CAPITULO PRIMERO
La nave apareció inesperadamente, sin que nadie conociera su procedencia, y se estableció en una órbita fija sobre la Tierra, a unos 36.000 km. sobre la superficie y, aproximadamente, en la vertical de las Azores. Ciertamente, los poderosos radares habían detectado el vuelo de la astronave, pero todos los intentos de abordarla y de entablar comunicación con sus tripulantes resultaron inútiles.
Era un aparato colosal. Medía casi dos kilómetros de largo y en su punto máximo tenía unos setecientos metros de ancho. La forma era muy extraña; algunos decían que parecía un árbol caído, dibujado por un pintor cubista. El árbol tenía su tronco y las ramas rectas, lo que significaba que había un cuerpo principal, de sección rectangular en algunos puntos y hexagonal en otros, con largos salientes que semejaban el ramaje de aquel fantástico árbol.
Los numerosos exploradores del espacio que contemplaron la nave desde el exterior no pudieron ver la menor abertura. Si la había, y tenía que haberla a la fuerza, sostenían personas de probada competencia, era imposible encontrarla por los medios comunes.
Aunque en un principio se temió en una posible amenaza, procedente de alguna remota galaxia, el paso del tiempo, sin que sucediera nada, disipó aquellos temores. Sin embargo, el enigma persistía y la curiosidad de los científicos de la Tierra no se había extinguido. Pero la misteriosa nave resistió victoriosa a todos 'os intentos que se realizaron para penetrar en su interior.
Entonces fue cuando la Fundación Habbalon, una entidad dedicada al fomento de las artes y las ciencias, hizo imprimir y distribuir millones de pasquines con el siguiente texto:
¡RECOMPENSA! La Fundación Habbalon pagará la suma de 10.000.000 U.M.T. a la persona o personas que logren penetrar en la astronave Enigma Cósmico y abran, sin daños para ésta, el camino a los investigadores científicos.
NOTA: La suma ofrecida se entiende libre de impuestos, que correrán a cargo de la F.H.
Aquel anuncio tuvo la virtud de espolear a la gente, después de que, durante largos meses, la nave había dejado de ser ya objeto de curiosidad. Por primera vez, aquella astronave recibía un nombre serio —se le habían aplicado muchos, irónicos y disparatados en su mayoría—, y por otra parte, la recompensa ofrecida, libre de impuestos, era capaz de galvanizar a un difunto que se hubiera suicidado por no poder pagar sus deudas. Diez millones de Unidades Monetarias Terrestres, vulgarmente llamadas discos, no era una fruslería precisamente.
Por tanto, los aventureros se pusieron en marcha, a fin de ganar la recompensa ofrecida por la Fundación Habbalon. Pero, durante mucho meses, todos los esfuerzos para romper aquel enigma resultaron inútiles. Hubo quien habló de emplear una bomba atómica, para romper uno de los mamparos exteriores de la Enigma Cósmico, pero la idea fue desechada. Si la nave sufría daños irreparables, no habría recompensa.
Poco a poco, las tentativas fueron disminuyendo en número e intensidad y la Enigma Cósmico, pese a que continuaba inmutablemente en su órbita, fue pasando al olvido, hasta que nadie, o casi nadie, se acordó ya de ella.
***
El capitán Erlander, comandante de la astronave Dulce Anita, bramaba de rabia en su cámara, mientras la mujer que tenía frente a él sonreía perversamente.
—No tiene otra solución que firmar, capitán —dijo ella—. Cientos de pasajeros han sido testigos del salvamento. Su nave ha orbitado a la deriva durante días enteros, a causa de la avería en sus motores principales de propulsión. Nosotros le hemos salvado; no sólo le hemos dado remolque, para que volviese a la órbita perdida, sino que, además, hemos reparado la avería. Esto es un caso claro de salvamento y yo tengo derecho a la recompensa prescrita por las leyes.
—¡Un tercio del valor de la nave y de su cargamento!—exclamó Erlander, presa de un furor sin límites.
—Es la ley, capitán —dijo la mujer—. Yo no la inventé, ni estaba en el Parlamento ni discutí la ley con otros diputados.- Su nave se había desviado de la órbita y volaba derechita hacia Júpiter. Ahora órbita correctamente hacia la Tierra y se debe a nuestro esfuerzo. Firme, porque no le queda otro remedio y porque, hablando claramente, no está en situación de afrontar un pleito que perdería irremisiblemente.
Sobrevino un momento de silencio. Luego, Erlander agarró el papel que ella tenía en la mano, lo puso sobre la mesa y firmó violentamente.
—Ahí lo tiene —barbotó—. Y ojalá usted y sus piratas revienten en cuanto pongan el pie en la tierra firme.
La mujer se echó a reír.
—No reventaremos, descuide —contestó. Dobló el papel y lo guardó en el seno—. Su nave transporta, además de la mercancía, seiscientos pasajeros. Son seiscientas vidas que hemos salvado, no lo olvide.
La puerta se cerró. Desesperado, Erlander se cogió la cabeza con las manos. Estaba a punto de echarse a llorar. Tenía la seguridad de que había sido objeto de una trampa, pero no podía demostrarlo.
Y, era preciso reconocerlo, de no haber sido por la oportuna intervención de los tripulantes de la otra astronave, la
Dulce Anita, se habría perdido irremediablemente sobre Júpiter.
Ame Thuiver formaba parte del pasaje. Estaba en el pasillo, a pocos pasos de la cámara del capitán, apoyado negligentemente contra uno de los mamparos, y se enderezó al ver salir a la mujer.
Ella le vio también y se detuvo bruscamente.
—¿Qué haces aquí, Arne? —preguntó.
Thuiver demoró la respuesta unos segundos. Delante de sí tenía a una mujer de unos treinta años, alta, corpulenta, de pechos rotundos y sólidas caderas, pelo pajizo y ojos tan azules que parecían trocitos de hielo. No era guapa realmente, pero todo su cuerpo emanaba un poderoso atractivo sensual, que la hacía irresistible en la mayoría de las ocasiones. Thuiver lo sabía muy bien: había llegado a ser el amante de aquella mujer, años atrás, hasta que sucedieron dos cosas que le hicieron ver la realidad de las cosas.
En primer lugar, Billie Kulaski carecía de moral. Se dejó amar una temporada, hasta que se hartó de él, lo cual le convenció de que la palabra fidelidad no existía para ella. Y, en segundo lugar, un día, cuando estaban juntos en la cama, descubrió un detalle que le hizo sentir una invencible repugnancia. Billie no tenía la culpa, claro, pero no le gustaba mirar a una mujer que tenía un ojo de cristal, exactamente el izquierdo. Había caído en sus brazos, lleno de ingenuidad, como un adolescente que tiene su primera experiencia sexual y, aunque algunos fieles amigos le advirtieron la calaña de aquella mujer, no los creyó nunca, hasta que pudo comprobar por sí mismo la certeza de algunas acusaciones que se hacían contra ella.
La figura de Billie la Tuerta, como ahora ya se la llamaba abiertamente, no había perdido nada con el paso de los tiempos, pero su carácter y sus sentimientos habían empeorado sensiblemente en aquel lugar.
—Quería comprobar una cosa —respondió Thuiver al cabo—. Seguramente, el capitán Erlander te ha firmado el reconocimiento de salvamento.
—Así es. Ame, tú conoces muy bien la ley. Un tercio del valor de la nave y de la carga me pertenece. La Dulce Anita no tenía salvación.
—Es una lástima que no se pueda probar que fue un accidente provocado, Billie. Esta nave transporta pieles de Kakhastan VI, las más valiosas de la galaxia; esmeraldas de Ophir II, dos mil metros cúbicos de madera de cedro de Oyhane IV, con la que se construyen sillas que valen su peso en oro... Un buen golpe, ¿verdad, Billie?
La cara de la mujer se atirantó.
—Arne, no te metas en esto —dijo secamente.
—Los motores dejaron de funcionar, porque habían saltado sucesivamente los disruptores principales, el de norma y el de repuesto —expresó él sin perder la calma—. El primero saltó por una sobrecarga excesiva, debida a un inhábil manejo del encargado de mantenimiento. El segundo se fue al cuerno, por defectos estructurales; El encargado de mantenimiento se llama Royd Quarry y compró la segunda pieza averiada en Oyhane IV, en el almacén de pertrechos de Sam Horraston.
Billie entornó los ojos.
—Sabes mucho, Arne —murmuró.
—No. Simplemente, he deducido lo que ha ocurrido. Por supuesto, el capitán Erlander ignora que Quarry pertenece a tu banda, aunque se enrolase como tripulante en este viaje. Pero es que tú y los tuyos sabíais la clase de cargamento que la Dulce Anita traería a su vuelta. ¿Cuánto os va a reportar este golpe, Tuerta?
Si había algo que enojara e Billie Kulaski era que le recordasen su defecto. El ojo bueno emitió un brillo maligno.
—Voy a decirte algo, Arne —habló en voz baja—. No te metas en mis asuntos. Déjame en paz, no hagas nada o te pesará. Te recuerdo con todo afecto... pero si te interpones en mi camino, te aplastaré como si fueses una hormiga. ¿Lo has entendido?
Thuiver sonrió.
—Te expresas con toda claridad, Tuerta. Lo tendré en cuenta —respondió.
Billie se marchó, vomitando maldiciones. Los tripulantes de su nave no sabían por qué volvía con tan mal genio, puesto que había conseguido del capitán Erlander el reconocimiento del salvamento y ello iba a proporcionarles una suma colosal. Lo entendieron cuando Billie mencionó el nombre de Ame Thuiver.
—Espero que no haga —dijo uno de los miembros de la tripulación, a la vez que probaba sobre la yema del pulgar el filo de su cuchillo—. Porque si intenta meter las narices en este asunto...
—No hará nada —aseguró Billie. Pero su respuesta carecía de convicción. Había llegado a conocer a Arne Thuiver y sabía que su antiguo amante no se quedaría cruzado de brazos.
Apenas puso el pie en el astropuerto, Billie se encaminó al tribunal competente y planteó la demanda judicial adecuada al caso. El juez Skelton la admitió y se iniciaron los trámites del pleito correspondiente.
Aquella misma noche, Iván Tsugareff, segundo piloto de la astronave de Billie, trajo un pasquín que había arrancado de una pared cercana al lugar donde solían reunirse todos los miembros de la tripulación. Billie leyó muy interesada el contenido del pasquín, pero su atención se disipó bien pronto.
—Bah —dijo, a la vez que arrugaba el papel para hacer una bola, que luego arrojó a un rincón—, qué son diez millones para nosotros, si el tercio del valor de la nave y del cargamento representan una cantidad diez veces superior, tirando por lo bajo. No merece la pena que nos rompamos los sesos tratando de entrar en un sitio que no tiene puertas.
—De todos modos, ahora que tendremos dinero en abundancia, valdría la pena gastar unos cientos de miles en probar —insistió Tsugareff.
—Primero, vamos a ganar el pleito. Después...
—El «después» llegó dos semanas más tarde, cuando los armadores de la Dulce Añila presentaron pruebas e n contra de la demanda de Billie. Las pruebas consistían en la deliberada negligencia de Royd Quarry en el manejo de los instrumentos confiados a su cuidado y en la compra de un aparato defectuoso. El disruptor vendido por Sam Horraston procedía de una serie anulada por la compañía que los fabricaba, que se había deshecho de ellos para chatarra. Una investigación a fondo había hallado señales de manipulación prohibidas por los manuales de funcionamiento y manejo, por lo que, en vista de las pruebas aducidas por los armadores, la demanda quedaba desestimada.
En el juicio declaró Arne Thuiver. Cuando el juez le preguntó su profesión, Thuiver respondió que era investigador a sueldo de la compañía que había asegurado el cargamento. A la pregunta de que si sospechaba podía producirse un sabotaje durante el transcurso del viaje, Thuiver respondió que se encontraba a bordo de la nave en su calidad de investigador y en la variante de protector de la valiosa mercancía que transportaba la Dulce Añila.
Los expertos corroboraron las-declaraciones de Thuiver. El juez declaró «no ha lugar» y la demanda fue desestimada. Por si fuese poco, se consideró culpable de accidente intencionado a Royd Quarry y el juez dispuso fuese ingresado en prisión. Pero la policía no pudo capturarlo, porque había desaparecido.
La furia de Billie no conoció límites. Era una mujer vengativa y no podía dejar pasar por alto la destrucción de un plan largamente meditado. Había esperado conseguir cincuenta millones y todas sus ilusiones habían sido frustradas por un hombre del que llegó a estar enamorada durante algún tiempo.
Billie se dijo que Arne debía pagar su victoria.