CAPITULOVIII

—No tengo noticias de que hayan desembarcado forasteros en nuestro planeta —dijo Sulykix, jefe del gobierno de Erydix.

—Nosotros sabemos que es cierto —manifestó Zelpha, que era la que llevaba la voz cantante—. Deja que los busquemos; podemos encontrarlos...

Sulykix alzó una mano.

—Esos hombres han roto el pacto establecido hace ciento veinte años entre los dos gobiernos. Me quejaré al Gran Consejo.

—Tienes toda la razón, aunque insisto en que nos permitas buscarlos.

—No.

Hubo un momento de silencio. Thuiver fue el primero en hablar.

—Pero ¿por qué? Te garantizamos que acabaremos con el conflicto...

Sulykix hizo un movimiento con la cabeza.

—No admito que nadie intervenga en los asuntos internos de nuestro planeta —dijo fríamente—. Y tampoco reconozco el sello que vuestro gobierno os ha otorgado para acreditaros como embajadores. Vivíamos en paz y vuestra llegada ha venido a turbar nuestro género de vida. Por tanto, os retendré prisioneros, hasta que se haya celebrado el Gran Consejo y exponga allí mis quejas.

—Pero faltan seis meses —alegó Zelpha desesperadamente.

—¿Crees que no lo sé? —se burló Sulykix—. Una vez haya expuesto mis quejas, quedaré en libertad para hacer que seáis juzgados.

—Hay una docena de criminales sueltos en este planeta —alegó Thuiver.

—Los encontraremos.

—Están armados.

—Me lo imagino. Pero vuestra presencia aquí es signo indudable de la codicia del gobierno de Spathix.

—¿Cómo? —respingó el terrestre.

—Si ese gobierno no hubiese decidido traficar con tu planeta, no se habrían producido ciertos sucesos nada agradables para nosotros. Erydix no tiene la culpa de cosas que hacen gentes de otros planetas... pero tampoco está dispuesto a permitir que nuestra paz se turbe por acciones ajenas. He dicho.

Casi en el acto, entraron cuatro hombres armados con largas lanzas, de afiladas hojas de metal.

—No usamos las lanzas entre nosotros —añadió Sulykix sardónicamente.

Y antes de que Thuiver y la joven, aturdidos, pudieran formular la menor objeción, se vieron encerrados en un sombrío calabozo, alumbrado únicamente por la luz que penetraba a través de una ventana situada a ras del suelo exterior.

Zelpha, desmoralizada, se dejó caer en el suelo y rompió a llorar amargamente. Thuiver, pasados los primeros momentos de indignación, empezó a pensar en las posibilidades de una fuga.

Lo primero que hizo fue examinar su encierro. Era una celda de forma cúbica, con un par de jergones en el suelo, nuevos, lo que le dijo que la sentencia estaba dictada de antemano, y un cubículo en uno de sus ángulos, por donde penetraba un hilillo de agua, que se perdía luego en un agujero de unos veinticinco centímetros de diámetro. Aquello era todo lo que tenían como cuarto de aseo. Por fortuna, la temperatura era benigna, lo que haría su estancia más soportable en aquella tétrica mazmorra.

La ventana tenía forma rectangular y medía unos cuarenta centímetros de alto por sesenta de ancho. Un grueso barrote de hierro la cruzaba en sentido longitudinal, lo que imposibilitaba la escapatoria por aquel punto.

A pesar de todo, Thuiver no se desesperaba. Encontraría algún medio de salir de su encierro.

Veinticuatro horas más tarde, había comprobado que la vigilancia era nula en la parte exterior. Al llegar la noche, sacó el cuchillo y empezó a rascar la parte del muro en que se hallaba empotrada la barra de acero.

Zelpha le miró asombrada.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.

Thuiver sonrió.

—Tu madre lo habrá echado en falta después del desayuno —contestó.

—Viniste armado, contraviniendo los acuerdos... —se indignó ella.

—Querida, yo no firmé ningún acuerdo. Al venir aquí, pensé que iba a luchar con la Tuerta y sus chicos. Conociendo a esa gente, no podía viajar con las manos desnudas y un sello que no nos ha servido para nada.

Inmediatamente, reanudó el trabajo. De cuando en cuando, se detenía para escuchar. Ahora ya sabía que la ventana daba a una especie de parque, por el que apenas si circulaban los nativos. Conocía bien el emplazamiento de la puerta espacial.

«Y si logro salir de aquí, los dejaré con un palmo de narices», se propuso.

***

Una semana más tarde, cuando la barra estaba ya a punto de salir de sus alvéolos, Thuiver oyó voces en el exterior.

Inmediatamente, suspendió los trabajos. Anochecía ya y por dicha razón había empezado temprano a rascar el muro, con la esperanza de quedar libre antes de amanecer. Una de las voces resultó pertenecer a Sulykix.

—Lo que acabas de decirme es grave, Errilin —decía el jefe del gobierno.

—Más que grave, señor. En Brartos carecen de aparatos voladores. El mensajero, que pudo escapar sin ser visto, tardó cuatro días en llegar hasta la capital. Los extranjeros se han apoderado del pueblo y tienen sometidos a sus habitantes a las más abyectas vejaciones. Algunos se resistieron y fueron muertos por unas armas misteriosas que carbonizan a las personas instantáneamente. Los demás son empleados como esclavos en la obtención de ese metal amarillo que tanto abunda en los arroyos de la comarca. Las mujeres jóvenes sirven para el placer de los extranjeros, capitaneados por una mujer que es una harpía. Todas las noches, exige que se lleve a su cámara un hombre joven y robusto. Si no la satisface como ella desea, ordena que le den de latigazos...

—Cortaremos en el acto ese abuso, Errilin —aseguró Sulykix—. Ahora mismo voy a convocar a los ministros. Será preciso que enviemos un nutrido contingente de soldados.

—Sí, señor.

Los dos hombres se alejaron. En la penumbra de su encierro, Thuiver y la muchacha intercambiaron una mirada.

—¿Has oído? —dijo él.

Zelpha asintió.

—Billie y los suyos se portan exactamente como esperábamos. —Se retorció las manos—. Oh, esto va a producir un conflicto de incalculables consecuencias... Spathix puede ser excluido de la Federación... Nadie comerciaría con nosotros; bloquearían nuestras naves...

—Quizá se arregle la cosa si podemos intervenir a tiempo. ¿Has oído el nombre del pueblo?

—Sí, Brartos... pero no sé dónde está...

—Ya lo averiguaremos.

Thuiver continuó con su trabajo, ahora sin darse un punto de reposo. Poco después de la media noche, hizo su último esfuerzo y la barra de metal saltó de sus alvéolos.

Inmediatamente, sacó medio cuerpo fuera. Se arrastró un poco y consiguió salir por completo al exterior. Luego se volvió para ayudar a la muchacha.

—Debiéramos volvernos a Spathix —dijo ella—. Es preciso que sepan lo que ocurre...

—¡No! Nosotros somos los culpables del conflicto. Por tanto, nos corresponde solucionarlo.

—Pero no tenemos armas, ni medios para desplazarnos hasta Brartos. El mensajero tardó cuatro días y eso que debió de usar un caballo.

—La distancia, por tanto, deben de ser unos doscientos kilómetros. No es demasiado. Ven, sígueme.

Thuiver agarró la mano de la muchacha. Un poco más adelante, divisaron un numeroso grupo de nativos, todos ellos armados con lanzas. Alguien daba órdenes con inusitada rapidez. A la luz de los dos satélites que brillaban en el cielo de Erydix, pudieron ver numerosas plataformas volantes que se ponían en movimiento sucesivamente.

Cada una de las plataformas estaba ocupada por dos soldados. Thuiver adivinó que ya habían partido muchas más. ¿Pensaban aquellos infelices derrotar a una docena de feroces piratas sólo con sus lanzas?

Las pistolas electrocutantes causarían estragos entre ellos. Sulykix enviaba a sus hombres a la muerte.

Thuiver aguardó, oculto tras unos arbustos. Cuando vio que sólo quedaba una plataforma volante, saltó hacia los nativos. El primero cayó al suelo sin sentido instantáneamente, a causa del puñetazo que le había asestado en la sien derecha. El otro oyó ruido y se volvió. Thuiver usó el puño de nuevo, ahora dirigido contra el mentón del indígena. Cuando lo vio tendido en el suelo, agitó la mano.

—Ven, Zelpha.

Ella abandonó su escondite.

—Me siento aterrada... nos hemos escapado, has atacado a dos soldados de Sulykix...

—Si mi plan tiene éxito, hasta nos darán una condecoración. Vamos, deja de gimotear; tú conoces el manejo de estos aparatos, hemos de seguir a la formación atacante, aunque procurando no ser vistos...

—Sería mejor que nos llevásemos las lanzas. Si alguien mira hacia atrás y no las ve, podría recelar.

—Tienes razón, no había dado en ello.

Momentos después, la plataforma se ponía en movimiento. Zelpha hizo que el aparato ganase altura. No tardó en divisar lo lejos una espesa bandada de plataformas, que, en cerrada formación, se dirigían hacia el lugar conquistado por los terrestres.

Zelpha maniobró para situarse a una prudente distancia, de modo que, aun siendo vistos, no pudieran advertir la suplantación. La velocidad de aquellos aparatos, estimó Thuiver, no superaba los cuarenta kilómetros por hora.

Eran vehículos para gentes plácidas, enemigas de las prisas, se dijo. Y, por lo que podía ver, sólo se usaban en Erydix en caso de extrema necesidad.

El viaje duró casi cinco horas. Amanecía ya cuando la formación, compuesta por unos doscientos soldados, dio vista al pueblo invadido.

***

Thuiver había aprendido el manejo de la plataforma durante el trayecto. Cuando vio que la fuerza atacante se disponía a ejecutar el plan de combate, tomó los mandos y se desvió silenciosamente, hasta situarse al pie de un árbol de enorme copa.

—¿Por qué aquí? —se extrañó la muchacha.

—Ahora verás —respondió él.

Thuiver saltó al suelo y echó a correr hacia el poblado. En el mismo momento, doscientos soldados caían de las alturas a la velocidad máxima permitida por sus aparatos voladores.

Se oyó un agudo grito. Ocho o diez pistolas electrocutantes emitieron sus mortíferos rayos. Los nativos empezaron a caer de las plataformas, convertidos en masas carbonizadas, antes siquiera de que hubieran tenido tiempo de arrojar una sola lanza.

Era un ataque absurdo, disparatado. Algunas de las descargas alcanzaban directamente a las plataformas voladoras, provocando el estallido de sus generadores. Entonces, sus ocupantes eran lanzados fuera de la plataforma y acababan estrellándose contra el suelo.

Thuiver oyó también feroces risotadas. Era evidente que los piratas disfrutaban con aquel combate, viendo a sus atacantes caer como si fuesen moscas. Media docena de lanzas fueron arrojadas, pero a demasiada distancia, lo que les restó puntería y, por tanto, eficacia.

Al cabo de unos minutos, los atacantes se retiraron, para reagruparse a unos doscientos metros de altura, distancia más que suficiente para evitar los efectos de las pistolas electrocutantes. Thuiver apreció que los oficiales habían decidido deliberar acerca de un nuevo plan de ataque. No daría resultado, se dijo amargamente. Sobrevendría una nueva matanza.

Zelpha corrió para situarse a su lado.

—¿Qué es lo que están haciendo ahora?—preguntó.

—Posiblemente, celebran un consejo de guerra. Deben de estar estudiando la táctica del próximo ataque. ¡Mira, ahí vienen!

Los soldados de Sulykix cargaban de nuevo, ahora en una penetrante cuña, una especie de punta de lanza, con la que pretendían forzar la línea defensiva de los intrusos. Thuiver apreció de inmediato el error de aquella táctica, aparentemente llena de eficacia.

Los atacantes cargaban en formación de a dos, muy juntas las plataformas entre sí, y no sólo por las parejas, sino también por las que seguían a las dos primeras. Prácticamente, no había solución de continuidad entre los vehículos.

Lo que el comandante de la fuerza había querido hacer saltaba a la vista: un muro de lanzas, intraspasable para los defensores y, al mismo tiempo, mortíferamente ofensivo. Pero Billie y los suyos adivinaron en el acto la táctica de sus atacantes y decidieron combatirles a su manera.

Las primeras descargas fueron lanzadas al máximo de alcance de las pistolas electrocutantes, unos cien metros. Alcanzadas las dos plataformas que iban en vanguardia, sufrieron una brevísima detención, de fracciones de segundo, pero suficiente para que las que seguían detrás chocasen contra ellas con gran violencia. Sus pilotos perdieron el control y, volcar las plataformas, cayeron al vacío.

Lo mismo sucedió con gran parte de las que seguían en la formación. En menos de un minuto, cincuenta o sesenta hombres cayeron desde treinta metros de altura, estrellándose fatalmente contra el suelo.

Varias plataformas más fueron derribadas por el fuego de Billie y sus secuaces. Finalmente, los hombres de Sulykix, abatidos, desmoralizados, impotentes para convertir su ataque en una victoria, dieron media vuelta y emprendieron el regreso a sus cuarteles.

Desde su escondite, Thuiver y la muchacha presenciaron la amarga retirada. Aquel intento de reconquistar el pueblo capturado por los piratas había costado más de cien vidas humanas.

Sulykix, pensó el joven, iba a disponer de motivos más que sobrados para formular una grave acusación contra el gobierno de Spathix.