CAPITULO XI
Atraído por una curiosidad invencible, Kalsthom cruzó la antecámara vacía y llegó a una de las puertas, que permanecía entreabierta. Y lo que vio le llenó de horror.
Algo había en la estancia, cerca del atril con el libro y la vela verde que ardía con una gran llama del mismo color y de la que se desprendía un extraño perfume. Aquella cosa... ¿qué era?
Tenía forma y no tenía forma. A veces, parecía un gran oso, desprovisto de pelo, y otras veces era como un montón informe de carne oscura, de piel negra y brillante, pero, en todo momento, se podían ver en la cosa dos ojos de color fuego, que brillaban como carbones encendidos.
¿Estaba viendo al diablo?, se preguntó.
En todo caso, no ofrecía el aspecto con que había sido representado por pintores y dibujantes, no era el ser con figura humana, cuernos, rabo terminado en punta y un tridente en la mano. Ni tampoco un elegante caballero, de aire mefistofélico, cejas picudas, sonrisa insolente, bigote y perilla. No, aquella cosa era algo horrible, indescriptible, un ser que procedía de lo más profundo del infierno..., y que, inexplicablemente, estaba sujeto a la voluntad del doctor Kalsthom.
El olor que se desprendía de la vela verde era insoportable. Thordill oyó un vivo intercambio de frases entre Kalsthom y la cosa, un diálogo rabioso, colérico, hirviente de furia recíproca. Pero entonces vio otra cosa y ge sintió desfallecer.
Georgina yacía en el suelo, completamente inmóvil. ¿Qué le había sucedido?
De repente, notó que se le doblaban las rodillas. Quiso buscar un punto de apoyo, dándose cuenta de que iba a perder el sentido, pero su mano se posó sobre la hoja de la puerta junto a la que se hallaba y que se abrió en el acto. Kalsthom volvió la cabeza y lanzó un grito de rabia, pero Thordill ya no lo oyó.
* * *
Cuando despertó, sintiendo todavía que la cabeza le daba vueltas, advirtió que estaba sentado, pero atado por una fuerte cuerda que le rodeaba el torso y los brazos. Clara estaba frente a él, en la misma postura.
La muchacha, sin embargo, seguía aún desmayada. Thordill se preguntó qué les habría hecho perder el conocimiento. Tal vez el narcótico contenido en el humo que se desprendía de la vela verde, supuso.
Miró a través de la ventana. Aún era de noche. No, no habían estado mucho rato sin conocimiento.
Kalsthom entró de repente en la habitación.
—¡Ustedes, entrometidos —dijo, furioso. Thordill apretó las mandíbulas.
—¿Dónde está la doctora Leonard?
—Ah, se conocían...
—Sí, la conocía. Contésteme, doctor.
—No se preocupe por ella. Preocúpese, en todo caso, por usted.
—Y por la señorita Chase..., y por Meg y Raquel..., y por la señora Torrance y todas las mujeres a las que ha sacrificado en su demoníaca ambición...
Kalsthom se echó a reír.
—Cuando uno quiere llegar muy alto, las víctimas resultan inevitables.
—Sí, ya veo. De modo que Georgina está muerta.
Displicente, Kalsthom sacó un cigarrillo, lo encendió y expulsó el humo por boca y narices.
—No pensaba hacerlo, pero presentí que había venido a visitarme por algo más que la simple curiosidad de conocer mis investigaciones demonológicas. Y, claro, no podía permitir que una intrusa interfiriese mis planes.
—Lo cual significa que Clara y yo vamos a correr la misma suerte.
—Es lamentable, pero necesario. De todas formas, no tema, no padecerán en absoluto.
—¿Veneno?
—Narcótico. Se dormirán y ya no despertarán.
Las manos del joven empezaron a trabajar lentamente a su espalda. Decidió entretener a Kalsthom, con objeto de poder liberarse de sus ligaduras. Luego pelearía con él... Kalsthom era, sin duda, un hombre más robusto, pero, pese a todo, con diez años más sobre su cuerpo.
—De modo que usted ha establecido un pacto con el diablo... Kalsthom lanzó al aíre varios anillos de humo.
—Entonces, mintió. Usted no es hijo del otro doctor Kalsthom —exclamó Thordill.
—Soy el mismo doctor Kalsthom de hace veinticinco años, y el mismo de hace cincuenta y también cíen... Cuando conseguí detener los progresos de la edad, ya tenía este aspecto. Naturalmente, mi apariencia ha variado un poco con el paso de los años. Aún alcancé a llevar peluca empolvada, he usado barba de collar, como Abraham Lincoln, y larga cabellera, como el general Custer..., y, por supuesto, los ropajes adecuados a cada época. Pero sigo siendo el mismo.
—Un hombre que ha cometido asesinatos desde hace ciento cincuenta años.
—No tanto —contradijo Kalsthom—. Lo de los sacrificios de víctimas humanas es una idea que se me ocurrió hace relativamente poco tiempo.
—A pesar de lo cual, no ha conseguido nada.
—Debo admitir que mis esfuerzos, dirigidos en cierto sentido, han fracasado. Pero soy paciente. A fin de cuentas, dispongo de una infinidad de tiempo.
—Doctor, ¿cómo consiguió pactar con el diablo?
—Bueno, hace unos ciento cincuenta años, en una subasta de libros antiquísimos, encontré uno, en dos tomos, que trataba sobre demonología. Están escritos por un sujeto que nunca alcanzó renombre, aunque, por lo visto, sí consiguió hacer que el diablo le obedeciera. Pero murió y sus bienes se subastaron para pagar las deudas que había dejado. Yo compré ese libro, descifré el primer tomo...
—Y entonces, invocó al diablo y estableció un pacto con él.
—Exacto. Pero me faltaba la segunda parte, y eso es lo que me ha retrasado durante tantos años.
—Hace un cuarto de siglo, aquí, en esta casa, ocurrieron cosas espantosas. ¿Qué pasó, en realidad?
—Hubo una pelea terrible. El diablo y yo luchamos durante horas enteras. Aunque le parezca increíble, conseguí derrotarlo. Pero tuve que marcharme ocultamente. Aquello había hecho demasiado ruido y no tenía ganas de que esos crédulos aldeanos me quemaran vivo un día.
—Ah, luego es vulnerable a los actos hostiles de otros seres humanos.
—Sí, desgraciadamente, debo tener mucho cuidado con mi persona. Un accidente cualquiera podría matarme, lo mismo que a usted.
—Lástima que eso no haya ocurrido ya —dijo el joven entre dientes. Kalsthom se echó a reír.
—No es previsible que suceda —contestó—, Pero, como le digo, tengo todo el tiempo que quiera por delante.
—Con un diablo a 6u disposición, como si fuese un esclavo, cualquiera podría llegar a ser algo en este mundo. Y así, encuentro que no sienta el menor remordimiento por los crímenes cometidos.
Kalsthom hizo un gesto despreciativo con la mano.
—Usted, cuando va de paseo por el campo, aplasta con el pie numerosos insectos, en los cuales ni siquiera se fija. Lo mismo me sucede a mí.
—Es decir, nos considera como insectos...
—Un estorbo, simplemente —dijo Kalsthom con frialdad.
Thordill pensó que aquel hombre estaba demente, con una locura dirigida en un único sentido. Había conseguido algo muy preciado: la conservación de su juventud, la prolongación de la vida ilimitadamente..., pero no se conformaba con algo por lo que todos los hombres darían cuanto poseyesen. Era un hombre poseído por una ambición sin límites, un ser capaz de arrollar todo cuanto se opusiera a sus propósitos, sin sentir el menor remordimiento.
Las ligaduras estaban ya casi sueltas. Clara empezaba a dar señales de vida.
—Doctor...
—¿Sí, señor Thordill?
—Dígame una cosa, por favor. Usted admite que mató, entre otras, a Meg Brell y a Raquel Keegan. No vamos a discutir las cartas que falsificó, suplantando las que nos escribían a la señorita Chase y a mí, respectivamente. Ni tampoco mencionaré la sustancia química inflamable con la que impregnaba el papel para que ardiese y no quedasen pruebas de tal falsificación. Pero hay algo que resulta incomprensible.
—¿De qué se trata?
—Abigail Torrance.
—Ah, la buena señora Torrance... Una mujer curiosa, de larga y afilada nariz, metafóricamente hablando, claro. Quiso meterla donde no debía... y sacarme algún dinero, además. No tuve otro remedio que eliminarla.
—Cortándole la cabeza y haciendo desaparecer el cuerpo.
—Exactamente.
—¿Por qué, doctor?
—Fue, estimo, un toque genial de humor. Ello pondría en conmoción a la aldea y haría que los vecinos se sintiesen amedrentados, sin ánimo para fisgar en mis trabajos.
—Aparte de hacer otro sacrificio al diablo...
—Sí. Permítame unos minutos, señor Thordill. Tengo algo interesante que hacer y no puedo demorarlo. No tardaré mucho en volver, se lo aseguro.
Kalsthom se marchó y cerró la puerta. Clara había despertado ya y miró al joven con expresión angustiada.
—Va a matarnos —adivinó.
—No, si yo puedo evitarlo —contestó Thordill, a la vez que ensenaba sus manos Ubres.
Clara casi gritó de alegría. Un minuto después, estaba libre y se apretó instintivamente contra él cuerpo del joven.
—Roger, ¿qué haremos ahora?
—Se me ha ocurrido una idea. Puede que la consideres fantástica, disparatada..., pero todo lo que está sucediendo aquí es fantástico y disparatado. En ocasiones, hasta a las personas normales les ocurren cosas que no parece puedan suceder en este mundo. Y puesto que es así, voy a aprovechar la ocasión para intentar que Kalsthom reciba el castigo de sus crímenes.
—¿Cómo, Roger?
El rostro del joven se ensombreció.
—Desgraciadamente, ya no podemos hacer nada por la pobre Georgina —contestó—. El humo narcótico de la vela le hizo perder el sentido, lo mismo que a nosotros. Pero Kalsthom, sin duda, consideró que ella era mucho más peligrosa y la eliminó antes.
Clara se tapó la cara con las manos.
—Ella ya presentía lo que podía sucederle...
—Sí, y por eso me dejó una carta.
Thordill sacó la carta, rasgó el sobre y extrajo de su interior una cuartilla, que desplegó en el acto. Con gran sorpresa, la carta contenía una frase muy breve:
«Reza por mí, porque así sabrás lo que debes hacer.»
Enseñó la misiva a Clara. Ella se quedó no menos desconcertada que su acompañante.
Pero Thordill ya sabía lo que debía hacer.
—Ven —dijo en voz baja, a la vez que la arrastraba hacia una de las ventanas.