CAPITULO V
Skinner aplicó el freno y cortó el contacto. Luego paseó la vista a su alrededor.
—¡Dios, qué paisaje! —murmuró—. Si tuviera hambre, pondría una piedra a la sombra y me la comería después de diez minutos. ¡Hasta las piedras se asan en este maldito país!
Lawson saltó al suelo y se apartó unos pasos. Lanzó una risita.
—Mira, la orina se seca instantáneamente —dijo.
—No estoy para bromas —gruñó Skinner—. Me pregunto por qué diablos no acabamos la faena hace tres años.
—¿Acabar la faena? Bien acabada quedó...
—No, George era un tipo duro, muy duro. Alguien debió meterle una bala en su cabezota, para cerciorarse de que quedaba bien muerto.
—¿Lo habrías hecho tú, Alfie? —Lawson se cerró la bragueta de los pantalones y volvió junto al «jeep».
Skinner lanzó un reniego. No, no habría sabido apretar el gatillo de un revólver. Íntimamente reconoció que sólo fue valiente, unido a la masa aullante y enloquecida por la rabia... pero ni siquiera en aquellos instantes se habría sentido capaz de usar un revólver. Se pasó una mano por la cara reseca y cubierta de polvo blanquecino.
¿De qué les había servido lo que hicieron? No habían obtenido ningún provecho después... y ahora, Blount estaba vivo y ya había matado a dos. ¿Cuántos más morirían aún?
A su derecha, Lawson había descolgado la cantimplora, con capacidad para cinco litros.
—Bebe, pero no te mojes la cara —aconsejó Skinner—. El día es muy largo.
—Descuida, socio.
Lawson destapó el recipiente y lo alzó con ambas manos para aplicar el gollete a los labios. De repente, una fuerza irresistible le arrancó la cantimplora y la hizo saltar a un par de metros de distancia.
El estampido del rifle llegó simultáneamente. Lawson quedó un instante quieto, con las manos todavía ridículamente en alto, negándose a creer en lo sucedido. Luego reaccionó y corrió a buscar su rifle, mientras Skinner accionaba la llave de contacto.
Una de las ruedas traseras estalló ruidosamente. La segunda explotó poco después. Los dos hombres, actuando con la rapidez propia del pánico que les había acometido, estaban ya parapetados tras el motor del «jeep», con los rifles en las manos.
—¿Dónde está, ese hijo de puta? — murmuró Skinner.
Sonaron dos disparos más. La cantimplora dio otros tantos saltos. Lawson volvió la cabeza y miró acongojado el agua que la tierra embebía vorazmente.
El oculto tirador parecía haber suspendido el fuego. Skinner se atrevió a levantar la cabeza, tratando de buscar con la vista el lugar donde podía haberse escondido su atacante.
En aquel momento, sonó otro disparo. Skinner se agachó velozmente. Lawson se percató de que el proyectil había chocado contra la trasera del «jeep». Ahora, el misterioso individuo, hacia fuego con toda rapidez. Seis disparos llegaron al «jeep» en otros tantos segundos. Luego, cesaron los estampidos.
De repente, Lawson percibió un olor inconfundible.
—¡Alfie, el tanque de gasolina está agujereado! — exclamó lleno de pánico.
Los dos hombres sabían lo que aquello significaba. El siguiente disparo corroboró sus sospechas. Ahora, el tirador hacía fuego, buscando el impacto contra algún trozo de metal, para provocar una chispa que inflamase el combustible derramado por el suelo
Repentinamente, se oyó una fragorosa explosión. Un enorme chorro de fuego subió a lo alto, con la violencia de un volcán en erupción. Skinner y Lawson dieron media vuelta y echaron a correr frenéticamente, alejándose no sólo de la hoguera en que se había convertido el «jeep», sino del rifle del desconocido atacante.
Un minuto después, encontraron una pequeña grieta, en la que se parapetaron, jadeantes, sin respiración. En su frenética carrera no habían sido perseguidos por los disparos del desconocido.
—¿Por qué? — preguntó Skinner, cuando hubo recobrado el aliento.
Lawson señaló al sol, situado casi sobre sus cabezas, una bola blanquecina en un cielo amarillo.
—Son apenas las doce y media — dijo —. Hay todavía siete horas de sol. Estamos a quince kilómetros largos de Stockton Wells. ¿Qué necesidad tiene de perseguirnos a tiros?
Skinner se pegó un par de puñetazos en la frente.
—Y ni siquiera hemos ‘tenido tiempo de utilizar la radio — sollozó.
A su lado, Lawson contemplaba sombríamente la negra humareda que se desprendía del «jeep» incendiado. Lo peor no era, se dijo, pasar siete horas de un tormento abrasador. Lo realmente aterrador era la llegada de la noche.
Ahora, mal que bien, podían ver al atacante si se acercaba. Alguno de los dos podría herirle. Pero cuando se hiciera de noche...
* * *
Con la cara cubierta de sombras, Spelling contempló el desastre ocurrido en el patio trasero del almacén de Wedding.
Los dos tanques de gasolina, con capacidad cada uno de ellos para cinco mil litros, habían sido perforados por la base. El líquido había corrido por el suelo en pendiente, hasta la vieja cisterna abandonada. Se podía ver allá abajo, a unos diez metros de la superficie. La luz era suficiente para apreciar las manchas que indicaban la mezcla de otro líquido, además de la basura que flotaba en la superficie del combustible. Por otra parte, la tierra reseca del subsuelo absorbería pronto la gasolina. Aunque hablan conseguido recomponer dos «jeeps», Spelling no quería enviarlos fuera de la ciudad, a fin de tenerlos a mano, para acciones de mayor urgencia.
—¿Cuándo viene el camión cisterna, Mark? — preguntó.
—La semana próxima, es decir, dentro de nueve días. No se gasta mucha gasolina aquí y tú lo sabes bien.
Spelling asintió. La circulación en Stockton Wells era prácticamente nula, salvo los sábados, en que algunos vecinos iban a El Cajón o a Great Ridge, a buscar diversiones que no encontraban en el pueblo.
—¿Es posible que no hayas oído nada? Perforar un tanque metálico hace siempre mucho ruido, Mark —adujo.
—Lo siento, Lou —respondió el comerciante—. Tú lo sabes bien; por precaución, tengo los tanques en el punto más alejado del patio. Enterrarlos en el suelo es una obra que me costaría demasiado, para la poca ganancia que obtengo en el pueblo. Demonios, muchos se van con el depósito medio vacío y lo rellenan en Great Ridge o El Cajón. Bastante hago con invertir tanto dinero en algo que apenas si me da beneficio...
—Está bien, no sigas. No has visto, nada, no has oído ningún ruido... y ni siquiera has olido la gasolina que corría hacia la cisterna.
—Mis habitaciones están en la parte delantera y cuando me levanté, bajé directamente a la tienda—se disculpó el comerciante.
—Sí, comprendo. Mark, quiero que me digas una cosa.
—Habla, Lou.
—¿Crees que... Adriana Colfax tiene algo que ver con esto? Wedding hizo un gesto negativo.
—No — respondió, tajante.
—Pero ella...
—Lou, el Señor perdonó a la pecadora arrepentida. Nosotros deberíamos rogar también perdón por nuestros pecados... por el pecado que cometimos hace...
Spelling cortó la perorata con un bufido.
—No me vengas ahora con sermones —se despidió coléricamente.
Wedding se quedó solo y agachó la cabeza. Tristemente pensó que el pecado cometido años antes debía ser purgado.
El alguacil regresó a la oficina. Max Cromwell estaba junto al transmisor de la radio.
—¿Alguna novedad, Max?
—No, Lou. Skinner llamó hace media hora e informó de que todo iba bien. No he vuelto a tener noticias de ellos — contestó Cromwell.
* * *
—Están muertos de miedo — murmuro Kent, con los ojos fijos en la calle batida por el sol.
—Lógico, ¿no cree? — contestó Adriana.
—Yo soy forastero aquí, señorita. Apenas conozco lo que sucedió y no puedo hacerme una clara idea de lo que piensan las gentes de Stockton Wells.
—Mataron a un hombre. Alguien trata de vengar esa muerte, está bien claro.
—Lo apalearon bestialmente y luego arrojaron su cuerpo a un pozo. ¿No se cercioraron antes de que estaba realmente muerto?
—El pozo tiene casi veinte metros de profundidad, señor Kent.
El joven volvió la cabeza hacia su derecha. Desde allí se divisaba el molino de viento, parado. Cerca de la base, había una caseta de madera, con tejado de zinc. En su interior, petardeaba el motor que accionaba la bomba extractora de agua.
Un poco más lejos, se divisaban unas ruinas, piedras que habían formado parte en tiempos de un pretil. Aquél era el pozo al que había sido arrojado el torturado cuerpo de un hombre.
—¿Por qué? — dijo en voz alta, sin darse cuenta de que lo hacía inconscientemente.
Pero Adriana no quiso contestarle y él pensó que no debía seguir insistiendo. Regresó a su trabajo; no le pagaban por estar ocioso junto a la ventana.
A las cinco de la tarde, Adriana dio por finalizada la jornada.
—Eso es todo por hoy, señor Kent.
—Sí, señorita.
Por un momento, Kent pensó en subir a su habitación y darse una buena ducha. Pero, de repente, se le ocurrió una idea y salió de la oficina.
El sombrero le protegió de los todavía ardorosos rayos solares. Caminó lentamente, sin prisas. El molino de viento y la caseta que albergaba el compresor estaban a unos doscientos pasos de distancia, pero no se detuvo allí, sino que siguió andando, hasta llegar al viejo pozo seco.
En tiempos, había sido una gran cisterna, de casi cuatro metros de diámetro. Aún podía verse el fondo, cubierto de arena, en la que había crecido la maleza. Las paredes eran irregulares, con numerosos entrantes y salientes. Un hombre, pensó, podía salir de allí, sin necesidad de una cuerda, sobre todo si era hábil y mañoso, como lo había sido Blount. Le costaría mucho, evidentemente, pero saldría, si ponía todo su interés en el empeño.
Sin embargo, había más de quince metros de profundidad. Aun sin haber recibido ningún golpe, el choque contra el suelo podía matar a cualquier persona.
¿Había conseguido sobrevivir Blount a la paliza y a la caída?
Pero, sobre todo, había algo que le intrigaba más todavía. Adriana no estaba en el pueblo cuando se produjeron aquellos hechos tan terribles. Y, sin embargo, parecía como si alguien la considerase culpable... incluso el propio autor de los anónimos le había enviado uno a ella, con la cita bíblica, de inconfundible aunque opuesto significado.
En aquel caso, sobrevivirían todos los que no tuviesen la marca fatídica en las puertas de sus casas.