CAPITULO IX

 

—¿Qué le ha dicho Blount?

Spelling le había espetado la pregunta sin más preámbulos. Kent dudó unos instantes.

—¿Cómo lo sabe? — preguntó a su vez.

—Me lo ha dicho ella.

—Ah...

—Bien, ¿no tiene que decirme nada? —exclamó. Spelling, impaciente.

—Alguacil, ¿está seguro de que Blount murió?

—¡Por todos los diablos! ¡Ya lo creo que murió! ¿Qué le hace pensar que está vivo?

—Bien, el hombre que ha hecho arder mi «jeep» dijo que era Blount. Bueno, cuando yo pronuncié su nombre, él no lo negó.

—Es imposible que esté vivo. Se mató en la caída al fondo del pozo —dijo Spelling hoscamente—. Alguien ha tomado su nombre, eso es todo.

—Pudo salir — insistió el joven.

—Sin ayuda, no.

Kent levantó las cejas. «Sin ayuda», repitió mentalmente.

—¿Por qué le lincharon? — inquirió.

—¡Oiga! — vociferó el alguacil —. Le he llamado para hacerle preguntas, no para responder a las suyas.

—Dispense — contestó el joven humildemente—. Yo sólo pretendía...

—¿Le vio la cara?

—¿A quién?

—¡Al tipo que disparó contra usted, hombre!

—No disparó contra mí, sino contra el coche —puntualizó Kent—. De haber querido matarme, ahora no estaríamos hablando.

—Tal vez hubiera sido lo mejor — refunfuñó Spelling.

—¡No es usted un buen representante de la ley! — Se quejó el joven— Desear la muerte de las personas decentes, no está, bien, caramba.

—¿Y cómo sé yo que es una persona decente?

—Tal vez no lo sea, en efecto, pero le puedo asegurar que jamás he tomado parte en el linchamiento de un hombre.

La cara de Spelling se congestionó.

—No pude impedirlo — dijo.

—¿De veras? Entonces, ¿de qué le sirve esa estrella que lleva en el pecho?

—Mire, Kent, no me busque las cosquillas...

—Alguacil, yo vine a este pueblo por casualidad y no quiero meterme en los asuntos de los demás. Pero tampoco me gusta que otros me hagan participe de unas culpas que yo no tengo. El hecho irrefutable es que, por muy criminal que fuese Blount, cosa que dudo, lo arrojaron al pozo y usted no lo impidió. Y todavía hay más; no funcionan los teléfonos, aún quedan coches disponibles y usted no quiere pedir ayuda. Hasta el más tonto tendría mucho que pensar, y nada bueno, sobre un alguacil que se comporta como usted.

—Kent, será mejor que salga antes de que...

—Fue usted el que me llamó. Yo no estoy aquí por gusto — le recordó el joven, a la vez que emprendía una prudente retirada.

—¡Aguarde!—chilló Spelling, exasperado—. No se vaya, aún no hemos terminado. Kent hizo un gesto de resignación.

—Sí, señor.

—¿Qué le dijo Blount?

Kent ocultó una sonrisa. Aquella frase era admitir implícitamente que Blount seguía con vida. Spelling tenía ahora la absoluta certeza de ello y se sentía invadido por un pánico horroroso.

—Bueno, dijo que iba a pegar fuego al «jeep», cosa que hizo, efectivamente, añadió que no quería hacerme daño, porque yo era forastero y luego, cuando le pregunté por qué habla amenazado a la señorita Colfax, sí ella no estaba en Stockton Wells cuando lo arrojaron al pozo, contestó que Adriana también es culpable. Pero no dijo más y me amenazó con disparar contra mí si no me alejaba del «jeep» inmediatamente. Eso es todo.

Spelling guardó silencio. Luego movió la mano.

—Está bien, márchese — decidió con brusquedad.

—Oiga, dígame una cosa. ¿Por qué, en opinión de Blount, es culpable la señorita Colfax?

—Pregúnteselo a ella.

Kent hizo un gesto de enojo. Venenosamente, disfrutando con cada una de sus palabras, Spelling añadió:

—Pregúntele también cuál era su oficio antes de venir aquí y pregúntele por los precios de «Gussie's House», en San Francisco. Eran unos precios muy altos, ¿sabe?

Kent apretó los labios. Spelling salió de detrás de su mesa, cruzó la oficina, abrió la puerta y escupió una orden:

—¡Fuera!

Kent se apresuró a obedecer. Al pasar junto a Spelling, notó un olor nada agradable. Era olor de la transpiración copiosa que brotaba por todos los poros de su abundante epidermis, el sudor del miedo más absoluto.

 

* * *

 

Adriana le miró críticamente cuando entró en la oficina.

—Se ha retrasado — dijo.

—Lo siento. Al llegar, tenía sed y entré en la cantina a beber un poco de cerveza. Luego Spelling vino a buscarme y dijo que quería hablar conmigo.

—¿Sí?

—Me preguntó por lo ocurrido. Se lo conté todo, no tengo por qué ocultar nada. Pero, a juzgar por lo que ha dicho, está persuadido de que George Blount está vivo.

Adriana palideció.

—Oh, no, Dios mío...

—¿Ocurriría algo si estuviese vivo? Ella agachó la cabeza.

—Sería terrible — murmuró.

—Señorita Colfax, me gustaría ayudarla, pero si usted no me dice más cosas...

—¿Qué puede hacer contra un hombre que actúa en la oscuridad, que se mueve como una serpiente y contra cuyos ataques no hay la menor defensa posible?

—Ese hombre, sea o no Blount, tiene cuerpo y es tan frágil como cualquiera de nosotros.

—Usted no podría nada contra él...

—Con las manos o con las armas, seguramente, no; pero... — Kent se tocó la frente—, quizá sí con esto —añadió significativamente.

De pronto, Adriana se sentó en una silla y puso las manos sobre el regazo.

—No sé por qué se me ocurrió venir a este maldito pueblo —dijo desanimadamente—. Tal vez habría sido mejor continuar viviendo en San Francisco.

—¿En «Gussie’s House»?

—¿Quién se lo ha dicho? — preguntó ella casi a gritos.

—Spelling.

Es un hombre absolutamente despreciable, ruin, rencoroso... Seguro que si yo hubiese hecho lo que él quería, se habría callado

—¿La pretendía?

Adriana rió nerviosamente.

—Sólo quería... Oh, imagíneselo. Perry, hombre; no es usted un adolescente — contestó.

—Está bien, lo siento muchísimo, pero quiero que considere una cosa: nunca me fijo en el pasado de las personas.

—Es usted mejor de lo que parece — dijo ella, mirándole con curiosidad —. ¿De veras tuvo que escapar de unos «gangsters»?

Kent levantó la mano derecha.

—Lo juro —contestó.

—Quizá le siguen buscando todavía. Dicen que esa clase de gentes no perdonan jamás una ofensa...

—Han perdido mi pista. Lo menos que pueden imaginarse es que estoy aquí, en Stockton Wells.

—Quizá le encuentren algún día.

—Lo dudo mucho. Bien, ¿qué le parece si volvemos al trabajo?

—¿De qué serviría? — respondió Adriana, nuevamente desanimada—. Las cosas empeoran por momentos.

—¿Cómo?

—Spelling no quiere, pero yo estoy decidida a que venga alguien aquí y que nos proteja a todos. Pensé en llamar a la mina, para que me enviasen el autobús. Mí radio está destrozada.

Kent abrió la boca.

—¡No! — dijo.

Adriana hizo un gesto afirmativo.

—Alguien se entretuvo en destrozarla a martillazos —declaró —. Por la mañana, funcionaba; estuve hablando con Dell Halvorson, mi capataz. Le dije que debería tener a punto el autobús, porque quizá lo necesitase hoy mismo.

—¿Por qué no le ordenó entonces que lo enviase a Stockton Wells? — se asombró el joven.

—Pensaba hacerlo después de que usted se fuese con el «jeep». Primero quería comprobar que conseguía llegar a Great Ridge. Desde la puerta de mi casa, con los gemelos, se ve una gran extensión de carretera. A poco, escuché los disparos y no pensé en otra cosa que en coger la bicicleta. Fue a la vuelta cuando encontré la radio destrozada. Yo no pude hablar con Halvorson.

—Es decir, hasta mañana, no tendremos autobús.

—A las siete de la tarde, por lo menos. Kent se pellizcó el labio inferior.

—No hace mucho rato, Spelling ha pronunciado una frase que me ha hecho pensar mucho — murmuró.

—¿Qué ha dicho?

—Estábamos hablando de lo que ocurrió cuando Blount fue arrojado al pozo. Yo alegué que pudo salir. Spelling dijo exactamente: «Sin ayuda, no».

Adriana palideció.

—¿Es cierto?

—Rigurosamente cierto — contestó Kent—, Y su radio destrozada acaba de confirmar las palabras de Spelling. Ocurrió cuando usted y yo estábamos juntos, a seis kilómetros. Blount no pudo dar la vuelta tan rápidamente, ni aun disponiendo de un coche, cuanto menos a pie. Por tanto, lo hizo alguien del pueblo... seguramente, el mismo que !e ayudó a salir del pozo.

—Pero ¿quién, Perry? ¿Quién?

El Joven guardó silencio unos instantes.

—Acabaremos por saberlo —dijo al cabo.

Estaba mirando a través de la ventana y. de pronto, vio a un hombre parado al otro lado de la calle, con un rifle descansando sobre el brazo izquierdo y la mano en el gatillo.

—¿Qué hace ese tipo ahí? — preguntó. Adriana se acercó a la ventana

—Ah, es Max Cromwell. No se mueve ni da un solo paso, si no lleva el rifle a punto.

—Ese nombre me suena..

—Había una sepultura marcada el día que enterramos a Baird. Kent asintió.

—Ahora lo recuerdo — contestó. Se volvió hacia la joven—. ¿Resultaría imprudente tomar una ducha?

—No gaste demasiada agua. El tanque que hay en el tejado sólo tiene capacidad para mil quinientos litros.

—Lo tendré en cuenta.

 

* * *

 

La noche había caído sobre Stockton Wells. Desde su dormitorio, Kent vio a Wedding en la puerta de su almacén, con el reloj de bolsillo en la mano izquierda. Luego, Wedding echó a andar y caminó oblicuamente hacia la oficina del alguacil.

Kent aguardó todavía un buen rato. Cuando lo juzgó conveniente, salió de la casa y se encaminó a la cantina.

El ayudante de Starr estaba tras el mostrador. Sin duda, se había repuesto ya del susto recibido..

Pero Kent no quiso entrar en la cantina. Dio media vuelta y regresó a su alojamiento Cromwell estaba en la puerta de su casa, con el semblante Inexpresivo y el rifle terciado.

Kent subió al primer piso, encendió la luz y se quitó ostensiblemente 1a chaqueta. Al cabo de unos minutos, apagó y volvió a salir, ahora por la puerta trasera.

Dando un gran rodeo, buscó una casa, cuya ubicación había situado previamente durante el día. A los pocos momentos, llamaba suavemente a la puerta.

Alguien abrió con grandes precauciones.

—¡Señor Perry! — exclamó la mujer, asombrada.

—Eulalia, quiero hablar con usted — manifestó el joven.

—Claro. Pase, pase, por favor.

Kent se quitó el sombrero y miró u su alrededor. La casa era modesta pero rezumaba limpieza por todas partes.

—Tenso cerveza en el refrigerador — dijo Eulalia —. ¿Quiere una lata?

—Se la acepto con muchísimo gusto — sonrió Kent.