CAPITULOIX

Desde el lugar en que se hallaban, Thuiver y la muchacha pudieron ver sin dificultades el jolgorio de los piratas, enormemente satisfechos por el éxito obtenido en el combate. Thuiver se dijo que aquel sitio no era bueno para permanecer mucho rato.

—Hemos de escondernos, Zelpha —murmuró.

Ella asintió. Pasados unos minutos, los piratas desaparecieron de su vista. Entonces, Thuiver corrió a buscar la plataforma. Había visto no lejos de allí una pequeña vaguada, que corría en sentido paralelo al eje mayor del poblado, y decidió que allí podrían esconderse durante el resto del día.

—¿Por qué? —preguntó Zelpha, cuando estuvieron en lugar seguro.

—Es bien sencillo: no puedo hacer nada hasta la noche.

—¿Tienes algún plan?

—Desarmar a los piratas.

—Así de sencillo, ¿verdad?—dijo ella cáusticamente.

—No es tan difícil como parece. Conozco un poco a esos tipos y me imagino lo que sucederá durante la noche.

—Estarán borrachos...

—Por supuesto, habrá un par de centinelas, pero no creo que me resulte difícil eliminarlos.

—Las pistolas electrocutantes son grandes y pesadas... No podrás cargar con una docena...

—Es que no pienso quitárselas —dijo Thuiver sorprendentemente.

—No comprendo, Arne. ¿Por qué no te explicas claro de una vez?

—Las pistolas electrocutantes no son nada si se les quita el circuito de carga. ¿Sabes tú cómo funciona una de esas pistolas?

—Bien, emite descargas eléctricas, de gran intensidad...

—La palabra descarga es todo lo contrario de carga... Descargar una cosa es quitarla de un sitio donde ha sido previamente cargada, en este caso, energía eléctrica. Las pistolas electrocutantes consiguen su energía del sol o de una estrella similar. Sin el circuito de carga, sólo son un objeto de metal, útil como pisapapeles.

—Arne, recuerda, son doce pistolas —dijo ella.

—Lo sé. Por eso tenemos que aguardar hasta la noche.

Habían elegido para esconderse el lugar más frondoso de la vaguada, por cuyo centro corría un arroyo de aguas rápidas y cristalinas. Thuiver y la muchacha saciaron su sed por turnos y luego quedaron ocultos por los ramajes que, al mismo tiempo, les proporcionaban grata protección contra los rayos solares.

. Una hora más tarde, presenciaron un singular espectáculo,

Un numeroso grupo de personas de ambos sexos, todos ellos jóvenes y bien parecidos, bajaron por la pendiente hasta llegar al arroyo, escoltados por media docena de piratas, armados con sus pistolas electrocutantes. Una vez en el arroyo, se pusieron a trabajar, realizando una labor extraña para los dos ocultos observadores.

Thuiver y la muchacha contemplaban la escena en silencio, casi sin respirar. Los piratas, además de sus pistolas, llevaban también látigos hechos con fibras vegetales trenzadas. De cuando en cuando chasqueaba uno de los látigos y se oía un grito de dolor.

—Pero ¿qué están haciendo? —dijo Zelpha al cabo de un buen rato, intrigada por la labor de los nativos, que le resultaba absolutamente incomprensible.

—Silencio —pidió él imperativamente—. Si esos forajidos supieran que estamos aquí, nos matarían en el acto.

Al cabo de casi una hora de trabajo, uno de los nativos salió del arroyo con una bolsita de tela en las manos. Raschid se apoderó de la bolsita y, para contemplar mejor su contenido, la volcó en el suelo.

Zelpha se quedó atónita. La sorpresa de Thuiver no fue menor.

—Dios mío, oro... —murmuró el joven.

Raschid lanzó una alegre carcajada y devolvió la bolsa al nativo, a la vez que hacía un ademán.

—Sigue, anda.

El trabajo de los nativos duró hasta el anochecer. Entonces, los piratas reunieron todo el oro conseguido durante la jornada y lo colocaron sobre unas rústicas angarillas, que dos de los cautivos habían traído de la aldea. Thuiver, pasmado de asombro, vio un fenomenal montón de oro, cuyo peso, no bajaba de los trescientos kilos.

Las angarillas eran lo suficientemente largas para poder ser transportadas por diez prisioneros, en dos filas de a cinco. En pocos momentos, guardianes y prisioneros desaparecieron de la vista de los dos jóvenes.

—Es fantástico —dijo la muchacha—. Nunca me hubiera imaginado una cosa semejante... Billie y los suyos se harán ricos...

—Más que ricos: riquísimos —puntualizó Thuiver—. ¿Y sabes por qué?

—No, aunque, de todos modos, pienso que si se tratase de piedras preciosas, su beneficio' sería infinitamente superior.

—No tanto como crees —dijo el joven—. Hace ya más de cien años que todos los yacimientos auríferos de la Tierra quedaron completamente exhaustos. Las minas siberianas, las de Sudáfrica, las de Sinkiang, en China... todos esos yacimientos, pese a los esfuerzos realizados por encontrar nuevas vetas de mineral, quedaron absolutamente agotados. Cuando falta una cosa, su valor aumenta de inmediato, y el precio es tanto mayor, cuanto más escasea.

»E1 precio actual del oro está en treinta U.M.T., el gramo, y es un precio oficial, digamos para el intercambio comercial. Si se trata de un intercambio privado, el precio puede ser casi el doble... pero, en fin, dejemos esto y atengámonos al precio oficial. Bien, aunque Billie y los suyos regresaran a la Tierra con una tonelada de oro, tendríamos un beneficio global de treinta millones de U.M.T. Y eso, suponiendo que se lo vendieran al gobierno, si lo venden a particulares, pueden casi duplicar el beneficio.

—Deben de tener más de una tonelada —dijo la chica—, Arne, por el amor de Dios, en una jornada no completa de trabajo, han recogido dos o trescientos kilos de oro. ¡Y llevan ahí más de una semana!

—Esa es otra de las cosas que me preocupan —dijo Thuiver.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Billie y los suyos, evidentemente, llegaron aquí a través de la puerta espacial de tu nave. Encontraron este poblado... y se quedaron y no han hecho nada por regresar a la Tierra. Confidencialmente, si yo estuviese en su lugar y tuviese ya un par de toneladas de oro, no me quedaría aquí un minuto más.

—Tú no eres como Billie —dijo Zelpha.

—Afortunadamente —sonrió él—. Pero, como has podido apreciar, Sulykix sigue acumulando motivos para su acusación que formulará contra Spathix, cuando se celebre el próximo Gran Consejo. ¿En qué situación quedará tu gobierno? ¿Qué sanciones le serán impuestas por el quebrantamiento del tratado?

—Nosotros somos inocentes...

—En teoría, sí; pero no en la práctica. Han muerto muchas personas inocentes y alguien tiene que pagarlo.

—Los piratas —dijo Zelpha con voz tensa.

—Y los culpables de que hayan podido llegar hasta aquí.

Hubo un momento de silencio. Ya era casi de noche.

Zelpha fue la primera en hablar.

—Si pudiéramos ir hasta la puerta espacial... Resphol-Tun tiene que saber lo que sucede...

—Para usar esa puerta espacial, debemos volver a la capital y, créeme, Sulykix la tendrá bien vigilada. Antes, sin embargo, quiero hacer otra cosa: descargar las pistolas electrocutantes.

—No te resultará fácil —avisó ella.

—Nunca esperé que lo fuese —respondió Thuiver. Lanzó una mirada al cielo—. Será mejor que durmamos un poco,

hay tiempo de sobra hasta después de la media noche. Por cierto, ¿tienes hambre?

—Un poco, aunque me parece haber visto vides silvestres...

—Aguanta hasta ,1a media noche —aconsejó él.

***

Un par de racimos de uvas silvestres, de granos gruesos, jugosos y azucarados, hicieron prodigios en sus organismos, en ayunas durante más de veinticuatro horas. La ligera sensación de debilidad desapareció en pocos momentos. Así reconfortados, emprendieron la marcha hacia la aldea.

Unos minutos más tarde, alcanzaban las primeras casas. Con gran cautela, Thuiver y la muchacha caminaron, pegados a los muros, hasta que, de repente, vieron a un hombre sentado sobre un banco de piedra.

El banco estaba adosado a la pared de una de las casas. Thuiver dio la vuelta completa y sorprendiendo al sujeto por detrás, le puso la punta de su cuchillo en la garganta.

—Un solo grito y eres hombre muerto —dijo en voz baja. Con la mano izquierda, agarraba los cabellos del sujeto, echando hacia atrás su cabeza, a fin de acentuar así la sensación de amenaza—. Zelpha.

La muchacha apareció en el acto y se apoderó de la pistola electrocutante, el pirata se mantenía absolutamente inmóvil. Su frente estaba inundada de sudor.

—¿Hay más centinelas? —preguntó Thuiver.

—Otro... en el extremo opuesto...

—¿Dónde se aloja Billie?

—En la casa principal... Está en el centro del poblado...

—Muy bien.

Thuiver guardó el cuchillo Entonces, el pirata se puso en pie, dispuesto a atacar, pero Thuiver le golpeó duramente en la mandíbula, dejándolo sin sentido. Luego, con tiras hechas de su propia ropa, lo ató y amordazó, llevándolo a continuación hasta un lugar donde no pudiera ser encontrado fácilmente.

—Vamos, a por el otro.

El segundo centinela fue sorprendido también sin dificultades. Antes de perder el conocimiento, Thuiver consiguió sonsacarle la situación de sus compinches. Todos ellos, sin excepción, debían estar medio borrachos y bien acompañados.

A continuación, Thuiver y Zelpha se encaminaron hacia la residencia de la Tuerta. Billie se alojaba en una casa de excelente apariencia, situada en el centro de la aglomeración urbana. Dada la idiosincrasia de los nativos de Erydix, las puertas servían más que nada para ocultar la intimidad de los ocupantes de una casa y no como obstáculo contra los ladrones.

De pronto, cuando ya avistaban la casa donde residía Billie, vieron llegar una plataforma volante.

***

El aparato descendió silenciosamente y se posó ante la entrada de la casa. Estaba tripulado solamente por un hombre, el cual se apeó de inmediato y entró en la casa, sin molestarse en llamar. Thuiver y la muchacha, llenos de perplejidad, cambiaron una mirada.

—Me ha parecido... —susurró ella.

—A mí también me lo ha parecido —convino Thuiver—. ¿Por qué no lo comprobamos?

Zelpha asintió. Corriendo en silencio, alcanzaron la casa y se situaron junto a la puerta. Thuiver la hizo girar un poco, con infinito cuidado. Entonces oyó un diálogo:

—Has tardado mucho —dijo el recién llegado.

—No he podido hacerlo antes —contestó Billie displicentemente.

—Me gustaría creerte...

—A mí no me importa lo que creas o dejes de creer . Yo y mis hombres estamos aquí y hemos hecho lo que querías. ¿O no ha sido así?

—Desde luego, pero, aún así, me parece poco...

—¡Caramba, hemos causado más de cien bajas... y te parece poco! ¿Qué hemos de hacer, pues, para que te quedes contento?

—Actuar de la misma forma por segunda vez.

—¿Otro ataque?

—Sí.

—Sulykix, se hará como quieres, pero luego te exigiré el cumplimiento del pacto. No trates de engañarme, te costaría muy caro.

—No habrá engaño. Cuando todo haya terminado, ven con tus hombres, mañana a estas horas. Te situaré ante la puerta espacial. ¿Suficiente?

—¿Adónde nos llevará esa puerta espacial?

—La orientaré hacia la nave de Spathix.

—De acuerdo. ¿A qué hora empezará el ataque?

—A mediodía. Vendrán trescientos soldados.

—Muy bien.

Thuiver presintió que la conversación tocaba a su fin y se aparto de la puerta. Agarró de la mano a Zelpha y tiró de ella, para esconderse al otro lado de la casa.

Sulykix se marchó a los pocos momentos. Zelpha se sentía abrumada.

—No puedo creer que haya gentes con esos sentimientos...

—Existen y acabas de tener una prueba —dijo él ceñudamente—. Bajo su apariencia de hombre recto e íntegro, Sulykix ha demostrado ser un traidor de cuerpo entero, aunque lo cierto es que no tengo la menor idea de cuáles son los motivos que puedan impulsarlo a actuar de esa forma.

—Una cosa es segura, Arne. Sulykix y Billie se conocían, y este plan estaba tramado desde hacía mucho tiempo, tal vez años. Si pudiéramos obligarla a que nos contase la verdad...

—Perderíamos el tiempo. Yo tengo otra idea mejor.

—¿Cuál, Arne?

—Ahora lo sabrás.

* * *

Por la mañana, Billie se enteró de la incursión realizada por Thuiver. El hecho la preocupó notablemente, por cuanto sabía que el joven había conseguido escapar de su encierro. Los dos centinelas habían sido liberados más tarde por el propio Thuiver, quien sólo se había llevado una de las pistolas electrocutantes.

—Deberíamos explorar los alrededores —propuso Tsugareff—. Seguramente, está escondido en las inmediaciones.

—No. A Thuiver le interesa volver a la Tierra y allí resultará inofensivo para nosotros. Si se ha llevado una pistola, es porque estaba desarmado y necesita amedrentar a los centinelas de la puerta espacial. Pero eso no es obstáculo para nuestros planes. Incluso podemos permitirle que se largue con viento fresco.

—Si tú lo dices... —masculló Tsugareff, no demasiado convencido, a pesar de todo.

—Tranquilo, muchacho —dijo Billie con aire de suficiencia—. Todo saldrá como lo hemos planeado. ¿Te imaginas el producto que le podemos sacar a media docena de toneladas de oro, cuando es ya un metal prácticamente agotado en nuestro planeta?

Tsugareff soltó una risita.

—La verdad es que nunca me hubiese imaginado que pudiéramos volver con un botín tan sustancioso. —De pronto, se volvió hacia la Tuerta—. Billie —exclamó—, ¿quién diablos té mencionó a ti la puerta espacial?

—Lo sabía hacía tiempo —respondió ella evasivamente—. Pero no sabía qué forma tenían, ni cómo se utilizaban... ni tampoco dónde están emplazadas.

—Y ahora sí lo sabes.

—Sé lo suficiente para poder volver a la Tierra convertidos todos en unos potentados. Los diez millones que ofrecía la Fundación Habbalon serán una minucia comparado con lo que podemos obtener de la venta del oro.

—Está a treinta U.M.T., el gramo... y tú calculas seis toneladas...

-Seis millones de gramos, lo que representan ciento ochenta millones de unidades de moneda terrestre –puntualizó Billie.

Tsugareff bizqueó deliberadamente. Billie se echó a reír. -No te quepa la menor duda: ya eres un Creso -exclamó a la vez que palmeaba con fuerza sus espaldas.