CAPITULO XII

 

Media hora más tarde, estaban en el coche. Thordill hurgó frenéticamente en el maletero. Al cabo de unos segundos, cargaba con la escala de cuerda y una linterna.

Clara adivinó sus intenciones..

—Vas a bajar al pozo —se estremeció.

—Sí. Quédate aquí y no te muevas.

—Roger, tengo miedo de quedarme sola...

—Pero no puedes venir conmigo.

—Déjame ir. Creo que pasaré menos miedo que esperándote aquí, sumida en la incertidumbre...

—Está bien.

Thordill agarró una palanca de hierro, con uno de sus extremos plano y hendido, y se la pasó por el cinturón.

—Quizá veamos algo terrible, algo que no olvidaremos en la vida, pero debemos hacerlo, ¿comprendes?

—Sí, Roger.

—Georgina vino sabiendo a lo que se exponía, sacrificando deliberadamente su vida, pero nosotros no seríamos dignos de su sacrificio si ahora huyéramos cobardemente. Además, presiento que Kalsthom nos perseguiría implacablemente el resto de nuestros días y no podríamos vivir jamás en paz. Sus crímenes deben ser castigados, Clara.

Ella hizo un gesto de aquiescencia. Roger agarró de nuevo su mano y emprendió el regreso a Langdon House, a través de los campos oscuros y silenciosos, lo mismo que el pueblo, cuyos habitantes dormían, desconocedores del drama que se producía a altas horas de la noche.

Cuando llegaron al pozo, Thordill descolgó la escala de cuerda sin pérdida de tiempo.

Luego se volvió hacia la muchacha.

—Quédate aquí —dijo—. Si viniera Kalsthom, agáchate. En el peor de los casos, corre todo lo que puedas. ¿Lo has entendido?

—Sí..., puro ton cuidado... Thordill sonrió.

—Tengo la impresión de que voy a saber manejar la cosa que hay en el fondo del pozo

—respondió.

Inmediatamente, emprendió el descenso. Cuando llegó abajo, movió la linterna, hasta encontrar la raya fosforescente que delimitaba la entrada secreta. Entonces, con gesto súbitamente resuelto, introdujo el extremo plano de la palanqueta en uno de los intersticios y apretó a fondo.

Algo chasqueó ligeramente. Aquel trozo de muro giró lentamente, dejando a la vista un túnel oscuro y lóbrego, del que se desprendía un insoportable hedor.

Thordill divisó cuerpos humanos inmóviles y huesos que blanqueaban siniestramente a la luz de su linterna, y también vio ropas y objetos personales amontonados de cualquier forma en aquel túnel, cuyo final no podía divisarse. Pero, tras el primer choque, su atención se centró en aquella extraña vasija que tenía delante de si, en el suelo.

Se felicitó que Clara se hubiese quedado arriba. El espectáculo era demasiado horrible para las sensibles retinas de la muchacha. Thordill pensó que jamás olvidaría lo que estaba viendo.

Si, Kalsthom se merecía todas las penas del infierno. Podía haberse conformado con lo que ya había obtenido, pero su insaciable ambición le había llevado a cometer los más horribles crímenes. Debía pagarlo..., y la Justicia humana no podía conceder el castigo que se merecía.

La luz de la linterna se fijó en la vasija, en forma de ánfora, pero de vidrio completamente transparente y tapada por algo que parecía lacre rojo. En el interior, algo rebullía coléricamente.

—Sácame de aquí —dijo la cosa. Thordill se llenó los pulmones de aire.

—Eres el diablo —dijo.

—¿Lo dudas?

—Bueno, estás encerrado... como los djinns de los cuentos árabes de Las mil y una noches. Apuesto a que el lacre rojo tiene grabado el sello de Salomón.

—Eres un tipo listo, no cabe duda.

—Si tú eres el diablo, resultas ser un poco tonto, y perdona la franqueza. ¿Cómo pudiste permitir que Kalsthom te encerrase en esa botella?

—El diablo, contra lo que piensa la gente, no es omnipotente. Hay fórmulas muy antiguas que permiten encadenar a uno de nosotros. Kalsthom las encontró y me encerró en la botella.

—Pero, sin embargo, sales...

—Me tiene dominado con su hechizo, porque no ha destruido el sello de Salomón. Mientras ese sello esté en la botella, yo tengo que regresar aquí indefectiblemente, después de cada salida.

—Me parece muy bien —dijo Thordill con acento lleno de naturalidad—. Si pudieras salir libremente, ibas a cometer estragos sin cuento.

—Lo único que quiero es regresar al infierno —rechinó la cosa—. Hace ya demasiado tiempo que falto de allí...

—Ah, ¿también cuenta el tiempo para vosotros?

—Cuando estamos fuera del infierno, claro, hombre. ¿Por qué no me sueltas? Te daré lo que me pidas, oro, riquezas sin cuenta, salud a prueba de bombas...

Thordill se echó a reír.

—Hablas enteramente como nosotros —dijo.

—Hablo de una forma que te resulte inteligible. Si fueras árabe, chino, ruso o de cualquier otra parte, hablaría como hablan las gentes de esos países, de acuerdo con la idiosincrasia peculiar de cada pueblo.

—Dispénsame, no quise ofenderte. Pero ¿puedo preguntarte una cosa?

—Bueno...

—Kalsthom te retiene aquí, ¿por qué? ¿No le has dado bastante, concediéndole la juventud eterna?

—Cuando logró atraerme, merced a sus conjuros, hicimos un pacto. Yo le concedí lo que me había pedido. Pero él me engañó...

—Yo creía que vosotros, los demonios, podíais penetrar en la mente de los humanos.

—Y así es, salvo en circunstancias especiales.

—¿Por ejemplo?

—El sello de Salomón que lleva permanentemente colgado del cuello..., esta botella, también sellada..., y otra cosa que me resulta impronunciable.

—¿Por qué?

—¡Hombre, soy un demonio! Thordill asintió.

—Entiendo. El otro día, yo hice ese signo con la mano y tú te agitaste en tu encierro...

—¡Calla, no lo menciones! —gritó la cosa.

—Siento haberte molestado. Dime, alguna vez ¿has pedido que te saquen de aquí?

—Sí. La gente pasa en ocasiones y yo lo sé y grito..., pero todos huyen aterrorizados... Thordill recordó de inmediato el día en que había estado en aquel lugar junto con Loma. No, no había sido una ilusión de sus sentidos. Había escuchado realmente la voz de la cosa encerrada en aquella redoma, cuyo cuello le llegaba hasta casi el pecho.

—Bueno, estamos hablando demasiado tiempo y yo empiezo a perder la paciencia. Antes te he propuesto un pacto. ¿Qué prefieres: salud, dinero, felicidad, larga vida...?

—Son unas ofertas muy tentadoras, seguramente las mismas que le hiciste a Kalsthom.

—Sí, pero él sólo aceptó la de eterna juventud. Debe de ser un burro; en ciento cincuenta años, no ha sabido hacerse rico.

—Y por eso te tiene encerrado...

—En efecto. Quiere que le proporcione la fórmula de la piedra filosofal.

—La transmutación del plomo en oro.

—Exactamente.

—¿Puedes hacerlo?

—Sin ninguna duda. Pero él eligió la eterna juventud y yo sólo podía concederle una petición. Ni puedo ni querría, aunque pudiese. Tú, ¿qué quieres?

Thordill meditó un segundo. Eran demasiados crímenes..., y Kalsthom podía continuar matando en lo sucesivo.

—Los sacrificios de víctimas humanas no te han impresionado —dijo.

—¡Bah! Creía que me dejaría ablandar... Ese hombre es estúpido. Sólo fue listo una vez. Bien, sácame y te concederé lo que me pidas.

—¿No me traicionarás después?

—No. Soy leal en mis tratos.

—Y yo no quiero venderte el alma a cambio.

—¿Te lo he pedido acaso?

—Está bien, pero, por si acaso, te advertiré que tengo un arma contra la que no pueden tus malas artes. ¿Adivinas cuál es?

—Sí, lo adivino. Y aunque no la llevaras colgada al cuello, tampoco te traicionaría.

—Gracias. Voy a pedirte una cosa: castiga los crímenes de Kalsthom.

—¿Cómo? ¿No pides nada para ti?

—Ya me lo dará. Alguien infinitamente todopoderoso, si cree que soy merecedor de ello.

—Indudablemente, lo eres. Creo que he tenido suerte. —De la botella salió un sonido parecido a una risotada—. ¿Puede un demonio decir una cosa semejante?

—Ya la has dicho —contestó Thordill—. Ahora, indícame cómo he de librarte.

—Quema el lacre, será suficiente.

—Recuerda que él lleva otro sello de Salomón.

—Pero éste, en el que se apoya el otro, estará destruido. ¡Vamos, pégale fuego!

La lámpara, sostenida por el cordón, iluminaba lo suficiente para que Thordill pudiera encender un fósforo y acercar la llama al lacre. Un segundo después, se produjo un vivísimo fogonazo.

 

* * *

 

Algo salió de la botella, con ruido bramador. Thordill sintió como si una mano lo empujara al suelo y cayó de espaldas. Una cosa que se retorcía y se agitaba furiosamente brotó del túnel y se elevó vertiginosamente hacia las alturas.

Clara, aterrada, se agachó detrás del brocal. El suelo temblaba como el mar agitado por una tempestad. Aquella cosa brotó en medio de horripilantes sonidos y se dirigió hacia la casa.

Estallaron algunos vidrios. De pronto, se oyó dentro de la casa un espantoso alarido. Luego se produjeron unos fortísimos ruidos: muebles que caían o se volcaban, rompiéndose en astillas, objetos que se hacían mil pedazos, crujir de muros... Al mismo tiempo, en el interior de la casa se velan brillar vivísimos resplandores multicolores, mientras que los estampidos semejantes a cañonazos sonaban incesantemente.

De repente, se oyó un trueno gigantesco, mezclado con un alarido de indescriptible potencia. Luego volvió el silencio.

La cosa surgió de nuevo, serpenteando velocísimamente hacia el pozo. Thordill continuaba todavía en el suelo, aturdido, y la vio pasar por su lado, convertida ahora en una especie de relámpago alargado, que se dirigía hacia el fondo del túnel. La luz se intensificó durante unos instantes y luego fue alejándose raudamente, hasta desaparecer por completo.

Sí, aquello era la boca del infierno, pensó el joven, mientras, penosamente, empezaba a levantarse. Pero allí ya no vivía el diablo.

 

* * *

 

Encontraron al doctor Kalsthom muerto en la habitación donde hacía sus conjuros y en la que había un pequeño recipiente que contenía una extraña cera, que

Thordill quemó más tarde, al aire libre y muy lejos de aquel lugar.

El aspecto de Kalsthom era horrible. El forense que lo reconoció más tarde dijo que no podía explicar científicamente lo sucedido. Kalsthom tenía los huesos literalmente deshechos, como si se los hubieran pasado por una trituradora gigante. Era sólo una masa de carne informe y sanguinolenta, que infundía verdadera repulsión a quienes la contemplaban y que, por fortuna, no fueron muchos.

Las víctimas de aquel demoníaco sujeto fueron enterradas piadosamente. Thordill se prometió erigir un mausoleo a la memoria de tres jóvenes horriblemente muertas, pero, sobre todo, dedicado a una mujer valerosa que había acudido a una cita sabiendo que corría el riesgo de perecer y que, sin embargo, no había querido retroceder.

Más adelante, Clara hizo rellenar el pozo de tierra y ordenó la demolición absoluta de la casa. Todo lo que no era de piedra ardió en una hoguera, incluso los libros satánicos, de los que se había servido Kalsthom para sus infernales conjuros. Thordill alabó la decisión de la muchacha. Los libros, pensó, podían tener tal vez interés para los estudiosos, pero era preciso evitar que cayeran en manos poco escrupulosas.

Un año más tarde, la hierba y las flores crecían nuevamente en la colina. Clara llamó a un sacerdote católico, conocido suyo, el cual bendijo la colina y la roció con aspersiones de agua bendita. La muchacha estaba segura ahora de que el diablo ya no volvería a vivir más en aquel lugar.

 

* * *

 

El hombre acababa de echarse algo al bolsillo, cuando, de pronto, sintió que le tocaban en el hombro.

—Haga el favor de acompañarme, caballero —dijo uno de los detectives que actuaban en aquel edificio, donde estaban instalados unos grandes almacenes.

Thordill arqueó las cejas.

—¿Yo? ¿Por qué?

—No arme escándalos, amigo —murmuró el detective, a la vez que le aprisionaba un brazo con dedos de hierro—. Esto puede solucionarse fácilmente, si usted quiere..., o también puede intervenir la policía. Vamos, camine.

Momentos después, los dos hombres entraban en un despacho. Al otro lado de la mesa había una joven de aspecto muy atractivo.

—Señorita Chase —dijo el detective—, he sorprendido a este caballero en el momento de apoderarse de un objeto en la sección de joyería.

—¡Roger! —Exclamó Clara, a la vez que se ponía en pie—. No puedo creer que te hayas convertido en un ladrón...

Thordill sonrió. Metió la mano en el bolsillo y sacó una preciosa sortija.

—Pregunté por ti y me dijeron que estabas muy ocupada —dijo.

—Ah, se conocen —masculló el vigilante.

—De modo que has preferido pasar por un ladrón, para que te trajeran a mi despacho...

—Claro, de todas formas, iba a comprar la sortija de pedida —rió el joven—. Aunque si ésta no te gusta...

Clara se enterneció.

—Oh, Roger, no sé qué decir... —Sus ojos soltaron unas lagrimitas, hipó un poco y tuvo que sacar un pañuelito, con el que se sonó fuertemente—. Roger, me dejas tan confundida...

—Dígale que sí, señorita —exclamó el vigilante, riendo desaforadamente. Dio media vuelta, salió y cerró la puerta con todo cuidado.

—¿Si, Clara? —preguntó Thordill.

Ella, suspiró.

—Te has hecho esperar demasiado —se quejó.

—Bueno, pero... he llegado. ¿Te gusta esta sortija o elegimos juntos otra? Clara salió de detrás de la mesa y se abrazó al joven.

—La sortija es lo de menos —contestó apasionadamente.

Thordill la besó.

—Pronto viviremos juntos..., y el diablo no vivirá con nosotros —murmuró. Ella se estremeció.

—Olvidémoslo, querido —dijo—. Fue demasiado horrible.

—Sí, demasiado horrible. Y sucedió realmente.

Los pensamientos de Thordill fueron durante un segundo a cierta colina en la que ya no vivía el diablo. Aquello era el pasado, se dijo.

El presente y el futuro estaban delante de él, entre sus brazos.

 

FIN