I

Corría desesperadamente, sintiendo casi en la nuca el aliento de los hombres que componían la patrulla. Por un instante se echó a reír, diciéndose que era una metáfora, pero lo cierto era que los guardias de la ronda nocturna estaban cada vez más cerca de él. Si le atrapaban fuera de su residencia, podían pasarle muchas cosas, y ninguna buena.

Además, los guardias tenían una ventaja sobre él: usaban propulsores individuales que les permitían moverse a un palmo del suelo y a velocidades de hasta de cien kilómetros a la hora. Él no tenía más que sus pies y los potentes músculos de sus piernas.

El corazón amenazaba con estallarle dentro del pecho. De pronto, vio un hueco oscuro en una pared y, sin dudarlo, se metió en aquel negro agujero. No tenía más armas que sus puños, mientras que los hombres de la patrulla tenían pistolas de todas clases: desde paralizadoras y térmicas, hasta las temibles seccionantes. El jefe de la patrulla podía ser lo mismo un hombre comprensivo que caprichoso. Más bien lo segundo, se dijo, jadeante, mientras trataba de calmar sus nervios.

Los guardias desfilaron por delante de él, sin verle en aquel pequeño hueco negro. Brillaban sus uniformes y relucían sus armas. Jan Kervit apretó los dientes, emitiendo mentales dardos de odio hacia los esbirros del hombre que les oprimía a todos los que eran como él y sólo por el hecho de su nacimiento. En aquellos instantes, le habría gustado tener al alcance de su mano el grueso y seboso cuello de Ithor I, Emperador de Urton 8. Habría apretado y apretado hasta romperle las vértebras…

Pero no eran más que sueños que sabía que no se podrían cumplir. Ithor estaba muy bien protegido y jamás permitiría que un sucio hombre-T manchase el palacio con su sola presencia. Además, ni siquiera salía de su residencia, con lo que la posibilidad del atentado en las calles de la capital quedaba excluida por completo.

Los refulgentes uniformes se alejaron. Kervit dejó pasar todavía algunos minutos antes de proseguir su camino. Luego abandonó su refugio y, un cuarto de hora más tarde, abría una puerta.

La casa, de una sola planta, estaba a oscuras. Pero había alguien despierto.

—¿Eres tú. Jan? —dijo una voz en la que ya se notaba el peso de los años.

—Sí, abuelo, yo soy.

Kervit movió una mano y las luces se encendieron. En la casa sólo había un dormitorio, una sala, que era también comedor y cocina, y algo parecido a un diminuto cuarto de baño. Kervit fue a la cocina, abrió el grifo y llenó un vaso de agua, que bebió con gran avidez.

—Abuelo, siento haber llegado tarde —se disculpó—. Pero, es que, en realidad, tenía que hacerlo. Estuve con los Dall.

—¿Sigues con tu idea, Jan? —preguntó el anciano.

Kervit se volvió bruscamente hacia el hombre que estaba en un viejo sillón y contempló durante unos instantes los ojos que no podían verle y que ya hacía muchos años habían dejado de percibir la luz. El pelo de Lutto Kervit estaba completamente blanco y sus manos en ocasiones temblaban al moverse. No viviría ya mucho, se dijo Kervit tristemente.

Era la única familia que tenía. Cuando el abuelo muriese, se quedaría solo. No sentiría la soledad por sí mismo, sino porque ya no podría conversar más con el anciano ni oír sus relatos sobre el mundo del que procedían y que ningún habitante de Urton 8 había visto jamás ni mucho menos sabía en qué remoto paraje de la Galaxia se encontraba.

—Supongo, Jan, que estás buscando compañeros para el viaje —dijo Lutto con gran tranquilidad.

—Sí, abuelo —admitió el joven—. En principio, los Dall están de acuerdo. También Rassell y Loona Myrr, los Hangloos, los Nevox y… Bien, supongo que podremos convencer a algunos más. La expedición, además de larga, será costosa. Necesitamos fondos para comprar la astronave, pertrechos, provisiones… Todo eso cuesta mucho dinero, abuelo.

—Lo sé, y no puedes imaginarte cuánto me gustaría acompañaros. Pero ya soy demasiado viejo; no me quedan muchos días de vida y sé que no podría llegar al final del viaje. Esto es algo que yo debiera haber hecho hace cien años, cuando me sentía en la plenitud de mis fuerzas, pero entonces fui un cobarde…

Kervit se acercó al viejo y tomó una de sus manos con gesto lleno de ternura.

—No te lo reproches, abuelo. Entonces, hiciste lo que creías que era mejor. Además, la situación no se había agravado tanto como ahora. Hace cien años todavía se os consideraba como ciudadanos con iguales derechos. Ahora…

Los ojos del joven destellaron de cólera, mientras su mano derecha subía hasta el hombro izquierdo. Bajo la tela del sencillo traje que llevaba, podía notar la leve irregularidad de la marca a fuego que había en su epidermis.

—Ahora nos marcan, como a las reses antiguamente. Nos han suprimido una serie de derechos y nos han aumentado las obligaciones… —continuó rabiosamente—. Estamos obligados a llevar esa señal infamante…

—¿Infamante? —exclamó el anciano, irguiéndose en su sillón—. ¡Orgulloso deberías sentirte de tener en tu piel la inicial del planeta del que procedemos! En tu lugar, yo la llevaría constantemente a la vista, para que todo el mundo supiera qué soy.

—Y todos escupirían a mi paso y algún guardia me encerraría por el más fútil motivo —atajó Kervit—. Es cierto, debo sentirme orgulloso por la T que tengo marcada en la piel, no puedo avergonzarme de que me llamen hombre-T… pero deseo dar término a esta situación cuanto antes.

—Las prisas nunca son buenas, Jan —dijo Lutto sentenciosamente.

—Lo sé, abuelo. Por eso nos comportamos con la mayor prudencia posible. Hablaba en sentido metafórico, como puedes comprender. Pero es que la sangre me hierve cuando veo que, por ser un hombre-T, debo estar en mi casa antes de las diez de la noche; cuando veo que podría aspirar al mando de una astronave comercial y tengo que contentarme con ser el barrendero de esa misma nave si quiero ganarme un sueldo… No puedo comprar cosas de un valor superior a las cinco hectalibras… Y, naturalmente, que ni se me ocurra mirar a una nativa, porque lo menos que podría pasarme es que me sometieran a esterilización. ¿Crees, abuelo, justa esta situación, sólo por el hecho de ser descendientes de los hombres que conquistaron la Galaxia?

—No, no lo es —convino el anciano tristemente—. Pero es el destino fatal de toda raza, de todo grupo de gentes, de toda nación, de todo planeta… Hay en la vida de un grupo de gentes, llámese como se llame, tres fases inevitables: ascensión, cénit y caída. Nosotros empezamos a caer hace muchísimos años, mientras que los urtonitas están en la fase de ascensión. Un día caerán, pero no lo verán siquiera los nietos de tus nietos.

—Mientras tanto, es preciso sobrevivir… libremente —dijo el joven con gran apasionamiento—. No aquí, sino en el mundo del que procede nuestra raza y donde todos seremos iguales y nadie podrá oprimir al vecino.

—Pero ya nadie sabe dónde está. Se ha perdido la memoria de su situación en la Galaxia. Han pasado más de tres mil años y nadie volvió a viajar allí desde que llegaron las noticias de la catástrofe.

—Nosotros lo encontraremos, abuelo. —Súbitamente, Kervit se arrodilló ante el anciano—. ¿Es cierto que la Tierra era el planeta más bello de la Galaxia? —preguntó ansiosamente.

Las muertas pupilas de Lutto parecieron encenderse.

—Yo nunca lo vi, ni mi padre, ni el padre de mi padre. Había grandes ciudades, fértiles campos, grandes fábricas, árboles, hierba, mares extensísimos, cielos azules, con nubes blancas, altísimas montañas, con las cumbres nevadas… hermosos anímales, comida abundante… pero también reinaban el odio, la envidia y el rencor, y esos sentimientos fueron los que, al fin, condujeron a la ruina total a la más grande raza humana que ha conocido el Universo. Llegamos a la cima, no supimos mantenernos y nos despeñamos miserablemente…

—Nosotros no alcanzaremos la cima; nos conformamos con instalarnos en la base de la montaña. ¡Pero tiene que ser allí, en la Tierra! Y, sin embargo, nos faltan tantas cosas para poder emprender el viaje…

—Jan, yo ya soy viejo y tengo frío en el corazón pero, sin embargo, creo que puedo ayudarte. Unyx, el mercader, me debe un favor. Nunca se lo pedí. Ve a verle y dile que te ayude. Si te pone objeciones, háblale de mí y de lo que hice por él, sesenta años atrás.

—¿Crees que lo recordará, abuelo?

—Un hombre recuerda siempre el momento en que estuvo a punto de perder la vida —contestó Lutto—. Unyx vive aún y ha llegado hasta su elevada posición, gracias a que yo le salvé.

—Está bien, hablaré con él, pero, aun así, necesitaremos muchísimo dinero…

El anciano sonrió.

—Sé dónde hay unos cartuchos con grabaciones auténticas de la historia de la Tierra —dijo—. La Fundación Impe rial para la Cultura te pagaría lo que pidieses por esas cintas.

—Podemos necesitarlas nosotros…

—Antes de venderlas, saca unas copias y escóndelas. No digas que lo has hecho y así te evitarás problemas. Luego, ve a la FCI y…

—¿Dónde están las grabaciones, abuelo? ¿Hay en ellas algún indicativo de la ruta que debemos seguir?

—No, eso no, pero si conocerás a fondo la historia de la Tierra y eso te ayudará mucho, si un día consigues encontraras de nuevo. En la pared Sur de mi dormitorio…

Unos fuertes golpes interrumpieron de pronto al anciano. Alarmado, Kervit se puso en pie de un salto.

Los golpes se repitieron. Bruscamente, alguien dio una patada a la puerta, haciéndola saltar de sus goznes. Tres o cuatro hombres irrumpieron en la casa, pistola en mano.

—¿Jan Kervit? —preguntó el jefe de la patrulla.

—Yo soy —dijo el joven, adelantando un paso.

—Tienes que acompañarnos. Estás arrestado.

—¿Por qué, si se puede saber?

—Te han denunciado por estar fuera de tu alojamiento pasada la hora señalada. Vamos, ven con nosotros…

El joven se cegó. Aquel arresto significaba trabajar de sol a sol en algún lugar enormemente alejado de la capital, sometido a un régimen inhumano, tratado como una bestia de carga… En un segundo, vio que sus ilusiones se habían disipado como la niebla matutina al influjo de los primeros rayos del sol.

Atacó. Atacó enloquecidamente, pensando sólo en la huida… Golpeó pechos, vientres, rostros…

Una pistola chasqueó de pronto y en la habitación se produjo un súbito aumento de la temperatura. Kervit se distrajo un instante. En el sillón ya sólo había unas volutas de humo. Su abuelo se había volatilizado al recibir de lleno la descarga térmica, dirigida a él. En el mismo instante, sintió un fuerte golpe en la sien y cayó de rodillas repentinamente débil.

—Vamos —gruñó el jefe de la patrulla—, ya hemos perdido demasiado tiempo.

Dos manos le cogieron por debajo de los sobacos. Kervit se resignó; ya no podía luchar contra lo inevitable.

Jamás varía la Tierra, se dijo; ya no podría viajar al planeta de sus antepasados. Moriría en algún oscuro rincón de Urton 8, sin que nadie se preocupara por su suerte…

—¡Dejad a ese hombre! —sonó de repente una voz de tonos autoritarios.

Los guardias se cuadraron rígidamente. Aún de rodillas, Kervit alzó la mirada y vio a un hombre sencillamente vestido, pero en cuyas hombreras resplandecían las insignias de coronel.

El recién llegado devolvió los saludos con aire negligente.

—¿Qué ha hecho? —preguntó.

—Denunciaron que estaba fuera de su residencia, una vez pasado el plazo reglamentario, señor. Le perseguimos, pero consiguió escapar. Luego, calculé que habría regresado a su casa…

—Habéis tenido que usar las armas.

—A uno de mis hombres se le escapó un tiro cuando el detenido intentó resistirse al arresto, señor. Ha muerto un hombre muy viejo que vivía en esta casa, pero fue un accidente completamente fortuito.

—Está bien, aunque es evidente que este sujeto ha quebrantado la ley, la falta, sin embargo, no es demasiado grave. Si ha muerto su amigo…

—¡Era mi abuelo! —protestó Kervit salvajemente.

—ya ha purgado su culpa —siguió el coronel, impasible—. Pero no le permitiremos que vuelva a quebrantar la ley nuevamente. ¡Marchaos!

El jefe de la patrulla saludó y se llevó a sus subordinados. Kervit se puso lentamente en pie, todavía con la sien dolorida causa del golpe que le habían asestado con el cañón de una pistola.

—Soy el coronel Rabkhel Renart, de la Guardia Imperial —se presentó el otro—. ¿Tu nombre?

—Jan Kervit, número A-E-4407, hombre-T —dijo el joven irritadamente, a la vez que se remangaba para enseñar la parte alta del brazo izquierdo—. Aquí está mi marca, como ordena la ley, señor.

—Siento lo ocurrido, Kervit —dijo Renart—. Pero la culpa es tuya, por estar fuera de tu casa después de las diez de la noche.

—Me retrasé, excelencia…

Hubo un instante de silencio. Los dos hombres se contemplaron recíprocamente. Kervit vio a un sujeto de unos cuarenta años, alto, delgado, de ojos penetrantes y nariz aquilina que sonreía de forma enigmática. Se preguntó por qué todo un alto oficial de la Guardia Imperial se dignaba interceder en favor de un paria como él.

—No vuelvas a hacerlo, Kervit —dijo Renart.

—Sí, señor.

—Tu abuelo ha muerto. ¿Tenías más parientes?

—No, excelencia. Mis padres murieron cuando yo era un niño. Él se encargó de cuidarme…

—Lo siento. Aunque se convirtió en humo, podrás celebrarle un funeral según vuestras costumbres.

—Gracias, señor.

—Ten siempre presente la ley, Kervit.

Renart ya no dijo más y se marchó. Kervit se quedó solo, sin comprender todavía los motivos por los cuales le había salvado aquel hombre. ¿Un rasgo de generosidad hacia un proscrito?

Luego volvió los ojos hacia el vacío sillón. El abuelo ya no estaba allí. Sólo quedaba una mancha negruzca en el respaldo. Sin poder contenerse, llevó las manos a la cara y rompió a llorar.