondió con «La Rata».
—Gracias. —Carrigan colgó el aparato y miró al agente especial—. Ya los hemos localizado.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —exclamó Sharey, que tenía los nervios de punta.
Los dos hombres se despidieron del jefe de policía de Santa Cruz y partieron inmediatamente hacía Del Monte, acompañados por los agentes Santorio y O’Brien.
Media hora más tarde oyeron aullidos de sirenas. Tuvieron que echarse a un lado, para permitir el paso a un par de coches de bomberos y una ambulancia.
Cuando llegaron a la cabaña del profesor, los bomberos estaban en plena actuación. Carrigan y Sharey descendieron del auto con la boca abierta de par en par.
—¡Eh, apártense! —les ordenó un policía uniformado.
Carrigan sacó a relucir su insignia.
—Soy el inspector Carrigan, de San Francisco. Éste es el agente especial Sharey, de la F. B. I. —presentó—. ¿Qué ha sucedido aquí, agente?
—El chiflado que vivía en esta cabaña —contestó el policía, en tono enojado—. Era químico y alguno de sus experimentos debió salirle mal. La casa y el laboratorio han ardido como la yesca. Ustedes mismos han podido verlo.
Carrigan y Sharey se miraron mutuamente. Ambos habían llegado a una misma conclusión, sin necesidad de consultarse por la vía verbal.
El propietario de los libros había sorprendido al profesor Barrows y a la chica, matándolos a ambos. Luego había pegado fuego a la cabaña, con objeto de borrar las huellas de su delito.
Una sensación de fracaso se apoderó de los dos hombres.
—Se nos anticiparon —comentó Carrigan lúgubremente.
—Y los libros volaron. —Sharey estaba a punto de echarse a llorar.
Poco después, los camilleros de la ambulancia sacaron dos montones de carne carbonizada.
—Ahí va una de las mujeres más guapas que he conocido jamás —suspiró Carrigan.
—Y un tonto que se dejó influir por sus ojos lindos —masculló Sharey, dominando difícilmente su rabia.
—¿Nos quedaremos a ver el resultado de la autopsia? —sugirió el inspector.
Sharey se encogió de hombros.
—No tengo ninguna prisa en volver —confesó.
Carrigan dio una orden a Santorio.
—Hable con San Francisco y vea qué novedades se han producido en nuestra ausencia.
—Sí, señor.
Los dos hombres marcharon tras la ambulancia. Carrigan habló con el jefe de policía de Del Monte y éste, a la vista de la importancia del caso, hizo que el forense acelerase los trámites. A pesar de todo hubieron de pasar varias horas antes de que el médico policial tuviera el resultado de su autopsia.
Mientras tanto, los agentes de San Francisco habían obtenido algunos datos. Santorio los recogió por teléfono y se los traspasó al inspector.
—Rico Ricci salió de su casa a las cinco de la mañana, acompañado de Canillo y Sangani, en dirección al sur. Regresó poco antes del mediodía.
Carrigan se frotó la mandíbula.
—¿Qué diablos habrá hecho ese pajarraco fuera de la ciudad? —masculló entre dientes.
—¿Habrá ido a buscar los libros? —sugirió Sharey, esperanzado.
—Tal vez —opinó el inspector—. De todas formas, cuando regresemos nosotros a San Francisco, tendré mucho gusto en platicar con él un buen rato.
El informe de la autopsia llegó por fin.
—Los restos hallados corresponden a dos personas del sexo masculino —dijo el forense sucintamente—. Ambos murieron previamente por heridas de bala. Uno de los cadáveres era un sujeto de unos cincuenta años; el otro era un hombre de treinta y tantos, los dos de raza blanca…
Carrigan y Sharey se miraron, maravillados.
—¡No son ellos! —exclamó el primero, alborozadamente.
—Pero tienen los libros —dijo el federal—. Y, además, cometieron un doble homicidio.
Carrigan asintió.
—Sí. —Apretó los labios—. Estaba dispuesto a creer que Maisie no había matado a Hays, pero ahora ya no puedo dudar de que se ha convertido en una mujer ávida de derramar sangre.
—Supongo que emitirá un boletín para que la busquen por todas partes —dijo el federal.
—Desde luego —contestó Carrigan—. Y esta vez no me dejaré engañar por sus protestas de inocencia. Pero —dijo con gesto preocupado—, ¿a quién diablos mataron?
—El diablo lo sabe —contestó Sharey, malhumoradamente.
* * *
Fred Barrows detuvo el automóvil delante de una casa de una sola planta, rodeada de jardín, y echó el freno de mano.
—Aquí vive mi hermana —dijo.
Maisie contempló el edificio, en silencio, durante unos momentos.
—Es una casa muy bonita —elogió.
—Dígaselo a ella —sonrió Barrows. Lanzó un suspiro de satisfacción—: ¿Lo ha visto? Hemos pasado con toda facilidad por los puestos policíacos, sin que nadie se haya fijado en nosotros.
—Sí —contestó ella con sonrisa desvaída.
—Bueno, a casa. Descansaremos un rato y luego estableceremos un plan de ataque, ¿no le parece?
—Como quiera, Fred.
Se apearon del coche y cruzaron el jardín. Barrows tocó el timbre.
Una mujer alta y esbelta, de rostro agraciado, abrió la puerta, a poco.
—Ustedes dirán —habló al verles.
—¿Es usted la señora Poplar? —preguntó el joven, sonriendo—. Tengo el gusto de presentarle a una buena amiga, la señorita Jean, Maisie de nombre. En cuanto a mí, si mal no recuerdo, me llamo Frederick Barrows.
—¡Fred! —exclamó su hermana, alborozada—. Pero ¿qué demonios has hecho, que no te conocía? ¿Y tu pelo? ¿Por qué te lo has teñido?
—Calma, Anita, calma —sonrió Barrows—. Te lo explicaremos dentro de un rato, siempre que antes nos prometas a la señorita Jean y a mí, que puedes alojarnos unas horas o unos días, pues todavía no sabemos cuánto tiempo estaremos en tu casa.
—Claro, hombre, claro; eso ni se pregunta siquiera. Entren, por favor; no se queden en la puerta. —Anita Poplar miró a la muchacha—. Su cara me parece conocida, señorita Jean —observó.
—Estos días se ha hecho bastante popular —contestó su hermano—. ¿Dónde están tu marido y los chicos?
—Shane está trabajando, y los chicos en el colegio. Todos volverán entre cinco y seis de la tarde. ¿Les preparo una taza de café? —sugirió Anita.
—Desde luego. Enséñale el baño a Maisie. Yo voy a traer nuestros equipajes del auto.
—Muy bien. Venga conmigo, señorita Jean.
—Muchas gracias, señora Poplar —contestó la muchacha.
Barrows entró la bolsa de la muchacha, así como las dos maletas que pertenecían una a cada uno. Maisie salió enseguida, casi al mismo tiempo que la hermana del joven.
—Su cara me es conocida, señorita Jean —insistió Anita—. ¿No nos hemos visto antes en alguna parte?
—Tú, a ella, tal vez; ella, a ti, no —dijo Barrows—. Has visto a Maisie en los periódicos acusada de ladrona y asesina.
Los ojos de Anita se desorbitaron.
—¡Claro! ¡Ahora me acuerdo! ¡Ésta es la chica apodada «La Rata», que tanto ruido ha armado estos días en los periódicos!
El rostro de Maisie se contrajo súbitamente. Anita lo advirtió, y se detuvo, súbitamente consternada.
—Me parece que he metido la pata, Fred.
—Un poco —convino Barrows—. Llámala Maisie, como yo, y olvida su apodo.
Anita tomó las manos de la chica.
—Perdóneme, Maisie; lo dije sin querer.
—No tiene importancia —repuso ella tristemente—. Todo el mundo me llama así desde hace mucho tiempo.
—Estoy segura de que cuando mi hermano está a su lado, usted no es la ladrona y asesina de que hablaban los periódicos —manifestó Anita con vehemencia.
—Yo también —dijo el joven—, aunque he de confesar que en los primeros momentos llegué a creer en su culpabilidad. Pero la policía no ha levantado esa acusación, y nosotros tenemos que luchar contra ella.
—¿Cómo? ¿De qué manera? —preguntó Anita.
—Tienes que llamar a Tom y a Roy. Ellos son abogados, y podrán aconsejarnos. Maisie y yo tenemos que hacer una visita a un sujeto del que suponemos puede ser el asesino. Pero mientras no lo probemos, Maisie continuará siendo la culpable, a los ojos de la policía. —Barrows giró hacia la muchacha—. Tom y Roy son mis otros dos hermanos.
Ella asintió con la cabeza.
—Se trata de un asunto bastante serio —añadió Barrows, mirando a su hermana—. Necesitaremos toda la cooperación que puedan prestarnos en materia legal.
—Lo harán —aseguró Anita. Miró a Maisie—. Una chica con esa cara no puede ser una asesina.
Maisie sonrió débilmente.
—Muchas gracias, señora.
—Es la verdad —afirmó la hermana de Fred Barrows—. Pero llámeme Anita, así de sencillo. Ahora, perdónenme los dos; voy a ver si localizo a Tom y a Roy.
Barrows y Maisie quedaron solos.
—¿Qué le parece el primer ejemplar de mi familia que ha conocido? —preguntó él.
—Muy guapa, pero más buena todavía —dijo Maisie, con la voz quebrada.
—Los Barrows hemos estado siempre muy unidos. Siempre nos defendimos unos a otros, en cualquier ocasión que uno de nosotros pudo necesitar ayuda de los demás. Shane Poplar, el esposo de Anita, es de la misma forma de pensar. También nos ayudará, créame. Aunque lo principal hemos de hacerlo nosotros dos.
—Sí, Fred —convino ella con voz neutra.
—A la noche, después de discutir con mis hermanos lo que se debe hacer, en el aspecto legal, iremos a visitar a Andy Seagham. Usted sabe dónde vive, ¿no es cierto?
—Sí.
—Entonces, no se hable más, Maisie. ¿Café otra vez?
Ella no contestó. Poniéndose en pie, se paseó por la estancia, sobriamente amueblada, pero con gran gusto. Por encima de todo, sin embargo, sobre cualquier mueble o detalle ornamental, lo que más destacaba era el ambiente marcadamente hogareño, que caracterizaba plenamente el interior de la casa.
Barrows la observó en silencio, dejándola hacer. Se dio cuenta de que Maisie estaba muy emocionada, cosa que se advertía fácilmente en los rápidos vaivenes de su esbelto seno. De pronto, la muchacha le volvió las espaldas y se quedó frente a uno de los grandes ventanales de la estancia.
El joven se percató de que ahora, los hombros de Maisie se movían de un modo anormal. Aplastó el cigarrillo que fumaba en un cenicero y se puso en pie.
—¿Qué le ocurre ahora? —preguntó suavemente, apoyando ambas manos en la parte alta de los brazos de la muchacha.
Maisie inspiró con fuerza.
—Es… la casa… usted, su hermana… Tuve un padre que me quería mucho, es cierto…, pero siempre viví en un ambiente completamente distinto —contestó ella con voz entrecortada—. Esta casa… representa lo que yo siempre deseé… y nunca pude conseguir. Un hogar feliz, un marido, unos hijos…
De repente se volvió, escondió la cara en el pecho del joven, y rompió a llorar convulsivamente.
Era una reacción lógica, y Barrows comprendió que debía permitir que Maisie se desahogase de aquella manera.