CAPITULO XI
Los mineros reían alegres y jubilosos, mientras subían al autobús que les llevaría a pasar el fin de semana en Stockton Wells. Sólo quedaban en la mina los encargados de mantenimiento, quienes descansarían a partir del lunes siguiente. Los casados se sentían felices de volver a estar con las familias En cuanto a los solteros, ansiaban llegar a la cantina, para saciar la sed acumulada en cinco días de duro trabajo.
En la cantina no había chicas. Muchos de los solteros llamarían un taxi por teléfono para ir a El Cajón o a Great Ridge, en donde las mujeres pintadas les alegrarían todavía más el descanso semanal. El trabajo en la mina, aunque bien remunerado, era duro.
Dell Halvorson, el capataz, fue el último en subir y se sentó al lado del conductor.
—¡Arranca, Joe!
—Me llamo Stuart — se quejó el conductor. Llevaba tres años en el empleo y Halvorson no había pronunciado su nombre más que el día en que le contrató.
—Sí, Joe —rió el capataz.
Detrás de los dos hombres, había alegres conversaciones. Durante un buen rato, el autobús rodó a moderada velocidad, dadas las numerosas curvas del camino. Luego encontró un tramo recto y el conductor aceleró. Detrás del vehículo, quedaba una densa estela de polvo blanquecino.
Un poco más adelante, Stuart se dispuso a afrontar un badén en el camino. Las pendientes eran bastante pronunciadas. Cuando iniciaban el descenso, se oyeron dos estallidos.
El vehículo se bamboleó. Casi en el acto, sonaron varios estampidos más. El autobús se ladeó un poco, pero Stuart consiguió dominarlo y dejarlo detenido en el fondo de la barrancada.
—¡Maldita sea! — gritó —. Pero ¿qué ha pasado aquí?
Halvorson se tiró fuera del autobús. Su ancha frente se pobló de arrugas instantáneamente, al ver todos los neumáticos del autobús completamente deshinchados.
—Esto no es natural —dijo en el acto.
—Pero ¿quién diablos ha hecho esta canallada? —grito uno de los mineros.
Halvorson retrocedió lentamente, a la vez que barría el polvo con la bota derecha. De pronto, vio algo y se agachó a recogerlo.
—Allí tienes, Joe —dijo—. Esa es la causa de nada menos que seis pinchazos.
Stuart atrapó al vuelo aquella cosa que tenía cuatro puntas duras y afiladas, ninguna de las cuales media menos de tres centímetros. Algunos mineros empezaron a moverse y Halvorson los frenó con una seca orden:
—Cuidado! Hay más tachuelas escondidas en el polvo y os atravesarían la suela del zapato como si estuviese hecha de cartulina barata. — Volviéndose hacia el chófer, le preguntó—: ¿Cuántos neumáticos tienes de repuesto, Stuart?
La cosa era demasiado grave cuando le llamaba por su nombre, pensó el conductor.
Pero no era ocasión de andarse con chiquillerías.
—En el autobús llevo dos. Hay otras dos más en el campamento...
—¿Podremos rodar con sólo cuatro cubiertas?
—Si no hay más tachuelas Faltan ochenta kilómetros y no resultaría nada agradable quedarse parado en medio del desierto:
Halvorson torció el gesto.
—Hasta el lunes no llegará la caravana de camiones de carga — murmuró — Pero en la mina hay cuatro carretillas de motor. Hay también media docena de remolques, que se pueden enganchar a las carretillas. Cuatro hombres, con Stuart, volverán a la mina y se traerán las carretillas, con los remolques y las ruedas de repuesto del autobús. Stuart, trae también algunas latas con agua.
—Sí, señor.
—Los demás, aquí, aunque sea a mano, a limpiar el camino de tachuelas. Claro que hay matojos secos que pueden servir como escobos también, pero lo que importa es eliminar esos chismes que nos ha dejado algún gracioso... al que yo voy a dejar inútil para toda la vida, cuando me lo eche a la cara y le pegue una patada en donde todos nos imaginamos. ¡Joe, vamos — añadió Halvorson con voz de trueno —, no te estés ahí parado! Hay diez kilómetros hasta el campamento y cuanto más tardes en arrancar, más tardarás en volver' Las familias de los casados empezarán a ponerse nerviosas y... ¿por qué diablos nos han jugado esta mala pasada? —se preguntó pensativamente.
Cuando ya empezaban a andar, Joe se volvió hacia el capataz.
—Dell, ¿llamo por radio a la señorita Colfare?
—Inténtalo, pero no sé qué diablos pasa. Ella no contesta desde ayer. En fin, prueba, ¡pero date prisa, demonios!
Los enormes puños del capataz se abrieron y cerraron convulsivamente.
—Si agarro al que nos ha hecho esta jugarreta...
* * *
Perry Kent pasó por delante de la cerrada oficina del alguacil y contempló durante un instante los tres círculos negros que el asesino había dejado antes de cometer su crimen. Un signo fatal, se dijo.
Siguió andando. Un poco más adelante, consultó su reloj de pulsera. Las siete y diez minutos. ¿Por qué no había llegado ya el autobús de los mineros? Claro que diez minutos de retraso no tenían ninguna importancia, pero se hubiese sentido más tranquilo de verse respaldado por sesenta hombres fuertes y capitaneados por el enérgico sujeto que era Dell Halvorson. Bueno, ya no tardarían mucho en llegar.
Max Cromwell estaba en la puerta de su casa, silencioso, imperturbable, con el rifle al brazo. Kent sabía que el hombre había jurado disparar contra Blount apenas le echara la vista encima y sin pensar en las consecuencias posteriores.
Momentos después, entraba en la cantina. Eulalia salió a su encuentro.
—He hecho lo que usted me dijo, señor — murmuró en voz baja.
—Gracias, Eulalia.
—Pero tenga mucho cuidado...
—No pase pena. Váyase tranquila; su esposo está al llegar. Y déle lo que él espera después de cinco días. Eulalia soltó una risita.
—No es él solo quien lo espera — contestó.
—¿Quién más, Eulalia?
—Pero, hombre... ¿Acaso puede pensar que hay otro? Mi Ceferino es muy, muy macho...
Eulalia se marchó riendo, a la vez que sus anchas posaderas se movían aparatosamente. Kent buscó una mesa y llamó ni camarero.
—Whisky, por favor. Y una baraja también.
—Sí, señor.
Kent revolvió los naipes y empezó a jugar un solitario. Un hombre se le acercó a los pocos momentos.
—Me han avisado que quería verme — manifestó Wedding.
—Siéntese, por favor. Greg le servirá un trago ahora mismo.
Wedding agarró una silla. Clem Rooster apareció a los pocos momentos.
—¿Qué pasa, Mark? — preguntó. Wedding señaló al forastero.
—El señor Kent tiene que decimos algo — respondió.
—Cuando estén todos los que faltan — sonrió Kent —. Si mis informes son exactos, pronto llegarán Will Fanzer, Link Coogh y Max Cromwell. Son todos los que he citado — explicó.
Poco a poco, aparecieron los nombrados. Cromwell llegó con su inseparable rifle.
—¿Se ha llegado a una conclusión? —preguntó desabridamente.
—Se llegará, muy pronto —respondió Kent, a la vez que barajaba los naipes—. ¡Greg, otra botella!
—Sí, señor.
Kent hizo unos rápidos juegos malabares con las cartas. De repente, lanzó una al centro de la mesa.
—Dicen que el as de picas simboliza la muerte — sonrió—. Me pregunto a quién le tocará esa carta.
—¿Tiene algo que ver con su... convocatoria? preguntó Wedding enfáticamente.
—Era sólo una metáfora — dijo Kent—. Les ruego me dispensen haberles hecho venir aquí, pero quiero hablarles de todo lo que ha sucedido durante estos cinco días. — Kent pareció ver algunos gestos de protesta y levantó las manos rápidamente—. Soy forastero, lo sé, y no debería meterme en sus asuntos, pero es que se han producido ya varias muertes de la forma en que todos sabemos: Baird, Marston, Starr, Spelling... y quizá hayan muerto ya Lawson y Skinner, porque no han regresado de su viaje de exploración ni nadie se ha atrevido a alejarse más de dos kilómetros del pueblo, y ellos no han contestado ni una sola vez a los disparos de llamada que se les hicieron.
—¿Qué le afecta a usted todo lo sucedido? — preguntó Rooster con agria voz.
—Esas muertes, en cuanto están relacionadas en cierto modo con una persona a la que he llegado a apreciar bastante estos cinco días —respondió Kent, imperturbable—. También me afectan, en cuanto ciudadano de Stockton Wells, puesto que tengo aquí un empleo y cobro un salario. Y, finalmente, porque parece ser qué Blount no murió, contra lo que todo el mundo creía, y aunque todos están de acuerdo en considerarle como un hombre muy hábil y robusto, hay cosas que no ha podido hacer él solo, sino ayudado por otra persona.
—¿Quién? — gruñó Coogh —. ¿Lo conoce usted?
—Todo a su debido tiempo — contestó el Joven — • Empecemos por la primera muerte, anunciada ya por una carta, análoga a la que han recibido otros vecinos de Stockton Wells, firmada con tres círculos negros, aparte del nombre de su autor. Fue la noche del lunes cuando sonaron tres golpes muy fuertes, como aldabonazos. Era la señal para que diese comienzo la matanza, la cacería que ya se ha cobrado seis vidas y. por lo que puede deducirse, no ha terminado todavía.
»Hay algo en lo que debieran haber reparado profundamente, aunque me parece que ya lo han advertido. En cinco días, no ha pasado un solo coche por la población. Sospecho que la carretera está cortada en las dos direcciones; posiblemente, con barreras móviles, que indican obras o algo por el estilo. El teléfono también está cortado y la radio de la señorita Colfax ha sido destruida a martillazos. Sólo queda un «jeep» útil y, por si fuese poco, el grupo motor de la bomba del agua fue dinamitado, lo mismo que la torre del molino de viento. La bomba que tenía el señor Wedding en su almacén fue estropeada, a base de llenarla de arena mezclada con grasa, lo que exige una limpieza a fondo, que puede durar varios días. Finalmente, los dos tanques de gasolina que tenía el señor Wedding en su almacén, fueron perforados, como todos sabemos muy bien. Sencillamente, es un bloqueo total del pueblo, el cual se puede romper hoy mismo, cuando lleguen los mineros en el autocar.
»Ahora bien, ¿por qué quiere vengarse Blount de sus antiguos convecinos? ¿Qué motivos le han llevado a producirles un pánico espantoso, que les hace morir de miedo antes de morir realmente? La respuesta es bien sencilla: la mina de oro. Sin la mina, Stockton Wells ya no existiría, sería una ciudad muerta, que iría cubriéndose lentamente de arena hasta desaparecer por completo.
»Los costos de explotación son muy onerosos. Se consiguen beneficios, por supuesto, pero muy inferiores a los que se deberían obtener, sobre todo, si pensamos en el convoy quincenal de camiones de carga, que tienen que ir a la mina, recorriendo una distancia absurda. Al otro lado de las montañas, a menos de veinticinco kilómetros, está Pine Hills, con ferrocarril. El trazado de una carretera no resultaría demasiado costoso, sobre todo, teniendo en cuenta que no haría falta asfaltarla... pero, entonces, los mineros se trasladarían a vivir a Pine Hills y las oficinas de la compañía se establecerían también en la misma población. Esa carretera, con palas y rastras mecánicas, se podría tener lista en menos de un mes. Se emplearían menos camiones y, por contra, se podrían realizar más expediciones de mineral. Blount había llegado a la conclusión de que eso era lo que le convenía para su negocio y decidió llevarlo a la práctica.
»Sobre todo, porque había encontrado una mujer, a la que pensaba hacer su esposa, y no quería que ella viviese en este pueblo abrasado por el sol. Entonces, cuando los más directamente afectados por la ruina del pueblo se enteraron de los planes de Blount, se enfurecieron... una noche vinieron aquí, bebieron hasta casi emborracharse... y le pidieron que diese marcha atrás en sus negocios. Cuando se negó, el furor de los perjudicados llegó al paroxismo. Hubo palabras muy fuertes y Blount, que tenía un genio muy vivo, no se quedó atrás en los improperios. Hubo golpes, patadas, puñetazos... y la cosa acabó con un par de mesas rotas, cuyas patas sirvieron para golpear a Blount, hasta dejarlo casi inconsciente. Pero los ánimos estaban ya muy excitados y todos temieron que si Blount se rehacía, no sólo se tomaría el desquite, sino que ejecutarla inexorablemente sus planes. Entonces, lo arrastraron por la calle y lo arrojaron al pozo. Estaban medio locos, empapados de alcohol. Luego, cuando las mentes se despejaron, comprendieron la enormidad de los hechos, pero ya era tarde. Spelling estaba presente, por supuesto, pero no alzó un dedo para defender a Blount, porque sabía que si Stockton Wells se despoblaba, el se quedaría sin empleo... y, francamente, era un cargo que le proporcionaba un sueldo sin apenas trabajo.
«Luego, naturalmente, se descubrió que Blount había otorgado testamento y que la mina tenia nuevo dueño, Adriana Colfax, pero ella, ignorante de los propósitos de Blount, se limitó a dejar que las cosas siguieran como hasta ahora. En fin, Blount no murió, alguien le rescató y pudo curarse, y durante tres años, estuvo meditando largamente su venganza, que ha ejecutado en parte, con la ayuda de una persona de Stockton Wells.
—¿Quién es esa persona? —exclamó Wedding agresivamente.
—Max Cromwell — respondió Kent sin vacilar.