CAPITULO VIII
Kent sacudió la cabeza un par de veces, maldiciendo el inoportuno reventón que le había hecho salirse del camino. Pero un segundo después, oyó otra explosión. Entonces, comprendió que alguien le tiroteaba y saltó al suelo, agazapándose detrás del «jeep».
—Pero ¿qué diablos le he hecho yo...?
Repentinamente, a unos cincuenta pasos de distancia, se oyó una voz:
—¡Eh, usted!
—¿Es a mi? —preguntó Kent maquinalmente. «Claro, ¿a quién diablos va a ser, sí estoy solo?», pensó.
—Apártese del «jeep». Voy a incendiarlo.
—Oiga, Blount. .
—Usted es forastero. No quiero hacerle daño. ¡Apártese!
—¿Cómo sabe que soy forastero?
—Tengo una visión magnifica. No quiero causarle molestias, pero si antes de diez segundos no se ha apartado del coche, le haré un poco de daño. Está arrodillado y yo veo perfectamente una de sus piernas. ¿Se imagina lo que duele una bala en la rodilla?
—¡Demonios! — respingó Kent.
Por un instante pensó que, en el momento en que se apartase de aquel escudo, Blount tiraría a matar. Pero el individuo añadió:
—No tengo nada contra usted personalmente. Salga sin miedo; le juro que no le dispararé, a menos que persista en seguir donde está. De todos modos, cuando arda el «jeep», tendrá que escapar.
—Está bien, voy a salir con las manos en alto —declaró el joven.
Inspiró profundamente y se puso en pie, apartándose paso a paso del vehículo, mientras trataba de buscar con la vista el lugar donde estaba parapetado el sujeto. Era preciso reconocer que Blount conocía y practicaba magistralmente el arte del enmascaramiento.
—¡Blount! — llamó de pronto —. Escuche. Quiero hacerle una pregunta.
—Sólo una, pero rápido. ¡Vamos!
—Oiga, ya sé que tiene usted motivos de venganza contra algunos de los ciudadanos de Stockton Wells, por lo que le hicieron años atrás. Pero entonces, Adriana Colfax no estaba en el pueblo. ¿Por qué le envió también esa carta, si ella no tiene la menor culpa de lo que sucede?
—¡También es culpable! — gritó el otro rabiosamente—. ¡Fuera, aléjese!
Kent se dio cuenta de que sus palabras habían enfurecido a Blount y no insistió más. Lo prudente era, se dijo, poner distancia entre aquel demente y su persona.
El rifle detonó de nuevo, ahora desde un sitio distinto. A cien pasos de distancia, Kent, impotente, hubo de asistir al tiroteo. De pronto, vio surgir una enorme llamarada en la parte posterior del vehículo.. Suspiró resignadamente.
A fin de cuentas, sólo eran seis kilómetros, aproximadamente, los que tenía que recorrer a pie. Cuando se disponía a emprender la marcha, volvió la cabeza.
Una figura humana corría a lo lejos, en dirección Nordeste. Desapareció un instante y luego volvió a verse, para esfumarse definitivamente a unos ochocientos metros de la carretera.
Kent retrocedió unos cuantos pasos. Había una pequeña aglomeración de rocas a poca distancia y trepó hasta la cúspide. Una ligera sonrisa se formó en sus labios, mientras se disponía a emprender el camino de regreso.
Detrás de él, una espesa columna de humo negro señalaba el fracaso de su intento.
Un cuarto de hora más tarde, cuando apenas había recorrido kilómetro y medio, vio algo que le hizo dudar de la integridad de su razón.
—¡Una mujer en bicicleta! — exclamó, pasmado.
* * *
Adriana frenó el liviano vehículo y puso el pie en el suelo. Tenía el cabello suelto y las mejillas encendidas por el ejercicio.
—Está bien —dijo.
—Si, Blount no quiso hacerme daño.
—¿Qué ha sucedido?
Kent se lo explicó. Al terminar, ella pareció más preocupada que nunca.
—No quiere que nadie avise lo que sucede en Stockton Wells —dijo.
—Exacto. Oiga, ¿cómo se le ha ocurrido...?
Kent señaló la bicicleta. Adriana hizo un esfuerzo por sonreír.
—La traje hace algún tiempo, porque empezaba a enmohecerme. Muchas veces, salgo a recorrer una docena de kilómetros, antes de que salga el sol. Me sienta bien.
—La creo — respondió él, mirándola con ojos críticos—. Pero, aun así...
—Se oyeron disparos en esta dirección y nadie quiso moverse del pueblo. Entonces, yo agarré la bicicleta y vine a ver qué sucedía.
—Hay otro «jeep».
—Wedding y el alguacil han prohibido que nadie lo toque — respondió la joven—. De todas formas, no me importa demasiado; mañana, a las siete de la tarde, vendrán los mineros. Y el autobús me pertenece.
—Irá a El Cajón.
—Sin duda alguna. He soportado bastante, ¿no cree? ¡Ellos fueron los que lincharon a Blount! Yo no tuve la menor participación en el hecho. Cuando sucedió, vivía en San Francisco. Aún tardé algún tiempo en venir a vivir aquí.
—Sí, que paguen ellos sus culpas — convino el joven con grave acento—. Pero tiene que saber una cosa, señorita Colfax.
—¿Sí, Perry?
—He hablado con Blount. No fue una conversación muy larga, pero sí interesante.
—Ya me ha dicho que le dejó libre, porque es forastero. ¿Acaso dijo algo más?
—La considera a usted culpable. Se enfureció muchísimo cuando se lo pregunté, hasta el punto de que, llegué a creer que iba a romper su palabra de respetarme la vida.
La cara de Adriana se puso blanca repentinamente.
—No es cierto — murmuró a media voz. Kent se acercó a ella y la cogió por los brazos.
—Usted conocía a George —adivinó.
—Por favor...
—No me cuente nada, si no quiere —dijo Kent, dándose cuenta de la enorme turbación de la joven—. Pero quiero que sepa que la amenaza de Blount no es vana.
Adriana inspiró con fuerza.
—Será mejor que volvamos al pueblo — propuso.
—Adelántese usted; yo seguiré caminando. Cuando, llegue, me daré una buena ducha y...
—Ahorre el agua. La bomba de repuesto está inutilizada. La han llenado de arena, mezclada con grasa, por todas partes y tienen que desmontarla y no saben cuándo podrán ponerla en funcionamiento.
—¡Pero ese hombre está en todas partes! — clamó Kent, atónito.
Adriana guardó silencio. Para Kent, en la actitud de la joven había algo equívoco, que ella no quería revelar, pero indudablemente, había conocido a Blount antes de vivir en Stockton Wells.
—Le conocía, ¿verdad?
—Lo siento, no puedo responder a esa pregunta
—dijo ella heladamente.
Hizo girar la bicicleta, se sentó en el sillín y empezó a pedalear furiosamente en dirección al pueblo.
Kent se puso un cigarro en la boca, pero volvió a guardarlo en el acto, porque le esperaban seis kilómetros a píe y le daría mucha sed. Volvió la cabeza unos momentos y contempló el lugar por donde Blount había desaparecido no mucho antes.
Entornó los ojos unos instantes. Luego se echó el sombrero un poco hacia adelante y, resignado, empezó a caminar.
* * *
En el pueblo reinaba una aparente normalidad, aunque Kent estimó que en el fondo había un pánico tremendo. Sin embargo, había personas a quienes lo ocurrido no parecía afectarles demasiado.
Eran las familias de los mineros que trabajaban al otro lado del desierto. Las mujeres y los niños se desenvolvían con relativa normalidad. La mayoría eran mexicanos.
Aspeado, cubierto de sudor y de polvo, Kent llegó a la cantina. Le sorprendió verla abierta. Una buena jarra de cerveza le sentaría bien, se dijo.
Detrás del mostrador había una rolliza mujer de brillantes cabellos negros, con trenzas.
—¿Qué le sirvo, señor? — preguntó.
—Cerveza —pidió Kent. Y, sorprendido, añadió—: No la había visto nunca a usted, señora.
Ella soltó una risita.
—¡Huy, dice señora! —rió estridentemente—. Soy Eulalia Hernández, la mujer que hace la limpieza de la cantina por las mañanas. Mi marido trabaja en la mina. De este modo, nos ganamos unos dólares más, ¿sabe?
—Ya —sonrió Kent—. Pero creo que el señor Starr tenía un ayudante...
—Se ha tenido que meter en cama, enfermo, señor.
Kent asintió. Ciertamente, el espectáculo de un hombre muerto, con media docena de tarántulas correteando por su cuerpo, no tenía nada de agradable. Aún recordaba la araña parada sobre la cara de Starr y que parecía mirarle amenazadoramente, como diciéndole. «No me toques o te mataré a ti también».
Bebió un largo trago para alejar de su mente tan horribles imágenes. Luego hurgó en sus bolsillos y sacó tabaco.
—¿Se han llevado ya el cuerpo del señor Starr? —preguntó.
—Sí, señor. Las arañas ya están muertas... ¡Pobre señor Starr! —Se lamentó Eulalia—. Tenía sus cosas, pero era bueno. . — Se santiguó varias veces seguidas—. Que el Señor lo tenga en su santa gloria — invocó.
—Amén —dijo el joven—. Eulalia, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Pues claro que sí, señor, estoy a su disposición.
—¿Cree usted de veras que el señor Blount murió en el pozo? Eulalia dejó de sonreír en el acto.
—Fue una cosa horrible, señor — dijo a media voz—. Nosotros escuchamos los gritos y los ruidos Los hombres de Stockton Wells estaban terriblemente enfurecidos... Le dieron una terrible paliza y luego lo llevaron a rastras al pozo... El chillaba frenéticamente, insultándolos con todas sus fuerzas... pero ellos eran más, claro, y a pesar de sus protestas, lo arrojaron a lo hondo...
—¿Lo vio usted?
—Nunca lo he dicho. —Eulalia bajó la voz repentinamente—. Lo vi a través de una rendija. Tenía mucho miedo; alguno de los hombres parecía haberse vuelto loco...
—¿Sabe quiénes fueron?
Una voz estridente sonó de súbito en la puerta del «saloon»:
—¡Kent!
El joven pensó primeramente en volverse, pero desistió en el acto y se limitó a mirar a través del gran espejo que había al otro lado del mostrador. La enorme figura del alguacil Spelling se recortaba nítidamente en el umbral, contra el fondo más claro de la calle.
—¿Alguacil?
—Venga a mi oficina — ordenó Spelling—. Quiero hacerle algunas preguntas.
—Sí, señor.
Kent puso unas monedas en el mostrador.
—Guárdese la vuelta, Eulalia — sonrió.
—Muchas gracias, señor.
Kent dio media vuelta y salió a la calle. El brutal fuego solar le cegó durante unos instantes. Permaneció parado algunos segundos, parpadeando varias veces, hasta acostumbrarse al resplandor y luego echó a andar, diciéndose que lo primero que haría sería comprarse unas gafas oscuras. Pero antes tenía que entrevistarse con Spelling y el alguacil no parecía estar de muy buen humor.