CAPITULO VII

 

De pronto, cuando el coche había recorrido apenas cien metros en su camino de vuelta al pueblo, Clara lanzó un grito:

—¡Ya lo tengo! Thordill se sobresaltó;

—¿Qué es lo que tiene usted? —preguntó.

—El lugar donde están Meg y Raquel. Ya sé dónde están..., pero, desgraciadamente, no vivas.

—¿Cómo dice?

—Lo que oye. '¿Recuerda el vino rojo, que usted calificó de amontillado?

—Bueno, dije que podía ser amontillado, pero, en realidad, ni por el olor ni por la graduación alcohólica lo es. Si, el sabor se parece mucho, aunque no entiendo qué tiene esto que ver...

—Roger, no me decepcione usted diciéndome que no ha leído a Edgar Allan Poe.

—¡El tonel de amontillado! —exclamó él.

—Justamente. Recuerde el relato, los dos catadores, Montresor y Fortunato..., y la invitación del primero al segundo para que pruebe el vino de un tonel de amontillado que tiene en su bodega... y que acaba con Fortunato encadenado a un nicho y emparedado después.

Sí, Thordill recordaba aquel estremecedor cuento. Pero al pensar en ello, sintió un escalofrío que le recorrió toda la espalda.

—Oh, no, no, sería demasiado horrible... Meg y Raquel, encadenadas primero a un muro y luego emparedadas, para que mueran de hambre y sed...

—Ese hombre lo ha hecho, estoy segura —declaró ella con gran vehemencia—. ¿Por qué ha tenido que mencionar al amontillado?

—Sueno, es una simple coincidencia. No tenemos ninguna prueba de que haya asesinado a nuestras amigas. Ni siquiera existe la menor base sobre la que apoyar una denuncia a la policía. Realmente, si las asesinó, es hombre lo suficientemente listo como para haber hecho desaparecer los cadáveres sin que nadie encuentre Jamás su rastro.

—Quedan las ropas, los efectos personales...

—Hay chimeneas en la casa —dijo él significativamente.

—Al menos, Meg tenía coche. Era una chica de situación económica muy boyante, creo.

—Sí. Pero también hay sitios en la comarca donde se puede hacer desaparecer un coche eternamente.

—«Roger, diríase que no le preocupa la suerte de su amiga y tal vez futura esposa — dijo ella, picada.

—Clara, Meg me preocupa más de lo que usted piensa, pero soy lo suficientemente sensato para no hacer algo que luego pueda volverse contra mí. Si yo denuncio a Kalsthom como asesino y resulta que no se puede probar, y eso es seguro, entonces puede plantearme una demanda por daños y perjuicios, que me arruinará para el resto de mis días.

—Ah, entonces, usted considera más importante su reputación que la suerte que haya podido correr Meg.

—Clara, por favor, no simplifique tanto las cosas. No son tan sencillas como parece a primera vista. ¿O es que usted cree que, sólo por una simple sospecha, voy a conseguir que un batallón de detectives ponga la casa patas abajo para encontrar los cuerpos de Meg y Raquel? En este caso, se lo aconsejo muy sinceramente, lo mejor es tener paciencia. Si Kalsthom es el asesino, descuide, tarde o temprano cometerá el desliz que acabará llevándolo ante un Juez y un jurado.

Ella se hundió en el asiento.

—Me parece que tiene razón —dijo con voz opaca—. No podemos hacer otra cosa que esperar...

—Y comprar una linterna, cosa que no he traído en el coche —sonrió Thordill.

—¿Por qué?

—¿Se atrevería, a la noche, a hacer una incursión en Langdon House? Clara dudó un instante.

—¿Piensa ir usted? —preguntó al cabo.

—Sí. Pero iré después de la medianoche.

—De acuerdo, le acompañaré.

Ya habían entrado en el pueblo. De pronto, Clara señaló con la mano el rótulo de una tienda.

—Ahí puede comprar la linterna, Roger —indicó. Thordill frenó, se apeó y miró a la muchacha.

—También se puede solicitar información de otra cosa —dijo.

—¿Cuál, Roger?

—353 domicilio de Abigail Torrance.

 

* * *

 

La casa de la señora Torrance estaba en el lado opuesto del pueblo y tuvieron que ir en el coche, ya que había una distancia cercana al kilómetro. En aquella parte, las casas estaban muy separadas entre sí, distanciándose gradualmente, hasta que sólo quedaba el campo abierto. Thordill hizo que el cocho rodase a marcha lenta, hasta ver un poste, con el buzón de correos y el nombre de su dueña en la cara exterior.

—Aquí es—dijo.

Clara abrió la portezuela de su lado y contempló la casa en que vivía la antigua sirvienta del doctor Kalsthom.

—No es muy elegante —comentó.

—La señora Torrance no es precisamente una millonaria —respondió él—. Cuando, a los sesenta años, se tiene que trabajar todavía en faenas de limpieza casera, y eso no todos los días, el resultado económico dista mucho de ser satisfactorio.

—Sí, es verdad —reconoció la muchacha humildemente.

Thordill abrió la puerta de la pequeña valla de madera que contorneaba un Jardín, no muy bien cuidado, y avanzó hacia la puerta de la casa, que acusaba visiblemente el paso de los años.

—Ella es viuda, pero la pensión que le dejó su esposo es insuficiente. Por eso tiene que trabajar —explicó.

—Pero resulta curioso que Kalsthom no la haya contratado ahora —dijo la chica.

—Recuerde, es el hijo del que empleó a la señora Torrance. Si lo sabía, puede que no se haya sentido obligado.

—Sí, es cierto. Ande, llame.

Thordill tocó con los nudillos en la puerta, pero no recibió contestación alguna. Insistió y, en vista del silencio, se volvió hacia Clara.

—No debe estar en casa —dijo.

—Pero a usted le han asegurado en la tienda que a estas horas siempre está en su casa —alegó Clara.

—De acuerdo, vamos a ver...

Thordill hizo girar el picaporte, empujó la puerta y asomó la cabeza por el hueco.

—¡Señora Torrance!

Su voz se perdió en la casa silenciosa.

Intrigado, avanzó unos pasos. Había una puerta entornada y la abrió.

—Está dormida —dijo Clara por encima de su hombro.

En la cama de aquel dormitorio se veía a una mujer, con el pelo casi blanco y los ojos cerrados. No obstante, tenía la boca abierta de un modo que resultaba grotesco.

Thordill empezó a pensar que la señora Torrance se había emborrachado, cosa nada rara en una mujer solitaria y sin afectos. La cabeza de Abigail estaba cerca del extremo de la almohada, ligeramente inclinada a un lado.

De pronto, notó algo extraño en la cama.

Abigail dormía con el embozo hasta la barbilla. Se acercó a la cama y tocó el lugar donde debía estar el hombro, pero no encontró lo que esperaba.

Un intenso escalofrío le heló la espalda. Súbitamente, la cabeza de la mujer rodó a un lado y cayó fuera de la cama, rebotando varias veces en el suelo con lúgubres ruidos de cosa hueca.      _

Ciara empezó a chillar histéricamente. Thordill sintió unas náuseas terribles, pero logró dominarse y avanzó de nuevo hacia la cama. Agarró las mantas con una mano y tiró hacia abajo.

Era algo horrible, indescriptible, ¡El cuerpo de Abigail Torrance había desaparecido por completo!

Lo único que quedaba de la antigua sirvienta del doctor Kalsthom era su cabeza, que yacía en el suelo y que, por una siniestra ironía, había quedado apoyada en el suelo y daba la sensación de tener escondido el resto del cuerpo bajo el pavimento de tablas.

Clara abandonó el dormitorio a trompicones, ciega de horror, incapaz de expresar sus sentimientos. De repente, sintió que una enorme náusea acometía su estómago y tuvo que inclinarse en ángulo recto en el exterior de la casa.

Thordill la sostuvo por la cintura. Clara estaba a punto de desmayarse.

—Calma, calma... Tome, límpiese los labios —dijo, a la vez que le ofrecía su pañuelo. Al cabo de unos momentos, Clara apoyó su cabeza en el hombro del joven.

—Me voy a morir —gimió.

—No exagere. Ha sido una impresión terrible, pero... ya se le pasará.

—Nunca podré olvidar una impresión tan espantosa. Pero... ¿dónde está el cuerpo de esa pobre mujer?

Los ojos de Thordill se dirigieron hacia la casa de la colina, visible por encima del pueblo.

—Más que conocer el paradero de ese Cuerpo, interesaría saber por qué han asesinado a la señora Torrance —contestó.

 

* * *

 

En Marnell Field se produjo una terrible conmoción.

El alguacil, desbordado por los acontecimientos, tuvo que pedir ayuda a la policía estatal. Una docena de detectives y agentes de uniforme llegaron e investigaron por todas partes, incluso Langdon House. Los periodistas también hicieron su aparición y durante días enteros hicieron preguntas a todo el mundo.

La casa de la colina fue igualmente registrada a fondo, pero no se encontró el menor rastro de las muchachas desaparecidas. Kalsthom insistió en que se habían despedido. Hubo agentes que osaron descender al fondo del pozo, pero estaba lleno de pedruscos caídos y maleza, y no se advertía allí la menor señal de una tumba recién excavada.

La animación decayó finalmente y las pesquisas fueron suspendidas. Poco a poco, Marnell Field recobró su fisonomía habitual, aunque los comentarios eran todavía muy numerosos entre sus habitantes.

El sábado por la tarde, Thordill dijo a la muchacha que no había desistido de visitar Langdon House a la medianoche.

—Es más, pienso bajar al pozo —añadió.

Ella le miró como si estuviese contemplando a un demente.

—Lo siento, pero yo no puedo acompañarle —dijo.

—No se me ocurriría pedírselo siquiera, Clara.

—Gracias, aunque, dígame, ¿cómo piensa bajar al pozo?

—Ya tengo una escala de cuerda...

El golpe de unos nudillos en la puerta le interrumpió súbitamente. Estaban conversando en el cuarto en que se alojaba la muchacha y ambos volvieron la cabeza a un tiempo.

—Abriré yo —dijo Thordill.

Cruzó la estancia y abrió. La figura de Kalsthom se recortó inmediatamente en el umbral.

Clara casi gritó de susto. Thordill frunció el ceño.

—¿Doctor?

Kalsthom les miró en silencio durante unos segundos, con el rostro contraído y los ojos brillantes por un sentimiento muy parecido a la ira.

—Deseo hablar con ustedes dos, aunque les advierto de antemano que seré muy breve

—dijo al cabo.

—Está bien, pase usted, doctor.

Kalsthom entró. Thordill cerró la puerta y dijo:

—Siento no poder invitarle a una copa de amontillado, señor Montresor... Oh, perdone, doctor Kalsthom.

El visitante sonrió, burlón.

—Ah, han leído a Edgar Allan Poe —exclamó—. Bien, siento decirles que, entre mis aficiones, no figura la de emparedar a la gente. Meg Brell y Raquel Keegan se marcharon, insisto de nuevo, y yo no tuve nada que ver con el asesinato de la señora Torrance. ¿Está claro?

—Si usted lo dice...

—Siguen dudando de mí y sus dudas me han ocasionado una cantidad de molestias inimaginables, cosa que no estoy dispuesto a tolerar de nuevo. Por extrañas que parezcan, mis actividades e investigaciones son perfectamente legítimas y, si vuelven a molestarme, les presentaré una demanda judicial, que les hará acordarse de mí mientras vivan.

—De eso puede estar seguro —exclamó la muchacha vehementemente—. Nunca le olvidaremos y, aunque usted sostenga todo lo contrario, estamos persuadidos de que mató a dos muchachas y a una anciana. No sabemos qué habrá hecho con los cuerpos..., pero le prometo que algún día se conocerá la verdad y tendrá que pagar por sus crímenes.

Kalsthom sonrió burlonamente.

—Márchense —dijo—. Podría aplastarlos con la uña del pulgar, como vulgares piojos, pero les perdono la vida. Váyanse y no vuelvan más por aquí, y sobre todo usted, señorita Chase, hasta que haya concluido el contrato.

—¿Conmigo o con el diablo? —preguntó Clara audazmente.

El rostro de Kalsthom se transformó de repente en algo indescriptible, deformado por una mueca horrorosa. Thordill llegó a temer un ataque físico por parte del sujeto, tremendamente robusto por otra parte, y se dispuso a rechazar cualquier agresión. Pero, por fortuna, Kalsthom logró dominarse.

—Ya he dicho cuanto tenía que decir —se despidió con brusquedad.

—Ese hombre me da miedo —dijo Clara, al quedarse solos—. Roger, por favor, no vaya al pozo... Podría ocurrirle algo serio...

Thordill hizo un gesto con la cabeza.

—Pase lo que pase, iré —dijo firmemente.