II
—¿Así que tú eres el nieto de Lutto Kervit?
—Sí, señor.
Unyx, el mercader, emitió una ligera sonrisa.
—Puede decirse que le debo todo lo que soy. Sin embargo, nunca me pidió nada. Era un hombre orgulloso.
—Honesto, diría yo, señor —contestó Kervit, en pie, respetuosamente, ante el lujoso escritorio tras el cual se hallaba si mercader.
—Sí, también es cierto. ¿Y quieres…?
—Una astronave, pertrechos y provisiones.
Unyx entornó los ojos.
—Eres modesto pidiendo —murmuró—. ¿Sabes cuánto costaría todo eso, muchacho?
—Bastante, supongo. Pero como soy un hombre-T, no tengo idea del valor total…
Unyx se puso en pie. Era un hombre de mediana estatura, grueso, con una gran papada y las manos llenas de anillos. La túnica que le cubría era de hilos de oro puro, sujeta al hombro izquierdo por un gran broche estallante de piedras preciosas.
—Muchacho —dijo—, le debo mucho a tu abuelo, es cierto. Pero también es verdad que, ante todo, soy un mercader. Yo, me imagino para qué quieres la nave y estoy dispuesto a proporcionártela. Si quieres perderte en el espacio, allá tú…
—¿No ha estado nunca en la Tierra?
Unyx soltó una carcajada.
—¿Yo, en aquel miserable planeta? Ni por todos los diamantes de la Galaxia se me ocurriría ir allí, aunque supiera dónde está. No, amiguito, te juro que viajar hasta la Tierra no entra dentro de mis planes. Una vez cometí una locura, la única en mi vida; por eso me salvó tu abuelo. Y no voy a repetir una cosa semejante.
El mercader hizo una pausa para servir dos copas de vino, una de las cuales entregó al visitante.
—Ante todo, los negocios —continuó—. Arriesgo mucho, pero tengo valedores ante el Emperador. Puedo resolver fácilmente los problemas que esto pueda plantearme, pero en modo alguno estoy dispuesto a poner dinero de mi bolsillo. Únicamente, y porque se trata de ti, rebajaré un poco el precio.
—¿Cuánto, señor? —inquirió el joven ávidamente.
—Lo que necesitas te costaría doce… Está bien, te lo dejo en diez megalibras. Busca esa suma y tendrás la nave pertrechada y aprovisionada.
Kervit se quedó helado.
—Pero, señor…
—Ya no puedo rebajar un solo centésimo más —le atajó el mercader—. Y es un precio barato; a un traficante le cobraría no menos de quince megalibras. Cuando me traigas esos diez billetes, serás el dueño de la astronave y podrás ir adonde se te antoje o pegarle luego. Adiós.
Kervit se encontró en la calle antes de tener tiempo de reaccionar. Abrumado, se preguntó dónde podría encontrar diez megalibras. Era una suma inmensa, completamente fuera de sus posibilidades.
—De modo que ese viejo buitre pide diez megalibras —dijo Antho Dall, a la vez que tendía una copa a su visitante.
—Ni un centésimo menos —contestó Kervit.
Dall se volvió hacia su esposa.
—¿Cuánto dinero tenemos, querida?
—Seis mil hectalibras, amor —contestó Syra Dall—. Los Hangloss podrían aportar siete mil más: entre los Myrr y los Nevox reuniríamos diez o algo así… Podríamos conseguir, tal vez, otras cinco mil, pero el total no llega a las dos megalibras.
—Imposible conseguir una megalibra y media —declaró Syra—, me lo dijo él mismo, pero es un tipo que no me gusta demasiado. Muy violento, muy dado a mandar, nada mesurado…
—Pero es un excelente piloto —alegó Kervit—. Me ayudaría mucho en el gobierno de la nave. Es de los pocos hombres-T que no ha sido desposeído de su rango, aunque ahora no vuela por el espacio.
—Sí, eso es cierto —convino Dall—, bueno, siendo uno solamente, tendría que atenerse a la voluntad de la mayoría. Pero aun así, suponiendo que aceptase tomar parte en el viaje, sólo habríamos reunido tres megalibras y media. ¿De dónde sacamos las restantes seis y media?
Kervit se pellizcó el labio inferior.
—Quizá yo pueda conseguirlo —respondió—. Antho, ¿querrás encargarte de hablar con Lenn?
—Desde luego. ¿Tienes esperanzas de…?
—Tal vez —dijo el joven, mientras se encaminaba hacia la puerta—. Antes de veinticuatro horas, sabré si podemos viajar a la Tierra… o debemos abandonar toda esperanza.
—Sé prudente —le aconsejó Syra cuando ya salía—. No des ocasión a que los esbirros de Ithor te pongan la mano encima.
—Descuida —contestó Kervit.
Volvió a su casa. Era una mísera vivienda de madera y no le costó mucho arrancar unas cuantas tablas, debajo de las cuales encontró una caja plana, que vio repleta de cintas de video.
Era la historia de la Tierra y tenía que venderla, para poder viajar al planeta del que sus antepasados habían salido trescientos siglos antes. Pero antes obtendría una copia de cada cinta, tal como le había recomendado su abuelo.
El ujier, lujosamente uniformado, le miró con desprecio nada disimulado. Kervit soportó estoicamente los gestos de asco que hacía el sujeto. Prudencia, se repetía a sí mismo una y otra vez. Era un paria, un proscrito, y el menor ademán podía echar a perder todos sus planes. No siempre, se dijo, iba a tener a su lado al coronel Renart para protegerle.
—Está bien —dijo el ujier—, te llevaré a presencia del vicedirector de la Fundación. Ella decidirá lo que sea.
—Ah, es una mujer —murmuró Kervit.
—De alto rango. Tiene tres reverencias, ¿comprendes?
—Sí, señor.
Tres reverencias significaban, indudablemente, una elevadísima posición social. Se preguntó qué grado de nobleza poseería la vicedirectora de la Fundación Imperial de Cultura. «Casi hija del emperador», se contestó a sí mismo.
Momentos después, entraba en un sencillo despacho. Una joven, de cabellos oscuros y piel ligeramente tostada, le miró inquisitivamente.
—Soy Damaris D'Ithor —se presentó, mientras el visitante hacia las tres reverencias prescritas por el protocolo.
Kervit ahogó un grito de sorpresa. La vicedirectora llevaba el apellido que era el nombre del Emperador. Tenía que ser pariente próximo a la fuerza, pensó.
—Me llamo Jan Kervit, noble señora —dijo—. Conozco el interés que la Fundación tiene por el planeta Tierra y deseo venderte doce cintas con su historia.
Las finas cejas de Damaris se alzaron en un inequívoco gesto de sorpresa.
—¿Has dicho la historia de la Tierra?
—Sí, señora…
—¿Dónde están las cintas?
—He traído una de muestra. Cuando nos ajustemos en el precio, te entregaré las once restantes.
—Muy bien. Si el precio es conveniente… ¿Cuánto pides?
—Diez megalibras, señora. —Kervit decidió que siempre habría tiempo de rebajar, pero, con gran asombro por su parte, oyó la respuesta afirmativa de la joven.
—Si son interesantes, la Fundación pagará lo que pides —dijo ella sin inmutarse—. Por favor, deja que examine la cinta de muestra.
Kervit se la entregó. Damaris insertó el cartucho en el alvéolo correspondiente y luego pulsó el mando de contacto.
Un cuarto de hora más tarde, desconectó la pantalla de imágenes.
—Trae las once cintas restantes. Tendrás preparado un cheque…
—Diez billetes, por favor, señora.
Ella volvió a arquear las cejas.
—¿Por qué?
—Son… motivos personales, señora.
Hubo un instante de silencio. Los ojos de Damaris eran extrañamente verdes, como de gato. Ella misma poseía una silueta escultural, de contornos felinos, puesta de relieve por el ajustado traje de una sola pieza, de color verde profundo. El pelo, castaño oscuro, con reflejos dorados, era corto, en melena de paje. Kervit se sentía extrañado de ver a una joven tan hermosa situada en un puesto tan elevado.
Ella sonrió, adivinando sus pensamientos.
—Muchos piensan que he llegado aquí merced a lazos de sangre —dijo suavemente—. Pocos, en cambio, saben que tengo el doctorado en Historia Galáctica. Mi… parentesco con su majestad sólo se traduce en el derecho a las tres reverencias marcadas por el protocolo.
—Siento haberte ofendido, señora. Ignoraba tal circunstancia —se disculpó el joven.
—La vida palaciega no me atrae en absoluto —declaró Damaris—. Aquí me siento mucho más a gusto… Pero, dime una cosa, tú que eres un hombre-T… ¿Es tan bella la Tierra como se dice?
—Lo era, lo fue… aunque sospecho que vuelve a ser un planeta hermoso y agradable. Sin embargo, nadie sabe dónde está…
—Sí, se perdió la memoria de la ruta que permitía llegar hasta él —concordó la joven—. Sin embargo, y a pesar del tiempo transcurrido, vosotros no lo habéis olvidado nunca.
—Tú naciste en Urton 8. ¿Podrías olvidar a tu planeta si te desterrasen de él?
—¡Pero es que vosotros no sois desterrados! Vinisteis aquí por vuestra propia voluntad…
—No sentiríamos añoranza de la Tierra si se nos considerase en igualdad de condiciones con los urtonitas, noble señora —dijo el joven—. Yo, y mis padres y los padres de mis padres, nacimos aquí… ¿Por qué hemos de ser proscritos, sólo por el simple hecho de no ser de una raza originaria de Urton 8?
—Lo siento, yo no hago las leyes…
—Es cierto, pero no por ello dejas de ser una urtonita y no necesitas ser marcada a fuego, como nosotros.
—Deploro vuestra situación, pero no puedo hacer nada. La verdad, mis… relaciones con su majestad no son demasiado buenas. Al emperador no le gusta que trabajen sus parientes —Damaris sonrió—. Su majestad piensa que un miembro de la casa imperial debe limitarse a vivir de acuerdo con su rango, sin necesidad de mover un solo dedo que le sirvan todo cuanto le apetezca.
—Tú honras a tu alta estirpe con tu trabajo —alabó Kervit—. Lo que haces, tu comportamiento, te confiere una nobleza mil veces superior a la que posees por nacimiento.
—Eres muy amable —contestó ella—, ¿traerás las cintas restantes?
Kervit se inclinó profundamente.
—Soy tu obediente servidor, noble señora —dijo—. Las tendrás mañana a estas horas.
—Y tú tendrás tus diez billetes de megalibra.
Kervit abandonó el despacho. En uno de los corredores, de repente, se encontró con un rostro conocido.
—¡Lenn! —exclamó.
El hombre se detuvo y le miró sonriente.
—¿Qué haces aquí, Jan? —preguntó.
—Lo mismo podría decir yo de ti, Lenn Arphol, ¿no te parece?
Arphol se echó a reír. Era un hombre joven, de unos treinta y cinco años, bien parecido, salvo por los ojos demasiado juntos que, a veces, daban la impresión de que era bizco. Kervit apreció en sus manos un montón de cartuchos de video.
—Creí que lo sabrías —contestó Arphol—. Soy archivero.
—Oh… Los Dall no me dijeron nada…
—Quizá se olvidaron. Pero… —Arphol bajó la voz bruscamente—. Seré un buen copiloto. Jan.
—Eso espero. Lenn.
—¿Has hecho trato con Damaris?
—Sí, desde luego.
—Eres un tipo estupendo. Volveremos a vernos muy pronto, cuando abandonemos este maldito planeta de una vez para siempre.
—Sí, será un viaje sin retorno. Lenn, me alegro de haberte saludado.
—Lo mismo digo. Jan.
Los dos hombres se estrecharon las manos. Luego, Kervit se encaminó hacia la salida, sumamente contento, porque la entrevista con Damaris había resultado un éxito completo.
Sí, abandonarían Urton 8 y llegarían a la Tierra, se dijo, lleno de confianza en el futuro.