CAPITULO II

 

Perry Kent había estado trabajando hasta bien entrada la noche, después de cenar en la cantina de Starr. Cansado, se había acostado en el que fuera lecho conyugal de los Eckhorn y se había dormido casi instantáneamente.

No sabía el tiempo que había transcurrido cuando, de pronto, le despertaron tres golpes, semejantes a aldabonazos asestados con gran fuerza. Los golpes retumbaron en el silencio de la noche.

¡Blam.... blam... blam...!

Un tanto intrigado, Kent abandonó la cama. La calle Mayor de Stockton Wells aparecía en blanco y negro, debido a la luna que un par de días más tarde sería llena. Le pareció que los golpes habían sonado al otro lado de la calle, varias casas más abajo.

De pronto, vio una sombra que se movía.

El hombre corría de una forma un tanto extraña. Kent pensó que padecía una cierta cojera. Pero llevaba un sombrero negro, de alas muy anchas, que arrojaban sombra sobre sus facciones. Las ropas eran asimismo oscuras. Si llevaba chaqueta, estaba abrochada hasta el cuello, porque no se le veía siquiera el blanco de la camisa.

La visión duró unos instantes solamente. El hombre se metió por una calleja lateral y desapareció en las sombras.

Kent pensó en volverse a la cama. Cuando ya estaba sentándose en el lecho, dio un tremendo salto. Alguien había lanzado un estridente grito en el exterior.

—¡Demonios! — masculló —. ¿He ido a caer en un pueblo de locos?

Era una mujer y seguía gritando histéricamente. Apenas si se podía entender lo que decía, pero era indudable que llamaba al alguacil.

Forastero, y aceptado de no muy buena gana además, Kent prefirió no intervenir en algo que no le concernía. A los pocos momentos, vio salir a Spelling, vestido solamente con los pantalones y ajustándose el tirante izquierdo con la mano correspondiente, ya que en la derecha llevaba un descomunal revólver.

—¡Por todos los santos del Paraíso! ¿Qué te ocurre para despertar a medía población a las cuatro de la mañana, Esther Baird? —gritó exasperadamente.

Aunque estaba a oscuras en su habitación, Kent había levantado el bastidor de la ventana, por lo que pudo escuchar claramente todo lo que se hablaba en la calle, a cuarenta pasos de distancia. Le pareció incluso ver la forma blanca de Adriana Colfax, en el porche de su casa.

—¡Mire, Lou! — Contestó la mujer, señalando la puerta—. Están las marcas que nos anunció la carta...

Spelling dijo algo entre dientes que el joven no pudo entender. Luego se oyó otra voz distinta, que sonaba en el umbral de la casa

—Eso es obra de un bromista. No hagas caso, Esther...

—Morgan, si fueses un hombre como Dios manda, saldrías por ahí a buscar a ese sujeto...

—¿Al cementerio? Estás loca y él está bajo seis palmos de tierra.

—Eso no es cierto y tú lo sabes bien...

—Por favor —dijo el alguacil, al parecer muy fastidiado por haber sido despertado en lo mejor de su sueño—. Lo mejor será que se vuelvan los dos a la cama. Esther, su marido tiene razón; es cosa de un bromista. Morgan, procura tranquilizar a tu mujer, demonios.

—Está bien, Lou; vete y no te preocupes.

En las casas se habían encendido algunas luces, que empezaron a apagarse a los pocos minutos. De nuevo volvió el silencio a Stockton Wells. Los Baird entraron de nuevo en la casa.

Kent regresó al lecho. Encendió un cigarrillo y fumó en la oscuridad, preguntándose qué era lo que había podido asustar tan terriblemente a la señora Baird. Había hablado de una amenaza, pero no se le alcanzaba su contenido, aunque se figuraba que debía de haberle infundido un pánico espantoso.

—Debe de ser algún pleito entre vecinos enemistados —supuso. Stockton Wells era una población pequeña y allí se conocían todos sobradamente. Un conflicto podía durar años enteros y degenerar en un choque sangriento. Le convenía mantenerse al margen.

Al cabo de un rato empezó a notar que volvía el sueño. Hizo un par de movimientos para acomodar mejor su cuerpo al colchón y la almohada y cuando ya estaba cayendo de nuevo en una dulce somnolencia, volvió a oír un chillido, seco y corto como un latigazo.

El chillido se repitió, seguido de unos gritos espantosos. Luego sonaron varios estampidos de arma de fuego. Kent se levantó rápidamente y corrió a la ventana.

Las luces se habían encendido en casa de los Baird. La mujer estaba en la puerta, chillando histéricamente, con el frenesí de una demente en el paroxismo de su locura. Kent empezó a pensar que, pese a su condición de forastero, tenía que hacer algo y empezó a vestirse.

—¡El aviso se ha cumplido! — Gritaba Esther una y otra vez—. ¡Mi esposo va a morir! Esto era más grave, pensó Kent, a la vez que se ponía los pantalones.

Momentos más tarde, estaba en la calle. Había más luces encendidas.

Adriana Colfax corría hacia la casa de los Baird. Spelling cruzaba la calle en aquel instante. Kent salió al exterior y echó a correr.

—¡Esther! ¿Qué le ha pasado a su esposo? — gritó el alguacil.

—Una serpiente de cascabel... Le ha mordido en la mejilla. Ha podido matarla, pero ya... ya no...

Kent sintió un escalofrío de horror. Un hombre mordido por una serpiente de cascabel en una pierna, tenía razonables esperanzas de supervivencia. En la mejilla, el veneno llegaría muy pronto al cerebro. Allí no se podía hacer un torniquete...

Como otros muchos, Kent se acercó a la casa, en la que ya se hallaban Spelling y un par de hombres más. Varias mujeres trataban de consolar a la atribulada señora Baird.

En el interior de la casa se oían unos horribles ronquidos. A la luz de la lámpara del porche, Kent pudo apreciar algo que le explicó el triple sonido de lo que le habían parecido unos aldabonazos.

Eran tres círculos negros, formando un triángulo., cada uno de los cuales era un poco mayor que un dólar de plata. En realidad, eran unos aros de color negro, bastante anchos. Sin duda, se trataba del aviso mencionado por Esther.

Un hombre salió en aquel momento de la casa. Su rostro aparecía grave, lleno de sombras.

—Lo siento —dijo—. Morgan acaba de morir.

Esther ovó aquellas palabras y se desmayó fulminantemente.

 

* * *

 

Kent desayunó en la cantina, Starr tomo nota del gasto, y luego, el único cliente que el tabernero había tenido aquella mañana, se encaminó a su trabajo. Kent estaba casi por completo ignorante de lo sucedido. Starr se había mostrado muy reticente cuando le preguntó acerca de la muerte de Morgan Baird. Incluso le habla parecido amedrentado.

Una vez en el despacho, empezó a poner en orden unas facturas y algo de correspondencia, que estimaba necesario, para dejar los libros al día. A los pocos minutos, entró Adriana.

Kent se puso en pie.

—Buenos días, señorita — saludó, cortés.

—Buenos días —respondió ella—. Supongo que no habrá podido dormir mucho en su primera noche en Stockton Wells —añadió.

—Al menos, hasta las cuatro, dormí como un tronco. Después... He oído decir que un hombre ha muerto.

—De la forma más horrible que usted pueda imaginarse. Mordido por una serpiente de cascabel. Aunque consiguió matarla a tiros, era ya tarde.

—No tuvo que ser agradable, en efecto — convino Kent —. Pero me pareció haber oído hablar de una amenaza.

Adriana hizo un gesto de asentimiento. Fue a su escritorio, abrió un cajón y extrajo una carta, que entregó a su empleado.

—Lea, por favor.

Kent tomó la misiva. Era muy corta:

 

Tienes que pagar lo que hiciste Éxodo. X I I . 22 y 23. Y ésta será mi marca.

George Blount.

 

Al pie de la cuartilla, había tres círculos negros, en triángulo, similares a los que ya había visto, aunque de tamaño inferior Después de la lectura de aquel ominoso mensaje, Kent levantó los ojos hacia la joven.

—¿Qué hizo usted? — preguntó.

—Nada —respondió ella—. Tengo la conciencia tranquila. No tengo la menor culpa de la muerte de George Blount.

—Por eso la señora Baird habló del cementerio…

—Debía de ser una metáfora. Blount no fue enterrado en el cementerio. Al menos, que yo sepa.

—Diríase que fueron varios los que intervinieron en su muerte, ¿no es así?

—Exacto. Ocurrió hace ya unos tres años. Ni siquiera había venido yo a vivir a Stockton Wells, de modo que puede imaginarse fácilmente que la amenaza no me concierne en absoluto, pese a lo que pueda decir la carta.

—¿Hay una absoluta seguridad de la muerte de Blount?

—Por lo que sé, está muerto. Pienso que alguien tomó su nombre, para asustar a la gente...

—Ahora ya no se trata solamente de dar sustos, señorita Colfax. Un hombre ha muerto.

—Mordido por una serpiente de cascabel. Y no suelen entrar en las casas, créame.

—Lo cual significa que alguien la introdujo en la casa.

—Tuvo que ser así, a la fuerza Kent volvió a leer la carta.

—Aquí menciona uno de los libros sagrados de la Biblia ..

—Se refiere a la última plaga que Jehová envió a los egipcios, porque, a pesar de las nueve anteriores, Faraón no quería permitirles marchar a la Tierra Prometida. Si ha leído la Biblia, sabrá que Jehová, recomendó a Moisés que divulgara su orden entre los hebreos. Aquella noche, todas las puertas de las casas de los hebreos debían estar señaladas con sangre, para que el ángel vengador pasara de largo y exterminara solamente a los primogénitos de los egipcios. Claro que aquí sucede a la inversa: el ángel exterminador mata solamente en la casa marcada. Pero el significado es idéntico.

—Sí —admitió Kent—, Es una cita muy interesante. Y, si no le importa, me gustaría hablar con el alguacil.

—¿Por qué?

—Alguien marcó esos tres círculos en la puerta de la casa de los Baird con algo que hizo mucho ruido. Yo me desperté entonces y me acerqué a la ventana. Entonces, pude ver huir a un hombre, que cojeaba un tanto, aunque no logré verle la cara.

—¡Un cojo! — exclamó Adriana.

—Sí. ¿Por qué le extraña?

—Blount también cojeaba, señor Kent.

—Eso no significa nada. Si Blount está muerto y alguien quiere tomar su puesto, ha de cojear, para que alguien tome la superchería como realidad. 6Le importa que vaya a ver al señor Spelling?

—Vaya —accedió la joven—. Es su deber.

 

* * *

 

El pueblo parecía aplastado por el sol, pese a que eran solamente las diez de la mañana. Cuando Kent entró en la oficina del alguacil, lo vio hablando con un sujeto, que parecía muy nervioso. Spelling dejó al hombre y se encaró con el recién llegado.

—¿Qué es lo que quiere, amigo? — preguntó de mal talante.

—Sé lo que ocurrió anoche, alguacil — contestó Kent sin perder la serenidad—. La señorita Adriana me ha contado algo. Después de que alguien hiciera las marcas en la puerta de la casa de Baird, vi a un hombre que corría bastante, a pesar de su cojera. Sin embargo, no pude distinguir sus facciones. Llevaba un sombrero de alas anchas y eso le tapaba la cara.

—¡Dios santo! —Exclamó el sujeto que hablaba con Spelling—. ¡Es él, Lou! ¡Es George Blount!

—Calma, Clem, calma —recomendó Spelling—, Alguien quiso gastarnos una broma pesada a unos cuantos de los que vivimos en este pueblo, y por Satanás, que si le pongo la mano encima, lo va a tener que lamentar mientras viva. George está muerto, ¿entiendes. Clem Rooster? Lo sabes tan bien como yo y como todos los demás...

Spelling se interrumpió bruscamente y miró al Joven.

—¿Qué hace aquí todavía? — preguntó.

—Oh, nada; sólo vine a informar...

—Ya lo ha dicho. Gracias.

—Sí, señor.

Kent dio media vuelta. Antes de salir, pudo oír todavía unas palabras del alguacil:

—Clem, esto ha sido una casualidad, sólo una casualidad, ¿entiendes? No es muy corriente, pero a veces se puede dar el caso... En fin, el pobre Morgan ha tenido mala suerte de que se le metiera en casa una maldita serpiente, eso es todo.

Kent ya no quiso seguir escuchando. De repente, se sintió aprensivo.

—¡Caramba, si eso fuese cierto! No me gustaría ser mordido por un crótalo mientras duermo

Pero luego se tranquilizó, pensando en que dormía en un primer piso y que, para evitar semejante riesgo, le bastaba con revisar adecuadamente el dormitorio y el cuarto de baño, antes de echarse a dormir y cerrar bien la puerta.

Tranquilo al respecto, volvió a la oficina, contó a Adriana lo sucedido y reanudó su trabajo.

 

* * *

 

A diez kilómetros al Oeste de la población, un hombre estaba subido a uno de los postes que sostenían el tendido telefónico. Por medio de unos alicates, cortó los hilos, pero no los dejó caer al suelo, sino que los empalmó de nuevo, empleando cinta aislante negra. Aunque, desde el suelo, los cables ofrecían un aspecto enteramente normal, los hilos de cobre de su interior tenían ahora una solución de continuidad, que hacía imposible la comunicación por el teléfono.

Al terminar, el hombre se alejó cojeando, perdiéndose en el desierto a los pocos minutos.