CAPITULO VI
En la cantina había solamente un par de individuos que hablaban en voz baja, sentados ante una mesa, en uno de los rincones. Kent se acercó a la barra y pidió una jarra de cerveza
Starr se la llenó a los pocos instantes. Miraba al joven recelosamente.
—Oiga, no será usted policía, ¿verdad? —exclamó bruscamente. Kent se echó a reír.
—Aunque tío se lo crea, he tenido en el pasado cuentas pendientes con los «polis». No, no tema, no soy un policía disfrazado. Ni siquiera detective privado. Simplemente, el autobús me abandonó aquí, como pudo apreciar usted mismo. Soy un náufrago de la vida, nada más.
—¡Hum!—gruñó Starr, no demasiado convencido.
—Por otra parte, lo que sucedió fue algo... legal. ¿O no? Starr se agitó, inquieto.
—Prefiero no hablar de ese asunto — rezongó.
—¿Cree posible que Blount sobreviviera a la caída y que luego consiguiera escapar del pozo por sus propios medios?
—No sé nada. No quiero hablar más.
Starr se alejó, evidentemente malhumorado, pero aún más asustado. No cabía la menor duda. Se consideraba culpable y tenía miedo.
En Stockton Wells todos tenían miedo, fue la conclusión a la que llegó finalmente el joven.
Consumió despacio la cerveza, alternando los tragos con pensativas chupadas al cigarrillo. De pronto, entró el alguacil.
—Dame whisky, Brett — pidió, muy nervioso. Starr se acercó al representante de la ley.
—¿Algo nuevo, Lou? — preguntó, mientras inclinaba la botella sobre el vaso.
—No tenemos noticias de Skinner y Lawson desde las once y cuarenta y cinco, aproximadamente.
—Demonios, eso no puede ser. Son las seis de la tarde... No pueden dejar pasar tanto tiempo sin hacer una llamada, al menos para decir que se encuentran bien.
—Pues no han llamado, Brett — insistió Spelling. Starr se acodó en el mostrador.
—¿Qué piensas hacer, Lou? Tienes dos «jeeps» útiles. Puedes enviar uno a explorar
—Cuando hicieron la última llamada, estaban al Sur, a dieciséis kilómetros. No sabemos cuánto se desplazaron al Este o al Oeste. Podríamos consumir toda la gasolina del tanque, sin encontrar su rastro. Además, se hace de noche. No, prefiero aguardar a la madrugada, cuando salga el sol. Si han muerto, no sirve de nada que nos arriesguemos en la oscuridad. Y si están vivos, oirán los disparos que haremos periódicamente y contestarán con sus fusiles.
—Está bien, es una decisión muy sensata — aprobó Starr. Bajó la voz—. Sinceramente, no me gustaría encontrarme con Blount de día, pero menos aún de noche. Ve en la oscuridad como los gatos...
Spelling golpeó el tablero del mostrador con el puño, furioso.
—¡Pero está muerto! ¡Tuvo que morir...!
De pronto, se dio cuenta de que Kent se hallaba a pocos pasos de distancia y calló bruscamente.
—Dame otro trago, Brett — pidió con voz enronquecida.
—Desde luego, Lou.
Starr se volvió para coger la botella nuevamente. Cuando inclinaba el gollete sobre el vaso, algo hizo temblar la ciudad entera.
¡BOOOOMMMMM...!
La botella se escapó de la mano del cantinero, rodó por el mostrador y cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Los cristales vibraron fuertemente. Uno saltó con musical estridencia.
—¡Dios santo! — clamó Spelling —. ¿Qué ha sido eso?
Fuera, en la calle, sonaban gritos de alarma. Kent oyó una voz aterrada:
—¡La bomba de agua!
Todos los que estaban en la cantina, salieron disparados a la calle, incluido el forastero. A lo lejos, en las inmediaciones del molino de viento, se divisaba una espesa humareda que se disolvía muy lentamente en la ardiente atmósfera del atardecer.
Casi en el mismo instante, se vio brillar un tremendo chispazo en la base del molino de viento. Un colosal chorro de humo, tierra y piedras subió a lo alto. La detonación tardó algo más de un segundo en llegar a oídos de los asombrados espectadores.
La estructura del molino de viento crujió. Lentamente, fue inclinándose a un lado, hasta chocar contra el suelo con gran estruendo, a la vez que levantaba una enorme polvareda. Ninguno de los que contemplaban la escena era capaz de articular una sola palabra.
* * *
Perry Kent se apoyó en la pared, mientras contemplaba el grupo que, a lo lejos, examinaba las consecuencias de las explosiones. La puerta que tenía a su derecha, se abrió a los pocos momentos.
—¿No va a ayudarles? —preguntó Adriana.
—Quizá me rechacen. Soy forastero; no tengo ganas de oír algo que me encienda las orejas. Además, se adivina fácilmente. Sin la bomba ni el molino, el pueblo está condenado a la sed.
—La mayoría de las casas disponen de depósitos elevados —adujo ella.
—¿Y cuánto puede durar? Adriana guardó silencio.
—Los teléfonos no funcionan y no hay agua ya —continuó Kent—. Parece que Blount pretende sitiar a la ciudad. —Lanzó una suave carcajada—. Un hombre solo, sitiando a una población de varios cientos de personas..
—No exagere. En estos momentos, no hay en Stockton Wells ni cien habitantes.
—¿Qué me dice de los mineros?
—Están allá arriba, en la mina, a más de noventa kilómetros. Tienen barracones, víveres y un buen cocinero. El camino no es demasiado bueno y prefieren permanecer allí los cinco días de la semana, hasta el viernes por la tarde.
—¿Son muchos?
—Unos setenta, en total, con el capataz, sus ayudantes, el cocinero y un pinche.
—¿Cómo se desplazan hasta aquí?
—Hay un autobús, grande, capaz casi para ochenta plazas. Si tienen algún problema, me llamón por radio a casa o a la oficina. Normalmente, no la usamos; todo suele ir bien por allá arriba.
—Señorita, ¿me permite hacerle un par de observaciones? — consultó el joven.
—Sí, claro. ¿De qué se trata?
—Primero, no hay teléfonos y el alguacil no quiere, presumo que de acuerdo con los demás, dar aviso de lo que pasa en Stockton Wells. ¿Qué significa eso?
—Simplemente, no quieren que otros intervengan en sus asuntos.
—Por miedo.
Adriana calló un instante. Luego dijo:
—Tiene que hacerme una segunda pregunta, señor Kent.
—Sí, es cierto. — La mano del joven se movió en un amplio ademán —. Sólo llevo dos días en Stockton Wells, pero desde mi llegada, no he visto pasar un solo coche en ambas direcciones. Ya me imagino que el tráfico no es demasiado intenso por esta zona, pero ¿es natural que en más de cuarenta y ocho horas no haya visto un solo automóvil, fuera de los del pueblo?
Kent tenía la vista fija en el rostro de Adriana y la vio repentinamente preocupada.
—No, no es lógico — respondió ella —. La circulación no es demasiado intensa, pero siempre pasa algún coche... y más de uno se detiene y sus ocupantes van a tomar algo en la cantina de Starr.
—Debería decírselo a Spelling. Tal vez eso le estimule a viajar a El Cajón.
—Lo dudo, pero lo haré —prometió Adriana.
El cielo tenía ya un tinte violeta hacia el Oeste. Pronto caería la noche. Wedding, Spelling y un par de hombres más, caminaban con paso rápido por el centro de la calle. Kent oyó la voz del comerciante:
—Tengo una bomba en el almacén, pero la ciudad habrá de pagar su valor..
—Eres el alcalde, ¿no? — Contestó Spelling—. Sabes lo que tienes que hacer en estos casos...
Adriana bajó del porche, cruzó el pequeño jardín y se acercó al grupo, cuyos componentes se detuvieron en el acto. Kent vio que la joven hablaba con alguacil y apreció los enérgicos movimientos de cabeza con que Spelling apoyaba su negativa. Al cabo de unos segundos, Adriana regresó al porche.
—No quieren pedir ayuda — declaró.
—Yo diría que tienen la conciencia tan negra como un saco de carbón — murmuró Kent.
—En todo caso, mañana irán a recorrer el tendido, para ver si encuentran el corte en la línea telefónica. Pero sólo piensa despachar uno de los dos «jeeps» que todavía funcionan.
—A pesar de lo cual, no irán a El Cajón.
—No.
Kent estudió durante unos instantes el hermoso rostro de Adriana. ¿Qué secreto se ocultaba tras sus bellos ojos oscuros? ¿Qué pensamientos bullían detrás de la frente despejada, enmarcada por los cabellos negros como ala de cuervo?
La noche caía con rapidez. Varios hombres salieron a poco del almacén de Wedding.
—Lo haremos mañana —dijo uno de ellos—. No queremos que ese miserable nos sorprenda en la oscuridad. Podemos aguantar esta noche perfectamente, con el agua que nos queda en los depósitos.
El grupo se disolvió. A los pocos minutos, reinaba un silencio sepulcral en Stockton Wells.
* * *
—Es mejor que caminemos un tanto separados — dijo Skinner—. Uno de nosotros puede morir, pero el otro estará en condiciones de disparar contra ese bastardo.
—Conforme — respondió Lawson.
Los dos hombres se separaron en el acto. Estaban deshidratados, después de más de siete horas de permanecer quietos, bajo un sol abrasador; tenían las fauces completamente secas y sus ropas crujían al menor movimiento. La noche había traído alivio a su situación, con la natural baja de temperatura. Pero todavía tenían por delante quince kilómetros, que debían recorrer en un paraje completamente hostil, llano en apariencia, aunque con algunas trampas naturales, en las que era fácil caer, sobre todo, si no se tenía demasiado conocimiento del terreno.
Durante largo rato, caminaron separados por una distancia de cuarenta o cincuenta metros. Ninguno de los dos estaba muy acostumbrado a andar. Antes de que hubiera transcurrido una hora, va empezaban a notar los primeros síntomas de agotamiento.
—Alfie, voy a descansar un poco —anunció Lawson, casi sin resuello.
—Está bien, Jack.
Lawson se sentó encima de un pedrusco no demasiado alto. Buscó tabaco en sus bolsillos, pero, de repente, pensó en la sed que el fumar podía causarle y desistió de su idea. El rifle estaba en el suelo, a ¿u lado. A cincuenta pasos, podía ver la silueta de Skinner, sentado también, pero en el suelo.
—Alfie —dijo Lawson pasados unos minutos.
—¿Sí, Jack?
—¿Qué pueden ser aquellas explosiones que hemos oído hace un par de horas?
—No tengo la menor idea — respondió Skinner.
—¿Crees que puede ser obra de Blount?
—Era un experto con la dinamita, pero si ha Sido él, ¿qué diablos pretendía volar?
Los dos hombres guardaron silencio de nuevo. Pasados algunos minutos, Skinner dijo que era hora de reanudar la marcha.
—Está bien — contestó Lawson.
Y extendió la mano para recobrar el rifle, pero, en el mismo instante, sintió un agudísimo pinchazo en d dorso.
—¡Alfie! — chilló, a la vez que se ponía en pie convulsivamente.
Skinner volvió la cabeza. El resplandor de la luna le permitió ver a su compañero, agarrándose la mano derecha con la izquierda.
—Alfie, un alacrán...
Skinner sintió que su frente se cubría de sudor, a pesar de la deshidratación. Lawson taconeó el suelo furiosamente.
—Ya lo he aplastado.. Skinner corrió hacia él.
—Quieto, Jack —dijo—. Te ataré un pañuelo a la muñeca, para hacer un torniquete. Procura chupar la herida.
—¡No puedo, tengo una muela picada! — gimió Lawson. Skinner lanzó una interjección.
—Y no tengo un mal cortaplumas, para ensanchar la picadura... Ató el pañuelo fuertemente a la muñeca y miró a Lawson.
—Jack, moverse en estas condiciones, sería peor; el veneno se extendería con mucha mayor rapidez. Quédate aquí; yo iré a buscar ayuda al pueblo. Vendremos en coche... Dispararemos las armas y tú contestarás, para localizarte...
Skinner retrocedía, mientras hablaba casi incoherentemente. De pronto, dio media vuelta y echó a correr.
Lawson se apartó unos pasos. No se atrevía a sentarse en ninguna parte. Podía haber más alacranes...
La figura de Skinner se perdió de vista bien pronto. Lawson sintió que las lágrimas fluían por sus mejillas, abriendo surcos en el polvo que las cubría. En la mano sentía ya un sordo entumecimiento, que se propagaba lentamente hacia el brazo.
Skinner corría, corría... Corría tanto por buscar ayuda a su compañero, como por miedo. De repente, el suelo falló bajo sus pies.
Demasiado tarde se dio cuenta de que no había visto la grieta que la naturaleza había abierto en el desierto. La pendiente era muy aguda y rodó y rebotó un par de veces, antes de que su frente se estrellara contra un grueso pedrusco. Su cuerpo se retorció débilmente unos segundos, antes de quedarse inmóvil.