CAPITULO X

 

Atardecía ya, cuando avistaron en lontananza las primeras casas de Marnell Field. Salvaron la última colina e iniciaron el descenso por las largas eses que describía la carretera secundarla que conducía al pueblo. De pronto, cuando todavía les faltaban quinientos metros, Thordill frenó y metió el coche en un pequeño claro que había en un bosquecillo de álamos.

—¿Por qué hace eso? —se extrañó la muchacha.

—No quiero que nos vean en el pueblo —contestó él— Iremos a Langdon House dando un rodeo. Si no tiene inconveniente, claro.

—Es mejor así, ha tenido una buena idea.

El sol estaba acercándose ya a las ariscas colinas del horizonte. Thordill y la muchacha emprendieron la marcha a campo traviesa, describiendo un gran círculo, para evitar el paso por Marnell Field. Media hora más tarde, vieron la silueta de Langdon House.

El sol quedaba justo detrás de la casa, que parecía envuelta en un inmenso fuego rojo. Era una visión tétrica, nada agradable, que impresionó profundamente a los dos jóvenes. Hacia el lado este, el único roble en aquel punto parecía que Iba a arder de un momento a otro.

Durante un segundo, Thordill se detuvo, impresionado profundamente, bajo una extraña sensación que no hubiera sido capaz de describir con palabras. Se notó que flaqueaba y sólo un poderoso esfuerzo de voluntad le permitió seguir adelante.

Al cabo de unos minutos ganaron el límite de la zona arbolada. El sol lanzó su último rayo en un cielo incendiado por gigantescas llamaradas y las cumbres tejanas empezaron a tomar tonos violáceos.

—Esperemos —dijo.

—Georgina puede estar en peligro...

—Ahora no podemos acercamos a la casa; no hay todavía la suficiente oscuridad para aproximarnos sin ser vistos. Unos minutos más no tienen ninguna importancia. Si a Georgina le ha ocurrido algo, ya no podremos evitarlo. Y, por otra parte, Kalsthom hace sus conjuros por la noche.

Clara asintió. Eran unos argumentos llenos de lógica. Por otra parte, conocía a la doctora y la sabia muy capaz de cuidar de sí misma. El tiempo, sin embargo, se le hizo interminable, hasta que sobrevino la noche.

Entonces, impaciente, tocó la mano de Thordill. El joven comprendió y empezó a andar hacia la casa que permanecía completamente a oscuras.

Momentos después, estaban ante la puerta. Thordill tenía la intención de entrar subrepticiamente sin llamar, pero la puerta estaba cerrada con llave por dentro. Al mirar hacia las otras ventanas, vio echados los sólidos postigos de madera.

La única solución que tenían era alguna de las ventanas del primer piso, pero carecían de escalera, ya que se hallaban a unos cuatro metros sobre el suelo. De pronto, Thordill reparó en el viejo roble, cuyas ramas tocaban la pared este de la casa.

—.Ven, Ciara —la tuteó inconscientemente.

Ella le siguió. Al llegar junto al roble, Thordill estudió unos instantes la disposición del ramaje. La horquilla, con cuatro o cinco ramas, gruesas como su muslo, se iniciaba a dos metros escasos del suelo. Una de aquellas ramas tocaba la pared, junto a una ventana, y ofrecía una apariencia lo suficientemente sólida para usarla como vía de acceso a la casa sin temor a que se rompiese.

—Clara, ¿te atreves? —preguntó.

—Creo que si... Además, tenemos que hacerlo...

—Está bien, sube tú primero a la horquilla. Luego iré yo delante y abriré la ventana.

Clara había comprendido las intenciones del joven y puso el pie derecho en el improvisado estribo formado por las manos unidas de Thordill, que se había inclinado a fin de favorecer la maniobra. Thordill hizo fuerza hacia arriba y la muchacha logró sentarse primero en la horquilla y luego ponerse en píe. Se había puesto pantalones para el viaje y ello facilitaba notablemente sus movimientos.

A continuación, Thordill tomó impulso y trepó al árbol. Luego, apoyado en los pies y las manos, caminó por la rama, hasta tocar con los dedos el antepecho de la ventana.

De súbito, las luces de la habitación que había al otro lado se encendieron. Thordill se tendió sobre la rama, con los ojos a ras del antepecho. El follaje le ocultaba a la vista del ocupante de aquella habitación. Desde su puesto de observación, pudo ver a Kalsthom que entraba en el cuarto y se movía de un modo extraño, errático, como si estuviese drogado.

Pero aquellos movimientos cesaron antes de un minuto. Kalsthom se enderezó, sacó el pecho y abandonó la estancia. Thordill dejó pasar todavía algunos minutos y luego, avanzando con infinito cuidado, logró sentarse en el alféizar.

Confió en que la relativa distancia que había de aquella ventana a las restantes habitaciones de la casa amortiguara el ruido. Movió el codo secamente, hizo saltar uno de los cristales, metió la mano por el hueco y soltó el picaporte. Instantes después, ponía el pie en la habitación, en la que percibió un extraño olor a incienso mezclado con otras drogas que le resultaron desconocidas.

Una vez en el interior, se inclinó hacia afuera, con las dos manos extendidas hacia la muchacha.

—Ven, Clara —susurró.

Ella gateó aprensivamente y sólo se sintió tranquila cuando dos fuertes manos la asieron por las muñecas. Al poner el pie en el suelo de la estancia, lanzó un suspiro de alivio.

—A quien se le cuente que la dueña de una casa tiene que entrar por una de las ventanas, como si fuese una ladrona...

—El caso es que estás dentro, ¿no?

Thordill agarró una de sus manos y tiró de ella hacia la puerta. Al abrir, se percató de que había luz en el vestíbulo.

Rumor de voces llegaron hasta sus tímpanos. Paso a paso, caminaron hacia el arranque de la escalera. Las voces se producían en la biblioteca, cuya puerta, apreció Thordill, estaba abierta.

En la penumbra del piso superior, miró a Clara, cuyo rostro estaba a menos de un palmo del suyo.

—Georgina está todavía viva —susurró.

—Por fortuna, pero tendríamos que prevenirla...

—¿De qué? Ella sabe perfectamente a lo que se expone y, por ahora, no parece correr ningún peligro. Esperemos un poco; si viéramos que la situación empeora, podríamos intervenir.

—Pero sin descuidarnos, Roger.

—Por supuesto. Escucha, parece que maneja muy bien a Kalsthom...

 

* * *

 

La risa franca y sonora de Georgina acababa de estar llar en aquel momento.

—Por favor, doctor Kalsthom, usted tiene ganas de verme embriagada —dijo.

—No, sólo un poco animada, doctora...

—Llámeme Georgina. Dejemos los tratamientos a un lado.

—Como quiera, Georgina. Pero ¿no le apetece otro trago?

—Usted tiene cara de sátiro. ¿Quién sabe si no tiene también los hechos y no se aprovecha de mi indefensión? Además, no he venido aquí para sostener un devaneo, Sino para conocer el resultado de sus investigaciones.

—No puedo decir que hayan sido muy felices, Georgina.

—Pero mantiene un aspecto magnifico. Nadie le echaría más de cuarenta años y hoy día esa edad es la mejor en un hombre. Tiene fortaleza, se mantiene todavía viril..., y ha adquirido una experiencia inapreciable. Vamos, hable, por favor.

—Sí, he conseguido ciertas ventajas, pero me falta todavía la más principal, la que considero más importante casi que el resto de las otras.

—¿Cuál, por favor?

—El oro.

—¡Ah! Y usted cree que «él»...

—Sí, puede hacerlo, tiene que hacerlo y lo hará —dijo Kalsthom, con súbito acento de furia.

—¿Y si se niega?

—Seguirá donde está..., hasta que haya conseguido descifrar el segundo tomo.

Entonces, sabré cómo forzarle a que me obedezca plenamente.

—¿Dónde está el libro, Jan? ¿Puedo verlo?

—Claro. Venga, por favor.

Al oír aquellas palabras, Thordill y la muchacha se retiraron un poco para no ser vistos desde abajo. Ellos, sin embargo, pudieron ver a Kalsthom y a Georgina cruzando el vestíbulo en dirección a las habitaciones prohibidas.

Kalsthom sacó del bolsillo una llave dorada y abrió la primera puerta. Thordill, desde arriba, vio desaparecer a la pareja.

—Vamos, Clara —murmuró.

Lentamente, sin hacer el menor ruido, descendieron al vestíbulo. Luego se acercaron a la puerta. Thordill tanteó el picaporte. Por fortuna. Kalsthom, creyéndose en seguridad, no había cerrado por dentro.

Abrió. Las voces de la pareja llegaron nuevamente a sus tímpanos.

—Está escrito en latín —dijo Georgina.

—Sí, latín antiguo, pero codificado, de tal modo que me resulta imposible conocer lo que está escrito en el libro —respondió Kalsthom—. La cifra empleada en el segundo tomo es distinta por completo de la del primero. Tan distinta como los materiales que hoy día se emplean en los libros corrientes. Estas hojas son pergamino, piel de oveja sacrificada antes de ser fecundada por primera vez y a las doce de la noche, en el plenilunio. Los libros actuales están hechos de papel, obtenido a partir de la pulpa de madera.

—Sin embargo, usted consiguió sujetarlo a su voluntad.

—Es cierto, pero, como he dicho antes, se rebela constantemente. No puede escapar, pero tampoco me concede lo que quiero.

—A ver, déjeme un momento...

Sobrevino un intervalo de silencio. Luego, de súbito, Georgina se volvió hacia Kalsthom.

—Le sacrificaste tres mujeres...

Sonó una risa homérica, escalofriante.

—Muchas más de tres —contestó Kalsthom—. Pero ni aun así ha querido acceder a mis deseos.

—Se ve que no es aficionado a los sacrificios.

—No, pero eso se indica en el primer tomo y yo seguí las instrucciones al pie de la letra.

—Mujeres jóvenes, por supuesto.

—No importa la edad.

—Ah, es ecléctico.

—Es indiferente, pero yo pienso ablandarle con los sacrificios..., y con mi paciencia, porque estará allí abajo hasta que se rinda.

—Tienes para rato —dijo Georgina, riendo.

—No hay prisa. Puedo esperar años y años, siglos, incluso...

—Y el día que ceda, serás el hombre más rico de la tierra.

—Sí —respondió Kalsthom—. El hombre más rico y el que dominará a todos. Nunca moriré y dispondré de las riquezas suficientes para hacer y deshacer a mi antojo. Todo el mundo me reverenciará y los débiles y los poderosos, todos, absolutamente todos, curvarán sus espaldas ante mi presencia.

Thordill y la muchacha se sentían estupefactos. Aquellas dos personas, ¿eran locos? ¿Estaban atacados de megalomanía? ¿Creían seriamente en lo que decían?

De pronto, Kalsthom emitió un extraño grito, mezcla de ladrido de perro y chillido de pájaro nocturno.

Clara se apretó instintivamente contra el joven. El grito se prolongó durante unos momentos, con distintas alternativas en su intensidad sonora, estridente hasta amenazar romper los tímpanos o débil, y casi inaudible. Era un grito que horripilaba y llenaba de hielo las espaldas.

De súbito, se oyó un rumor como de olas que rompían contra un acantilado con toda su potencia. Las luces oscilaron y la casa trepidó ligeramente.

Luego, sonó una voz que no parecía de este mundo:

—Aquí me tienes. Habla, te escucho.