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—Para empezar, me bastará con quinientos proyectiles —dijo Kervit al día siguiente—. Algunas latas de conserva, un par de mantas, una tienda de campaña, un hacha, una sierra, un martillo, clavos y… No necesitaré mucho más, salvo calzado y ropas de repuesto.

—Lo tendrás todo —contestó Dall.

—Bien, podréis despegar dentro de una semana. Ya he dispuesto todo para que no tengáis dificultades en vuestra ruta.

Kervit agarró el fusil y se colgó del hombro una bolsa de lona y una cantimplora del cinturón, en el que, además, llevaba un pesado cuchillo de caza.

—Mientras tanto, voy a dar una vuelta por ahí, para buscar un buen lugar donde establecerme. Quizá tarde algunos días en regresar; acaso no nos veamos ya más, Antho. De todos modos, déjame a la vista lo que te he pedido.

—Lo tendrás —prometió Dall, quien, evidentemente, se sentía desazonado. Carraspeó un poco y añadió—: Jan, ¿de veras… no quieres reconsiderar tu actitud?

Kervit meneó la cabeza. Dio media vuelta y saltó fuera de la nave.

De pronto, oyó un grito.

—¡Jan! ¿Me permites que te acompañe?

Damaris corría tras él.

—Tengo ganas de ver lo que hay en la Tierra —añadió, al emparejarse con el joven.

Kervit movió una mano.

—Allí tienes colinas. A la derecha, un gran río. Más allá, montañas. El cielo es azul y hay algunas nubes. Un planeta corriente, como puedes apreciar.

—Sí, pero es la Tierra. El origen de toda civilización galáctica, según se dice.

—Eso no se puede negar. Damaris, quizá esté fuera algunos días. No vengas muy lejos conmigo.

—De acuerdo, pero, al menos, permíteme que llegue al otro lado de esas colinas.

Ella señalaba unas ondulaciones del terreno que aparecían completamente cubiertas de vegetación. El rio era muy ancho y profundo, de mansa corriente, y no podrían atravesarlo, a menos que construyesen una balsa.

Al cabo de unos momentos, llegaron a la base de una de las lomas. Kervit acometió la ascensión inmediatamente.

Damaris iba junto a él. De súbito, perdió pie y gritó asustada.

Kervit se volvió. Atónito, vio que la muchacha había desaparecido por un hueco que se había abierto en el follaje.

—¡Damaris!

—E… Estoy bien —contestó ella, desde el interior de lo que parecía una cueva—. Oh, Dios… ¡Jan! Estoy en un edificio…

Kervit se precipitó hacia el agujero y vio unas escaleras cubiertas casi por completo de tierra, lo que las convertía en un plano inclinado, por el que había resbalado Damaris, al pisar las hierbas que cubrían el hueco y que, lógicamente, habían cedido bajo su peso. Luego, había bajado resbalando, sentada, hasta el suelo horizontal, a unos metros de la superficie.

—Aguarda, voy por ti —dijo.

Agarrándose a ramas y salientes, descendió hasta el fondo. Entonces, a pesar de la penumbra que había en aquel lugar, divisó unas ruinas de origen inconfundible.

Había enormes bloques caídos, vigas inclinadas, restos de estructuras, algunas puertas metálicas… De golpe, Kervit comprendió que las colinas eran edificios destruidos, a los que la tierra traída por los vientos y las plantas que luego habían crecido naturalmente, habían cubierto hasta darles el aspecto de accidentes del terreno.

Dominando su asombro, alargó una mano y ayudó a la joven a ponerse en pie.

—¿Te has hecho daño? —preguntó.

—No, no ha sido nada. Jan, ¿dónde estamos?

Kervit paseó la mirada a su alrededor. Al fondo, creyó divisar un pasadizo en relativo buen estado, pero la falta de luz le impedía apreciar por completo su longitud.

—Esto fue una ciudad hace muchísimos años, decenas de siglos, no cabe la menor duda —respondió.

—Hubo una guerra de exterminio total, creo que en el siglo XXI o XXII —dijo Damaris—. Los escasos supervivientes emigraron y abandonaron la Tierra por completo.

—Ocurrió en el siglo XXIII y apenas si se salvaron unos cientos de miles. Todos abandonaron un mundo que ya se había hecho inhabitable. La mayoría fueron a parar a Urton 8. Pero, según el calendario terrestre, estamos en el año cinco mil ciento y pico, es decir, a veintiocho siglos de distancia de aquel terrible cataclismo.

Damaris paseó la mirada a su alrededor.

—Y esto —murmuró— es cuanto queda de una de las más esplendorosas civilizaciones de la Galaxia.

—Desgraciadamente, así es. Pero sigamos, Damaris; ya volverás aquí en otro momento, si lo deseas. Ahora, lo que a mí me interesa es encontrar un lugar apropiado para establecer mi campamento.

Ella asintió. Kervit empezó a trepar por la pendiente, remolcando a la joven con una mano. Cuando se encontraron al aire libre, respiraron a pleno pulmón.

—Ahí abajo me sentía agobiada —confesó ella.

—Es un lugar deprimente, en efecto —admitió Kervit—. ¿Seguimos?

Damaris echó a andar. Kervit la contempló con melancolía. Antes de una semana, se habría quedado solo. Pero no pensaba renunciar a sus propósitos.

En la Tierra sería libre.

Veinticuatro horas más tarde, se detuvieron al pie de una cascada de unos seis u ocho metros de altura, por otro tanto de anchura. El río formaba un amplio estanque de aguas mansas después del salto. Era fácil divisar las bandadas de peces que se movían en el agua.

Había abundancia de árboles y, un poco más abajo, extensos prados. La zona estaba protegida de los vientos del Norte por una cordillera de montañas no muy elevadas, cuyas cumbres sólo blanquearían en lo más duro del invierno. Habría pesca y caza en abundancia. Kervit se dijo que no necesitaba más.

—Aquí —decidió, a la vez que golpeaba el suelo con el tacón de su bota.

—Un lugar maravilloso —dijo Damaris—. Pero ¿no te convendría mejor establecerte a las orillas de algún océano?

—Lo tengo a una docena de kilómetros tan sólo —contestó él—. Me gusta la tierra firme.

—Muy bien. Entonces, no te queda más que regresar, cargar con el resto del equipaje y volver aquí.

—Exacto.

—Quizá algún día haya aquí una ciudad. En tal caso, ¿cómo la llamarás? —preguntó Damaris.

—No lo sé, ya lo pensaré cuando llegue el momento. Puede que pase apuros y penalidades, pero, al menos, no tendré que soportar las humillaciones a que nos sometió tu padre, el emperador.

—Le odias, Jan.

—Sí.

—El odio no es bueno.

Lentamente, Kervit descolgó el fusil y soltó el seguro. Damaris se estremeció.

Kervit iba a matarla. Se vengaría en ella, por no poder hacerlo con su padre, pensó.

Orgullosa, sacó el busto. Al menos, no le daría ocasión a verla suplicar por su vida.

—Dispara, mátame —exclamó—. Dentro de unos instantes, seré un cadáver, pero cada vez que cierres los ojos para dormir, me verás a mí, muerta, con el pecho cubierto de sangre y ese recuerdo te perseguirá mientras vivas…

El fusil chasqueó. Damaris, instintivamente, cerró los ojos.

Detrás de ella sonó un rugido atroz. Kervit hizo fuego de nuevo. Los rugidos alcanzaron un estruendo insoportable, que cesó después del tercer disparo.

Kervit sonrió.

—¿Qué tonterías estabas diciendo? —se burló.

Pasmada, Damaris se volvió y divisó un enorme felino, con la piel a rayas rojas y anaranjadas, que yacía en el suelo, a cinco o seis pasos de distancia.

—Iba a atacarte —explicó él—, ¿acaso pensabas que quería matarte?

Damaris se cubrió la cara con ambas manos. Su cuerpo temblaba convulsivamente. Al cabo de unos momentos, respiró hondo y dijo:

—Llévame de vuelta a la nave, Jan.

—Aguarda un poco —pidió él, a la vez que se despojaba del equipo—. Quiero que te lleves un recuerdo de la Tierra cuando vuelvas a tu casa.

Sacó el cuchillo y se arrodilló junto al felino.

—Naturalmente, me refiero a la piel de este hermoso tigre —añadió.

—Pero ¿cómo es posible? Estamos en el hemisferio occidental… Aquí no había tigres, según mis conocimientos…

—Había parques zoológicos y tal vez algunos escaparon o los dejaron en libertad y se reprodujeron. Por tanto, hicieron de esta zona su «hábitat» natural.

—Habrá más tigres. Eso puede representar un peligro para ti.

—Los tigres son menos peligrosos que los esbirros del coronel Renart.

Damaris apretó los labios.

—Veo que no sabes hablar de otra cosa —dijo, furiosa.

Kervit levantó la cabeza y miró fríamente a la joven.

—Ahora estoy en «mi» planeta. Ya no soy un proscrito —respondió intenciosamente.

Damaris llevaba parte del equipo de Kervit, quien cargaba con la piel del tigre, más pesada de lo que aparentaba. El joven habla señalado adecuadamente el camino que llevaba a su campamento, con el fin de transportar todo en un solo viaje y evitar extravíos innecesarios.

La Sin Retorno apareció a la vista. Kervit pensó que era el nombre más absurdo que podía serle impuesto a una astronave. Debería haber contado con el poder de persuasión de Damaris, se dijo.

Sus amigos estaban engañados, pensó. Damaris les había prometido inmunidad, pero cualquiera sabía si Ithor I respetaría su palabra. No, él no correría semejante riesgo. Se quedaría allí para siempre…

Nevox salió a su encuentro.

—Bonita piel, Jan —comentó.

—Nos tropezamos con un tigre —respondió Kervit—, ¿ha ocurrido algo durante nuestra ausencia?

Nevox señaló con el mentón hacia la colina más próxima.

—Son las ruinas de una gran ciudad —respondió—. Los Dall y los Hangloss han ido a investigar. Quieren saber qué ciudad fue, qué pueden encontrar en las ruinas… Los demás estamos todos bien.

—Lo celebro. Bueno, Luod, he encontrado un sitio magnifico para establecerme. Cuando regrese Dall, le pediré permiso para transportar todas mis cosas en un automóvil. Ella —señaló a Damaris— vuelve con vosotros, por supuesto.

La joven levantó la barbilla.

—Estoy cansada —dijo—. Con vuestro permiso, tomaré un baño…

Repentinamente, se oyó un sordo estruendo que se producía en las entrañas de la Tierra. Todos los presentes volvieron la cabeza hacia el lugar donde se había producido aquel extraño ruido.

Un chorro de fuego y humo brotó de la base de la colina, situada escasamente a quinientos metros. Kervit vio volar una sombra oscura entre las llamas. Luego cayó al suelo, rodó un poco y acabó quedándose quieta.

Inmediatamente, echó a correr hacia allí.

—¡Luod, trae elementos de socorro! ¡También algunas lámparas! —gritó.

Mientras corría, se preguntó qué clase de catástrofe habrían desencadenado aquellos imprudentes. En pocos segundos, alcanzó el cuerpo caído en el suelo y se arrodilló a su lado.

Para asombro suyo, vio que aquella persona todavía respiraba. Aunque le resultó difícil, pudo reconocer a Eda Hangloss, quemada hasta tal punto que había perdido completamente la piel, desde la cabeza a los pies. Los ojos habían desaparecido y la boca era sólo un negro orificio, a través del cual surgía una respiración sibilante.

—Eda, Eda —llamó—. ¿Qué ha pasado?

—E… encontramos una puerta… Antho dijo que había algo interesante al otro lado…, pero no podíamos abrirla… Trajo explosivos, y deflagraron antes de tiempo…

La voz de Eda se apagó súbitamente. Damaris y Nevox llegaron en aquel momento.

—Jan, ¿cómo está? —preguntó la muchacha.

—Ha muerto —dijo Kervit sombríamente—. Era Eda Hangloss.

Nevox se horrorizó.

—Es espantoso… Pero ¿cómo podíamos suponer?

Kervit se volvió hacia el sujeto.

—¿Lo sabias tú? ¿Lo sabían los demás?

—Sí. —Nevox bajó la cabeza—, nos pareció bien…

—Maldita sea, ninguno tenía experiencia en el uso de explosivos —dijo el joven rabiosamente—. No pudieron esperar a que yo volviese; creyeron que podían hacerlo sin mí… ¿Por qué diablos tuvieron que meterse en ese agujero, Luod?

—¿Y a mí qué diablos me cuentas? —contestó Nevox de mal humor—. Lo decidió Dall…

—Sin asamblea, ¿eh? De modo que a mí me echan por dictador y, en cuanto se le presenta la ocasión, empieza a actuar sin consultarlo con los demás. Una bonita manera de poner en práctica lo que se censura a los demás.

—Bueno, ya está muerto, no lo critiques más —se quejó Myrr, que acababa de reunirse con el grupo.

—No, las críticas ya no sirven para nada, puesto que es lógico pensar que los otros tres estén también muertos. Pero Dall os ha jugado una mala pasada. Yo le estuve enseñando el manejo de la nave y ahora ha muerto. ¿Quién pilotará la Sin Retorno en su viaje de vuelta, eh?

Damaris se puso una mano en la boca. Después de lo ocurrido, ¿había alguna posibilidad de regresar a Urton 8?