XII
Una voz tonante bajó de las alturas, proviniendo de una batería de megáfonos:
—¡No se muevan de donde están! ¡Permanezcan en el mismo sitio si quieren seguir viviendo!
La astronave continuaba su descenso con gran lentitud, desplazándose al mismo tiempo lateralmente, hasta quedar por completo sobre la vertical de grupo. Kervit miró hacia arriba y se sintió abrumado, porque parecía que el colosal aparato iba a aplastarles con su inmensa mole.
En los últimos instantes, surgieron las cortas patas del tren, provistas de grandes placas circulares, para evitar que se hundieran en el suelo. Aquella nave era un tanto distinta de la Sin Retorno, pero Kervit conocía el tipo tan bien como la que había pilotado durante el viaje.
El vientre del aparato quedó a unos tres metros de la tierra. Durante unos instantes, no ocurrió nada.
De pronto, Kervit echó a correr hacia el costado opuesto. Salió de debajo de la nave, giró en redondo y, saltando hacia arriba, se agarró con ambas manos al saliente de una antena auxiliar.
El casco no era absolutamente liso. Trepó con la agilidad de un simio, buscando algo que sabía que encontraría en la parte superior. Mientras ascendía, oyó voces en el suelo.
—¿Dónde está ese maldito Kervit? —preguntó alguien.
—No estaba con nosotros —respondió una mujer.
El joven reconoció las dos voces y agradeció a Damaris su respuesta. Continuó trepando, a la vez que procuraba eludir el paso por las inmediaciones de las lucernas, donde podía ser visto por algún tripulante que se asomase, curioso de contemplar un planeta del que tanto se había oído hablar y que nadie había visto hasta entonces.
Renart vociferó, al dar una orden destempladamente:
—¡Capitán, destaque unas patrullas para que busquen a Jan Kervit! ¡No puede estar muy lejos de aquí y quiero que lo encuentren inmediatamente! ¿Me ha oído?
—Sí, señor…
—Todos los soldados deberán llevar propulsores individuales. ¡Vamos, vamos, rápido, estúpidos!
Kervit sonrió, sin dejar de ascender. Cuando llegó arriba, se tendió sobre el suelo.
Varias parejas de soldados, fuertemente armados, se movían ya en distintas direcciones, volando a pocos metros de altura sobre el suelo. Kervit esperó a que se alejasen lo suficiente para arrastrarse un poco más y ganar así una de las escotillas de emergencia que había en el techo de la nave.
La escotilla podía abrirse tanto desde fuera como desde el interior. A fin de cuentas, era preciso pensar que, en alguna ocasión, un hombre que hubiese salido a reparar alguna avería externa podía encontrarse en dificultades y necesitar regresar rápidamente a la nave, sin usar la compuerta principal. La operación resultó rápida y sencilla.
Silenciosamente, se descolgó al suelo de un compartimento, cuya puerta abrió instantes más tarde. Cerró de nuevo cuando vio que un hombre uniformado se acercaba a aquel lugar.
Esperó unos segundos. Cuando el soldado hubo rebasado la puerta, volvió a abrir. Con la mano izquierda, tapó su boca, mientras que con la derecha tiraba de él hacia la esclusa.
Cinco minutos después, se había vestido con el uniforme, que disponía de un casco con transmisor de radio, ancho cinturón y una pistola que resultó ser amputadora, una vez la hubo reconocido. El casco, además, tenía una visera de cristal polarizable, para distintas intensidades de luz exterior y la bajó, oscureciéndola un poco para que no se vieran sus facciones.
Con paso firme descendió a las cubiertas inferiores. Dos minutos más tarde, entraba en la cámara de mando.
Cerró la puerta cuidadosamente. Había un hombre ante los controles y, de pronto, pareció notar una presencia ajena. Volviose rápidamente y miró al joven.
—Eh, ¿qué diablos haces tú aquí? —exclamó, malhumorado.
—¿Es usted el comandante de la nave? —preguntó Kervit.
—Maldita sea, me has visto un millón de veces…
Kervit sacó el arma.
—Comandante, esto es una pistola amputadora. Puedo cortarle un brazo en un santiamén, o una pierna, o el cuello, si veo las cosas difíciles. En el primer caso, no sentiría usted dolor; la descarga amputa y anestesia al mismo tiempo, lo cual significa que tampoco sentiría nada si disparase al pescuezo. Pero entonces moriría, ¿comprendes? El oficial tragó saliva.
—E… está bien, dígame lo que quiere… Kervit movió una mano.
—Apártese de allí, siéntese en aquel sillón y no se mueva ni respire, si no quiere que dispare al bulto, en cuyo caso no respondo de lo que pueda sucederle. Y, una cosa: tenga en cuenta que la hija del emperador está fuera y que puede hacerle mucho daño cuando informe a su padre. ¿Entendido?
—Sí, sí…, señor…
Kervit se acercó al cuadro de mandos y tocó una tecla. Las voces de los que se encontraban fuera de la nave penetraron en el acto en la cabina, recogidas por un micrófono exterior.
—Tú ya no representas nada, coronel Renart —decía Damaris en aquel instante—. Soy delegada imperial y te destituyo de todos tus cargos. Regresarás encadenado a Urton 8, donde serás juzgado por traición. Sonó una burlona carcajada.
—De modo que delegada imperial, ¿eh? —contestó Renart—. Y, dime, ¿tienes algún documento que justifique ese título?
Transcurrieron algunos minutos. Luego se dejó oír una voz nueva:
—Coronel, he registrado su camarote —exclamó Arphol—. No hay ningún documento que mencione la concesión de plenos poderes.
—Ya —dijo Renart complaciente—. Bien, muchacha, esto se ha acabado. Al fin me habéis traído adonde yo quería venir. He encontrado la Tierra.
—Y ahora considerará este planeta como suyo, ¿verdad? —contestó Damaris—. ¿O quizá lo cederá graciosamente a su hermano mayor, el no menos traidor primer ministro y autor de todas las leyes infamantes contra los descendientes de terrestres?
—Mi hermano se conformará con seguir al frente del gobierno, mientras tu ridículo padre sigue babeando con sus amantes. El príncipe heredero, tu hermano, no será mucho mejor cuando llegue a ocupar el trono…
—En eso estás equivocado, coronel —le interrumpió Damaris—. Hace ya mucho tiempo que mi padre y mi hermano adoptaron esta actitud, porque sospechaban de los Renart. Tú supiste desde el primer momento todo lo que iban a hacer unos hombres exasperados por unas leyes injustas, y les dejaste actuar, porque sabías que, de este modo, llegarías a la Tierra, como así ha sucedido. En todo momento, has tenido la información necesaria, merced a un repugnante individuo, capaz de traicionar a los suyos, sólo por lo que podía conseguir, poniéndote de tu lado. Me refiero a Lenn Arphol, naturalmente.
—Cada uno mira por sus propios intereses —dijo Arphol con notable cinismo.
—Y fue el propio coronel quien te sugirió la idea del secuestro, ¿verdad? Así podría seguir a la Sin Retorno, libre de sospechas para conseguir sus proyectos. Coronel, ¿quieres para ti este planeta?
—¿Lo dudas? —respondió Renart.
Movió la mano con amplio ademán.
—Está deshabitado. La naturaleza se ha regenerado después de casi tres mil años. Hay inmensas riquezas… Vendrá gente, yo me encargaré de reclutarla, por supuesto…
—Y trabajarán para ti, como es de suponer.
Los ojos de Renart brillaron de placer.
—Pensaba pedírtelo a ti, pero sé que fracasaría. Alguna mujer hermosa llegará y considerará un honor darme un hijo, que será el continuador de mi dinastía. ¡Yo, Rabkhel I, emperador de la Tierra! Todos se inclinarán ante mí…
—Sueños vanos, que no se realizarán jamás, coronel —dijo Damaris fríamente—. Cuando mi padre note que faltamos, enviará una poderosa escuadra, para derrotarte y hacerte sentir el peso de su autoridad. Entonces, lamentarás haber tenido la idea de proclamarte emperador.
—Eso no sucederá jamás. Sólo yo conozco la ruta… y el comandante de la nave, que es un fiel amigo y no me delatará.
—Debieras saber que en Mabrux-7-A hay un puesto comercial, cuyo jefe nos señaló la ruta que debíamos seguir. Es socio de mi padre y tiene instrucciones precisas al respecto.
Renart palideció.
—Eso no es posible. Mabrux está desierto… ¿No es verdad, Arphol?
—Así es —contestó el interpelado.
—A ese repugnante traidor lo abandonamos en los antípodas. Cuando nos detuvimos en Mabrux para recargar baterías, no le dijimos que íbamos también a visitar al encargado del puesto comercial —explicó Damaris.
Hubo un momento de silencio. Luego, Renart dijo:
—Comprobaré ese extremo en mi viaje de regreso. Pero antes quiero asegurarme de que no dejo problemas en mi retaguardia.
—¿Significa eso que piensas matarnos?
—Exactamente.
Sobrevino una pausa de silencio. Kervit se dijo que ya era hora de intervenir. Movió la pistola.
—Levántese, comandante —ordenó—. Caminará delante de mí y piense que puede ganar mucho, si colabora conmigo. ¿Entendido?
El oficial, desmoralizado, asintió.
—Yo…, yo no pensé nunca que el coronel fuese capaz de cometer un asesinato múltiple…
—Debiera conocer mejor a ese sujeto —rió el joven—. Por ambicioso, es capaz de cualquier cosa. ¡Vamos, camine!
—Ahora os encerraré a todos. Cuando regresen las patrullas, una de las cuales traerá, sin duda, a Kervit, haré que…
—¿Qué harás, coronel? —preguntó el joven desde la escotilla.
Damaris lanzó un grito de júbilo.
—¡Jan!
Arphol se volvió, lanzando un rugido de ira. Kervit le encañonó con la pistola.
—Lenn, quieto ahí si no quieres que te deje sin brazos —amenazó.
Arphol se puso rígido. Kervit meneó la cabeza.
—Debí haberlo adivinado. En Mabrux dijiste que pronto llegaría quien nos daría nuestro merecido. Nunca pude imaginarme que… En fin, no vale la pena seguir hablando de ello. ¡Damaris!
—Dime, Jan —contestó la muchacha.
—¿Es cierto que eres delegada imperial?
—Lo es.
Bruscamente, Damaris se soltó el cinturón que formaba parte de su indumentaria. Levantó el forro interior y extrajo un rectángulo de una sustancia flexible y de color oscuro.
—Es un microfilme de la orden imperial de cesión de plenos poderes —añadió.
—Buen truco, princesa —rió el joven.
Repentinamente, observó un movimiento. Renart había dado dos pasos laterales y sacaba su pistola.
Kervit disparó antes. La descarga alcanzó de lleno la base de su cuello, cortándolo limpiamente, y la cabeza saltó por los aires.
El cuerpo sufrió una sacudida. Al moverse, la mano que aún sostenía la pistola, apretó involuntariamente el disparador. Un chorro de fuego brotó del cañón del arma.
Arphol empezó a gritar, pero se convirtió en una masa de llamas antes de que pudiera emitir el menor sonido. Segundos más tarde, había desaparecido en la atmósfera.
Kervit inspiró profundamente.
—Creo que esto soluciona muchos problemas —dijo—. ¡Comandante!
El oficial adelantó unos pasos.
—Si…, señor…
Kervit señaló a la joven.
—Ahí tiene a la delegada de su majestad. ¡Obedezca sus órdenes!
—Sí, señor… Señora…
Damaris sonrió.
—Jan, tipo astuto —dijo.
—No más que tú —contestó él jovialmente.
Terminó de preparar todo y se dispuso a subir al coche. Alguien llegó y entró en la cabina.
—Vamos, arranca —dijo Damaris.
Kervit la miró fijamente.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—Si no lo estuviera, no habría venido aquí. Kervit miró hacia la nave, ya a punto de despegar. Damaris añadió:
—Como delegada imperial, puedo traspasar mis poderes a quien estime más conveniente. Durante el vuelo de vuelta. Dall será ese delegado. Informará a mi padre.
—Comprendo.
—El hermano de Renart será destituido. Se revocarán las leyes onerosas para los descendientes de terrestres. Todo el que lo desee podrá emigrar a la Tierra. No habrá limitaciones para los viajes…, aunque mucho me temo que los emigrantes serán menos de los que supones.
—¿Por qué, Damaris?
—Habéis idealizado demasiado a este planeta. Ahora es un mundo abandonado, solitario. Hay un trabajo inmenso que realizar. La mayoría de la gente no se sentirá capaz de afrontar las penalidades de una nueva existencia, cuando en Urton 8 tiene de todo y, más aún, la libertad que habían perdido momentáneamente.
—En eso tienes razón. Pero, recuerda, hay un enorme archivo de lo que se hizo en la Tierra… Urton 8 puede enviar materiales, pertrechos…
—Lo harán, sin duda. Sin embargo, no creas que se va a producir una estampida de emigrantes. Pasarán cientos de años antes de que la Tierra pueda considerarse medianamente repoblada.
Kervit se sentó en el puesto del conductor.
—Entonces, ¿por qué no damos el primer paso en esa dirección?
—Junto a la cascada —propuso Damaris.
—En un lugar maravilloso —convino él, a la vez que ponía en marcha el automóvil—. Sin embargo, me asalta una duda.
—¿Cuál, Jan?
—Tu padre… A fin de cuentas, eres la hija de…
—¿Lo dices por mi origen bastardo? Ya sabes que me reconoció como hija legitima.
—Pero sigues siendo hija del emperador.
—Mi padre me prometió libertad entera para cierta elección. Es lo único que le pedí como recompensa.
—¿Significa eso que me has elegido a mí?
—Con una condición. Jan.
—A ver, habla.
—No vuelvas a ser tan orgulloso…
Kervit suspiró.
—Tal vez no lo hubiera sido si tú me hubieses comunicado tus proyectos, como lo hiciste con los demás.
—Es posible, pero no lo consideré apropiado en aquellos momentos. De todos modos, hay mucho de razón en tu queja. Tú querías traernos a la Tierra… y lo has conseguido, demonios.
El joven se echó a reír.
—Ellos se vuelven a Urton 8. ¿Querrán establecerse aquí algún día? Ahora ya han visto un poco de lo que es la Tierra.
—Jan, no te preocupes de Myrr ni de los otros. Empieza a preocuparte exclusivamente de mí.
Kervit pasó un brazo por los hombros de la joven.
—Con mucho gusto —contestó.
F I N