CAPITULOVII
Resphol-Tun, jefe del gobierno de Spathix, oyó el relato de su agente y empezó a pasearse nerviosamente por su gabinete de trabajo. Zelpha estaba en pie, lo mismo que Thuiver, y ambos guardaban silencio, en espera de la decisión del político.
—Es una situación muy grave —dijo por fin Resphol, parándose delante de los dos jóvenes—. En ciento veinte años, es la primera violación del tratado...
—Señor, deja que lo solucionemos —pidió la joven ardientemente—. Mi ayudante, Arne, asegura que tiene medios para reparar lo ocurrido. Permítenos viajar a Erydix, te lo ruego encarecidamente.
—Zelpha, ¿te das cuenta de que lo que pides puede agravar todavía más la situación?
—Esos piratas son capaces de matar. Debemos evitarlo —insistió ella con gran vehemencia—. Los nativos de Erydix son eminentemente pacíficos y no podrán defenderse...
—No puedo adoptar una decisión por mí mismo —respondió el jefe del gobierno—. Tengo que reunir a los ministros y explicar detalladamente la situación. Este tremendo error puede costamos caro, muy caro... porque, además, dentro de seis meses se celebran elecciones para la provisión de puestos en el Gran Consejo. Si el actual nos declara culpables, durante cinco años, aparte de las pérdidas económicas, no tendremos representación en ese Gran Consejo.
—Por eso debemos actuar cuanto antes —dijo la muchacha—. Es cierto que somos los culpables de esa invasión, pero, por lo mismo, debemos cortar sus efectos en la raíz o, por lo menos, antes de que sea demasiado tarde.
Resphol-Tun asintió.
—Estoy de acuerdo con vosotros, pero, como he dicho, no puedo tomar una decisión sin contar con la aprobación de mis ministros. Reuniré al gobierno urgentemente. Quizá hoy mismo pueda daros una respuesta.
Zelpha entendió que la entrevista había terminado y movió la cabeza respetuosamente. Thuiver hizo una inclinación análoga.
—Te alojarás en mi casa, Ame —dijo ella.
—Gracias. La verdad, estoy en un mundo desconocido para mí.,.
—Donde viven seres humanos, las condiciones de existencia tienen cierta similitud, en especial, si se ha alcanzado cierto grado de desarrollo —respondió Zelpha.
Tuiver tuvo bien pronto ocasión de comprobar la veracidad de aquellas palabras. Ya se había acostumbrado al sorprendente hecho de haber desayunado en la Tierra y, por la tarde, encontrarse en un planeta situado a un millar de años luz. Zelpha le había provisto de ropa, conseguida en uno de los almacenes de la Enigma Cósmico, y ahora el joven vestía como los nativos: una especie de blusa holgada y pantalones ajustados, con zapatos que formaban parte de los mismos. Las calles de la capital, apreció, eran anchas, con abundante arbolado y la limpieza y el orden resultaban agradables. Nadie, por otra parte, se fijó en ellos, ni siquiera cuando Zelpha subió a la plataforma volante, provista de un banco, que era el vehículo que se usaba comúnmente en aquella ciudad.
La plataforma se movía a pocos centímetros del suelo, sobre una señal claramente trazada. Thuiver adivinó que la repulsión electromagnética tenía mucho que ver con los sistemas de propulsión del original vehículo. Había varios carriles, que se tomaban según la velocidad necesaria para alcanzar el punto de destino deseado. Pero también había amplísimas aceras, por donde la gente se movía apaciblemente y sin prisas.
—Envidio este género de vida —dijo sinceramente, pasados unos minutos—. ¿Puede un terrestre establecerse aquí?
Zelpha le miró oblicuamente.
—¿Te gustaría?
—A primera vista, sí.
—Bueno, veremos... Primero es preciso intensificar las relaciones con la Tierra... Pero creo que no te costaría mucho conseguir un permiso de estancia temporal. Sobre todo, si me ayudas a resolver ese problema.
—Es lo más importante, en efecto —convino él.
Thuiver fue acogido amablemente por los padres de la muchacha. Los progenitores de Zelpha conocían perfectamente la misión de su hija y se mostraron consternados por las noticias. Pero, al mismo tiempo, se sintieron optimistas acerca del resultado de la petición formulada a Resphol.
Thuiver fue alojado en una habitación para huéspedes, sencilla y cómoda. La noche pasó sin que tuvieran noticias de la resolución adoptada por el gobierno.
A la mañana siguiente, se oyó un grato tintineo musical. Thuiver estaba en el baño y se preguntó por el origen de aquella melodía. A los pocos momentos, oyó que llamaban a la puerta.
Abrió. Zelpha le miraba fijamente.
—Podemos marchar a Erydix —anunció.
—Está bien. Esas campanadas que he oído...
—Era la señal de llamada del videófono.
—Ah... ¿Podemos llevar armas?
—En absoluto. Vamos como embajadores de buena voluntad. Sólo podemos llevar el sello que nos acredita como tales.
—Billie y los suyos estarán armados —alegó él.
—Lo siento. Sólo si actuamos pacíficamente, y triunfamos, tendremos posibilidades de evitar las sanciones a Spathix.
Thuiver torció el gesto.
—Eso es como echarnos a. las fieras con las manos desnudas —gruñó. Pero no podía hacer otra cosa que acatar las órdenes que le habían sido transmitidas a la muchacha.
Desayunaron abundantemente. Mientras comían, Zelpha dijo que ni siquiera le permitían llevar su linterna paralizante. Thuiver, por su parte, pensó que no iba a dejar que le pillasen desprevenido. En un descuido de sus anfitriones, agarró un cuchillo y lo escondió, sujetándolo con el cinturón de sus pantalones, hacia su espalda. Al terminar, se despidió de los padres de Zelpha. Luego, con la muchacha, viajo hacia la estación de traslación instantánea que iba a permitirles el viaje a Erydix en décimas de segundo.
De pronto, pensó que, posiblemente, iban a realizar un viaje inútil.
—Zelpha, la Tuerta y su banda están ahora en Erydix. Pero lo suponemos, no lo sabemos con certeza...
—Están allí —respondió ella con rotundo acento.
—Bueno, llegaron a Erydix... pero pueden regresar por el mismo sitio de llegada.
—No. Cuando nosotros descubrimos la desviación en la Enigma Cósmico, habían pasado ya algunas horas. Pese a ser una desviación infinitesimal, no se produjo de una forma instantánea, ya que la explosión inició un movimiento en la astronave, que yo sólo pude detener, tras orientarla en la posición correcta. Por tanto, si intentaron regresar, ya no encontraron la puerta.
Para Thuiver era una respuesta poco convincente. Pero no podía hacer otra cosa que resignarse. Ciertamente, su optimismo acerca del éxito de la misión era más bien escaso. Luchar con las manos desnudas contra una cuadrilla de gentes carentes de escrúpulos más que disparatado era, dicho lisa y llanamente, un suicidio.
—Lo que se va a reír la Tuerta cuando le digamos que deben abandonar Erydix —masculló para sí.
***
Sing Hoo y Enoch Ohalu volvieron al lugar donde estaban acampados sus compañeros. Los dos sujetos tenían los bolsillos repletos de pepitas de oro. Ohalu, además, había llenado una bolsa encontrada en la Enigma Cósmico y en la que había puesto algunos objetos de valor, que luego había tirado para llenarla de oro, metal que le parecía infinitamente más beneficioso que todo lo que había a bordo de la astronave.
Ohalu se arrodilló en la hierba, junto al lugar donde yacía Billie.
—¿Qué te parece? —dijo, abriendo la bolsa para que ella pudiera contemplar su contenido.
Billie se incorporó sobre un codo. Ohalu y el tibetano se habían pasado la noche entera en el arroyo, enloquecidos por la fiebre del oro. Los demás habían preferido dormir. Algunos de ellos estaban todavía dormidos, ya que aún no había amanecido.
—En tu lugar, yo preferiría un buen filete de vaca —dijo Billie desdeñosamente.
—Aquí no hay vacas —contestó Ohalu—. Y, de todos modos, el oro no estorba.
Algunos de los miembros de la cuadrilla tenían también bolsas, pero a ninguno de ellos se les había ocurrido buscar en la Enigma Cósmico alguna lata de comida. Billie se puso en pie.
—Es preciso tomar una decisión —dijo—. Aquí no podemos seguir eternamente. No sabemos dónde estamos, pero lo que sí es seguro es que si continuamos en este mismo sitio, acabaremos por comer hierba. ¿Os gusta comer hierba? ¿Verdad que no? Entonces, pongámonos en marcha inmediatamente.
—¿Hacia dónde? —preguntó Quarry.
Billie se encogió de hombros.
—Lo mismo da —contestó—. Marcaremos puntos de referencia, para volver a este sitio e intentar encontrar de nuevo esa puerta espacial. Este planeta parece puede ofrecer facilidades para vivir sin demasiado trabajo. Quizá haya habitantes y puedan indicarnos algún lugar donde haya o esté emplazado un astropuerto. Lo que sí estimo una imbecilidad es permanecer aquí... —miró torvamente a Ohalu y a Sin Hoo—, sin hacer otra cosa que llenarse los bolsillos de algo que no se puede comer.
Hoo alzó un enorme índice.
—De todos modos, si encuentro posibilidades de volver a la Tierra, por el procedimiento que sea, regresaré aquí, para coger más oro.
—De acuerdo. Vamos.
La cuadrilla se puso en movimiento. Algunos llevaban cuchillos, además de sus pistolas electrocutantes. De este modo, fueron trazando huellas en su ruta, para encontrarlas con facilidad en el camino de regreso. Uno dijo que se quedarían en aquel planeta eternamente y que, faltos de víveres, tendrían que comerse los unos a los otros. El mal humor empezó a provocar las primeras disensiones entre unos hombres unidos solamente por la codicia. Aunque habían encontrado oro en abundancia, no les servía para nada y su único deseo era comer. Ahora que no tenían un objetivo del que apoderarse, las rencillas particulares, contenidas largo tiempo, empezaban a salir a la superficie y amenazaban con quebrar la cohesión del grupo.
Billie empezó a sentirse preocupada. Era lo suficientemente lista para darse cuenta de que su autoridad, incontestada hasta entonces, podía venirse abajo. Aquellos hombres habían aceptado su jefatura, no sólo por la atracción sexual, sino porque era más dura y cruel que todos ellos. Pero en semejantes circunstancias, pensaba que era uno más del grupo y que podía ocurrir algo nada agradable para ella.
De repente, Teck Larsen lanzó un agudo grito:
—¡Mirad, comida!
A cien pasos de distancia, se divisaba un animal semejante a un gamo terrestre. Quarry sacó su pistola electrocutante, pero Larsen contuvo el gesto.
—No tengo ganas de comer carne abrasada —dijo.
Sacó el cuchillo y avanzó hacia su presa. El gamo pacía tranquilamente y no demostró temor alguno ante la aproximación del humano. Unos minutos más tarde, el cuadrúpedo yacía degollado sobre la hierba.
—¡Leña, muchachos! —gritó Teck, entusiasmado—. Haremos un buen fuego y llenaremos la panza...
La hoguera se encendió al pie de una pequeña loma, como todas, cubierta de espesa hierba. No lejos corría un arroyo, de caudal más abundante todavía que el primero que habían encontrado. Aunque tuvieron que comer la carne sin sal, al menos pudieron saciar el apetito que sentían, después de veinticuatro horas de ayuno forzoso.
De pronto, oyeron voces femeninas en las inmediaciones.
Varias mujeres aparecieron a poca distancia, corriendo alegremente hacia el arroyo. Los ojos de los terrestres se desorbitaron.
—Rayos —dijo Quarry.
—Van desnudas —exclamó Rashid.
—Son guapísimas —dijo Nash Larsen.
Las nativas les vieron de pronto y se separaron en seco, sorprendidas al encontrarse con unos sujetos completamente desconocidos para ellas. De repente, Sing Hoo lanzó un alarido bestial.
—¡A ellas!
Una docena de hombres se arrojaron sobre las muchachas, capturándolas antes de que pudieran emprender la huida. A continuación, se desarrolló una escena repugnante.
Billie sonrió.
—Donde hay mujeres —murmuró—, debe de haber también hombres.
Echó a andar hacia la cumbre de la loma. Tsugareff, algo más mesurado que sus compinches, no había querido participar en la orgía de violaciones. Juntos llegaron a la cúspide de la colina y entonces vieron algo que les dejó estupefactos.
Al pie de la colina, a unos tres o cuatrocientos metros de distancia, en el centro de un espacioso valle, se veía un conjunto de casas blancas, de aspecto muy sencillo, pero que, indudablemente, constituían un centro habitado. Hasta allí, indudablemente, no llegaban los gritos de las nativas violadas.
—Nos vamos a ver en apuros —vaticinó Tsugareff tristemente.
—Saldremos adelante —aseguró Billie—. Estamos armados, recuérdalo. Es cierto que ellos son más, pero... Bien, será mejor que encaremos la realidad cuanto antes. ¡Vamos!
Echaron a andar resueltamente. Mientras caminaban, Billie acariciaba la culata de su pistola electrocutante.