CAPITULO V
—Aún no comprendo cómo pudo convertirse en dueña de Langdon House —dijo Thordill, el domingo, a las nueve de la mañana, apenas habían iniciado el viaje hacia Marnell Field.
—Bueno, la cosa, si se mira bien, es de risa —contestó ella—. La casa perteneció a mi bisabuelo, que fue el que intentó poner en funcionamiento una mina de no sé qué... Cuando ya llevaba unos cuarenta o cincuenta metros excavados, perforaron una tremenda vena de agua que obligó a suspender los trabajos. El pozo quedó así como cisterna, pero, con el tiempo se secó. Mi bisabuelo se .había hecho ya viejo y no quiso moverse de aquel lugar, en donde hizo edificar la casa. La heredó su hijo..., y la hubieran heredado mis padres, de no haber muerto cuando yo tenía quince años.
»Desde los quince hasta los veinte años, viví con mi tía, la otra hija de mi abuelo, a la que le correspondía realmente heredar. Pero cuando murió el abuelo, apenas hace un par de años, ella se negó rotundamente a convertirse en la propietaria de la casa.
—Total, que usted cargó con la propiedad...
—Sí. Mi tía hizo una renuncia formal de la herencia ante notario. A decir verdad, eran ya los únicos bienes que quedaban de la primitiva fortuna del bisabuelo Jonás y yo no sabía nada, hasta que vino a buscarme un abogado. Tía Agatha nunca había mencionado la casa y yo hacía casi cuatro años que me había separado de ella. Total, que pensé que la propiedad podría proporcionarme algunos beneficios, pero durante dos años, es decir, a partir del momento en que me convertí en su dueña, no tuve más que gastos. Y nadie quería comprarla ni alquilarla, pese a las condiciones tan ventajosas que ofrecía, hasta que llegó el doctor Kalsthom.
—Y usted aceptó encantada,
—Figúrese. Era un elefante blanco en mis manos: no la vendía, no la alquilaba, mis escasos ahorros habían volado con los Impuestos... Usted hubiera hecho lo mismo en mi lugar, me parece.
—Por supuesto. Pero, cuando aceptó la herencia, ¿conocía ya la leyenda?
—No, en absoluto. Lo primero que supe al respecto fue cuando conversé con el agente, Warner Searn, y eso al cabo de un tiempo, al ver que no podía obtener ningún beneficio de la propiedad. Entonces, Searn me contó su historia.
—Una historia nada agradable, por cierto —sonrió Thordill.
—No, no es nada agradable convertirse en propietaria de una casa habitada por el diablo.
—¿Cree ahora en la leyenda?
—Casi estoy convencida, Roger.
—En su opinión, ¿puede ello tener alguna relación con la firma falsificada de Raquel Keegan?
—Seguramente.
—¿Qué piensa usted de este asunto? ¿La tiene secuestrada el doctor Kalsthom?
—Posiblemente, no.
—¿Entonces...?
—Entonces, de alguna forma que ignoro, Kalsthom consiguió la carta que Raquel me había escrito, y la copió, añadiendo o suprimiendo algún párrafo nada conveniente para él y, por supuesto, imitando su letra. Respecto de la letra, no puedo asegurar nada; pero la firma, sí, rotundamente, sí: estaba falsificada.
—Bien —dijo Thordill—, creo que hoy podemos salir de dudas. Y, a decir verdad, también a mí me interesa hablar con Meg. Si Kalsthom la retuviese contra su voluntad, yo me la llevaría, aunque tuviese que romperle algo en la cabeza.
—¿La quiere, Roger?
—Estudiamos juntos...; bueno, la verdad es que Meg iba algunos cursos más retrasada, pero éramos bastante amigos. Dejamos de vemos un tiempo, luego nos encontramos...
—Y surgió el amor.
—No diría yo tanto, aunque sí acordamos escribirnos con frecuencia, ya que habíamos podido apreciar que simpatizábamos mutuamente, más de lo que ninguno de los dos podía esperar después de varios años de separación.
—Ella le ha escrito...
—Cuatro cartas. La que ardió era la última. No conservaba las otras.
—Lástima.
—¿Por qué dice eso, Clara?
—Sabría resultado interesante ver si las otras cartas ardían también.
Thordill quedó callado unos momentos, con la vista fija en la carretera, que se deslizaba rápidamente a los dos lados del coche. Había guardado cada carta un par de días, releyéndola en ocasiones, y luego la había arrojado, después de rota en varios trozos, al triturador de basuras de la cocina. Era imposible saber, por tanto, si aquellas cartas estaban destinadas a arder de forma tan misteriosa, lo mismo que la última recibida de Meg y que había conservado un tiempo superior a las restantes.
—Cuando lleguemos a Langdon House, hablaré con Meg —respondió al cabo.
—Y yo con Raquel —añadió Clara resueltamente.
* * *
Cuando llegaron a Marnell Field, era ya mediodía. Aunque sentía vivos deseos de ver a Meg, Thordill propuso a la muchacha tomar un bocadillo en el restaurante que había a la salida de la población y desde el cual se podía ver Langdon House con toda facilidad.
—Sí, es una buena idea —aceptó la muchacha—. Tengo apetito, y me imagino que media hora de retraso no alterará demasiado el rumbo de las cosas.
—Lo que ha sucedido ya, ha sucedido —dijo él, sentencioso—. Y si en esa casa ocurre algo malo, no pasará precisamente por el día —añadió, aludiendo al hermoso tiempo que hacía, con el sol resplandeciendo en un cielo sin una sola nube.
Poco después, estaban sentados ante una mesa. Thordill había llevado consigo unos prismáticos, elemento que había juzgado podía resultar útil en aquella excursión. La mesa estaba Junto a una de las ventanas, desde la cual se divisaba la casa de la colina sin la menor dificultad.
Encargaron el menú a la camarera, una chica joven, pechugona, de aire despierto y sonrisa maliciosa. La camarera tomó nota y se alejó hacia la cocina. Thordill sacó los gemelos de la funda y los asestó hacia la colina.
—La casa parece normal, pero no se ve a nadie fuera —dijo, pasados algunos minutos.
—A ver, déjeme —pidió ella.
El almuerzo llegó cuando Clara estaba todavía con los prismáticos delante de los ojos.
La camarera reparó en el detalle y soltó una risita.
—¿Se interesan por la casa donde vive el diablo? —preguntó. Thordill se volvió hacia ella.
—¿Qué sabe usted sobre el particular, señorita...?
—Llámeme Dina —contestó la camarera—. Bueno, yo sé, más o menos, lo que sabe todo el mundo.
—Y ¿podemos saber nosotros lo que sabe todo el mundo? —preguntó Clara.
—El diablo vive allí, con el doctor Kalsthom, que le vendió su alma para conseguir la eterna juventud. Bueno, es un hombre ya maduro, pero los que le conocían dicen que no ha cambiado nada en un cuarto de siglo.
—Usted no le conoció entonces, por supuesto —dijo Thordill.
—¿Yo? —Dina soltó una risita—. Aún faltaba un año para que naciese. Pero mi padre sí le conoció, y el alguacil Hayton, y el alcalde Callegh y el dueño del hotel, Mike Sawyer... Mucha gente le conoció, lo cual no quiere decir que tratasen con él. Pero lo recuerdan perfectamente. —De pronto, Dina bajó la voz—: Allí pasan cosas espantosas. Algunos hablan de quemar la casa.
—Cuidado —exclamó Clara vivamente—. Esa casa es mía. Yo soy la dueña, señorita. Dina respingó.
—No lo sabía...
—Pues ahora ya lo sabe. Y si oye hablar a alguna persona sobre el asunto, dígale que podría costarle muy caro. Viva o no viva en ella el diablo, es mía y no consentiré que nadie dañe mi propiedad.
—Sí, señora —dijo Dina, un tanto amedrentada. Thordill levantó una mano, conciliador.
—Calma, por favor. En Marnell Field hay personas que se encargan de hacer respetar la ley, me imagino. Nadie quemará su casa, Clara..., y usted, Dina, por favor, dígame si los hombres que ha mencionado siguen viviendo todavía en el pueblo.
—Oh, por supuesto. ¿Adónde iban a marcharse esos vejestorios? —respondió la camarera insultantemente.
Thordill asintió. Sí, eran hombres que ya eran viejos y, alguno de ellos, incluso de edad superior a la de Kalsthom. No tenían, no podían tener porvenir fuera de Marnell Field.
—De todas formas —continuó la locuaz camarera—, hay alguien que podría facilitarles más detalles de Langdon House y del doctor Kalsthom, si es que les interesa.
—Hombre, díganos quién es...
—Abigail Torrance, la sirvienta que trabajó para el doctor hace veinticinco años. Si alguien sabe algo en el pueblo, es la señora Torrance.
—De modo que la sirvienta...
—Sí, pero ahora ya no va a Langdon House. El doctor se arregla solo, por lo visto. Unicamente, una vez a la semana, le llevan las provisiones y el repartidor las deja en la entrada. Kalsthom le paga, añade una propina y eso es todo.
—Y nadie entra en la casa.
Dina hizo un gesto negativo.
—Nadie —corroboró—. Dispensen, me llaman de otra mesa... La camarera se alejó. Thordill cambió una mirada con Clara.
—¿Qué opina usted? Resultaría interesante hablar con la señora Torrance...
—A la tarde —indicó la muchacha—. Ahora, opino, es más urgente ver a Raquel y saber cómo se encuentra. Y también a Meg, por supuesto.
—Sí, tiene razón, eso es lo más urgente —concordó Thordill.
* * *
Terminado el almuerzo, encargaron dos habitaciones para la noche. Luego fueron al automóvil y se dirigieron a Langdon House.
Thordill recordaba muy bien aquel camino, sombreado de árboles hasta unos cien metros de la casa, que crecía solitaria, erguida sobre una calva en la que apenas crecían unos ralos tallos de hierba en un par de robles. A la derecha se veía el brocal del pozo, con algunas mellas, como la boca de una vieja desdentada.
La casa, en otras circunstancias, y a pesar del mal gusto de su constructor, habría podido resultar atractiva. Thordill se dijo que, si fuese suya, sembraría el calvero de césped abundante y plantaría árboles y arbustos de crecimiento rápido. Con macizos de flores, la colina tomaría un aspecto radicalmente distinto.
Pero a Kalsthom, por lo visto, los árboles, la hierba y las flores le tenían sin cuidado.
—Sólo le importa prolongar su juventud —murmuró.
—¿Decía, Roger...? —preguntó Clara.
—Oh, nada, hablaba conmigo mismo.
—¿Tiene la costumbre de hablar a solas? —sonrió ella.
—No, pero ahora se me escapó ese comentario. Estaba pensando en Kalsthom y no pude evitarlo.
—Bien, ahora tendrá ocasión de hablar con él personalmente.
El coche se detuvo frente a la casa. Se apearon frente a la entrada, protegida por lo que parecía medio templete griego, al que se accedía por una escalera de cuatro peldaños, que Thordill salvó en dos saltos. Junto a la puerta, de historiados cuarterones de roble oscurecido por el tiempo, había una anilla, unida a una cadena enmohecida.
Thordill introdujo dos dedos en la anilla y tiró un par de veces. La campanilla sonó al otro lado, con notas propias del metal agrietado.
Pasó un minuto. Thordill repitió los tirones.
—No contesta nadie —dijo.
—Entonces, entraremos —exclamó la muchacha resueltamente.
—Kay un inquilino...
—Y yo soy la dueña. La ley me permite entrar, para inspeccionar el estado de mi propiedad —dijo con gran énfasis.
—Pero con la anuencia del inquilino o arrendatario y en su presencia —observó Thordill, quien añadió—: Recuerde que soy abogado.
—Precisamente por eso mismo, Roger. ¿Voy a estarme quieta, si nadie acude a recibimos?
Thordill extendió las manos.
—Adelante, usted es la propietaria —sonrió.