VIII

Casi no había salido de su asombro, y habían pasado ya cinco horas, cuando, de pronto, al remontar una loma, vieron un grupo de casas, situadas en el fondo de un valle, abundante en vegetación.

—De modo que en Urton 8 nadie sabe que Unyx tiene aquí un puesto comercial —dijo Damaris.

—Aún ignoran más cosas —sonrió el joven—. Pero ya lo sabrás cuando hablemos con Shanda.

Al fondo, se veían unas montañas completamente cubiertas de nieve. En algunas zonas, también se divisaban extensas manchas blanquecinas. Había algunos charcos helados, lo que indicaba que, pese al sol, la temperatura no había pasado de los cero grados.

El puesto comercial constaba de una docena de edificios, construidos parcialmente con madera, aunque también abundaba la piedra. Damaris pudo apreciar una notable actividad. Dos automóviles entraban en aquel momento, arrastrando sendos remolques, pesadamente cargados. Tres más salían, con los remolques vacíos.

—Para llenarlos de… ¿De qué, Jan?

—Pieles, sobre todo, pero no desdeñan el oro y las piedras preciosas, así como el marfil y las maderas preciosas.

—Y todo eso lo importa Unyx.

—Sí, pero jamás descubre el origen de sus importaciones.

—¿Cuántas personas viven en el fuerte, Jan?

—Unas cincuenta. Todos eran descendientes de terrestres.

Hace ya muchísimos años se produjo una emigración clandestina, de unas seis parejas. Pero encontraron que Falkus 7-A es un planeta muy agradable y decidieron no correr riesgos buscando la Tierra.

—Comprendo. Así, pues, en Urton 8 se ignora la existencia de esta colonia.

—Sí.

—Y, sin duda, por esta razón, Arphol continúa todavía encerrado en su camarote.

—Lo desembarcaremos en los antípodas y, seguramente, como hay océanos, en alguna isla de la suficiente extensión para que él y Wynia no pasen necesidades, pero así evitaremos que un día puedan llegar hasta aquí y se desvele el secreto.

—Imagínate que quiero quedarme…

Kervit sonrió.

—Aquí, Shanda es el rey y su palabra es obedecida sin discusión. No creo que te permita quedarte, porque tú revelarías el secreto del puesto comercial.

—Eres un tipo astuto, pero también repugnante. Me pones la miel en los labios y luego retiras la cuchara.

—No he asegurado rotundamente que Shanda se niegue a recibirte y a alojarte en el puesto hasta que llegue una de las naves de Unyx. Es lo más probable, pero no absolutamente seguro. En todo caso, no creo que te revele lo que a mí me va a decir.

—¿Qué es, Jan?

—La ruta de la Tierra.

Damaris se puso una mano en la boca. El automóvil estaba llegando ya a los primeros edificios y algunas personas les miraban con curiosidad. Kervit detuvo el vehículo y levantó la cúpula.

Un hombre, de abundante barba entrecana y notable corpulencia, se acercó al coche.

—¿Quiénes sois? ¿Qué buscáis? —preguntó.

—Me llamo Jan Kervit. Ella es Damaris D’Ithor. Buscamos a Rhybor Shanda.

—Yo soy —contestó el sujeto—. Pero, ¿cómo habéis sabido…?

—Unyx nos envía. Mejor dicho, me envía a mí. Me dio una contraseña: Ochenta, ochenta, más ciento dos, más doce, menos ocho setenta y cinco.

Shanda sonrió a través de su espesa barba.

—No hay duda —dijo—. Te envía Unyx. Seguidme, por favor.

La cena fue exquisita, abundante en platos deliciosamente cocinados, en un comedor rústico, pero con grandes lujos. Había velas en la mesa de madera pulida como un espejo y las llamas ardían alegremente en una chimenea capaz de contener un elefante. La señora Shanda, una atractiva mujer de unos cuarenta años, resultó una perfecta anfitriona y, tras el último plato, sirvió café y licores.

—Como hace tres mil años —dijo Damaris, complacida.

—Conoces la historia de la Tierra —sonrió Shelly Shanda.

—Sí, bastante.

—No somos descendientes de terrestres, pero nos damos cuenta de que algunas de sus costumbres eran muy agradables.

—Lo estoy apreciando —sonrió Damaris.

De reojo, observó a Kervit, quien conversaba en voz baja con el comerciante. Al cabo de un rato, el joven se puso en pie.

—Te agradecemos tu hospitalidad, Rhybor —dijo.

—Para mí ha sido un honor, sobre todo, teniendo en cuenta que ella es la hija de Ithor —respondió Shanda—. Por desgracia, no puedo permitirla que se quede en el puesto, hasta que llegue uno de las astronaves de Unyx.

—Rhybor, antes has mencionado mi parentesco. ¿Sabes lo que te ocurriría si mi padre supiese que colaboras en el secuestro de que soy objeto? —preguntó Damaris sin levantar apenas la voz.

Shanda sonrió enigmáticamente.

—Muchacha, una vez hablé con tu padre, hace cosa de diez años. Entonces, me dijo la siguiente: «Ni mi hijo, el príncipe heredero, debe conocer este secreto. Ya lo sabrá cuando yo haya muerto, pero, por el momento, el puesto comercial debe permanecer ignorado de quienes no tienen relación directa con él».

—No lo sabía… —declaró ella, confusa.

—Tu padre, naturalmente, no puede aprobar el secuestro, pero ni por recobrarte permitiría que se divulgase la existencia de este puesto comercial.

—Pero, ¿por qué? ¿Qué interés puede tener él…?

Shanda lanzó una tremenda carcajada.

—Exactamente, el cincuenta por ciento —contestó.

Damaris se sintió atónita.

—¡Es socio de Unyx! —exclamó.

—Se reparten los beneficios por mitad. Y, créeme, el puesto da a ganar fortunas enteras todos los años. Pero no te preocupes; algo te tocará en la herencia, cuando él muera. ¿No es cierto. Jan?

—Sí, supongo —convino el joven.

Shanda se puso en pie.

—Bien, la velada ha terminado —dijo—. Damaris, siento no poder ofrecerte una habitación individual. Tendrás que dormir en la misma que Kervit, aunque, desde luego, hay dos camas. Shelly, acompáñalos, ¿quieres?

—Con mucho gusto, querido —respondió la señora Shanda.

Damaris se sentía aturdida. En u principio, intentó negarse, pero, después de reflexionar brevemente, decidió aceptar el ofrecimiento.

La estancia era grande y había una chimenea, con troncos ardiendo, que caldeaba agradablemente el ambiente. Apenas estuvieron solos, Damaris puso las manos en los costados y se enfrentó con el joven.

—De modo que mi padre es socio de Unyx.

—Sí, ya lo has oído.

—Y tú no habías dicho nada…

—Tenías que oírlo por ti misma. Los beneficios que proporciona este puesto comercial son incalculables. Ni siquiera el primer ministro lo sabe.

—Y a ti, sin embargo, te lo dijo Unyx.

—Debía un favor a mi abuelo y lo devolvió en mi persona. Pero, además, sabía que yo no lo repetiría, porque no pienso volver a Urton 8.

—Comprendo. Pero, aparte de eso, ¿cómo sabias que Sandha conoce la ruta de la Tierra?

—Shanda y su equipo hacen un viaje todos los años y traen cosas que aquí no se encuentran, aunque declaren oficialmente que proceden de este planeta. En cuanto a ti, es decir, en lo referente a tu situación… bien, ya lo has oído; si tuviéramos prisionero a tu hermano, el príncipe heredero, tampoco le permitiría quedarse en el puesto.

Sonriendo, Kervit empezó a quitarse la camisa.

—Estoy cansado —añadió—. Y no temas, no voy a hacer nada que pueda herir tus sentimientos. Lo único que deseo es dormir.

Ella apretó los labios.

—De modo que no me queda otra solución que resignarme —dijo.

—Así es.

Volvió el silencio. Un cuarto de hora más tarde, cada uno en su lecho, ella volvió a hablar, mientras miraba fijamente las llamas que danzaban alegremente en la chimenea.

—Entonces, Jan, tú conoces ahora la ruta de la Tierra —dijo.

Kervit no contestó. Damaris volvió la cabeza y ocultó una sonrisa.

El joven dormía profundamente. De pronto, pensó que no le desagradaba del todo conocer un planeta que había llegado a conseguir una fama mítica y no solamente entre los descendientes de sus nativos, sino también entre los auténticos urtonitas.

Luego sintió que la vencía el sueño y cerró los ojos.

El automóvil era también anfibio, lo que significaba que podía por la superficie de las aguas. Bajo la cúpula, viajaban cuatro personas: Arphol, Wynia, Kervit y Dall.

La nave había aterrizado en los antípodas del puesto comercial, a unos dieciocho mil kilómetros de distancia. Ahora se iba a cumplir la sentencia dictada contra el homicida.

Arphol permanecía silencioso, ceñudo, con las manos atadas todavía. Dall lo vigilaba, con un fusil preparado para evitar reacciones imprevistas.

El aparato cruzaba un brazo de mar de unos cincuenta kilómetros de ancho. Hacía más de una hora que habían partido y aún no divisaban la costa de la isla en que Arphol y Wynia iban a ser abandonados.

La isla poseía todo lo suficiente para la vida. Tenía unos seis mil kilómetros cuadrados y había animales y abundante agua potable, así como árboles y plantas comestibles. Era una sentencia dura, pensó Kervit, pero absolutamente justificada, dadas las circunstancias.

En su fuero interno, admiraba a Wynia. Ella había sido, en buena parte, la causante del suceso, pero había decidido quedarse con Arphol. Seguramente, con aquella decisión, quería redimir la parte de culpa que le correspondía en aquellos desagradables hechos.

Una línea azul apareció en el horizonte. Sesenta minutos más tarde, el automóvil tocó la arena de una playa, rodó cien metros y se detuvo.

Kervit saltó fuera en primer lugar. Luego desembarco Wynia. Dall se apeó a continuación y entregó el fusil al joven, para poder desatar al condenado.

Arphol se apeó en silencio, ceñudo, hosco. Había odio en su mirada, aunque no pronunció una sola palabra.

Dall sacó unos cuantos paquetes, que dejó en el suelo.

—Aquí hay todo lo necesario para que podáis empezar una nueva vida —dijo—. Naturalmente, no os dejamos armas de fuego. Pero no será difícil construir arcos y flechas Sólo se necesita paciencia y un poco de habilidad.

Wynia asintió.

—Tengo buenas manos —contestó.

—Lo celebro. Lenn, ¿tienes algo que decir antes de que nos marchemos?

Hubo un espacio de silencio. Kervit tenía la mirada fija en el rostro del condenado.

Repentinamente, Arphol, lanzó una estridente carcajada, a la vez que levantaba un brazo.

—Sí, tengo algo que decir —contestó—. ¡Ahí vienen los que os van a dar vuestro merecido! Kervit se sobresaltó. Alzó la vista y divisó el aeromóvil que descendía raudamente hacia el suelo. La distancia era todavía grande y no podía ver sus insignias, pero, en aquel momento, adivinó que Renart les había alcanzado de nuevo.