CAPITULO VI
Los goznes de la puerta chirriaron lúgubremente al girar, impulsada por la mano de Clara. Un extraño olor, no muy penetrante, dulzón y repelente al mismo tiempo, hirió sus pituitarias en el acto.
—Parece incienso... —observó ella.
—Quemado con alguna otra droga que desconocemos —dijo Thordill.
El vestíbulo aparecía completamente desierto, aunque limpio y en orden. Sin embargo, Clara apreció en el acto un detalle que llamó su atención. Había una consola junto a la entrada y pasó la yema del índice por su pulida superficie. Luego se la enseñó a Thordill.
—Hace semanas que no pasan un paño para limpiar el polvo —dijo.
—¿Tiene eso algún significado especial? —preguntó él.
—Lo tiene. Raquel es dependienta y conoce las ventajas de la limpieza en los mostradores y en los artículos que se exhiben. Ella no habría dejado qué el polvo se acumulase tanto tiempo.
—Bueno, quizá se marchó... Veamos lo que hay al otro lado de eS3 puerta, Clara.
Thordill avanzó hacia la puerta señalada, situada a la derecha del vestíbulo, seguido por la muchacha. Cuando ya se disponía a abrir, oyeron una voz en lo alto:
—¿Puedo serles útil en algo?
Thordill y la muchacha se volvieron al mismo tiempo, ella incluso lanzando un gritito de susto, provocado por la inesperada aparición del individuo, situado en lo alto de la escalera que conducía al piso superior y al ático.
A Thordill, aquel hombre le recorrió enormemente a Vincent Price, en una de sus numerosas películas de terror. Tal vez era algo más delgado de rostro, pero el parecido fisonómico y la sonrisa ligeramente ladeada tenía una semejanza asombrosa. Kalsthom vestía una chaqueta roja, de terciopelo, pantalones oscuros y pañuelo al cuello. Su mano izquierda estaba metida en el bolsillo correspondiente de la chaqueta, adornada con un pañuelo negro y dorado que sobresalía del bolsillo superior.
—Hemos llamado varias veces y nadie contestaba —arguyó, a la vez que adelantaba unos pasos—. Permítame, doctor Kalsthom. Soy Roger Thordill. Mi acompañante es la señorita Clara Chase, propietaria de la casa. Supongo —añadió el joven— que usted es el doctor Kalsthom.
—Jan Karl Kalsthom —puntualizó el sujeto, a la vez que empezaba a descender por la escalera con gran lentitud—. No he oído las llamadas; dormía muy profundamente la siesta y... Encantado de conocerles, señor Thordill, señorita Chase.
Clara se adelantó también, con las manos en el bolso que pendía de su hombro izquierdo.
—Como ha dicho el señor Thordill, soy la propietaria de la casa —manifestó—. Usted y yo no nos conocemos personalmente, porque quien llevó los tratos relativos al alquiler fue el señor Searn. Pero si duda de mi palabra, le enseñaré la copia del contrato y mi documentación personal.
Kalsthom alzó su mano derecha con ademán magnánimo.
—Mi estimada señorita Chase, lo menos que se me ocurriría es dudar de sus aseveraciones —dijo engoladamente—. Pero ¿no quieren pasar a la biblioteca? Puedo ofrecerles una copa...
—Hemos venido a hablar con usted de un asunto muy interesante —manifestó Clara con gran vehemencia.
—Esa conversación podrá esperar unos minutos, lo justo para que yo les prepare unas copas —dijo Kalsthom, sin perder por un segundo su sonrisa—. Tengan la bondad...
Kalsthom abrió la puerta y se quedó a un lado. Thordill y la muchacha franquearon el umbral, pasando a la biblioteca, que no era un lugar que brillase precisamente por la abundancia de volúmenes. Tal vez habría un par de centenares de libros, distribuidos en dos estanterías no demasiado grandes. En realidad, era más bien un salón, donde los habitantes de la casa podían entregarse al descanso y a la conversación.
Una vez dentro, Kalsthom fue a una mesita y destapó un frasco de cristal, bellamente tallado, que contenía un líquido de color rojo como el rubí y absolutamente transparente.
Thordill contempló su copa al trasluz. Nunca, se dijo, había visto un vino tan transparente. Olfateó un poco y encontró un bouquet delicadísimo, de incomparable suavidad. Luego probó unas gotas. El vino era fuerte, como si contuviese un ligero exceso de alcohol, pero el sabor era algo que no podía definir.
—Es usted un verdadero entendido —rió Kalsthom—. Ha realizado las tres operaciones propias de un buen catador de vinos.
Thordill tomó un sorbo de licor un poco más largo.
—A no ser por el color, diría que es un amontillado, aunque más fuerte de lo habitual en esos vinos —dijo.
—Algo hay de verdad en ello, amigo mío, aunque el vino que tiene usted en la copa es el resultado de largos años de experimentación propia. Pero, como usted no ignora, sin duda, el color de las cosas puede hacerlas todavía más atractivas o convertirlas en algo repulsivo. Muchas veces, el éxito de un producto nuevo en el mercado depende de la envoltura, de su diseño artístico y de la adecuada distribución de colores. Y, créame, un vino absolutamente rojo, pero también absolutamente transparente, resulta mucho más atractivo.
—Sí, sobre eso no cabe la menor duda —convino Thordill—. Pero, si me lo permite, doctor, no hemos venido aquí para hablar de vinos.
—Quiero saber qué ha sido de Raquel Keegan —dijo Clara. Kalsthom se volvió hada la muchacha.
—¿Por qué lo pregunta, señorita Chase?
—Era mi amiga y sé que vino aquí, contratada por usted.
—Es cierto, pero la señorita Keegan ya no está. Se despidió la semana pasada y se marchó.
* * *
Hubo un instante de silencio. Luego, Clara, impulsivamente, exclamó:
—¡Eso no es posible!
—«¿Que no es posible que se haya marchado? —Kalsthom arqueó las cejas—. Señorita, ¿por qué habría de mentirte? ¿Quiere registrar la casa? ¿Piensa acaso que la tengo secuestrada, encadenada en algún húmedo y sombrío calabozo?
—Pero yo sé que...
—Permítame que sea franco, señorita Chase —siguió Kalsthom—. Aunque no lo parezca, tengo un carácter muy difícil con mis subordinados. Trato de dominarme, pero no siempre lo consigo.
—No irá a decirme que los trata a latigazos —terció Thordill cáusticamente.
—Oh, por favor... Siempre, pronuncio palabras y frases muy duras, injustas quizá, debidas a la cólera que me domina en esos momentos, pero nunca hasta el extremo de levantar la mano a una persona. Lo siento, pero es así.
—¡Pues yo no le creo! —exclamó la muchacha vivamente—. Raquel me escribió y, aunque no pueda asegurar nada de la carta, sí estoy en condiciones de afirmar, bajo juramento, que su firma estaba falsificada.
—¿Tiene la carta a mano? —preguntó Kalsthom.
Clara se quedó cortada. Thordill, que la miraba fijamente, adivinó sus pensamientos. No podía presentar la carta como prueba, ya que se había convertido en más que cenizas, en humo.
—Bien, entonces, usted sostiene que se marchó...
—Sí, señorita.
—¿También se marchó Meg Brell? Kalsthom se volvió hacia el joven.
—¿La conocía usted?
—Éramos muy amigos, doctor. Y me escribió varias veces desde esta casa.
—Lo siento. La señorita Brell es otra de las personas Que no pudo soportarme—, Kalsthom se echó a reír de pronto—. Ya, ya Sé lo que están pensando; yo las he asesinado para beberme su sangre y luego he enterrado sus cuerpos exangües en el sótano. —Hizo un amplio ademán con la mano derecha—. Pero, si no me creen, registren la casa, empleen todo el tiempo qué gusten... Sé de sobra —añadió— la fama de que disfruto en el pueblo, aliado del diablo, vampiro chupador de sangre... Es algo que no puedo evitar y contra lo que me resulta imposible luchar. Lamentable, créanme.
—Algo hemos oído al respeto, doctor —admitió Thordill prudentemente—. De todos modos, ciertos comentarios no nos interesan. Nuestro interés estriba en esas dos jóvenes que vinieron aquí y que ya no están en la casa.
—Lo siento. Se marcharon..., y ya eran un poco mayorcitas para obrar por su cuenta. Ni podía retenerlas ni ya me interesaba su dirección, puesto que sabia no iban a regresar. De todas formas, si sospechan de mi, avisen a la policía. No temo nada, insisto. A este respecto, mi conciencia está absolutamente tranquila —concluyó Kalsthom con gran énfasis.
—Hay un gran pozo... —apuntó Clara. Kalsthom se echó a reír.
—Mi querida y aprensiva señorita Chase, ¿por quién me ha tomado usted? ¿Quién ha metido tan disparatadas ideas en esa linda cabecita? Por favor, esas dos muchachas estuvieron aquí, trabajaron un tiempo conmigo, muy breve, por lo demás, y se marcharon. Eso es todo..., toda la verdad.
Thordill apretó los labios. Había en la voz de Kalsthom una nota de insinceridad, pero todo lo que decía era absolutamente lógico y, sin pruebas, no se podía rebatir ni una sola de sus afirmaciones. Les gustase o no, tenían que marcharse con el rabo entre piernas, aplicándose la metáfora, harto justificada en la ocasión.
—Está bien. Vámonos, Ciara —dijo—. Le rogamos disculpe las molestias, doctor.
—Espere un momento —pidió Clara—. Doctor, ¿qué clase de investigaciones realiza usted? ¿Es cierto que puede ponerse en contacto con el diablo? ¿Es verdad, como se dice por ahí, que ha hecho un pacto con él, a fin de conservar la eterna juventud?
Kalsthom soltó una atronadora carcajada, tan fuerte, que hizo vibrar los cristales de la ventana. Al cabo de unos segundos, calmada su hilaridad contestó:
—Las gentes de este lugar tienen una fantasía disparatada, desbocada diría yo. No, ni he hecho un pacto con el diablo, ni converso con él..., ni soy el doctor Kalsthom, que conserva su mismo aspecto, después de veinticinco años. Nunca he querido desmentir tales infundios, porque no me he preocupado de ellos, pero creo que ya es hora de que alguien sepa la verdad, alguien con quien se puede conversar con toda confianza. El parecido fisonómico es extraordinario, por eso todos me confunden con mi padre.
Thordill se quedó con la boca abierta.
—Usted es hijo...
—Sí, de Jan Justus Kalsthom.
De nuevo sobrevino una pausa de silencio.
—Pero ¿qué le pasó a su padre hace veinticinco años? —preguntó Clara súbitamente—
. Porque he oído contar una leyenda estremecedora...
—Mi padre sí quería, como se dice ahora, contactar con el diablo —respondió Kalsthom—. Parece ser que, en determinadas condiciones y según la clase de persona que realiza el experimento, eso se puedo conseguir. Algo sucedió, en efecto, aunque no lo sé a ciencia cierta, porque mi padre quedó tan horripilado del resultado de sus experimentos, que enloqueció y murió al cabo de no mucho tiempo. Por supuesto, aquella noche, el horror le hizo escapar a campo traviesa... y ya no volvió aquí.
—Usted, sin embargo, si ha vuelto —dijo Clara.
—Yo necesitaba la soledad y la tranquilidad para mis investigaciones, que no son estrictamente científicas..., no son de la clase que ustedes se imaginan, como en las películas, un gran laboratorio lleno de extraños aparatos, con enormes chispas eléctricas y matraces llenos de líquidos de varios colores que hierven y burbujean constantemente... No, mis investigaciones son de signo muy distinto.
—¿Podemos saber cuál es el tema que atrae su atención, doctor? —preguntó Thordill.
—Por supuesto. Se trata de un par de libros antiquísimos, todavía manuscritos, 3ra que se redactaron cuando aún no se había inventado la imprenta. Sé que el autor los escribió en latín, aunque cifrados bajo un código particular que todavía no he conseguido descifrar. Y es posible que esa investigación me lleve todavía muchos meses, años incluso.
—El tema de esos libros debe ser fascinante —supuso el joven.
—Lo es. Son libros sobre alquimia..., y, créanme, los alquimistas medievales no eran magos, sino hombres que conocían la física y la química mejor que muchos de los científicos actuales. Algunos de ellos, incluso, encontraron fórmulas magistrales, cuyos efectos se conocen, pero cuya composición se ha perdido con el paso de los tiempos. Medicinas capaces de curar las peores enfermedades, fórmulas matemáticas que resolverían muchos problemas actuales de física y astronomía...
—Y también la fórmula para transmutar el plomo en oro.
—¿Por qué no? —Sonrió Kalsthom—. En este aspecto, conviene ser menos incrédulo de lo que se es habitualmente. En fin, lo que interesa es que tenía dos ayudantes y que ambas se despidieron. Ello retrasará, pero no impedirá mi labor.
—Lo cual significa que no va a contratar otra ayudante.
—Probablemente, no.
—Doctor, gracias por su amabilidad —dijo Thordill—. Ya hemos abusado de usted y le rogamos nos disculpe.
—Por favor, he tenido un gran placer en disipar sus dudas, aunque lamente personalmente no poder darles el menor dato sobre sus amigas. Vuelvan cuando gusten y... ¿No desean tomar otra copa?
—No, gracias —contestó Clara, que se sentía muy incómoda y deseaba salir cuanto antes de la casa—. Le digo lo mismo que el señor Thordill: dispense las molestias.
Kalsthom ya no dijo nada, limitándose a sonreír como un doble Vincent Price. Unos segundos más tarde, Clara, en el exterior, respiraba a pleno pulmón.
—Ese ambiente empezaba a sofocarme —dijo—. Roger, ¿cree usted todo lo que nos ha dicho Kalsthom?
—No puedo darle todavía una respuesta —murmuró él, mientras abría la portezuela del coche—. Tengo que reflexionar mucho sobre lo que acabo de escuchar..., aunque sí puedo adelantarle una cosa.
—¿Qué es, Roger?
—Si Meg se hubiese marchado de Langdon House, habría venido inmediatamente a verme. Y no ha ocurrido así.
—Luego teme lo peor.
—Sí.