V

La nave tomó tierra en una llanura despejada, batida por los feroces rayos de la estrella que era el sol de aquel sistema. Algunos se quejaron.

—A diez kilómetros he visto un bosque y un rio —dijo Nevox.

—Lo sé —contestó el joven—. Pero necesitamos la energía que se desprende de Dihane I, que es el sol que tenemos sobre nosotros. El bosque tiene los árboles muy grandes y algunos, incluso, podrían cubrir la nave.

Las antenas de captación de energía salían ya a la superficie. Los mecanismos automáticos orientarían sus semiesferas a medida que el sol se moviese en el cielo.

—Al menos, podríamos ir a ver si cazamos algo —dijo Dall.

—No hay inconveniente, con tal de que seáis prudentes.

Está bien. Vamos, Luod.

Los dos hombres se marcharon. Kervit quedó en la cabina, revisando los instrumentos. Al cabo de unos minutos, oyó una voz:

—¿Puedo pasar?

Kervit se volvió.

—Entra —accedió.

Damaris avanzó unos pasos.

—Querría hablar contigo —manifestó.

—Muy bien. Siéntale por ahí —invitó él—. ¿De qué se trata?

—Me gustaría enviar un mensaje a mi padre. Al menos, que sepa que estoy bien.

—Damaris, no me tomes por tonto. Lo que me pides es imposible. Los sabuesos de tu padre nos localizarían inmediatamente.

—Pero… podría pedirle que cesara en su persecución…

—Lo siento, no quiero correr riesgos.

—También podrías hacer otra cosa.

—¿Sí?

—Abandóname aquí, con un emisor automático. Puedes, incluso, ponerlo en funcionamiento por control remoto, veinticuatro horas después de que la nave haya zarpado. Entonces, ya no podrán perseguirte.

Kervit se acarició el mentón.

—Tengo que pensármelo —contestó.

—Tú eres el capitán —exclamó Damaris.

—Sí, pero hay decisiones que no puedo tomar sin el consentimiento de los demás. Lo propondré por la noche, durante la cena, y te someterás a la voluntad general.

Damaris, despechada, se puso en pie.

—Creí que tendrías más iniciativa —dijo.

—Iniciativa, no sé, pero vergüenza, más que tú, desde luego.

—¿A qué te refieres? —se extrañó la joven.

—Arphol me lo contó todo. Hiciste muy bien la comedia y nos engañaste a todos. Cuando te diste cuenta de que no podías sobornarlo, quisiste introducir conflictos en la nave, simulando un intento de violación que sólo existió en tu mente.

Damaris, estupefacta, abrió la boca.

—Pero, ¿qué tonterías estás diciendo? ¡Arphol intentó abusar de mí…!

—Será mejor que me dejes continuar mi trabajo —cortó él fríamente—. No tengo ganas de seguir discutiendo un asunto que ya está zanjado de forma satisfactoria.

—De modo que crees que yo fui…

Los ojos de la joven chispearon de furia. Súbitamente, sin previo aviso, movió la mano y le asestó una tremenda boleada. Kervit, sorprendido, cayó de nuevo sobre su sillón.

—¡Damaris! —rugió.

Pero ella abandonaba ya la cámara y no quiso hacerle el menor caso. Furioso, Kervit se preguntó cuál de los dos le había dicho la verdad.

Realmente, no conocía bien a Arphol y menos aún a Damaris. Y aunque conocía los sentimientos de la joven hacia los proscritos, se inclinaba a creer más a Damaris que a su copiloto.

Examinó los indicadores y comprobó que todo estaba en orden. Ya podían despegar.

Conectó el interfono:

—Habla Kervit —dijo—. Los generadores están recargados. Podemos zarpar inmediatamente. ¿Falta alguien?

—Jan, tendremos que esperar un poco —contestó Dall por el mismo medio—. Faltan los Rendhow.

—¿Dónde están?

—Salieron muy temprano a cazar. Prometieron volver antes de que se hiciera de noche.

Kervit maldijo en silencio.

—Conectaré la sirena —manifestó—. No me gusta continuar aquí por más tiempo cuando sé que podemos despegar en cualquier instante.

Presionó una tecla, movió el mando de control de intermitencia y fuera de la nave empezaron a oírse potentes sonidos, que alcanzaban hasta veinte kilómetros de distancia. Cada sirenazo tenía una duración de cuatro segundos y estaba separado del siguiente por un intervalo de cinco segundos. Kervit hizo un gesto de enojo.

Dall asomó por la puerta.

—Podemos estar preparados para cuando aparezcan —dijo.

—Sí, pero ellos sabían que hoy terminaría la recarga —contestó el joven malhumoradamente—. ¿Por qué diablos tenían que salir de caza, si no faltaban provisiones?

—Son jóvenes y despreocupados…

—Eso no justifica en modo alguno su actitud. Me parece que cuando lleguemos a Mabrux-K tendré que confinarlos en su camarote, mientras recargamos.

—Sí, puede ser un castigo adecuado —convino Dall.

Transcurrió media hora. Kervit empezaba a ponerse nervioso.

—Antho, quédate un momento —pidió—. Voy al lavabo; si ves a los Rendhow, corta la sirena.

—Descuida.

Kervit dejó la cabina de mando. Tuvo que lavarse las manos, húmedas de sudor, a causa del nerviosismo que sentía. Cuando se las secaba en el chorro de aire caliente, oyó el rápido tintineo de una campana.

—¡Maldición, se acerca una nave! —gruñó.

Abandonó el lavabo y corrió hacia la cámara de mando. De pronto, vio una figura que corría delante de él.

Damaris estaba a punto de alcanzar la escotilla, abierta en aquellos momentos. Kervit dio un par de saltos, agarró el brazo de la joven y tiró con fuerza hacia atrás, derribándola al suelo. Luego accionó el mando de cierre de la escotilla.

—¡Jan, vienen los Rendhow! —gritó Dall en aquel momento.

Los tañidos de la campana continuaban incesantemente.

—¡También se nos acerca una nave extraña! —contestó el joven a grandes voces.

Damaris se levantó y le golpeó en el pecho con ambos puños. Kervit la rechazó violentamente.

—¡Déjame, déjame! —gritó ella.

—Ni lo sueñes —contestó Kervit—. ¿Crees que voy a dejar que tus esbirros nos abrasen vivos?

Myrr apareció en aquel instante.

—¿Qué pasa. Jan?

—Llévatela —rugió el joven—. Quería escaparse, ¿comprendes?

—Ven, muchacha —dijo Myrr persuasivamente.

Tranquilo al respecto, Kervit corrió hacia la cabina de mando.

—¡Jan, veo la nave! Parece un bote auxiliar…

Kervit se situó de un salto ante los mandos.

—¡Dónde están los Rendhow? —preguntó.

—Allí, todavía a mil metros…

—No podemos perder ya más tiempo —dijo el joven.

—¡Cuidado! —chilló Dall—. La nave enemiga se nos echa encima.

Kervit levantó la vista. A menos de quinientos metros, un aparato, en forma de lenteja alargada, descendía raudamente hacia ellos.

Tesha y Rol Rendhow estaban aún a unos ochocientos metros de distancia. Corrían desesperadamente, a la vez que hacían señas para que les aguardasen.

De súbito, dos rayos de luz blanquecina descendieron de la nave atacante, encaminándose rectamente hacia la pareja de proscritos. Rol y su esposa se convirtieron instantáneamente en unas estatuas de fuego rojo, que ardieron con vivas llamaradas durante unos segundos.

Ennegrecieron con gran rapidez y se convirtieron en humo antes de que hubiera transcurrido un cuarto de minuto. Dos columnitas de humo apestoso subieron a lo alto, dispersándose en la atmósfera con gran rapidez.

—Oh, no… —se lamentó Dall.

—Las primeras bajas —gruñó Kervit.

Movió una palanca y la astronave saltó brutalmente hacia arriba.

—¡Llevamos rumbo de colisión! —gritó Dall alarmado.

—Lo sé —contestó el joven sombríamente.

La Sin Retorno era una nave gigantesca. Medía casi quinientos metros de largo por unos sesenta de diámetro. Gran parte de su espacio interior, sin embargo, quedaba ocupado por los generadores de propulsión y los tanques de combustible para momentos de emergencia. Menos de una quinta parte estaba destinado a habitáculo y almacén de provisiones y pertrechos.

Pero la otra nave era prácticamente un aeromóvil, que sólo podía moverse en espacios subplanetarios. Cuando se produjo la colisión, y aunque sólo fue un ligero roce, el bote lio una tremenda voltereta en el aire.

Sus dimensiones eran mucho más reducidas, unos treinta y cinco metros de largo, por doce de ancho y tres o cuatro de grueso. El piloto perdió el control y el bote empezó a caer al suelo.

El choque se produjo instantes más tarde. Hubo un gran fogonazo, un enorme chorro de humo y polvo y eso fue todo.

—Al menos, Tesha y Rol están vengados —dijo Kervit.

—Sí, pero habrá una nave nodriza sobre nosotros…

—La eludiremos —contestó el joven.

Y conectó los generadores de sobrepotencia.

Permanecía silencioso, con la vista fija en aquella grisácea penumbra que era el hiperespacio, por donde se movía la astronave a velocidades inimaginables, cuando, de pronto, vio brillar una lámpara en el cuadro de mandos.

Alargó una mano y dio el contacto al interfono.

—Habla Kervit —dijo.

—Jan, ven al salón —pidió Dall.

—Está bien.

Kervit se levantó. Cuando llegó al salón, vio que se habían reunido todos los pasajeros de la nave, incluidos Arphol y Damaris.

Había caras serias. La situación le pareció muy tensa.

—¿Sucede algo? —inquirió.

Dall se puso en pie.

—Jan, hemos acordado esta reunión para que cada uno pueda expresar sus ideas acerca de tu comportamiento —declaró—. Entiéndelo bien; no se trata de un juicio, sino de que todos podamos manifestarnos con respecto a lo que ha sucedido hoy. Una crítica no es una acusación necesariamente.

—Me considero inocente de lo ocurrido —respondió Kervit con voz tensa.

—Pensabas despegar sin los Rendhow —acusó Arphol.

—Es cierto.

—Jan, no puedes actuar así, dictatorialmente, abandonando a uno de nosotros a su suerte —dijo Thapp Hangloss—. Eda y yo creemos que pudiste haber esperado perfectamente a Tesha y Rol.

—¿Esperarlos? Murieron antes de que pudiera hacer nada por ellos —protestó el joven.

—Es cierto —intervino Nevox—. Pero si los hombres del emperador no hubieran disparado contra ellos, tú habrías continuado con la maniobra del despegue, ¿no es cierto?

—Lo admito, no tengo por qué negarlo. Pero quiero que sepáis una cosa; no puedo poner en riesgo la nave y la vida de los demás, por las imprudencias de los menos.

—Habían salido a cazar —dijo Arphol.

—Se les advirtió que no tardasen; estábamos prontos para despegar. Esperamos casi hasta el atardecer —se defendió el joven—. Si hubiesen vuelto tan sólo media hora antes, y deberían haber regresado al mediodía lo más tarde, ahora estarían vivos.

—Supongamos que los soldados de Ithor no hubieran disparado contra ellos. ¿Los habrías abandonado igualmente, teniendo a la otra nave en las inmediaciones? —preguntó Myrr.

—Sí —contestó Kervit rotundamente—. Escuchadme todos; conozco bien esos aparatos pequeños… Había dos de ellos cuando nos disponíamos a despegar de Urton 8. Cada nave estaba artillada con dos piezas de setenta y cinco. Habrían bastado cuatro o cinco disparos, para dejarnos «clavados» aquí, en Dihane… Y no podríamos tener siempre a Damaris como rehén, ni tampoco asesinarla, porque entonces ya no tendríamos su protección. Todavía más —añadió apasionadamente—; si ahora tuviese que repetir mis acciones, lo liaría sin vacilar, pensando siempre en el bien de la mayoría. Insisto en que la culpa fue de los Rendhow…

—Es tu punto de vista, no el nuestro —le interrumpió Arphol—. El caso es que la nave de Ithor no disparó contra nosotros, pudiendo haberlo hecho. ¿Tienes alguna idea de los motivos de esa inhibición? Disparando contra la popa, no habrían causado el menor daño a Damaris y, en cambio, nos habrían inmovilizado a nosotros. Luego, sólo habrían tenido que esperar a que nos rindiésemos, para rescatarla sana y salva. Contesta, Jan, por favor.

—No tengo respuesta para esa pregunta —declaró Kervit orgullosamente—. Pero nadie me hará pensar que no hice lo que debía. Y escuchadme bien: Todavía quedan dos escalas. Si alguien comete una imprudencia semejante, se quedará en tierra cuando llegue la hora del despegue.

—Esa es una decisión que no podrás tomar tú —dijo Dall—. A partir de este momento, te limitarás al gobierno de la nave, pero obedeciendo en todo instante las órdenes que recibas de nosotros y acordadas en asamblea.

—Por tanto, si en determinadas circunstancias te ordenamos despegar o bien permanecer en tierra, lo harás —añadió Arphol.

Kervit miró sucesivamente a todos los presentes. No le gustaba en absoluto lo que estaba sucediendo y no por el orgullo de verse de pronto despojado del mando, sino por que preveía futuros conflictos de muy difícil solución. Todos querrían mandar, nadie obedecería y…

—¿De acuerdo. Jan? —preguntó Myrr, en vista de su silencio.

Era inútil formular advertencias, pensó el joven. No le harían caso y lo tomarían como despecho por la decisión adoptada. Entonces, hizo lo único que podía en aquellos momentos.

Inclinándose, dijo:

—Acataré las decisiones de la mayoría.