CAPÍTULO XI
Rico Ricci se paseó por la estancia, con un vaso medio lleno en la mano, mientras Canillo y Sangani le escuchaban atentamente.
—Choaney nos mencionó a «La Rata» —decía—. Hemos leído en la Prensa bastantes cosas de esa chica. Es fuerte, ágil y astuta; sólo una mujer como ella podía haber entrado en este piso por la ventana.
»Pero ¿por qué diablos tuvo que aliarse con un profesor imbécil, una rata de laboratorio? Y, sobre todo, ¿para qué quería ella esos libros? Estrictamente, a nosotros nos importan un rábano, a no ser por el dinero que puedan proporcionarnos. A Maisie Jean le interesaban y nos los quitó. ¿Por qué?, me pregunto.
Canillo y Sangani permanecieron silenciosos. Ricci tomó un nuevo trago y continuó sus paseos.
—Hemos averiguado bastantes cosas de la chica. Por ejemplo, que Hays anduvo detrás de ella bastante tiempo, y que, cuando fracasó en sus esfuerzos por conseguirla, le montó la trampa que la envió a la cárcel de Corona. Andy está bien enterado de ese asunto, puesto que es su profesor, digámoslo así; él le enseñó la mayoría, por no decir todos los trucos que sabe.
—Quizá haya ido ahora a ver a Seagham —apuntó Canillo.
Ricci meneó la cabeza.
—No. ¿Por qué había de hacerlo? Hace ya tiempo que no se ven. Andy lo ha dicho bien claro; toda la relación existente entre los dos, quedó cortada en cuanto ella fue a parar a Corona. —Frunció el ceño—. La emplearon los federales, seguro, porque sabían que los libros estaban aquí, pero no tenían la seguridad plena que les permitiera obtener un mandamiento de registro. Así se cubrían las espaldas, en caso de que se denunciase el robo…
El timbre de la puerta sonó de pronto, interrumpiendo la peroración del «gángster». Canillo y Sangani metieron inmediatamente la mano en el interior de sus chaquetas.
Ricci movió la cabeza. Sangani se dirigió hacia la puerta, en tanto que Canillo quedaba en el centro de la estancia, listo para sacar la pistola inmediatamente.
Un segundo más tarde, Sangani se volvía hacia su jefe, con expresión de pánico.
—¡Es el inspector Carrigan!
Ricci se quedó perplejo un instante, pero reaccionó enseguida.
—Calma, muchachos —aconsejó—. No perdáis los nervios; dejadme hablar a mí con el polizonte. Anda, abre, Sangani.
El pistolero abrió la puerta. Carrigan entró, seguido del federal.
—Hola, Ricci —saludó secamente.
—¿Qué tal, inspector? —contestó el «gángster» en tono cortés.
—Éste es el agente Sharey, de la F. B. I. —presentó Carrigan.
—Encantado, señor Sharey —dijo Ricci—. ¿En qué puedo servirles? ¿Una copa?
—Gracias. No bebemos —replicó Sharey por los dos.
—A su gusto, caballeros. Tomen asiento, por favor.
—De ti no tomaría yo, si pudiera, ni el aire que hay en esta habitación —declaró Carrigan ofensivamente—. Mis hombres te han visto salir a las cinco de la madrugada hacia el sur y regresar poco antes del mediodía. ¿A dónde fuiste con tus gorilas?
—Teníamos ganas de darnos un baño de madrugada —contestó Ricci con desparpajo—. Los baños al amanecer son más deliciosos aún que a mediodía. Supongo —añadió con fingida ansiedad—, que un ciudadano honrado no tendrá prohibido…
—Si tú eres honrado, yo soy un lama del Tíbet —le atajó Carrigan sarcásticamente—. Tengo que hacerte unas preguntas, Ricci.
El «gángster» se encogió de hombros.
—Supongo que no puedo evitarlo.
—No. No puedes evitarlo. ¿Quién te vendió las joyas de la señora Van Thoren?
—¿Qué joyas? —preguntó Ricci.
—No te hagas el distraído. Las tenías tú aquí, con los libros que robasteis a aquel sujeto…, del que mejor será no hablar por ahora. ¿Fue Hays el que te las vendió?
—Me niego a contestar. No sé nada de joyas, inspector.
Carrigan le miró aviesamente.
—¿Te parecería bien que probásemos que tu coartada fue falsa y que asesinaste a Hays?
Una burlona sonrisa se formó en los labios del rufián.
—Inténtelo. Docenas de personas me vieron aquella noche. Se cubrirá usted de ridículo si me echa a mí las culpas de lo que hizo cierta zorra, cuyo nombre ha sido profusamente aireado en los periódicos de los días pasados.
—Docenas de testigos falsos, dirás mejor —exclamó Carrigan. Le apuntó con el dedo índice—. Ricci, te crees muy listo, pero el mejor día te encontrarás con que el agua te llega más arriba de la coronilla.
Y nadie levantará un solo dedo para salvarte.
—Ya tengo los suficientes años para no pedir ayuda a nadie, inspector —contestó en tono desafiante.
—Eso es lo que te crees tú —dijo Carrigan—. Cuando llegaste a Del Monte, a la cabaña del profesor Barrows, te encontraste allí a dos cadáveres. ¿Quiénes eran? ¿Los conocías?
—No. Jamás los había visto en mi vida —mintió Ricci.
Carrigan sonrió.
—De modo que viste los cuerpos antes de que el fuego los carbonizara, ¿eh?
Ricci soltó una maldición al darse cuenta del error que había cometido.
Canillo y Sangani le miraron, atónitos. El inspector estaba demostrando ser más listo de lo que ellos mismos creían.
Ricci trató de enmendar el resbalón:
—La cabaña ardía ya. Los cadáveres estaban en el laboratorio. Había muchas sustancias inflamables. ¿Cómo diablos pretende que entrase allí a salvar a unos desconocidos? —exclamó, de mal humor.
—¿Pudiste ver que no eran conocidos tuyos desde fuera y a través de las llamas? ¿Te diste cuenta también de que estaban muertos? ¿Avisaste a los bomberos de Del Monte? Esos dos tipos fueron a Del Monte en un coche, es lógico suponerlo. ¿Qué hiciste del coche? ¿Lo arrojaste al mar por un acantilado?
Ricci empezó a perder la serenidad.
—Escuche, inspector —gritó furiosamente—, si trata de achacarme esas dos muertes…
—Tratamos únicamente de hallar unos libros que son vitales para la seguridad nacional, y que tú robaste para obtener una buena suma por ellos. Las demás muertes que se han cometido, son simplemente una secuela del robo de esos cuadernos. El Tío Sam no bromea con ciertas cosas, Ricci, te lo aseguro, así que ándate con cuidado. Ahora nos vamos, pero te convendrá mejor hablar antes de que sea demasiado tarde…, porque cuando quieras darte cuenta, las píldoras de cianuro estarán cayendo en el balde que contiene el ácido sulfúrico en la cámara de gas… ¡y tú estarás sentado encima de ese balde! ¡Vámonos, Sharey!
Los dos hombres salieron de la estancia. Una vez fuera, Sharey dijo:
—Le ha metido el miedo en el cuerpo, inspector.
Carrigan sonrió.
—Eso es, precisamente, lo que pretendía. Ha admitido que vio los cadáveres, lo cual significa que llegó a la cabaña del profesor antes de que se produjera el incendio, por lo menos.
—¿Y si fue él? —apuntó el federal.
Carrigan le miró pestañeando.
—¿Por qué había de liquidar a aquellos dos sujetos? —preguntó.
—¿Por qué estaban allí? —dijo Sharey.
Carrigan encendió la pipa, con gesto de preocupación.
—Ahora, Ricci está amedrentado. El siguiente paso lo tiene que dar él. Lo tendremos vigilado discretamente en todo momento.
—Se dará cuenta. Es un tipo astuto —objetó Sharey.
—Yo lo soy más —sonrió el inspector—. Mis hombres estarán lejos de la puerta, pero manteniéndola a la vista en todo momento. Usarán prismáticos, y tendré un enlace permanente de radio. Ricci tiene que ir a buscar los libros, no me cabe la menor duda.
—Sí, pero ¿a dónde? —quiso saber el federal.
—También a mí me gustaría saberlo —respondió Carrigan, meditabundo—. No obstante, y aunque nosotros sigamos investigando, por nuestra parte, dejemos que «El Toro» investigue por su lado. Tal vez nos conduzca al lugar deseado.
—¡Ojalá sea así! —suspiró Sharey, no muy convencido.
* * *
Fue preciso que transcurrieran sus buenos diez minutos antes de que a Rico Ricci se le pasara el acceso de rabia que le había provocado la visita de los policías. Luego, diciéndose que las palabrotas y los puntapiés a los muebles no resolvían nada práctico, empezó a pensar en un medio de solucionar su no grata situación.
Lamentaba por un lado haberse metido en aquel embrollo, pero ya no podía hacer nada por evitarlo. Bueno, quizá con un poco de suerte…
—Los libros están en poder de «La Rata» —musitó, deteniéndose en el centro de la habitación, con un vaso lleno en una mano y un costoso cigarro en la otra—. Pero ¿dónde diablos está «La Rata»?
Canillo y Sangani permanecieron silenciosos.
—Esa chica —siguió Ricci— debe tener, indudablemente, un buen escondite. Quizá el mismo que utilizaba antes de ser encarcelada, una vez había terminado una de sus operaciones. —Sus ojos brillaron de pronto—. En tal caso sólo hay un hombre que pueda conocer ese escondite.
—Andy Seagham —exclamó Canillo.
Ricci hizo chasquear sus dedos.
—Justamente, el mismo —concordó con expresión satisfecha—. Iremos a verle, y le arrancaremos a la fuerza ese escondite. —Consultó el reloj—. Todavía es un poco pronto, sin embargo. Y, además, hay otro inconveniente.
—¿Cuál, jefe? —preguntaron los esbirros, a un tiempo.
—El inspector Carrigan. Seguro que ha dejado unos cuantos polizontes vigilando la casa. Seguirán nuestros pasos y…
Dio un par de vueltas en torno a la estancia.
—Éste es un problema que hemos de resolver —murmuró. De súbito, se le ocurrió una idea—. Canillo, Sangani, salid los dos y explorad el terreno. Canillo comprará algunos periódicos y revistas, para justificar su salida. Tú, Sangani, saldrás media hora más tarde y adquirirás un par de botellas de whisky y cigarros. Mirad bien por todas partes y, sobre todo, desconfiad de los sujetos parados junto a una pared, que fingen leer un periódico. ¿Estamos?
Sonaron dos gruñidos de asentimiento.
—Una vez que hayáis vuelto, nos iremos por la noche por la puerta trasera del edificio, la que da al parque de la colina. Caminaremos a pie un rato y luego tomaremos un taxi, que nos llevará a la puerta de Lou Linazzo, quien nos tendrá ya preparado un coche. El nuestro debe seguir en el garaje del edificio, para despistar a la «bofia».
Sonrió torvamente.
—Así podremos ver a Seagham tranquilamente, sin necesidad de testigos —concluyó, sumamente satisfecho de la idea que se le había ocurrido.