CAPITULO PRIMERO

 

El pueblo parecía perdido en la inmensidad del desierto, un conjunto de casas que alguien hubiera arrojado despreciativamente desde lo alto, para que cayeran en cualquier parte. No obstante, había cierto orden en los edificios que flanqueaban la carretera que atravesaba la llanura abrasada por el sol y que se perdía en el horizonte por ambos lados, subiendo y bajando suavemente, a compás de las leves ondulaciones del terreno, en el que sólo se veían plantas y matojos propios de la comarca. Algunos cactos gigantes alteraban un tanto la monotonía del paisaje, en el que sólo podían sobrevivir ciertas especies animales: lagartos, serpientes venenosas y tarántulas. A veces se veían negros pajarracos, describiendo lentos círculos en el cielo casi eterno azul. Fuera de eso, sólo había desolación, quietud y fuego en el ambiente.

Cien, ciento veinte años antes. Stockton Wells había tenido importancia, como población de paso para las caravanas de los colonos que iban a establecerse en el Oeste o buscaban las fértiles tierras de California. Había sobrevivido a un par de feroces ataques de los apaches sublevados y habla conocido los fulgurantes galopes de los jinetes de uniformes azules. También había conocido algunos tiroteos en el único «saloon» del pueblo que, restaurado, se conservaba con el mismo aspecto de la época.

Ahora, Stockton Wells carecía de importancia. Aún vivían en él un centenar de personas, la mayoría ocupadas en el lánguido trabajo de una mina de oro cercana. Otras tenían algunos negocios: la cantina, el almacén general y algunos hasta trabajaban penosamente unos trozos de terreno cultivados con un esfuerzo que no compensaba apenas los productos que se obtenían de la siembra de distintas semillas y que fructificaban gracias al agua del único pozo actualmente en funcionamiento. El molino de viento aparecía con las aspas inmóviles, a causa de la falta absoluta de aire, completamente en calma. Sólo se oía el tenue rumor del compresor que movía la bomba con la que se sustituía al molino cuando no soplaba viento.

Muchos años atrás, había más pozos en Stockton Wells. Incluso se podía sacar agua por el simple procedimiento del cubo, la cuerda y la garrucha. Ahora estaban secos y cegados por la arena y las piedras que habían ido cayendo con el paso de los tiempos.

Desde el pueblo se divisaban también, como tenues rayas en distintos lugares, algunas grietas en el suelo, que parecían trazadas por alguna excavadora gigante. Los postes que sostenían los hilos del teléfono formaban una larga hilera a ambos lados de la población, callada y silenciosa en aquellos momentos.

Una nube de polvo se vio de pronto hacia el Este. A los pocos momentos, se hizo fácilmente perceptible la silueta del autobús que pasaba por Stockton Wells una vez a la semana. Brett Starr, dueño de la cantina, y encargado del correo, salió a la puerta de su local. Un poco más allá, el gordo Lou Spelling, único alguacil, abandonó su grato descanso en el sillón que ya había tomado la forma de sus posaderas, y salió también a la calle.

A los dos hombres les pareció que el sol les abofeteaba con una ráfaga de calor. Starr volvió ligeramente la cabeza.

—Pero ¿es que no nieva nunca en este pueblo?

Spelling rió sin ganas la broma favorita del cantinero Sin embargo, le hubiera gustado ver por lo menos un poco de agua de lluvia. Era pronto para la breve temporada de lluvias. Tendrían que seguir pasando calor, se dijo.

Una mujer apareció en la puerta de su casa, situada casi frente a la oficina del alguacil. Los dos hombres la contemplaron unos instantes. Brett Starr apreció críticamente el gesto que bacía la joven. Al levantar la mano para protegerse los ojos del sol, sus senos se marcaron rotundos bajo la blusa de tela clara, abombando el tejido, en el que se señalaron inequívocamente los vértices que remataban las perfectas semiesferas. Starr sintió que la boca se le secaba repentinamente, y no sólo por el calor.

Hizo un gesto cortés.

—¿Qué tal, señorita Colfax? — saludó, de lado a lado de la calle.

—Hola, señor Starr. Buenos días, alguacil — dijo la joven.

—Buenos días, señorita — respondió Spelling.

El autobús estaba ya muy cerca. Ninguno de sus ocupantes podía saber que, en aquellos momentos, un hombre colocaba una valla a diez kilómetros de distancia, a pocos pasos de una desviación de la ruta que conducía hacia el sur.

En la valla había un rótulo prohibitivo:

 

CARRETERA CORTADA POR OBRAS

 

El autobús se detuvo y se abrió la puerta delantera. Un hombre salió disparado, rodó por el suelo un par de veces y luego se levantó, sacudiéndose el polvo de las ropas

—Oiga, amigo, ésa no es manera de tratar a la gente.

Una bolsa voló por los aires. El conductor, y cobrador también, asomó, irritado.

—¿Cree que no le he calado, amigo? Dijo que se quedaba en Great Ridge, y pagó el viaje hasta allí, pero luego se hizo el dormido, para seguir en este trasto. Su suerte es que yo no me haya dado cuenta hasta ahora, de lo contrario, créame, se habría quedado en mitad del desierto. Está bien, ya le he traído hasta aquí; a partir de ahora, compóngaselas como pueda.

El viajero alargó la muñeca izquierda.

—Escuche, le daré mi reloj...

—Métaselo en... —El conductor soltó una obscenidad y luego se encaró con Starr—.

Brett, te daré la saca del correo. No hay mucho, claro.

—Los que vivimos aquí estamos olvidados de la mano de Dios rió el tabernero —. ¿Quién diablos se va a gastar diez centavos en un sello de correos?

Starr se hizo cargo de la saca del correo y entregó otra con la correspondencia de salida. El conductor la dejó detrás de su asiento, cerró la puerta y arrancó de nuevo.

Spelling se acercó lentamente al viajero expulsado.

—Parece que no tiene dinero, amigo — dijo lentamente.

El viajero sonrió, a la vez que se quitaba un gastado sombrero, de ala media.

—Perdí todo mi capital en Las Vegas, sheriff —explicó desenfadadamente—. Ahora me dirigía a El Cajón, donde tengo una hermana, pero, como ha podido apreciar, he sido arrojado del paraíso que era un autobús refrigerado, por un inflexible ángel guardián, con uniforme de conductor de la «Greyhound»...

—Basta de palabrería—cortó Spelling—. En primer lugar, no soy sheriff, sino solamente alguacil. —Dio su nombre y preguntó—: ¿Cómo se llama usted?

—Kent, Perry Kent, señor Spelling, y me dirigía a.

—Ya lo ha dicho. Oiga, aquí no nos gustan los vagos y los gandules. Si no tiene dinero para pagarse el hospedaje, no se preocupe; el uso de la carretera es gratuito.

—¿Quiere decir que me expulsa de la ciudad? ¿Con esta temperatura? — se asombró el forastero.

—¿Hablo chino por casualidad, para que no me entienda?

—Bueno, al menos, déjeme hasta la noche Ahora me cocería vivo en cuanto hubiese recorrido quinientos metros

Spelling vaciló. El hombre que tenía frente a él ofrecía un aspecto agradable y, al mismo tiempo, desastroso, debido a las ropas muy usadas que vestía: camisa sudada, cazadora de loneta, pantalones azules y zapatillas de tenis. La bolsa de viaje estaba asimismo muy gastada y había perdido casi por completo el rótulo de la compañía de aviación que la había regalado en tiempos.

—Déjeme ver su equipaje — pidió bruscamente.

Kent le entregó su bolsa. Spelling la examinó rápidamente. Sólo había algunas prendas de ropa, usadas, pero ya limpias. Cerró la bolsa y se la arrojó a su dueño.

—Quiero verle marcharse al atardecer —dijo—. Hay luna y no se perderá.

—Sí, señor...

Repentinamente sonó una voz de mujer:

—¡Aguarde un momento, señor Spelling!

Los dos hombres se volvieron al mismo tiempo. La joven que había salido a la llegada del autobús cruzaba la calle con paso rápido.

—Señorita Colfax...

Ella se paró segundos después.

—He oído la conversación sin querer — dijo—. Al parecer, este hombre está sin trabajo y sin dinero.

—Así es, señorita — sonrió Kent, a la vez que se descubría cortésmente.

—Alguacil, yo puedo darle a este hombre un empleo. — Ella se volvió hacia Kent— Seguramente, entiende de números, ¿no es cierto?

—Un poco...

—Soy Adriana Colfax. —La joven sonrió—. Si ha perdido su dinero en Las Vegas, entiende de números.

—¿Qué empleo piensa ofrecerle, señorita? — preguntó Spelling. Adriana se volvió.

—Esperaba la vuelta de mi contable — respondió —. Ya debería haber regresado la semana pasada...

—Envió un telegrama, diciendo que no podía volver, por la enfermedad de su esposa.

—No. Jesse Eckhorn estuvo en el Banco de El Cajón, sacó una importante cantidad de dinero y tomó dos pasajes para Bogotá, Colombia.

—Demonios — se asombró Spelling —. Entonces, es un ladrón...

—Por fortuna, dispongo de una segunda cuenta corriente, a la que él no tenía acceso, lo cual me permitirá hacer frente a las nóminas de los empleados. De todos modos, se llevó más de sesenta mil dólares y hasta que los recobre, si lo consigo, que lo dudo mucho, pasará bastante tiempo. Por esa razón necesito un contable.

—Eckhorn, convertido en un ladrón —Spelling se quitó el sombrero para rascarse la coronilla—. No puedo creerlo...

—Su mujer era joven y ambiciosa, y soportaba muy mal la vida en Stockton Wells — explicó Adriana.

—Eso sí es cierto. El tiene cincuenta años y ella menos de treinta... Muy bien, señorita Colfax; puesto que así lo desea, este hombre es suyo.

—Sólo metafóricamente — sonrió Kent—. Ya no hay esclavitud.

—Lo sé, pero procure portarse bien o le costará caro. Adiós, señorita.

—Adiós, alguacil.

Kent y la joven quedaron frente a frente Ella sonreía imperceptiblemente

—Le he sacado de un apuro — dijo.

—Cierto, señorita, y no sabe cuánto se lo agradezco.

—Haga el favor de seguirme; le enseñaré las oficinas. Y también su alojamiento. Puesto que los Eckhorn se han marchado, puede usted ocupar su casa; me pertenece, con todo su mobiliario. Ah, el sueldo será de ciento cincuenta dólares a la semana. Realmente, le pagaría ciento ochenta, pero he de descontarle treinta por el alquiler de la vivienda.

—Muy justo, señorita Colfax.

Momentos después, se detenían ante un edificio de dos pisos, con baranda exterior, a cuyos barrotes había sujeto un cartel pintado con grandes letras negras sobre fondo amarillo:

 

COLFAX MINING CO.

 

Las oficinas estaban en la planta baja y la vivienda en el primer piso. Hacía un calor insoportable.

Durante algunos minutos, Adriana explicó a su nuevo empleado cuál iba a ser su tarea. Eckhorn, manifestó, había causado cierto desorden en los libros y era preciso ponerlos en orden. Kent aseguró que no le resultaría difícil. Ya había trabajado como contable en una ocasión.

—Me lo había figurado —sonrió Adriana—. ¿En qué compañía trabajaba?

—La verdad, era un «gángster» semianalfabeto, que confiaba mucho en mi. Pero sólo en ciertos aspectos, porque cuando supe su verdadera profesión, era ya un poco tarde. Entonces, «arreglé» los libros y el tipo fue a parar a la cárcel. Se enteró de la faena y tuve que poner tierra por medio.

—No hablará en serio — dijo ella, asombrada.

—Lo que hice me libró de ir a la cárcel, pero no me evitó la promesa de aquel tipo sobre la pantalla que se iba a fabricar con mi pellejo. Por eso me largué al Oeste. Y, en Las Vegas, perdí el poco dinero que me quedaba.

—Está bien, de todos modos, no va a tener acceso a mi cuenta corriente, como Eckhorn. Y le advierto que también entiendo de contabilidad y que ahora no me mostraré tan descuidada

—Su negocio es lícito, señorita — respondió Kent significativamente.

—Gracias. Y ahora…

—Perdón. Ella le miró.

—¿Qué quiere, señor Kent?

El forastero parecía haber perdido un tanto su aplomo.

—Bueno, hace calor... y una jarra de cerveza para acompañar un buen bocadillo.

—Vaya a la cantina y hable con el señor Starr. A estas horas, ya sabe que es mi empleado. Dígale que cargue su gasto en la cuenta... pero si bebe algo más que una jarra de cerveza, esta noche atravesará el desierto a pie.

Kent se llevó un dedo a la sien.

—Beberé y comeré solamente lo que he mencionado —respondió.

 

* * *

 

Atardecía ya. El sol era una bola roja que descendía hacia el horizonte infinito. Algunos buharros daban vueltas lentamente en el cielo caliginoso.

A diez kilómetros de Stockton Wells, hacia el Oeste, el mismo individuo colocó una segunda barrera de prohibición de paso por obras. Luego se separó de la carretera y se fundió con el desierto.