LIBRO TERCERO

Llegan a Italia algunas legiones del bando de Vespasiano.—Queda por general de ellas Antonio Primo, capitán atrevido y valeroso.—La armada de Rávena se pasa a Vespasiano, y poco después Cecina, aunque no consintiendo las legiones, le prenden.—Peléase en Bedriaco, y quedan vencidos los Vitelianos.—Sobrevienen las demás legiones de Vitelio, y renovando la batalla de noche, quedan de nuevo rotas.—Acomete y entra Antonio los alojamientos junto a Cremona, y poco después se rinde la misma ciudad, quedando sepultada en sus ruinas.—Cuéntase el vicio, no sin crueldad de Vitelio.—Sale en campaña Valente; y conocidas las fuerzas de Antonio y las suyas, se escapa con pocos.—Entra en la mar y queda preso.—Reitérense las inquietudes de la Britania, Germania y Dacia.—Encamínanse los Flavianos a Roma.—Vitelio hace guardar el paso del Apenino, pero desconfiado de la guerra, trata de conciertos con Sabino, hermano de Vespasiano. —Rompen este trato los soldados.—Sitian a Sabino en el Capitolio, el cual abrasado, queda en prisión Sabino y muere a manos de los soldados.—Lucio Vitelio, hermano del príncipe, emprende la guerra de Campania.—Entra en tanto el ejército Flaviano en Roma: toma por asalto los alojamientos pretorianos y muere infamemente Vitelio. Todo en un mismo año.

 

Con mejor fortuna y mayor fe trataban las cosas de la guerra los capitanes de la facción Flaviana. Hallábanse en Petovion, alojamientos de la legión trece; y consultóse si era mejor cerrar los pasos de los Alpes de Panonia, hasta que acabasen de juntarse a las espaldas todas las fuerzas, o embestir de golpe a Italia. Los que aconsejaban el esperar las ayudas y alargar la guerra, engrandecían «la fama y el valor de las legiones Germánicas, a más de haber llegado con Vitelio la flor del ejército Britano; que ellos, en contrario, no tenían legiones ni de número ni de ánimo igual, habiendo sido vencidas poco antes: las cuales, puesto que hablaban con altivez, es cierto que falta siempre el ánimo al que una vez ha sido vencido: mas teniéndose guardados los Alpes, no podía tardar Muciano con las fuerzas de Oriente. Quedariase Vespasianacon el dominio de la mar, el uso de la armada, el favor de las provincias, por cuyo medio podía mover casi como otra nueva guerra. De esta suerte con una saludable dilación se ayudarían de las fuerzas apartadas sin pérdida de las presentes.»

Respondía a estas cosas Antonio Primo (era este terrible instigador de guerra) «que el solicitar era provechoso a ellos y dañoso a Vitelio: porque los vencedores se habían hecho antes negligentes que cuidadosos, no habiendo sido tenidos debajo de banderas, ni en los alojamientos militares, sino ociosos por las ciudades y villas de Italia, espantosos solo a los huéspedes que los tenían en sus casas, y cuanto antes eran mas feroces, tanto mas se habían engolfado después en los deleites no acostumbrados. Fuera de que la frecuencia del circo y del teatro, el regalo y amenidad de Roma los tenía o inhábiles para el trabajo, o cargados de mil enfermedades. A los cuales, dándose tiempo, con el cuidado de la guerra cobrarían vigor. Tenían no muy lejos a Germania, capaz de acudir con nuevas fuerzas; la Britania dividida de breve espacio de mar; las Galias vecinas, y las Hispanias, seminario de hombres, de caballos y de tributos; la Italia misma con las riquezas de Roma. Y si se resuelven a ofender, ¿no tienen dos armadas y el mar Ilírico libre? ¿De qué servicio será entonces la clausura de los montes y el haber diferido la guerra para otro verano? ¿De dónde nos vendrá entre tanto el dinero y las vituallas? Mejor es valemos de la ocasión, que las legiones Panónicas, antes engañadas que vencidas, soliciten la venganza; y que los ejércitos de Misia no puedan disculparse con decir que les falta lo mejor de sus fuerzas. Si queremos contar antes el número de los soldados que el de las legiones, hallaremos de acá mas vigor y ninguna corruptela, y la vergüenza recibida por la rota pasada, servirá de tenerlos en mejor disciplina. La caballería, ni aun entonces deshecha, pues con toda la adversidad puso en desorden las escuadras de Vitelio. Dos compañías de caballos de Panonia y de Misia rechazaron entonces al enemigo: diez y seis estandartes ahora unidos en uno, con su choque, con su estruendo y con sola la nube de su sombra sofocarán y atropellarán los caballos y los caballeros ya olvidados de las batallas. Cuando no se me divierta, yo mismo seré autor y ejecutor de este consejo: vosotros, que no habéis aun tentado la fortuna, guardad las legiones, y bástenme a mí las cohortes desembarazadas. Presto veréis abierta de par en par a Italia y abatido a Vitelio. Aprovécheos a vosotros el seguir y pisar la huella del vencedor.»

Decía estas razones y otras semejantes echando fuego por los ojos y con voz terrible, por ser oído de mas lejos: tal que habiéndose mezclado en el consejo centuriones y soldados, movió hasta a los mas cautos y mas próvidos: y el vulgo y los demás, despreciada la tibieza de los que aconsejaban en contrario, solo a este loaban y celebraban por hombre y capitán de valor. Había ganado Antonio gran crédito desde que se leyeron en el parlamento las cartas de Vespasiano, con sólo no haberlas comentado, como hicieron otros, rodeando las interpretaciones a su interés, antes parecía que había entrado en el bando libre y descubiertamente: mas agradable por esto a los soldados, como quien se hacia compañero de la culpa o de la gloria.

Era grande después de él la autoridad de Cornelio Fusco, procurador. Este también, acostumbrado a decir mal de Vitelio sin ningún respeto, no se había dejado lugar de esperar, cuando las cosas sucedieran siniestramente. Tito Ampio Flaviano, hombre tardo por su naturaleza y por su edad, era sospechoso a los soldados, creyendo que se acordaba del parentesco que tenía con Vitelio: y porque se había ausentado al principio del movimiento de las legiones, vuelto después voluntariamente, se tenía que esperaba ocasión para entregarle aquel ejército: porque desamparada la Panonia, y entrado en Italia, salido fuera de peligro, el deseo de cosas nuevas le había movido a volver a tomar el nombre de legado y a entremeterse en las armas civiles: persuadido también de Cornelio Fusco; no porque tuviese necesidad de la industria de Flaviano, mas porque el nombre de procónsul sirviese de cubierta y acreditase la facción que comenzaba a introducirse.

En lo demás, para que se pudiese pasar a Italia sin peligro, pareció acertado escribir a Aponio que caminase todo lo posible con el ejército de Misia. Y para excusar que las provincias desarmadas no quedasen por presa de las naciones bárbaras, se hizo liga con los principales Sármatas llamados Jacigios, los cuales ofrecían también su juventud y buena caballería, en que solamente consiste su valor; mas fue rehusada la oferta por no dar ocasión de guerras extranjeras entre las discordias civiles, con pensar que les estaba mejor romper la fe que mantenerla. Arrimáronse al bando Flaviano, Sidón y Itálico, reyes de los Suevos, devotos antiguamente a los Romanos, y gente de constantísima fe; púsose cantidad de gente de los socorros en frontera, respecto a la Retia enemiga, gobernada por Porcio Septimio, procurador, de incorrupta fe para con Vitelio. Envióse también a Sestilio Felice con las bandas de caballos Taurianos y ocho cohortes con la juventud de los Noricos a ocupar la ribera del río Eno, que divide los Retios de los Noricos. Mas como ni los unos ni los otros se movieron a llegar a las manos, pasó a otra parte la fortuna de las facciones.

Con Antonio, que se había tomado los vexilarios o jubilados de las cohortes y una parte de los caballos, se acompañó Arrio Varo, tenido por soldado valeroso; al cual habían dado reputación los sucesos prósperos de Armenia, y haber tenido por capitán a Corbulon: aunque se dijo, que en las pláticas secretas que tuvo con Nerón, no se olvidó de calumniar el valor y virtud del mismo Corbulon, y que por esta infame gracia alcanzó el cargo de primipilar: mas este honor mal adquirido, de que por entonces se alegró, fue después causa de su ruina. Primo pues y Varo habiendo ocupado toda la tierra al rededor de Aquileya, fueron recibidos alegremente en Opitergo y en Altino. Dejaron presidio en Altino contra la armada de Rávena, no habiendo sabido aun su rebelión. De allí recibieron a su devoción a Padua y a Este, donde, avisados que tres cohortes Vitelianas y una banda de caballos, llamada la Escriboniana, había hecho alto en Foro Alieno y fabricado allí un puente, no les pareció ocasión de perder el acometerlos así desordenados, como referían las espías que estaban, y dando sobre ellos al hacer del día, mataron a muchos que hallaron desarmados; teniendo concertado antes entre si, que después de la muerte de pocos, se procurase atraer a los demás, con ponerles miedo, a mudar de fe. Algunos se rindieron luego; los mas rompiendo el puente, quitaron al enemigo la comodidad de perseguirlos.

Divulgada esta victoria en favor de los Flavianos al principio de la guerra, dos legiones, conviene a saber, la séptima Galbiana, y la trecena llamada Gemina, con Vedio Aquila, legado, vinieron a Padua con gran alegría, donde, reposando pocos días, Minucio Justo, prefecto de la séptima, mandando con mayor altivez de lo que se sufre en guerras civiles, por quitarle de la cólera de los soldados, le enviaron a Vespasiano. Una cosa deseada ya de antes fue estimada en mucho mas por una honrada interpretación, y es el haber ordenado Antonio por todos los municipios que se honrasen las estatuas de Galba, derribadas por las discordias de aquellos tiempos, pensando ayudar a la causa con mostrarse aficionado al principado y bando de Galba.

Tratóse después del lugar donde convenía hacer el asiento de la guerra, y pareció a propósito Verona, respecto a la llanura grande, cómoda para la caballería, en que consistían sus mayores fuerzas; como también por el servicio y reputación que se les seguía quitando al enemigo una colonia de tanta importancia. Tomóse de paso Vincencia, lugar por sí mismo de poco momento, siendo municipio de pocas fuerzas, mas de alguna cuenta a quien consideraba que nació allí Cecina, y que se le quitaba la patria al capitán del enemigo. Pero la conquista de Verona fue de mayor importancia, pues con el ejemplo y con sus riquezas aprovechó mucho a este bando; fuera de que el ejército, alojado cerca de allí, tenía cerrado el paso de la Retia y de los Alpes Julios a los que pudiesen bajar de Germania. Hacíanse estas cosas o sin sabiduría o contra la mente de Vespasiano; habiendo él mandado que se hiciese alto en Aquileya y que se esperase a Muciano, alegando esta razón: que teniéndose por ellos Egipto, granero de Italia,y las rentas de las provincias mas ricas, era mejor con la necesidad del dinero y de los bastimentos obligar al ejército de Vitelio a rendirse. Lo mismo amonestaba muy a menudo con reiteradas cartas Muciano, poniendo en consideración la victoria sin sangre y otros semejantes pretextos: aunque no había en él otro que deseo de gloria y codicia de guardar para si solo todo el honor de la guerra. Mas los consejos y advertimientos, por la gran distancia, llegaban siempre después de la ejecución.

Quiso Antonio con una improvisa correduría reconocer al enemigo cuyo valor, tentado en una pequeña escaramuza, se dividieron con igualdad. Fortificó entonces Cecina sus alojamientos entre Oslilia. lugar del Veronés, y los estaños del río Tarro, asegurado por las espaldas de él y por los costados de los dichos estaños: que si se resolviera en guardar fidelidad, se podían acometer con todas las fuerzas Vitelianas, y degollar las dos legiones antes que se juntara con ellas el ejército de Misia, o hacerlas desamparará Italia vergonzosamente. Mas Cecina con varios entretenimientos y difugios vendió al enemigo las primeras buenas ocasiones de la guerra, mientras va reprendiendo con cartas a los que podía echar de allí con las armas; hasta que por vía de mensajeros estableció las condiciones de su traición. Entre tanto llegó al campo Flaviano Aponio Saturnino con la legión séptima Claudiana, gobernada por Vipsanio Mesala , tribuno, nacido de gente ilustre, señalado él por su persona, y único entre todos los demás de aquella guerra en no traer a ella otra cosa que virtud. A esta gente no aun igual a los Vitelianos (por no ser mas que tres legiones) escribió Cecina, culpando la temeridad con que se atrevían a empuñar las armas que una vez habían perdido. Engrandeciendo en contrario el valor del ejército Germánico, y haciendo poca mención y ordinaria de Vitelio, sin ofender en cosa alguna a Vespasiano: nada en suma para persuadir al enemigo o causarle terror. En contrario, los capitanes del bando Flaviano, dejada aparte la defensa de su primer fortuna, respondieron de Vespasiano magníficamente, de la causa con atrevimiento, del suceso seguros, contra Vitelio, como enemigos, y celebrando al ejército de Misia como exento de la desgracia pasada. Daban después esperanza a los tribunos y centuriones de que se les conservaría todo lo que les había sido concedido por Vitelio, persuadiendo también descubiertamente al mismo Cecina a pasarse a su bando. Leídas en público parlamento las cartas de ambas partes, se confirmaron notablemente los ánimos Flavianos, viendo que Cecina había escrito en las suyas con mucha sumisión, casi como teniendo respeto a no ofender a Vespasiano, y sus capitanes con menosprecio, y como amenazando a Vitelio.

A la llegada después de las dos legiones, conducidas la tercera por Silio Aponiano y la octava por Numisio Lupo, pareció bien hacer muestra de sus fuerzas, y atrincherarse con las espaldas a Verona. Tocó por suerte a la legión Galbiana el labrar de la parte hacia la frente del enemigo; y descubriéndose de lejos los caballos confederados, tocaron una arma falsa, teniéndolos por enemigos. Corren luego a las armas, y porque estaban ya enojados contra Tito Ampio Flaviano, creyeron que les hacia traición; aunque sin causa alguna de sospecha, sino que aborreciéndole ya de antes, querían así a bulto que muriese, llamándole pariente de Vitelio, traidor a Otón y usurpador de su donativo. No se le daba tiempo de defenderse, aunque de rodillas y plegadas las manos lo procuraba, con el vestido roto, hiriéndose el pecho y el rostro y dando mil sollozos y suspiros; antes esto mismo era incentivo para quien le aborrecía, como si el sobrado miedo testificara su mala conciencia. Y en abriendo Aponio la boca para hablar, era impedido por los gritos de los soldados, despreciándose todos los otros con el ruido y con las voces: solo a Antonio se daba oídos, siendo él elocuente y de gran autoridad y término para ablandar los ánimos del vulgo. Este, viendo crecer el tumulto y que de las malas palabras y de las injurias se encaminaban áemplear las manos y las armas, mandó que Flavlano fuese puesto en cadenas. Cayeron en el tiro los soldados, y haciendo apartar las guardias del tribunal, estaban ya para venir a la última violencia, cuando Antonio, oponiendo el pecho a las espadas y empuñando apretadamente la suya, juraba que queda morir por mano de los- soldados o matarse él mismo: llamaba en su ayuda a todos los graduados de algún honor militar y a los conocidos que se le ponían delante: vuelto después a las banderas y a los dioses de las guerras, rogaba que quisiesen enviar aquel furor y aquella discordia a los ejércitos enemigos. De esta suerte perseveró hasta que, cesando la sedición y viniendo la noche, cada uno se retiró a las tiendas. Partióse Flaviano la noche misma, y recibiendo en el camino cartas de Vespasiano, se apartó del peligro.

Mas las legiones, como inficionadas de esta peste, se volvieron contra Aponio Saturnino, legado del ejército de Misia, con tanta mayor fiereza cuanto no emprendían el alboroto cansados de los trabajos y del cavar la tierra, sino en medio del día, con ocasión de haberse divulgado ciertas cartas que se creía haber escrito Saturnino a Vitelio. Como ya en otros tiempos se competía entre los soldados de virtud y de modestia, así en estos de insolencia y de arrogancia: a cuya causa no se consolaban de pedir con menos furor la muerte de Aponio que habían pedido la de Flaviano. Porque mostrando las legiones de Misia a las de Panonia, que habían intervenido a su venganza, y deseando estos purgar sus delitos con los ajenos, se holgaban de reiterar la culpa, como si bastara aquello para disculpar su atrevimiento. Vanse la vuelta de los huertos donde Saturnino alojaba: ni fueran bastantes Primo, Aponiano y Mesala (que todos hicieron lo posible por salvarle) si no le hubiera ayudado la vileza del lugar donde se escondió, metiéndose acaso en el hornillo de una estufa que entonces no hacía su oficio. Dejados después los lictores, se retiró a Padua. Por la partida de los consulares quedó en Antonio solo- toda la autoridad sobre ambos ejércitos, dándole lugar para ello sus colegas, y teniendo de su parte todo el favor de los soldados. No faltó quien creyese que ambas alteraciones sucedieron por artificio de Antonio, deseoso de gozar él solo del fruto de la guerra.

Tampoco entre los Vitelianos estuvieron los ánimos quietos, antes se hallaban embarazados de mas peligrosa discordia; no por sospechas de la gente vulgar, sino por infidelidad de las cabezas. Había Lucilio Baso, capitán de la armada de Rávena, llevado al bando de Vespasiano los ánimos suspensos de los soldados, los cuales eran por la mayor parte de Dalmacia y de Panonia, provincias que se tenían por Vespasiano. Escogióse la noche para comenzar la traición, porque sin sabiduría de los otros se juntasen solamente los conjurados en los principios. Baso, o por vergüenza o por temor del sucesor estaba esperando en casa cuando los capitanes de las galeras con gran tumulto derriban las estatuas de Vitelio, y muertos algunos pocos que hicieron resistencia, todo el resto del vulgo, por un cierto deseo de cosas nuevas, inclinaba al partido de Vespasiano. En esto, salido fuera Lucilio, se hace a la descubierta autor del caso, y la armada se eligió por prefecto a Cornelio Fusco que acudió volando. Baso con honrada guardia llevado a Hadria por las libúrnicas, fue allí puesto en hierros por Menio Rufino, prefecto de una banda de caballos que estaba allí de guarnición; aunque alcanzó libertad luego, por causa de la llegada de Hormo, liberto de César, que también este se mezclaba entre capitanes.

Cecina, divulgada la rebelión de la armada, llamados en los principios, como en lugar secreto y retirado de los alojamientos, a los mas principales centuriones y algunos pocos soldados, mientras los otros estaban ocupados en sus oficios, comenzó a predicarles el valor de Vespasiano y las fuerzas de aquel bando: «que se había rebelado la armada, principal consignación para los bastimentos, declarádose enemigas las Galias y las Hispanias, sin poderse fiar de alguno en Roma, y que todas las cosas de Vitelio iban de mal en peor.» De esta manera, comenzando los que estaban presentes, cómplices en la rebelión, hizo jurar también por Vespasiano a otros, mientras estaban atónitos de tan gran novedad; y juntamente, abatidas las imágenes de Vitelio, despide al punto correos a Antonio con aviso del suceso. Mas después que se publicó en el campo la fama de la traición, corriendo los soldados a los principios, y viendo escrito el nombre de Vespasiano y por tierra las estatuas de Vitelio, confusos primero y perdida la habla, prorrumpieron después con decirlo todo de una vez. «¿Habrá llegado, decían, a tanta desventura la gloria del ejército Germánico, que sin contienda y sin heridas ofrezca los brazos a la cadena y las armas al vencedor? ¿Qué legiones son las que nos buscan, sino las ya vencidas por nosotros, mientras falta todavía el nervio del ejército Otoniano, los de las legiones primera y catorcena, a quien con todo eso en aquellos mismos campos hemos vencido y roto? ¿Serán dados tantos millares de hombres valerosos, como un aduar de esclavos, a vender al forajido Antonio? ¿Ocho legiones, buena comparación por cierto, con una armada? Este es el gusto de Baso, este el de Cecina, después de haber usurpado al príncipe los palacios, los jardines y las flaquezas, robarle también los soldados: y cuanto esto sea con menos pérdida de sangre, tanto seremos tenidos por mas viles en la opinión de los Flavianos. ¿Qué podremos responder a quien nos pregunte por los sucesos prósperos o adversos?»

Esto decía cada uno, esto todos, alzando los alaridos, según que los instigaba el dolor: y así, comenzando la legión quinta, enarboladas de nuevo las imágenes de Vitelio, prenden y atan a Cecina, y eligen por capitanes a Fabio Fabulo, legado de la quinta legión, y a Casio Longo, prefecto del campo: poniéndoseles después delante los soldados de las tres libúrnicas descuidados y sin culpa, los hacen pedazos, y desamparados los alojamientos y roto el puente, vuelven de nuevo a Ostilia y de allí a Cremona para juntarse con las dos legiones primera Itálica, y veinte y una Rapaz, a quien Cecina había enviado delante con parte de la caballería para asegurarse de Cremona.

Avisado de estas cosas Antonio, se resuelve de asaltar los ejércitos enemigos mientras están con los ánimos desunidos y con las fuerzas separadas, antes que cobren autoridad los nuevos capitanes, los soldados la obediencia y el vigor, y confianza las legiones después de juntas. Porque Fabio Valente, fiel a Vitelio, y soldado de algún valor, partido ya de Roma, apresuraría el camino al aviso de la traición de Cecina. Temía también que no tardaría en bajar por la Retia gran golpe de gente de Germania, habiendo ya Vitelio llamado los socorros de la Britania, de las Galias y de Hispania; materia pestilencial para larga guerra, si Antonio movido de este temor, no hubiera, solicitando la batalla, ganado la victoria por la mano. Partido pues con todo el ejército de Verona, llegó en dos alojamientos a Bedriaco. El día siguiente, detenidas las legiones para atrincherarse, envió las cohortes de auxiliarios a correr las campañas de Cremona, para que, so color de buscar vituallas, los soldados se hinchiesen de presa. Él, acompañado de cuatro mil caballos, partió de Bedriaco, adelantándose legua y medía mas para cubrir a su gente y darle ocasión de robar con mas seguridad. Los corredores pasaron aun mas adelante a descubrir, como se acostumbra.

Eran ya las once del día cuando corriendo uno de estos a espuela batida, trajo nueva que venía el enemigo; descubriéndose pocos delante, aunque se oía gran ruido y relinchos de caballos por toda la campaña. Mientras Antonio se aconseja de lo que debe hacer, Arrio Varo, deseoso de hacer alguna buena prueba, con los caballos mas atrevidos embiste al enemigo; y habiendo rechazado a los Vitelianos con muerte de algunos, socorridos después de muchos y trocada la fortuna, los que eran mas feroces en acometer quedaron los últimos en la fuga, conforme al juicio hecho por Antonio, contra cuya voluntad se había anticipado la refriega. Todavía animándolos a entrar valerosamente en la pelea, pone en dos alas los escuadrones, dejando en medio vacío para recibir a Varo y a sus caballeros. Avisa a las legiones que se armen, y hace dar el señal por la campaña, para que cada cual, dejada la presa, se retire a las banderas. Varo entre tanto, perdido de ánimo, envuelto en la confusión de los suyos, espanta también a los otros; y junto con los heridos, también los sanos toman la carga, angustiados de su propio temor y de la estrechura del camino.

No dejó Antonio en aquel espanto el oficio de prudente capitán y de valeroso soldado. Anima a los tímidos, detiene a los que huyen, donde era mayor la confusión, donde todavía quedaba alguna esperanza, por todo con el consejo, con las manos y con la voz, señalado al enemigo y admirable a los suyos. Vino en lo último a tanto atrevimiento, que pasado con la lanza de parte a parte a un alférez que huía, arrebatándole el estandarte volvió contra el enemigo, seguido solamente de cien caballos que por vergüenza de aquel acto se movieron. Ayudó la estrechura del puesto y el hallar roto el puente de un río que corría por allí, cuyo vado incierto y altura de sus márgenes, estorbaba la huida. Esta necesidad o favor de la fortuna redujo a buen término las cosas del bando Flaviano, que ya iban de caída; porque hecho rostro con ordenanza estrecha, reciben a los Vitelianos esparcidos temerariamente y los ponen en rota. Antonio, ora apretando sobre los que huían, ora derribando a los que encontraba, y junto con él los demás, cada cual según su talento, despojaban, prendían, quitaban armas y caballos: tal que despertando al grito próspero de los suyos, también los que poco antes huían por aquellos campos se mezclan animosamente en la victoria.

Entre tanto a una legua de Cremona se ven relucir las insignias de dos legiones, es a saber Itálica y Rapaz, las cuales, avisadas de que su caballería peleaba al principio con felicidad, habían llegado hasta allí dándole calor. Mas en comenzándoseles a mostrar contraria la fortuna, no supieron ensanchar sus ordenanzas y recibir a los suyos ni pasar adelante y acometer al enemigo, cansado de tan larga carrera y de menear las manos. Puede ser que no desearon tanto capitán en la prosperidad, cuanto ahora les pesaba de no tenerle. La caballería victoriosa embiste aquellas escuadras mal animadas, seguida de Vipsanio Mesala, tribuno, con los auxiliarios de Misia: los cuales, puesto que tomados a sueldo tumultuariamente, no cedían en gloria militar a los soldados legionarios; tal que unidos infantes y caballos, rompen la ordenanza de las legiones, a las cuales el ver los muros de Cremona vecinos, cuanto daba más esperanza a la huida, tanto más quitaba el ánimo para hacer rostro.

No quiso Antonio seguir mas adelante, acordándose de los trabajos y heridas que en aquella facción, aunque de fin venturoso, habían afligido a hombres y caballos. Al cerrar de la noche sobrevino toda la fuerza del ejército Flaviano, y habiendo por el camino pisado los cuerpos muertos y las señales de la reciente matanza, como si estuviera ya acabada la guerra, instaban el proseguir hacia Cremona para acabar de rendir a la gente que quedaba amedrentada y rota o pasarla a cuchillo. Todo eso decían en público; mas no había quien no pensase entre si mismo que aquella ciudad, situada en llano, era fácil de tomar por asalto; que esto se podía ejecutar mejor de noche y con mayor libertad para saquearla; que si se esperaba al día,.entrarían los medios de paz, los ruegos, las intercesiones; y en premio de los trabajos y de las heridas no sacarían otra cosa que la reputación de honor y de clemencia, cosas inútiles y vanas, cayendo las riquezas de Cremona en solo las manos de los legados y prefectos. Concluían con que la presa de las tierras que se ganan por asalto toca de ordinario a los soldados, y de las que se rinden a los capitanes. Con esto, menospreciando a los centuriones y tribunos, y, porque no se entendiesen sus palabras, haciendo ruido con las armas, amenazaban de hacer cabeza de por sí cuando no los llevasen contra Cremona.

Antonio entonces, entrado entre los manípulos, después de haber con su presencia y autoridad impetrado silencio, los asegura de que no quiere en manera alguna defraudar del premio y de la honra a soldados de tantos méritos; mas que siendo oficios separados el de los generales y el del ejército, convenía a los soldados el deseo de pelear y a las cabezas el proveer y el deliberar; aprovechando muchas veces mas la paciencia del diferir las cosas, que la temeridad de aventurarlas: y así como por su parte había ayudado aquel día a la victoria con las armas y con las manos, asimismo quería aprovechar no menos con la razón y con el consejo, artes propias del capitán. «Nos son dudosas, decía, las cosas que ahora tenemos delante: la noche, el sitio de la ciudad no reconocido, ella llena de enemigos, y toda cosa cómoda para poner asechanzas; tal que cuando las puertas se nos abriesen de par en par, no convendría entrar sin reconocer y sin esperar al día. ¿Comenzaréis vosotros por ventura un asalto a ojos cerrados, sin poder elegir la subida mas fácil y reconocer la altura de las murallas, si nos conviene arrimar con máquinas, con armas arrojadizas, con levantar caballeroso con las vineas?» Vuelto después a los particulares, «¿quién de vosotros, pregunta, ha traído consigo hachas, picos y azadones, y los demás instrumentos para expugnar ciudades?» Y mostrando ellos que ninguno, «¿qué manos pues, añade, podrán con las espadas o con los dardos romper y echar a tierra las murallas? Si es menester hacer plataformas, si conviene prepararnos de mantas, zarzos, cestones y capacetes de madera para dar el asalto, ¿estarnos hemos por falta de esto como vulgo espantadizo, maravillándonos de todo y mirando la altura de las torres y fortificaciones ajenas? ¿Por qué no nos valdremos antes de la dilación de una sola noche, que es lo que basta para traer los instrumentos de batir y las máquinas? ¿No traemos nosotros por ventura la fuerza y la victoria juntas?»

Y dicho esto, con una escuadra de los caballos mas frescos envía la gente del bagaje a Bedriaco por vituallas, instrumentos de guerra y las demás cosas necesarias. Los soldados sufriendo mal esta dilación se iban encaminando a nuevo tumulto, cuando los corredores, que habían pasado hasta debajo de los muros de Cremona, tomando en prisión algunos Cremoneses desmandados, supieron de ellos que seis legiones Vitelianas, con todo el ejército que estaba en Ostilia, habiendo caminado ocho leguas aquel día, sabida la rota de los suyos, se preparaban a la batalla y estaban ya cerca. Este terror abrió los entendimientos ofuscados a los consejos del capitán, el cual hizo hacer alto en la calzada de la vía Postumia a la legión tercera, y a su lado siniestro en campaña abierta la séptima Galbiana, y después la séptima Claudiana, guardada de un reparo de cierto foso natural. Tal era la disposición del sitio. La octava quedó en el camino descubierto y la trecena rodeada de un bosquecillo espeso, esta fue la ordenanza de las águilas y de las banderas. Hallábanse los soldados a causa de la noche mezclados acaso; la bandera de los pretorianos junto a los de la tercera legión, las cohortes de auxiliarios en los cuernos, los costados y las espaldas rodeados de la caballería; Sidon e Itálico, Suevos, con una banda de gente escogida suya estaban en la frente de la batalla.

Mas el ejército Viteliano que hubiera podido hacer alto en Cremona, con la comida y con el sueño recuperar las fuerzas y el día siguiente asaltar y romper al enemigo, consumido de la hambre y del frío, no teniendo cabeza ni consejo, casi a tres horas andadas de la noche se halló encima de los Flavianos, ya preparados y puestos en batalla. No me atreveré a afirmar la orden con que fueron los Vitelianos, a quien causaba confusión la ira y la noche; aunque han escrito algunos que tenía el cuerno derecho la legión cuarta Macedónica, la quinta y la quincena con los vexilarios o jubilados de la novena, de la segunda y de la veintena: de las legiones Bretonas formaban la batalla, como la diez y seis, con la veinte y dos, y la primera el cuerno siniestro. Los de las legiones Rapaz e Itálica se habían mezclado por todas las escuadras. La caballería y gente de socorro tomó el puesto y lugar que le dio gusto. La pelea toda la noche fue varia, dudosa y sangrienta; dañosa ya a los unos, ya a los otros, no aprovechando para antever los peligros el juicio, la mano ni aun la vista. Las mismas armas de una y otra parte, el nombre y contraseña notorio a todos, por las continuas preguntas y respuestas; las banderas mezcladas, según que cada tropa las arrastraba, después de haberlas quitado al enemigo. Pasábalo con mayor trabajo la legión séptima, poco antes levantada por Galba: muertos seis centuriones de las primeras ordenes y perdidas algunas banderas. Atilio Varo, centurión primipilar, con mucho estrago del enemigo, y al fin con su muerte, conservó el águila.

Sostuvo Antonio la ordenanza que ya doblaba, llamando en socorro a los pretorianos, los cuales, rechazado el enemigo al primer ímpetu, fueron después ellos rechazados: porque los Vitelianos habían alojado sus ingenios sobre la calzada del camino para tirar con ellos en lugares llanos y descubiertos; visto que, plantados al principio en diferentes sitios mal a propósito habían sin daño del enemigo herido en los árboles. Mas una balista de extraña grandeza de la legión quince con tiros de gruesísimas piedras aterraba las escuadras enemigas; y hubiera hecho mucho mayor daño si dos soldados con señalado valor no se atrevieran, amparados con sendas rodelas recogidas de aquel estrago, a ir sin ser vistos y cortar las mimbres y contrapesos de aquel artificio. No se duda del caso puesto que, por quedar luego muertos, se perdieron con ellos también sus nombres. No declinaba la fortuna aun a los unos ni a los otros, hasta que, pasada buena parte de la noche, el salir de la luna mostró y engañó a un mismo tiempo a entrambos ejércitos, aunque mas favorable a los Flavianos que les asomaba por las espaldas: porque haciéndose mayores de lo que eran las sombras de los infantes y caballos, tiradas en vano las armas enemigas, herían las mas veces a lo falso pensando acertar a lo verdadero; donde los Vitelianos, descubiertos por el resplandor que les daba en el rostro, eran heridos de sus contrarios casi como de man puesto.

Antonio pues, como pudo conocer y ser conocido de los suyos, incitando a muchos con la vergüenza y con injurias, a otros con loores y exhortaciones, y a todos con promesas y esperanzas, pregunta a las legiones Panónicas: «que para qué habían vuelto a tomar las armas; que eran aquellos los campos donde podían lavar la mancha de la primer falta y recuperar la fama perdida.» Volviéndose después a los de Misia, llamándolos cabezas y autores de aquella empresa: «que en vano habían con palabras y con amenazas provocado a los Vitelianos, si ahora no podían sufrir sus manos ni su vista.» Esto decía a todos los que encontraba; y vuelto a los de la tercera legión, les acordaba los antiguos y modernos sucesos: como rompieron a los Partos debajo de Marco Antonio, a los Armenios, gobernados por Corbulon, y últimamente a los Sármatas. Enojado después con los pretorianos, «vosotros, dijo, no soldados, sino villanos, si no vencéis, ¿de qué emperador, de cuáles alojamientos seréis recibidos? Allá están vuestras banderas y vuestras armas, y allí mismo la muerte si os resolvéis a entregaros a ella por medio de vuestra deshonra.» Levantóse un grito terrible de todas partes, y los de la legión tercera saludaron al sol que salía, como se acostumbra en Siria.

Estáse en duda, si casualmente o por astucia de Antonio pasó una voz, de que habiendo llegado Muciano, se saludaban ambos ejércitos. En esto, como aumentados de nuevos socorros, se arrojan delante, comenzadas ya a desunir las ordenanzas Vitelianas; entre las cuales, faltando cabeza, cada uno según el ánimo o el temor propio, se adelantaba o se recogía.

Viéndolos ya desordenados Antonio, los embiste con un cerrado escuadrón, y entonces claras ya y flacas las hileras, se acabaron de romper. Ni fue posible volverse a ordenar por el embarazo de los carros y de las máquinas. Van los vencedores atravesando los caminos, y cortando los pasos para alcanzarlos mas presto, con estrago y muertes tanto mas notables, cuanto con mayor verdad se prueba haber sucedido el homicidio de un padre por mano de su hijo. Contaré el caso y los nombres, por relación de Vipsanio Mesala. Julio Mansueto, hispano, alistado en la legión Rapaz, había dejado en su tierra un hijo de tierna edad, el cual, hecho hombre, y inscrito por Galba entre los de la séptima legión, encontrándose con el padre y echándolo herido en tierra, mientras así como estaba agonizando lo mira, conocido por él, abraza al cuerpo desangrado, y llorando tiernamente, suplicaba a los manes paternos que, aplacados con él, no le tuviesen por parricida; siendo antes este delito público que suyo, no teniendo él parte en las armas civiles sino como soldado ordinario. Acabándole de espirar en los brazos, toma el cuerpo en hombros, y hecha la fuesa, pagó el último oficio con el muerto padre. Considerando pues la gravedad del caso primero los que estaban más cerca, y después otros muchos, se acabó de publicar por todo la maravilla, la compasión y el aborrecimiento de guerra tan cruel. Mas no por esto se iban a la mano en despojar a los parientes, amigos y hermanos muertos, confesando el mal, y no excusando el cometerle.

Llegados a Cremona se les ofrece una nueva y difícil empresa. Habían los soldados Germanos en la guerra Otoniana juntado con los muros de la ciudad sus alojamientos, rodeándolos de buenas trincheras y palizadas, crecidas y reparadas de nuevo, a cuya vista quedaron los vencedores atajados, y los capitanes irresolutos en lo que habían de ordenar. Dar el asalto hallándose el ejército cansado por las continuas facciones del día y de la noche, era cosa difícil y peligrosa, no teniendo ayuda ninguna cerca donde retirarse: tornar a Bedriaco, fuera del intolerable trabajo de tan largo viaje, era perder el fruto de la victoria: ponerse a fortificar los alojamientos no podía hacerse sin peligro, teniendo a los enemigos tan cerca, que con improvisas salidas podían inquietar a los que estuviesen esparcidos acá y acullá, y a los que se ocupasen en el trabajo; poniéndoles en cuidado sobre todo la naturaleza de sus soldados, capaz de sufrir antes los peligros que la dilación. Porque no les agradaban a ellos las cosas seguras, sino las que se esperaban de la temeridad, recompensando la muerte, las heridas y la sangre con la codicia de la presa.

Inclinó con esto Antonio mandando que se rodeasen las trincheras enemigas. Peleábase al principio de lejos con saetas y con piedras, en que recibían mayor daño los Flavianos, heridos de lo alto con mayor fuerza. Distribuyó luego entre las legiones los puestos y las órdenes de acometer las trincheras y las puertas, para que, separado el trabajo, se distinguiesen los buenos de los ruines, y de aquella emulación de honra se encendiesen. Tocó a las legiones tercera y séptima el espacio cercano al camino de Bedriaco; a la octava y séptima Claudiana, la parte diestra de los trincherones, y los de la trecena cerraron de rondón con la puerta de Bresa. Tras esto hubo un poco de dilación, hasta que de los campos y heredades comarcanas trajeron unos azadones y picos, otros hachas y escalas. Entonces poniéndose los escudos sobre las cabezas, hecha la tortuga cerrada, se arriman. Ejercitábanse de entrambas partes las astucias romanas. Los Vitelianos descolgaban por los reparos abajo piedras gruesísimas, y cuando la tortuga ondeaba o se abría, procuraban herir con sus armas enhastadas por entre las junturas de los escudos, hasta que, descompuesta aquella unión, pudiesen derribar los muertos o estropeados.

Hubiera por el espanto del estrago grande faltado el fervor, si los capitanes no mostraran y prometieran a los soldados, que ya no escuchaban exhortaciones, la ciudad a saco. Si fue treta del liberto Hormo, como escribe Mesala, o como refiere Plinio, el cual echa esta culpa a Antonio, no lo sabré resolver: lo que sé es que ni Antonio ni Hormo con este abominable acto degeneraron de su vida y de su fama. No había ya sangre ni herida que los impidiese el capar los reparos, romper las puertas y hacer la tortuga doblada, apoyados los unos sobre los hombros de los otros hasta alcanzar a coger con las manos las armas y los brazos enemigos. Allí los sanos con los heridos, los medio muertos con los que ya espiraban, envueltos trabucaban abajo, muriendo en varios modos con diferentes formas de muertes.

Terrible fue el combate de las legiones séptima y tercera, hallándose allí también Antonio con una banda de escogidos auxiliarios: porque no pudiendo los Vitelianos resistir a esta gente obstinada, y viendo que las armas arrojadizas de arriba deslizaban sin ofensa por la tortuga, les arrojaron encima finalmente la misma balista, la cual, así como entonces oprimió a muchos, así con su ruina, llevándose las almenas tras sí y lo mas alto de los reparos, quebrantó también la torre mas cercana, de manera que no pudo resistir mas a los golpes de las piedras con que era batida. A cuya abertura, mientras los de la séptima legión en escuadrones apiñados se esfuerzan de subir, los de la tercera con hachas y con las propias espadas rompen la puerta. Convienen todos los autores en que Cayo Volusio, soldado de la tercera legión, fue el primero a saltar dentro. Este, subido sobre la muralla y barajados los que le hicieron rostro, admirable a todos, con la mano y con la voz dio señal de que eran ya entrados los alojamientos: los demás entraron después cuando, atemorizados los Vitelianos, comenzaban ya a echarse por las murallas.

Hinchióse de muertos todo el espacio que había entre los alojamientos y los muros de la ciudad; presentando nuevo trabajo la altura de ellos, las torres de piedra, las puertas herradas y los soldados blandiendo las picas. El pueblo Cremonés, numeroso y devoto al bando de Vitelio, además de haberse encerrado dentro, por ser tiempo de feria, mucha parte de Italia, lo que no era de tanta ayuda a los defensores por la muchedumbre, cuanto de incentivo a los de afuera por la presa. Mandó Antonio que se pegase fuego a las fábricas y lugares amenos que había fuera de Cremona, para tentar si los ciudadanos por el daño de sus cosas se movían a mudar de voluntad. Y sobre los techos mas altos de las casas pegadas con los muros, que sobrepujaban la altura de la ciudad, hizo subir los soldados mas robustos, para que con vigas, con fuegos arrojadizos y hasta con las tejas procurasen quitar las defensas.

Ya las legiones se apretaban entre sí para hacer la tortuga, mientras los otros tiraban dardos y piedras, cuando poco a poco comenzaron los Vitelianos a perder el ánimo, y los que tenían algún grado y calidad mas a ceder a la fortuna; considerando que, forzada Cremona, no quedaba esperanza alguna de perdón; y que toda la ira de los vencedores se derramaría, no sobre el vulgo pobre, sino sobre los centuriones y tribunos, con cuya muerte se abría el camino a la ganancia. Los soldados ordinarios, sin cuidado de lo por venir y por su bajeza mas seguros, continuaban la pelea; mas los principales del ejército, echadas por tierra las imágenes de Vitelio y su nombre, quitan las cadenas a Cecina, en que todavía estaba, rogándole quisiese interceder por ellos: mas rehusándolo él hinchado de soberbia, se lo piden con lágrimas, prueba de notable miseria, que tantos hombres valerosos esperasen ayuda por mano de un traidor. Y después de haber sacado a las murallas las señales de rendirse, los velos y las fajas sacerdotales, habiendo hecho detener el asalto Antonio, llevaron fuera las banderas y las águilas seguidas de un gran tropel de gente afligida, desarmada y con los ojos bajos. Hicieron ala los vencedores, y rodeándolos por todas partes, los cargaban al principio de vituperios, dando también muestras de ponerles las manos. Mas viendo que los tristes recibían los ultrajes, y dejados a una parte su valor y ferocidad, lo sufrían todo con paciencia, comenzaron a acordarse de que eran aquellos mismos los que en la reciente batalla dé Bedriaco usaron modestamente de la victoria. Mas adelantándose Cecina en majestad consular, con la vestidura llamada pretexta, con los lictores, apartándose por todo la turba, los vencedores se inflamaron de despecho, dándole en rostro con su soberbia, con su crueldad y hasta con su traición: tan aborrecibles son las maldades. Interpúsose Antonio, y haciéndole acompañar con buena escolta, le envió a Vespasiano.

Estaba en tanto a mal partido el pueblo Cremonés: entre aquellas armas no podía tardar mucho el estrago, si del ruego de los capitanes no se fueran aplacando los soldados. Convocado después el parlamento, Antonio engrandeció el valor de los vencedores, habló con clemencia a los vencidos y de Cremona con ambigüedad. Estaba el ejército, fuera de la natural codicia de la presa, también por el antiguo aborrecimiento, obstinado a la ruina de los Cremoneses; teniendo opinión que favorecieron la parte Viteliana, aun en la guerra de Otón. Y habiendo quedado allí poco tiempo antes los de la legión trece para la fábrica del anfiteatro, como de su naturaleza es insolente el vulgo vil de las ciudades, habían sido mofados y ultrajados con mucha insolencia. Aumentaba el odio el haber celebrado allí Cecina los juegos de gladiadores, el haber sido el asiento de la guerra y dado vituallas a los Vitelianos; acordándose que habían sido muertas hasta mujeres salidas a pelear por afición a aquel bando. Fuera de esto, la ocasión y tiempo de la feria hacia parecer a aquella colonia, por sí misma rica, mucho mas abundante de riquezas. Ya no se hacia caso de los otros capitanes, habiendo la fortuna y la fama puesto ante los ojos de todos solamente a Antonio. El cual, retirándose con presteza al baño para lavarse de la sangre y del polvo, al entrar en la estufa, quejándose de que el agua estaba fría, oyeron algunos que dijo: presto se calentará. Divulgado este dicho, cayó sobre Antonio todo el vituperio, como si con él hubiera dado el contraseño para quemar la ciudad que ya ardía.

Halláronse en aquel saco cuarenta mil armados y mucha mayor cantidad de bagajeros y canalla de servicio, harto mas desenfrenados en la lujuria y en la crueldad. Ni grado ni edad bastaban para que no se confundiesen los homicidios con los estupros, y los estupros con los homicidios. Los viejos decrépitos, las mujeres de mayor edad, inútiles a la presa, servían por burla y pasatiempo. Las doncellas de edad competente y algún hermoso joven, ofendidos al principio de las violentas manos de los arrebatadores, a lo último servían de ocasión para que los mismos insolentes se matasen unos a otros. Mientras cada cual recogía para sí el dinero o las ofrendas de oro de gran peso colgadas en los templos, sobresaltado de fuerzas mayores, era muerto. Otros menospreciando la presa que les venía a las manos, a palos y con tormentos forzaban a los dueños de las casas a descubrir las cosas escondidas y a cavar las enterradas, recreándose muchos en arrojar hachos encendidos sobre las casas y templos que ellos mismos habían robado y despojado. Y así como en aquel ejército había variedad de lenguas y de costumbres, hallándose ciudadanos romanos, confederados y extranjeros, asimismo, teniendo entre sí varios gustos y diferentes afectos, sólo se conformaban en tener a todas las cosas por lícitas. Bastó Cremona para alimentar tan gran estrago por término de cuatro días: reducida en ceniza toda cosa sacra y profana, excepto el templo de Mefite, fuera de los muros de la ciudad, defendido del puesto donde estaba o de aquella deidad.

Este fin tuvo Cremona el año doscientos y ochenta y seis de su nacimiento. Edificóse en el consulado de Tiberio Sempronio y Publio Cornelio cuando Aníbal asaltó a Italia, por frontera de los Galos de allá del Po y de cualquier otra fuerza que pudiese bajar de los Alpes. Aumentóse y floreció con la frecuencia de habitadores, con la comodidad de los ríos, fertilidad de los campos y con los parentescos y alianzas; no ofendida en las guerras extranjeras, aunque infeliz en las civiles. Antonio avergonzado de esta maldad, y conociendo que el aborrecimiento universal en que había caído por su causa crecía cada día, mandó por un pregón que ningún soldado se atreviese a retener en prisión cremonés alguno. Y de hecho el consentimiento común de toda Italia había quitado a los soldados el uso de semejante ganancia, rehusando el comprar esclavos italianos, de que resultó el comenzarlos a matar y de esto el rescatarlos secretamente sus parientes y amigos. Volvió poco después a Cremona el pueblo sobrado al estrago, y por su natural magnificencia aquellos ciudadanos, exhortados por Vespasiano, restauraron las plazas y los templos.

El ejército pues, medroso de la putrefacción de los cuerpos muertos, no quiso entretenerse mucho en las ruinas de aquella sepultada ciudad, mas apartándose cerca de una legua, recogieron debajo de sus banderas aquellos Vitelianos que andaban esparcidos y medrosos. Y las legiones vencidas, porque durando todavía la guerra civil no tentasen novedad, se compartieron por el Ilírico. Partieron después al mismo tiempo que la fama, correos a la Britania y a las Hispanias con aviso de los sucesos. A la Galia fue Julio Caleno, tribuno, y a Germania Alpino Montano, prefecto de una cohorte, por ser este Trevero y aquel Eduo, y que habiendo ambos a dos seguido el bando de Vitelio, podían servir de ostentar y certificar la victoria. Fueron también cerrados con presidios los pasos de los Alpes, sospechándose que la Germania se preparase para ayudar a Vitelio.

El cual, partido Cecina, habiendo pocos días después obligado a ir a la guerra a Fabio Valente, no pensaba en otra cosa que en satisfacer a sus apetitos, sin hacer alguna provisión de armas, sin animar a los soldados de palabra, ni ejercitarlos y sin mostrarse al pueblo; antes, escondido en los retretes de sus jardines, como un vil animal, al cual si le ofrecen vianda se está perezoso y holgazán, dejaba pasar con igual olvido las cosas pasadas, presentes y por venir. Estaba en la casa de placer del bosque de Aricia ocioso y descuidado, cuando le llegó el aviso de la traición de Lucilio Baso y la rebelión de la armada de Rávena, de que se alteró mucho. Poco después fue advertido del suceso de Cecina, que le causó un sentimiento mezclado con alegría; es a saber, que había tratado de rebelarse y que los soldados le tenían en prisión. Prevaleció en aquel ánimo vil el gusto al enojo; y volviéndose a Roma lleno de alegría, celebró con muchos loores en público parlamento el amor de los soldados para con él, mandando que fuese preso y encarcelado Publio Sabino, prefecto del pretorio, a causa de su amistad con Cecina, sustituyendo en su lugar a Alfeno Varo.

Habiendo después hecho una oración en senado llena de magnificencia y pompa, fue loado y engrandecido por los senadores con exquisitas lisonjas. Comenzó de Lucio Vitelio la sentencia atroz contra Cecina, siguiendo después los otros con artificiosa muestra de enojo, exagerando que siendo cónsul había vendido a la república, capitán a su emperador, y acrecentado de tantos honores y tantas riquezas a un amigo tan benemérito; doliéndose como en persona de Vitelio y desfogando el propio dolor. No se oyó en oración alguna de las que se hicieron un vituperio tan solo de los capitanes Flavianos, porque inculpando el error y la imprudencia de los ejércitos, andaban después circunspectos en el nombrar a Vespasiano y como huyendo la ocasión. No faltó quien con lisonjas le sacase a Vitelio de las manos un día de consulado, que solo le quedaba al de Cecina, con burla universal del que lo dio y del que lo recibió. Rosio Régulo en el último día de octubre tomó y depuso el magistrado. Notaban los sabios que por lo pasado no se sustituyó jamás uno que no fuese privado el otro, o hecha ley: porque antes también debajo de Cayo César, dictador, dándose con prisa las recompensas de la guerra civil, fue por un solo día cónsul Caninio Rebilo.

Cosa pública fue en aquellos días y harto famosa la muerte de Junio Bleso, la cual hemos sabido que pasó así. Hallándose Vitelio enfermo gravemente en los huertos Servilianos echó de ver una noche que cierta torre cercana resplandecía de muchos fuegos. Y preguntando la causa, supo que Cecina Tusco tenía gran cantidad de convidados, entre los cuales el de mas consideración era Junio Bleso. Los aparatos del banquete y el regocijo de los que cenaban se pintó por mucho mayor de lo que era. Ni faltó quien culpase a Tusco y a los otros, aunque mas criminalmente a Bleso, de que estando enfermo el príncipe, asistiese a semejantes regocijos; como se aseguraron los acostumbrados a ir especulando las pasiones intimas de los príncipes que Vitelio se había alterado de esto, y que era aquella buena ocasión para arruinar a Bleso. Dieron a Lucio Vitelio el cargo de aquella acusación. Éste, con maligna emulación enemigo de Bleso porque adornado de muchas virtudes era estimado y tenido en mas que él, siendo como era hombre manchado de mil faltas, entra en el retrete del emperador, y apretando al pecho el hijo de su hermano, se le postra a los pies: entonces interrogado por la causa de su alteración, respondió: «que no procedía su angustia de causa suya particular, mas que empleaba sus ruegos y sus lágrimas medroso del peligro de su hermano y de su sobrino: que en vano era temido Vespasiano, tenido a raya de tantas legiones Germánicas, de tantas provincias valerosas y fieles, y finalmente de tanto espacio de mar y tierra, teniendo a un enemigo dentro de los muros de Roma y en el propio seno, que se alaba de los abuelos Junios y Antonios, que se muestra a los soldados de estirpe imperial agradable y magnífico. Están vueltos allí los ánimos de todos, mientras Vitelio, estimando en poco los amigos y enemigos, favorece a un competidor que desde el banquete se recrea de ver los enojos y trabajos del príncipe; para cuyo remedio convenía recompensar aquel regocijo intempestivo con una noche triste y fúnebre para que sepa y sienta que vive y manda Vitelio, y que cuando sucediese algún trabajo, dejaría después de si un hijo.»

Dudoso pues Vitelio entre la maldad y el temor que el diferir la muerte a Bleso no le ocasionase su ruina y el ordenarla a la descubierta un odio atroz, se resolvió en satisfacer su deseo matándole con veneno. Fue causa de que se acabase de verificar esta maldad el haber querido Vitelio ver a Bleso con notable demostración de alegría, donde se le notó haber dicho estas cruelísimas palabras (referiré las mismas) que había apacentado los ojos con ver la muerte de su enemigo. Era Bleso a mas de ser nacido noble y de costumbres nobilísimas, hombre de constantísima fe; tanto que tentado al principio por Cecina y otras cabezas de bando, que comenzaban a aborrecer a Vitelio, no quiso jamás darles oídos, mostrándose apacible y quieto, y tampoco deseoso de cualquier género de honor hasta del mismo imperio, que no estuvo lejos de ser reputado por indigno.

Fabio Valente en tanto, con un largo y lascivo acompañamiento de concubinas y de eunucos, caminando mas despacio de lo que pide la guerra, tuvo varios correos con aviso de la rebelión de la armada vendida por Lucilio Baso. Y es cierto que si solicitara el viaje, fácilmente hubiera alcanzado a Cecina cuando titubeaba, o a lo menos a las legiones antes de la batalla. No faltó quien le amonestase que con la gente de mas confianza, por caminos no platicados, apartándose de Rávena, diese consigo en Ostilia o en Cremona. Otros aconsejaban que, hechas venir de Roma las cohortes pretorias, fuese de golpe con buenas fuerzas a encontrar al enemigo; mas él contemporizando inútilmente, consumió en consultas el tiempo que debiera emplear en la ejecución. Menospreciados después ambos consejos, mientras determina de seguir el medio, resolución la peor que se puede tomar en los casos peligrosos, ni supo aprovecharse de la providencia, ni del valor.

Escribió finalmente a Vitelio que se le enviase socorro. Vinieron tres cohortes y la ala de caballos de la Britania, número incapaz de engañar al enemigo, ni de pasar contra su voluntad. Mas Valente ni aun entre peligros tan grandes huyó la infamia de atender a todo gusto y de manchar las casas de los huéspedes de adulterios y de estupros, incitado de la autoridad, abundancia de dineros y de una lujuria ardentísima en la declinación de su fortuna. Finalmente, a la llegada de los infantes y caballos, se conoció el mal partido que se había tomado; porque no podía con tan poca gente, aunque hubiera sido fidelísima, pasar por el país enemigo. Mas a la verdad habían traído consigo poca fe. Entreteníalos con todo eso la vergüenza y el respeto del capitán que estaba presente; ataduras que aprietan poco a gente no codiciosa de peligros y poco estimadora de honra. Por este respeto y por ser también seguido de pocos de quien se pudiese esperar firmeza en la adversidad, enviadas delante las cohortes la vuelta de Arimino, ordenó que los caballos marchasen de retaguardia. Él torciendo el camino por la Umbría y entrando en la Toscana, sabido el suceso de Cremona, tomó un partido animoso y de harto daño, si le saliera bien. Metióse en las naves y tentó de pasar en alguna parte de la provincia Narbonense para levantar las Galias y la Germania a nueva guerra.

Partido Valente, Cornelio Fusco, arrimándose con el ejército y haciendo correr las libúrnicas por las riberas vecinas, apretaba por mar y por tierra a los que, perdidos de ánimo, tenían a Arimino. Ocupado así el llano de la Umbría, y aquella parte de la Marca que baña el mar Adriático, quedaba dividida toda Italia entre Vespasiano y Vitelio por las cumbres del Apenino. Fabio Valente del golfo de Pisa, o por crueldad de la mar, o por vientos contrarios, fue arrojado a puerto Hércules de Moneco. Hallándose no muy lejos de allí Maturo, procurador de los Alpes marítimos, fiel a Vitelio, a quien no faltó jamás la fe del juramento, aunque rodeado por todas partes de enemigos. Éste, recibiendo cortésmente a Valente, le espantó aconsejándole que no entrase tan acaso en la Galia Narbonense; y el temor hacia fieles a los demás.

Porque Valerio Paulino, procurador, soldado valeroso, y amigo de Vespasiano antes de su buena fortuna, habiendo reducido a su devoción todas las ciudades circunvecinas, y recogido a todos los que, despedidos por Vitelio, volvían de buena gana a tomar sueldo, tenía guardada con presidio la colonia de Frejulio y los pasos de aquel mar; seguido con mayor voluntad, por ser Frejulio patria de Paulino, y él no poco estimado de los pretorianos, entre quien fue ya tribuno. Y los habitadores del país, que no seguían las armas tanto por amistad de Paulino como por la esperanza de engrandecerse, favorecían en común a aquel bando. Todas estas cosas bien aprendidas y acrecentadas de la fama, como se divulgaron entre aquellos ánimos variables de los Vitelianos, Valente con cuatro soldados de su guardia, tres amigos y otros tantos centuriones se volvió con tiempo a sus bajeles, dejando en la voluntad de Maturo y los demás el quedarse o seguir el partido de Vespasiano. Mas así como le era a Valente mas segura la mar que la tierra ni las ciudades, así suspenso en lo que le había de suceder, y siempre mas cierto en lo que debía huir que en lo que le convenía buscar, llevado de la fortuna del mar a las islas Estecadas de Marsella, fue allí preso por las libúrnicas enviadas de Paulino.

Preso Valente, volviéndose todo a favor del vencedor, comenzó en Hispania la legión primera Ayudatrice, la cual aborreciendo a Vitelio por la memoria de Otón, llevó consigo a la décima y a la sexta. No tardaron mucho en resolverse las Galias, y el favor grande de Vespasiano añadió la Britania, por haber militado allí por Claudio y héchose nombrar en aquella guerra en calidad de prefecto de la segunda legión, no sin tumulto las demás, en las cuales muchos centuriones y soldados adelantados por Vitelio, mudaban con disgusto el príncipe ya aprobado por ellos.

Con la ocasión de estas discordias y con los continuos avisos de la guerra civil, se alborotaron los Bretones, haciéndose autor Venusio; el cual, a mas de su natural fiereza y odio del nombre romano, era también incitado de particular enemistad con la reina Cartismandua. A esta, de nobilísima sangre, obedecían los pueblos Brigantes, aumentado mucho su poder, porque habiendo tomado en prisión engañosamente a Caractaco, parecía haber ennoblecido el triunfo de Claudio César. Abundando de aquí las riquezas y después la superfluidad, que de ordinario sigue a los sucesos prósperos, despreciado su marido Venusio, casó con Velocato, su caballerizo, a quien hizo rey. Esta maldad ocasionó al punto la ruina de aquella casa. Estaba por el marido el favor de la ciudad y por el adúltero la crueldad y lujuria de la reina. Venusio pues, con la gente recogida de los socorros y con la rebelión de los Brigantes, redujo a mal partido a Cartismandua. Entonces acudiendo por socorro a los Romanos, nuestras cohortes y nuestra caballería con diversas batallas la libraron finalmente de peligro; quedándole empero a Venusio el reino y a nosotros la guerra.

En aquellos mismos días se turbó también la paz en Germania por negligencia de los capitanes y sedición de las legiones, quedando poco menos que destruido el imperio romano de la violencia extranjera y poca fe de los confederados. De esta guerra, que duró largamente, con sus causas y sus sucesos trataremos abajo. Rebelóse también la Dacia, gente jamás fiel, y menos entonces, que, sacado el ejército de Misia, había quedado sin temor. Estuvieron quietos al principio para ver la fama que tomaban las cosas, mas entendiendo que Italia se abrasaba en guerras, y que toda cosa andaba en revolución, forzadas las guarniciones de las cohortes y caballos, se apoderaron de ambas riberas del Danubio, y todavía se iban preparando para expugnar los alojamientos de las legiones, si Muciano, avisado ya de la victoria de Cremona, no hubiera enviado la vuelta de allá la legión sexta para que no viniese de todas partes ímpetu extranjero, si los Dacos y Germanos moviesen por diferentes partes. Aprovechó, como otras muchas veces, la buena fortuna del pueblo romano con encaminar por aquellas partes a Muciano y a las fuerzas de Oriente, y, como hemos dicho, el suceso de Cremona. Quedó al gobierno de la Misia Fonteyo Agripa, que había sido el año antes procónsul en Asia, añadiéndole los soldados del ejército Viteliano que, por razón de estado, se juzgó a propósito repartirlos por las provincias y emplearlos en guerras extranjeras.

No se acababan de quietar las otras naciones. Un esclavo bárbaro, capitán ya en otro tiempo de la armada del rey de Ponto, movió al improviso las armas en aquella provincia. Llamábase este Aniceto, liberto del rey Polemon, el cual, habiéndose visto en gran crédito para con su señor, no podía sufrir la mudanza que había hecho aquel reino en forma de provincia. Y así, recogidas debajo de la sombra de Vitelio las gentes que habitan junto a Ponto, y engañados con la esperanza de la presa los mas necesitados, viéndose cabeza de una multitud no despreciable, [asaltó de improviso a Trapisonda, ciudad muy antigua y edificada por los Griegos a la boca del mar mayor. Fue degollada allí la cohorte que solía servir de guarnición a los reyes; mas hechos después ciudadanos romanos, retenían las banderas y las armas a nuestro modo, continuando el ser vanos y negligentes al uso griego. Puso también fuego a la armada, señoreando seguramente todo aquel mar, por haber Muciano recogido en Bizancio las mejores libúrnicas con toda la soldadesca. Discurrían aquellos bárbaros con mayor desprecio después que arrebatadamente fabricaron ciertos bajeles llamados cámaras, que tienen los costados estrechos y el vientre ancho, juntos, sin elevación de hierro o de otro metal, la cumbre de los cuales, cuando la mar se altera, cierran con labias hasta que la ponen en figura de techo. De esta manera van dando vueltas entre las ondas: usan de proa, no menos detrás que delante, y mudan la chusma cuando quieren, pudiendo indiferentemente y sin peligro abordar tanto de una parte como de otra.

Movió este accidente a Vespasiano a enviar los vexilarios de las legiones a cargo de Virdio Gemino, valeroso soldado. El cual asaltando al enemigo desproveído, y por la codicia de la presa, desordenado y vagabundo, le hace retirar a las naves; y fabricadas a prisa algunas libúrnicas, pudo alcanzar a Aniceto en la boca del río Cohibo, asegurado allí de la protección del rey Sedoquezoro, a quien había metido en la liga con presentes y con dineros. Quiso el rey al principio con amenazas y con armas defender a su confederado Aniceto; mas al partido que se le hizo de premio o de guerra, como es frágil la fe de los bárbaros, pactada la muerte del rebelde, lo entregó en compañía de todos aquellos fugitivos, con que se puso fin a la guerra servil. Muy alegre estaba por esta victoria Vespasiano, sucediéndole todo mas felizmente de lo que sabía desear, cuando le sobrevino en Egipto la nueva de la batalla de Cremona. Esto le hizo apresurar el viaje de Alejandría, deseando tras aquel buen suceso apretar también con la hambre a Roma, menesterosa de provisiones extranjeras. Porque él tenía determinado de acometer por mar a la provincia de África situada en la misma costa, para que, cerrados de todo los pasos a las vituallas, sintiesen los enemigos los daños y las discordias que suele traer consigo la necesidad.

Mientras la fortuna del imperio pasaba con esta conmoción universal, no se gobernaba Primo Antonio con tanta modestia después del suceso de Cremona, pareciéndole haber cumplido ya con la guerra, y que lo demás le era fácil: si ya no es de creer que en un hombre de tal naturaleza iba descubriendo la felicidad, la avaricia, la soberbia y los demás defectos ocultos. Porque él hollaba a Italia, como a provincia conquistada por las armas; acariciaba como suyas las legiones, y con palabras y con hechos se iba haciendo camino a la grandeza y al poder; y por ir haciendo mas libres y disolutos a los soldados, ofrecía a las legiones la elección de los centuriones muertos, hallándose con aquel voto elegidos los mas sediciosos. No estaba mas el soldado sujeto al capitán: el capitán si que era llevado de la violencia militar; cuya semilla de sedición y corruptela de disciplina la convertían todos en robos; no temiendo de Muciano que venía, puesto que era mas peligroso el despreciarle a él que a Vespasiano.

Mas acercándose el invierno y comenzando el Po a inundar los campos, marchó la gente suelta, habiendo dejado en Verona las banderas y las águilas de las legiones vencedoras, con los soldados heridos o débiles por la edad, y muchos también sanos; juzgando que bastaban, estando ya fenecida la guerra, las cohortes con los caballos auxiliarios y la gente escogida de las legiones. Añadióse la legión undécima, que entreteniéndose al principio, habiendo visto después suceder las cosas prósperamente, se dolía de no haberse hallado en ellas. Seguían seis mil Dálmatas, levantados nuevamente, a cargo de Popeo Silvano, varón consular, aunque la resolución de las cosas dependía de Anio Baso, legado de una legión: el cual, so color de obediencia, hallándose siempre pronto, con destreza y diligencia en los negocios, gobernaba del todo a Silvano, hombre de poco en la guerra y que gastaba en palabras el tiempo de la ejecución. Entre estas gentes se recibieron también los mejores de la armada de Rávena, que pidieron el ser escritos entre las legiones; habiendo suplido a la armada con parte de la gente levantada en Dalmacia. El ejército y los capitanes hicieron alto en Fano, para tratar la suma de las cosas, habiendo entendido que eran partidas de Roma las cohortes pretorias, y creyendo que estaban tomados los pasos del Apenino; hallándose ellos en país gastado de la guerra, trabajados de la carestía y de las voces de los soldados, que pedían el clavario (este es nombre de una suerte de donativo), sin haber hecho provisión de granos ni de dineros, haciendo mayor el desorden la impaciencia y la codicia de los que quitaban por fuerza lo que pudieran tener por amor.

Tengo relación de autores de mucha estima, que fue tal en aquel tiempo el poco respeto y menosprecio de lo justo y de lo honesto, que un jinete ligero, alabándose de haber muerto en la última facción a un hermano suyo, pidió el premio a los capitanes: mas no permitiendo la justicia humana que se honrase aquel homicidio, ni la razón de la guerra que se castigase, difirieron la resolución como de cosa merecedora de mayor premio de la que por entonces, tan de repente, se le podía dar, ni se habló mas de este caso. Sucedió también el mismo exceso en las primeras guerras civiles. Porque en la batalla del Janículo contra Cina, como escribe Sisena, un soldado pompeyano mató a su hermano; y después conocida la maldad, se mató a sí mismo: tan poderosos eran acerca de los antiguos el premio de la virtud y el arrepentimiento del yerro. Estas y otras cosas semejantes, sacadas de las memorias antiguas por ejemplo del bien o consuelo del mal, no dejaré de contarlas cuando vengan a propósito.

Resolvieron Antonio y los otros capitanes de enviar delante jinetes a reconocer la Umbría para ver si por alguna parte podían penetrarse los Peninos, y de hacer venir de Verona las águilas y las banderas con los soldados que allí habían quedado, haciendo por el Po y por la mar correr las vituallas. Había entre los capitanes algunos que buscaban ocasión de diferir; porque habiéndose ya hecho insufrible Antonio, esperaban mas seguro gobierno de Muciano. El cual, ansioso de tan acelerada victoria, y pareciéndole que si no se hallaba a la presa de Roma no le alcanzaría parte alguna en la gloria de aquella guerra, escribía a Primo y a Varo con mucho artificio, que era bien seguir el curso de la victoria, discurriendo por otra parte del provecho de diferir; acomodándose de manera en el estilo, que según el evento de las cosas se pudiese colegir que por su orden se habían evitado las adversas y encaminado las prósperas. Escribiendo después mas abiertamente a Plocio Grifo, puesto poco antes por Vespasiano en el orden senatorio y al gobierno de una legión, y a los demás sus confidentes, los cuales todos volvieron a escribir interpretando siniestramente la prisa de Antonio y de Varo, loando todo lo que resolviese Muciano: y enviadas estas cartas a Vespasiano, causaron que no eran después tan aceptos los consejos y las acciones de Antonio como él esperaba.

Sufría esto con impaciencia Antonio, e inculpaba de ello a Muciano, por cuyos ruines oficios decía haberse aumentado sus peligros; no pudiéndose abstener de decir mal; hombre largo de lengua y no acostumbrado a ser inferior. Escribió a Vespasiano jactándose con mayor altivez de lo que se sufría con el príncipe, no sin calumniar cubiertamente a Muciano, diciendo: «que él había hecho tomar las armas a las legiones de Panonia: que incitados y persuadidos por él se habían movido los capitanes de Misia; que por medio de su constancia se atravesaron los Alpes, se ocupó Italia, se cerró el paso a los socorros de la Germania y de la Retia: que primero con el encuentro de los caballos, y después con el valor de sus infantes había peleado continuamente un día y una noche, roto las legiones Vitelianas, generosísima acción y obra de sus manos: que del caso de Cremona se debía echar la culpa a la guerra; pues era cierto, que las antiguas discordias entre ciudadanos se habían acabado con mayor daño de la república y ruina de mas ciudades: que no servía a su emperador con mensajeros ni con cartas, sino con el cuerpo y con las armas, no pretendiendo por esto perjudicar a la gloria de los que entre tanto se habían ocupado en acomodar las cosas de Asia: que aquellos habían tenido celo de la paz de Misia, y él de la salud y seguridad de Italia: que por sus exhortaciones las Galias y las Hispanias, partes las mas principales del mundo, se habían declarado por Vespasiano. Mas que sin embargo le saldrían vanos todos sus trabajos, si el premio de tantos peligros se daba al que los había mirado de talanquera.» Tuvo noticia de todo Muciano; y de aquí nacieron graves rencores, alimentados de Antonio con mas libertad, aunque de Muciano con mayor astucia, y por esto mas implacables.

Vitelio, arruinadas sus cosas en Cremona, teniendo ocultos los avisos de aquella rota, con necia disimulación iba antes difiriendo los remedios que la enfermedad. Porque si la hubiera confesado y pedido consejo, pudiera ser que no le faltaran esperanzas ni fuerzas: donde por el contrario fingiendo las cosas prósperas, con esta falsedad hacia mas grave la dolencia. Era cosa de admiración el ver que cerca de él no se podía hablar cosas de guerra: y el haber prohibido lo mismo en la ciudad, era causa de que se hablase mucho mas: y los que, cuando se permitiera, hubieran contado la verdad, por solo que se les vedaba, divulgaban cosas mas atroces. Ni les faltaba a los capitanes enemigos arte para aumentar la fama con volver a enviar las espías Vitelianas que se prendían, haciéndoles ver primero por menudo las fuerzas de aquel ejército victorioso: a todas las cuales mandó matar Vitelio después de haberlas examinado secretamente. Julio Agreste, centurión de señalada fe, después de muchos razonamientos pasados en vano con Vitelio para incitarle a mostrar valor, le indujo a enviarle a él mismo a reconocer las fuerzas del enemigo, y lo sucedido en Cremona: el cual, sin tentar de engañar a Antonio con espiar a escondidas, le descubrió libremente su deseo y la orden del emperador y le pidió que se- lo dejase ver todo. Envió Antonio con él quien le mostrase el lugar de la batalla, las ruinas de Cremona, y las legiones vencidas. Volvió Agreste a Vitelio, y no queriéndole creer que era verdad lo que le refería, imputándole a mas de esta de que venía ya sobornado;«pues que es necesario, dijo, dar buenas señas, y cierto que no te puede aprovechar de otra cosa mi muerte o mi vida, yo las daré tales que no te quede ocasión de ponerlo en duda»; y partiéndose, con la muerte voluntaria confirmó su relación. Quieren algunos que fue muerto por orden de Vitelio, refiriendo lo mismo de su fe y de su constancia.

Vitelio, como despertando de un sueño, mandó a Julio Prisco y a Alfeno Varo que con catorce cohortes pretorias y toda la caballería tuviesen guardados los Peninos. Seguidos también por la legión de la armada. Tantos millares de gente de guerra, tanta gente escogida de infantes y caballos, si tuvieran otro capitán, eran fuerzas bastantes para embestir al enemigo. El resto de las cohortes consignó a Lucio Vitelio, su hermano, para la guardia de Roma. Él, no dejando un punto de sus acostumbrados vicios y superfluidades, y apresurándose por la desconfianza, solicitaba los comicios, queriendo declarar cónsules por muchos años, renovar las ligas a los confederados, dar a los extranjeros la naturaleza del Lacio, remitir a estos los tributos, conceder a aquellos exenciones, y finalmente, sin pensamiento alguno de lo por venir, despedazar el imperio. Mas el vulgo corría tras la grandeza de los beneficios, comprándolos a fuerza de dinero los necios, y teniendo los discretos por vanas y de mala data todas las cosas que no se podían dar ni recibir con salud de la república. Finalmente, haciendo instancia el ejército alojado en Bevaña, con gran acompañamiento de senadores, llevados quien por ambición, quien por temor, pasó Vitelio al campo, suspenso de ánimo y obligado a consejos no fieles.

En el parlamento que hizo a los soldados (cosa prodigiosa) le volaron por encima una banda de pajarotes sucios tan espesos, que con aquella nube oscurecieron el día. Siguió a este otro mal agüero. El toro, huido del altar, descompuso el aparato del sacrificio y fue muerto bien lejos de donde se suelen ofrecer las víctimas. Pero sobre todos los prodigios era señalado prodigio el mismo Vitelio: ignorante de las cosas de la guerra, sin juicio en las resoluciones, del orden del marchar, del modo de espiar al enemigo, del dar la batalla y del retirarse, iba preguntando a los otros: en toda cosa nuevo, a toda nueva medroso y pálido, y a la postre borracho. A lo último, enfadado de estar en el campo, sabida la rebelión de la armada de Miseno, se volvió a Roma; espantado siempre más de toda fresca herida, sin cuidar del peligro mayor. Porque cuando estaba en su mano pasar el Apenino y con las fuerzas enteras de su ejército asaltar al enemigo, cansado del invierno y de la hambre, dividiendo la gente, envió a la carnicería y a las cadenas aquellos soldados valerosos, y fieles hasta lo último, contra el parecer de los centuriones mas prácticos, los cuales, a ser preguntados, no callaran la verdad. Mas teníanlos apartados los amigos de Vitelio, habiendo acomodado de suerte los oídos del príncipe que le fuesen desagradables las cosas útiles y solamente de gusto las dañosas.

A la armada de Miseno (tanto vale en las discordias civiles el atrevimiento de uno solo) hizo rebelar Vitelio Claudio Faventino, centurión, reformado ya vergonzosamente por Galba, mostrando con cartas fingidas de Vespasiano el premio de su alevosía. Era capitán de la armada Claudio Apolinar, ni constante en la fe, ni valeroso en la traición. Con que Apinio Tiron, que había sido pretor y que acaso se hallaba entonces en Minturno, se ofreció por cabeza a los rebeldes. Por los cuales fueron también atraídos los municipios y las colonias, con particular inclinación de los de Puzol a Vespasiano, como de los de Capua a Vitelio: desfogando entrambos pueblos con ocasión de la guerra civil su propia emulación. Vitelio, por mitigar los ánimos de aquellos soldados, envió a Claudio Juliano (había este gobernado aquella armada apaciblemente) con una cohorte urbana y los gladiadores de que era prefecto. Mas en acercándose los ejércitos, no tardó Juliano en pasarse al bando de Vespasiano, apoderándose de Terracina, lugar fuerte mas por la comodidad del sitio que por su vigilancia o industria.

Lo que sabido por Vitelio, dejando en Narni una parte de la gente con el prefecto del pretorio, envió a su hermano Lucio Vitelio con seis cohortes y quinientos caballos para oponerse a la guerra que comenzaba en Campania. Él, de ánimo enfermo, se consolaba solo con el favor de los soldados y con las voces del pueblo que pedían las armas, mientras con falsa semejanza llamaba ejército y legiones al vulgo vil, cuyo atrevimiento no pasa mas allá de las voces. Exhortado de los libertos (porque de los amigos cuanto mas de valor fiaba menos) hizo juntar las tribus, y dados los nombres, prestaron el juramento militar. Sobraba la multitud, y así se repartió entre los cónsules el cargo de escoger los soldados. Quiso de los senadores un número de esclavos y un peso de plata por cada uno: ofrecieron los caballeros sus personas y su dinero, obligándose voluntariamente a lo mismo también los libertinos. Aquella disimulación le dio a entender que procedían de afecto los oficios hechos por temor; habiendo muchos que no se lastimaban tanto de Vitelio cuanto del caso en sí y de oficio de príncipe. Ni se descuidaba él de moverlos a piedad con el rostro, con las palabras y con lágrimas; no solo largo en sus promesas, como es propio de los que temen, pero desmoderado en ellas. Y lo que es mas, quiso ser llamado césar, habiéndolo menospreciado antes, por superstición de aquel nombre entonces, y porque en semejantes temores se oyen igualmente los consejos de los sabios y los rumores del vulgo. Mas así como todas las cosas comenzadas con ímpetu desconsiderado son en sus principios fuertes y con el tiempo se debilitan, asimismo los senadores y caballeros comenzaron poco a poco a irse retirando de su presencia lentamente al principio y cuando él estaba ausente; después a la descubierta, medrosos y dolientes del peligro, hasta que Vitelio, por vergüenza de una empresa tentada en vano, dejó de querer lo que no se le daba.

Así como la salida de Vitelio a Bevaña había atemorizado a Italia, como si entonces volviera a renacer la guerra, así sin ninguna duda su retirada con tanta vileza aumentó reputación al bando Flaviano; enajenándose a los Samnites, a los Pelinos y a los Marsos, que con emulación de haber sido prevenidos por los de Campania, se comenzaron a mostrar prontísimos para todas las necesidades de la guerra, como acontece en las nuevas amistades. Mas el trabajo que el ejército tuvo en atravesar el Apenino a causa del rigor del invierno y el embarazo de las nieves, bastante a negar el paso a gente suelta y sin recelo, mostraron el peligro a que se puso, si no hubiera sido llamado Vitelio a otra parte por la fortuna, la cual no favoreció menos veces a los Flavianos que su prudencia. Encontraron allí a Petilio Cerial que, vestido en hábito de villano y práctico en el país, había escapado de las guardias de Vitelio. Tenía Cerial estrecho deudo con Vespasiano y había adquirido reputación en la guerra; y a esta causa fue recibido entre las cabezas. Escriben muchos, que hubieran podido huir también Flavio Sabino y Domiciano, habiéndoles avisado Antonio por mensajeros que pudieron llegar a ellos con varias disimulaciones, de la parle por donde se podían salvar, y de la gente que hallarían para poderlo hacer con seguridad. Disculpóse Sabino con su poca salud, incapaz de trabajos y ajena de atrevimientos. A Domiciano no le faltaba ánimo, mas no se fiaba de las guardias que le tenían. Vitelio, por intereses de sus parientes, no se mostraba de mal ánimo contra Domiciano.

Llegados a Carsole los Flavianos, reposaron allí algunos días, hasta que les alcanzaron las águilas y las banderas de las legiones; agradándoles aquel sitio vistoso, y eminente y cómodo para las vituallas, por tener a las espaldas muchos y buenos lugares de donde proveerse. Esperaban también, con ocasión de tener a los Vitelianos distantes menos de tres leguas, el conferir con ellos y persuadirles la traición. Oían esto con poco gusto los soldados, a quien agradaba mas la victoria que la paz; ni aun a sus propias legiones querían aguardar, pareciéndoles mas dañosa su compañía para la presa que necesaria para evitar los peligros. Por lo cual, llamándolos al parlamento Antonio, les advirtió «de que Vitelio tenía todavía buenas fuerzas, poco estables si se les daba tiempo de pensar, y de momento en la desesperación: que se permite el encomendar a la fortuna los principios de las guerras civiles, mas que la victoria se perfecciona con la razón y con el consejo. Háseles rebelado, decía, la armada de Miseno, con todas aquellas amenísimas riberas de Campania, sin que de todo el mundo le quede a Vitelio otra cosa que lo que hay entre Narni y Terracina. Hemos adquirido harta reputación con la batalla de Cremona, y no menos aborrecimiento con su ruina; no deseemos ahora mas tomar a Roma por fuerza que conservarla. Mayores serán los premios y mucho mas noble la reputación, si ven que procuramos sin sangre la salud del senado y pueblo romano.»

Mitigados los ánimos con estas y semejantes palabras, llegaron poco después las legiones; con que, espantadas las cohortes Vitelianas, medrosas del aumento y reputación del ejército enemigo, comenzaron a blandear en la fe, no habiendo quien las exhortase a seguir la guerra, y aconsejándoles muchos que se rindiesen; de los cuales no faltaba quien procurase hacer un presente al vencedor de sus compañías de infantes y de las tropas de caballos, compitiendo en adquirir gracia y favor para lo por venir. Estos mismos avisaron a los Flavianos de como estaban de presidio en Terni, situada en lo llano cerca de allí, cuatrocientos caballos de Vitelio, contra los cuales marchó luego Varo con gente escogida; y degollando algunos que hicieron rostro, los demás, arrojadas las armas, se rindieron: y los pocos que se escaparon huyendo a su campo, lo hinchieron todo de temor, exagerando el número y valor de los enemigos para cubrir la vergüenza del perdido presidio. Acerca de los Vitelianos no tenía lugar el castigo del mal, dándose en la otra parte entero cumplimiento a las promesas en premio de la traición; y así solo se competía en infidelidad, huyéndose continuamente los tribunos y centuriones: porque los soldados ordinarios estuvieron siempre obstinados por Vitelio, hasta que Prisco y Alieno, desamparado el campo y vueltos a Vitelio, libraron a todos de la vergüenza y de la traición.

En estos días fue hecho morir en Urbino, donde estaba preso, Fabio Valente. Mostróse la cabeza a las cohortes Vitelianas por apartarlas de toda esperanza, habiendo hasta entonces creído, que pasado en Germania, trataba de juntar nuevos ejércitos. El verle muerto acabó de ponerlos en desesperación. Y el ejército Flaviano reputó a la muerte, aunque cruel, de Valente por el fin de la guerra. Nació Valente en Añani, de familia de caballeros, de costumbres licenciosas y de ingenio vivo, con el cual procuraba ganar nombre de agudo y de gracioso. En los juegos juveniles en tiempo de Nerón, al principio como forzado y después voluntariamente, hizo del bufón, antes con artificio que con gracia. Legado de una legión, favoreció y disfamó a Verginio; mató a Fonteyo Capiton, a quien persuadió la traición, o quizá porque no se la pudo persuadir. Fue traidor a Galba, fiel a Vitelio, y a la postre le dio reputación la infidelidad de los otros.

Faltando pues las esperanzas por todas partes, resueltos los soldados Vitelianos en pasarse al otro bando, hasta esto hicieron vergonzosamente. Porque traídos en aquella llanura junto a Narni, con las armas y con las banderas, los recibió allí el ejército Flaviano, puesto en batalla como para pelear, y con la ordenanza cerrada. Tomados en medio y rodeados por los Flavianos, les habló Primo Antonio con mucha clemencia; ordenando después que una parte de ellos quedase en Terni y la otra en Narni, junto con algunas de las legiones victoriosas, para total seguridad, si se mostrasen contumaces. No faltaron en aquellos días Primo y Varo con continuos mensajeros de ofrecer a Vitelio seguridad de la vida, dineros y el país de Campania para retirarse, si, dejadas las armas, ponía su persona y las de sus hijos en poder de Vespasiano. Del mismo tenor recibió también cartas de Muciano, a las cuales mostró muchas veces dar crédito Vitelio, llegando hasta tratar del número de esclavos y elección de lugares marítimos. Habíase hecho este hombre tan bestialmente descuidado, que a no acordarle otros que era emperador del todo se le hubiera pasado a él de la memoria.

Exhortaban los ciudadanos principales secretamente a Flavio Sabino, prefecto de Roma, a entrar también él a la parte en la victoria y en la reputación, diciéndole, que advirtiese que tenía de su parte por razón de su oficio las cohortes urbanas, y que no le faltarían las de guardia de noche: ni le podían faltar los esclavos de todos, la voz del bando y la diposición universal de favorecer al que vence: que no quisiese ceder de gloria a Antonio y a Varo: que Vitelio, en contrario, tenía pocas cohortes, y aquellas amedrentadas de las malas nuevas que por todas partes les sobrevenían, el pueblo fácil a mudar de propósito, y cuando él se resolviese en mostrarse cabeza, capaz de hacer las mismas demostraciones por Vespasiano: que Vitelio no era hombre para mantenerse en buena fortuna, cuanto y mas debilitado en su propia ruina: que el mérito de fenecer la guerra sería de quien se apoderase de Roma. Y que no convenía menos a Sabino reservar el imperio a Vespasiano, que a él el tener justa causa de estimar en mas que a todos a Sabino.

Oía él estos discursos con el ánimo poco dispuesto, como no apto por la vejez; imputándole algunos, que por ocultos respetos de envidia y emulación retardaba la fortuna de su hermano. Porque Flavio Sabino, mayor de edad, cuando ambos a dos eran hombres privados, precedía de autoridad y de riquezas a Vespasiano: creyéndose a mas de esto que sostuvo y ayudó su poco crédito con tomarle en prendas casas y posesiones. Tal que aunque aparentemente se mostraban muy amigos, se dudaba que en secreto no había mucha conformidad. Mas mejor interpretación es creer que aquel buen viejo aborrecía la sangre y las muertes y que a esta causa trató tantas veces de paz con Vitelio, y antepuso el dejar las armas con algunas condiciones; viéndose muchas veces juntos en sus casas, y últimamente en el templo de Apolo, donde se concertaron, según se dijo. Cluvio Rufo y Silio Itálico escucharon y oyeron las palabras: por los mas apartados se notaban los rostros; el de Vitelio abatido y como degenerando de su dignidad; el de Sabino compasivo y nada arrogante, donde si Vitelio hubiera con tanta facilidad doblado la voluntad de sus amigos, como ya acomodado la suya, el ejército de Vespasiano entrara en Roma sin derramar sangre.

Mas todos sus confidentes vituperaban la paz y las capitulaciones, mostrando el peligro y la vergüenza, y que el mantenerlas quedaba en arbitrio del vencedor, diciendo: «que cuando Vespasiano fuese tan soberbio que sufriese a Vitelio, hombre privado, era cierto que no lo sufrirían los vencidos mismos, ocasionándole nuevo peligro esta misericordia: que a la verdad él era viejo, y debía estar cansado ya de las prosperidades y adversidades de la fortuna. Mas ¿con qué título y en qué estado quedaría Germánico su hijo? Prométenle ahora dineros, gente de servicio, y los felices golfos de Campania. Mas en ocupando Vespasiano el imperio, ni a él mismo, ni a sus amigos y finalmente ni a los mismos ejércitos parecerá estar seguros hasta que muera el competidor. No han podido sufrir en prisión a Fabio Valente, a quien fuera cordura guardar para en cualquier suceso; y Primo, y Fusco y el principal fautor del otro bando Muciano, ¿estarán sin deseo de que muera Vitelio? No fue dejado vivir Pompeyo de César, ni Antonio de Augusto; y ¿será de espíritu más generoso Vespasiano. cliéntulo de Vitelio, mientras Vitelio acompañaba en el consulado a Claudio? Antes, como conviene a uno que ha tenido a su padre censor, tres consulados, y tantos honores en su noble linaje, tome ánimo, aunque sea por desesperación: que soldados le quedan y el favor del pueblo. Finalmente no puede suceder cosa mas atroz que a la que ahora nos arrojamos voluntariamente. Morir tenemos si somos vencidos, y morir también si nos entregamos: considérese ahora si es mejor dar el último espíritu con escarnio y afrentas, o con fortaleza de corazón.«

Estaban sordos a todo consejo generoso los oídos de Vitelio, quedando el ánimo oprimido de la compasión y el pensamiento del cuidado de no dejar al vencedor menos placable a su mujer y a sus hijos, si se resolvía con pertinacia en seguir la guerra. Tenía a su madre cansada ya de la vejez, la cual, con morir a buen tiempo, anticipó de pocos días la ruina de su casa; no habiendo sacado otra cosa del principado del hijo que desconsuelos y buena fama. A los diez y ocho de diciembre, advertido Vitelio de que la legión y las cohortes que estaban en Narni se habían entregado al enemigo, salió de palacio vestido de luto, rodeado de su afligida familia, y llevaba consigo en su misma literilla a su hijo pequeñuelo, como en pompa fúnebre: el pueblo con gritos alegres fuera de tiempo; los soldados con silencio amenazador.

Y no había ni era posible hallarse un hombre tan olvidado de las pasiones humanas que dejara de conmoverse en tan gran espectáculo, viendo al príncipe romano poco antes señor del mundo, desamparado el trono de su grandeza, por medio del pueblo, y por medio de la ciudad salir del imperio; cosa jamás oída ni vista. César fue oprimido de violencia repentina. Cayo de secretas asechanzas: la noche y la casa en el campo no conocida escondieron la huida de Nerón. Pisón y Galba murieron como en batalla: mas Vitelio, en la junta del pueblo convocada por él, entre sus soldados, a vista también de las mujeres que le miraban de las ventanas, y diciendo algunas pocas palabras conforme a la presente miseria: que renunciaba el imperio por amor de la paz y celo de la república: que quisiesen solamente tener memoria de él, y piedad de su hermano, de su mujer y de la edad inocente de sus hijos. Y luego mostrando al hijuelo que tenía en los brazos, lo encomendaba ora a particulares, ora a todos en general, hasta que, impedido del llanto, sacándose del lado el puñal, le daba al cónsul Cecilio Simplice, que le estaba cerca, como renunciándole la autoridad de la vida y de la muerte de los ciudadanos. Mas no queriendo aceptarlo el cónsul, y reclamando en contrario todo aquel concurso de gente, se partió como que quería despojarse solemnemente de las insignias del imperio en el templo de la Concordia, y de allí retirarse después a casa de su hermano. Levantáronse a esto mayores voces, resistiendo que no volviese a casa de hombre particular; y llamándolo a palacio, y habiendo cerrado el paso de la otra calle, dejaban abierto solamente el de la calle llamada Sacra. Entonces falto de consejo se vuelve.

Había ya pasado voz que renunciaba el imperio, y Flavio Sabino escrito a los tribunos de las cohortes que refrenasen el furor de los soldados. Por lo cual, como si toda la república estuviera ya en poder de Vespasiano, los principales senadores y muchos caballeros con todos los soldados urbanos y de la guardia de noche hinchieron la casa de Sabino. Donde, llegada poco después la nueva del favor de la plebe y de los fieros de las cohortes Germánicas, se había ya pasado tan adelante que no era posible tornar atrás. Y así temiendo cada uno de si mismo, y todos de enflaquecerse dividiéndose, y de ser acometidos en desorden por los Vitelianos, instaban a Sabino que no difiriese mas el tomar las armas. Mas, como suele suceder en semejantes accidentes, de todos era dado este consejo y pocos se ofrecían al peligro. Al bajar abajo los armados que acompañaban a Sabino junto al lago Fondano, se encontraron con los mas atrevidos Vitelianos; donde, trabada al improviso una pequeña escaramuza, quedaron superiores los de Vitelio. Sabino, durante el tumulto, no ofreciéndosele por entonces partido más seguro, se apoderó del Capitolio, seguido de los soldados que le acompañaban y de algunos senadores y caballeros: de los cuales no se puede fácilmente decir los nombres, porque quedando después victorioso Vespasiano, fueron infinitos los que fingieron tener este mérito mas con aquel bando. Encerráronse en aquel sitio también mujeres; entre las cuales de las más nobles fue Verulania Gracilia, siguiendo, no los hijos o parientes, sino la guerra. Rodearon los soldados Vitelianos a los sitiados con guardias tan poco cuidadosas, que pudo Sabino al primer sueño hacer venir a sus hijos al Capitolio y a Domiciano, hijo de su hermano; y despachados mensajeros por los lugares no guardados de enemigos a los capitanes Flavianos, avisándolos de como estaban sitiados, y de la estrechura de las cosas si no era presto socorrido. Pasó después la noche con tanta quietud, que hubiera podido escaparse sin peligro. Porque los soldados de Vitelio, puesto que valerosos en los peligros, no eran muy aptos para los trabajos, ni gustaban de perder el sueño; y mas que sobreviniendo una recia lluvia al improviso, les estorbaba el ver y oír lo que se hacia.

Al hacer del día, antes que se comenzasen unos y otros a tratar como enemigos, envió Sabino a Cornelio Marcial, uno delos primipilares, con ciertas instrucciones, y a dolerse con Vitelio «de que no se guardaban los conciertos. Que se echaba bien de ver que el fingimiento de renunciar el imperio había sido para engañar a tantos hombres ilustres. Porque, ¿a qué efecto querer ir de los Rostros a casa de su hermano, levantada sobre el Foro, propia para mover los ánimos populares, sino al Aventino a las propias casas de su mujer? Que esto convenía a persona privada y a quien quería huir de toda apariencia de príncipe: donde, en contrario, Vitelio había vuelto a palacio y a la misma residencia del imperio. Que había enviado de allí escuadras de armados, cubriendo de cuerpos de inocentes la mas noble parte de Roma, sin abstenerse de sitiar el Capitolio: que él no se había desnudado la toga, como uno de los demás senadores, mientras con las batallas delas legiones, expugnaciones de las ciudades, entrega de las cohortes, se juzgaban las diferencias entre Vespasiano y Vitelio, a quien rebeladas las Hispanias, las Germanias y la Britania, el hermano de Vespasiano había conservado la fe hasta ser llamado por Vitelio mismo para tratar las condiciones de la paz: que la paz y la concordia eran cosas provechosas a los vencidos, y solamente servían de lustre a los vencedores: que si se arrepentía de los conciertos, no quisiese ir con las armas con él, engañado con falta de fe, ni contra el hijo de Vespasiano, apenas entrado en la edad juvenil. ¿Qué honra ganaría con la muerte de un viejo y de un muchacho? Que se opusiese a las legiones y pelease allí por la suma de las cosas, que conforme al suceso de la batalla se acomodaría después todo lo demás.» Espantado de estas cosas Vitelio, se excusa con pocas palabras, inculpando a los soldados, a cuya excesiva afición no podían poner freno sus buenos intentos. Y advirtió a Marcial de que pasase escondidamente por las partes mas secretas de palacio, porque como medianero de una paz odiosa no fuese muerto por los soldados. Él, perdida del todo la autoridad de mandar y de prohibir, no era ya emperador, sino solamente la causa de la guerra.

Apenas había vuelto Marcial al Capitolio, cuando los soldados furiosos sin capitán, gobernándose cada cual por su cabeza, atravesando con velocidad el Foro y los templos que le dominan, alargaron las escuadras al través del collado hasta las primeras puertas del Capitolio. Había antiguamente pórticos a la parte diestra de aquella subida, desde cuyos tejados con piedras y tejas eran rechazados los Vitelianos armados de solas sus espadas, habiéndoles parecido cosa de sobrada dilación el hacer venir máquinas y armas arrojadizas. Y así arrojaron hachas encendidas en el pórtico mas eminente, iban siguiendo el fuego, y hubieran entrado por las puertas ya quemadas del Capitolio, si Sabino, arrancadas de sus asientos las estatuas, honra de nuestros mayores, no las hubiera hecho servir en lugar de muro. Con esto acometieron al Capitolio por diversas partes, es a saber, arrimados al bosque de la inmunidad, y por donde la roca Tarpeya se deja subir con cien escalones. Fueron improvisos ambos acometimientos: el mas cercano y mas terrible fue el que venía por el bosque. A este fue imposible resistir, subiendo por los edificios vecinos, a los cuales la larga paz había dejado igualar con el llano del Capitolio. Aquí se duda si los expugnadores fueron los que pegaron fuego a los techos, o los sitiados, como afirman los mas, por rechazar a los que se esforzaban a pasar o ya habían pasado. Porque de allí, discurriendo el fuego por los soportales apegados a las casas, las águilas que sostenían el cornisón, siendo de madera antigua, tomaron la llama y la alimentaron de suerte, que el Capitolio, a puertas cerradas, sin ser defendido ni tampoco entrado, se abrasó.

Este exceso fue el más infeliz y lastimoso que sucedió al pueblo romano después de su fundación: no por manos de enemigos extranjeros, sino en tiempo que, si nuestras costumbres no lo desmerecieran, parece que teníamos propicios a los dioses. Porque, ¿qué cosa pudo haber de mayor lástima que ver la habitación de Júpiter Óptimo Máximo, fabricada por los antiguos dichosamente por prenda del imperio, a quien Porsena con la ciudad rendida no pudo profanar, ni los Galos cuando la entraron por fuerza, quedar ahora asolada por el furor de sus propios príncipes? Ardió ya otra vez el Capitolio en las guerras civiles, mas por engaño particular; donde ahora fue a la descubierta sitiado, y abrasado a la descubierta. Mas veamos con qué ocasión o por qué premio para la patria en recompensa de tan gran estrago. El rey Tarquino Prisco, haciendo la guerra a los Sabinos, hizo voto de edificarle, y echó los fundamentos; mas confiado en la esperanza de futuras grandezas, que porque pudiesen bastar las fuerzas, entonces pequeñas, del pueblo romano. Después Servio Tulio con el favor de los confederados, y tras él Tarquino el soberbio, tomada Suesa Pomeria, lo fabricaron con los despojos enemigos. Mas la gloria de esta obra fue reservada al tiempo de la libertad. Porque echados los reyes, Horacio Pulvilo, siendo cónsul la segunda vez, lo consagró con tanta magnificencia, que las riquezas infinitas del pueblo romano pudieron antes ornarle que acrecentarle. Fue de nuevo reedificado sobre los mismos cimientos cuatrocientos y veinte y cinco años después, porque en el consulado de Lucio Scipion y de Cayo Norbano se quemó. Encargóse de restaurarle el victorioso Sila, aunque no le dedicó, que fue solo esto lo que le faltó para el colmo de su felicidad. El nombre de Lulacio Catulo, que al fin alcanzó a dedicarle entre tantas obras de césares se conservó hasta Vitelio.

Ardía entre tanto el templo, cuyo incendio era de mayor espanto a los sitiados que a los sitiadores: porque a los soldados Vitelianos no faltaba astucia ni corazón en los peligros: de la otra parte los soldados medrosos, el capitán débil,al cual, como perdido de ánimo, ni la lengua ni los oídos le servían, no sabiendo gobernarse por consejo de otros, ni ejecutar el suyo; llevado de acá y de acullá por los gritos del enemigo, ora vedando lo que había mandado, y ora mandando lo que había vedado, de suerte que, como sucede en las cosas desesperadas, todos ordenaban y ninguno ejecutaba. Finalmente, arrojadas las armas, comienzan a pensar en la huida y en el modo de salvarse con engaño. Entran impetuosamente los Vitelianos, pasándolo todo a fuego y a sangre, degollados algunos pocos hombres de guerra que se atrevieron a hacer rostro, entre los cuales los mas señalados fueron Cornelio Marcial, Emilio Pacense, Casperio Negro y Dedio Ce va. Rodean a Flavio Sabino, a quien hallaron desarmado y sin señal alguno de quererse huir, y a Quinto Ático, cónsul, descubierto a la sombra de aquella dignidad y de su vanidad propia; habiendo publicado al pueblo magníficos edictos en favor de Vespasiano y llenos de oprobios contra Vitelio: los demás en diversos modos se salvaron; algunos vestidos de esclavos, otros asegurados de la fe de los amigos y escondidos entre el bagaje. Hubo otros que, tomado el contraseño o nombre de los Vitelianos, con el cual se reconocían entre si, pidiendo y dándolo resolutamente, en vez del escondrijo les valió su atrevimiento.

Domiciano al primer asalto, metido en el aposento de una de las guardas del templo, por advertencia de cierto liberto que le hizo después vestir de lienzo y pasar entre los demás ministros de los sacrificios, sin ser conocido, se retiró en casa de Cornelio Primo, cliéntulo de su padre, junto al Velabro. A cuya causa, imperando Vespasiano, derribado el aposento de la guarda del templo, hizo una capilleja a Júpiter conservador, en la cual puso un altar, y en un mármol la memoria del suceso. Después siendo él emperador, consagró un templo grande a Júpiter custodio, y mandó poner su imagen en los brazos del mismo Júpiter. Sabino y Ático, cargados de cadenas, fueron llevados a Vitelio, que no los recibió con palabras o rostro de enemigos, bramando sobre ello los que pedían licencia para matarlos y premios por las hazañas de aquel día. Y levantando las voces los que estaban mas cerca, una parte del vulgo mas vil pedía la muerte de Sabino, mezclando adulaciones con amenazas. Y queriendo Vitelio así en pie como estaba rogar por él desde las gradas de palacio, hicieron tanto que desistió de ello. Entonces, atravesado Sabino y acribillado de golpes, quitándole al fin la cabeza, fue su cuerpo arrastrado a las Gemonias.

Tal fue el fin de este hombre a la verdad no despreciable. Había militado treinta y un años por la república, claro en la guerra y en la paz. No se podía argüir cosa contra su inocencia y justicia. Era largo en sus razonamientos, y de esto solo dicen haber sido tachado en el discurso de siete años que gobernó la Misia, y en doce que fue prefecto de Roma. En el fin de su vida fue tenido de algunos por hombre de poco; de muchos por manso y escaso de la sangre romana. En lo que convinieron todos fue, que antes que Vespasiano fuese emperador, la reputación de aquel linaje consistió en Sabino. Hallamos que su muerte fue agradable a Muciano, y decían muchos que con ella se había prevenido a la paz, quitada de por medio la competencia entre dos, de los cuales el uno se conocía por hermano del emperador, y el otro por compañero. Hizo Vitelio resistencia al pueblo que pedía la muerte del cónsul, aplacado con él y casi pagándole en la misma moneda; porque preguntado por algunos quién había puesto fuego al Capitolio, había voluntariamente Ático echádose a sí la culpa. Con cuya confesión, o mentira acomodada al tiempo, cargaba sobre sí el odio y vituperio de aquel crimen, quitándolo al bando Viteliano.

En los mismos días Lucio Vitelio, hecho alto con el campo en Feronia, se aprestaba para ir a expugnar a Terracina, donde tenía tan encerrados a los gladiadores y a la chusma de la armada, que no se atrevían a salir fuera de las murallas ni atentar la batalla en campaña. Era cabeza de los gladiadores, como dijimos arriba, Juliano, y de los remeros Apolinar, en lascivia y vileza mas parecidos a gladiadores que a capitanes. Sin hacer guardia, sin fortificar los lugares mal seguros de las murallas, día y noche en pasatiempos, haciendo resonar con sus músicas aquellas amenas riberas, con los soldados esparcidos y empleados en servicio de sus desórdenes y hablando de la guerra solamente en los banquetes. Había partido pocos días antes Apinio Tiron, el cual buscando dineros rigurosamente y pidiendo donativos por aquellos municipios, había adquirido mas aborrecimiento que ayuda para su bando.

En tanto un esclavo de Verginio, capitán, huyó a Lucio Vitelio, prometiendo que si se le daban soldados, se atrevería a meterlos escondidamente en el castillo vacío de gente. Con este, pasada una parte de la noche, se enviaron algunas cohortes sueltas a la cima de un monte caballero a los enemigos. Y de allí corriendo los soldados, mas presto a matar que a pelear, los pasaron a cuchillo hallándolos desarmados o buscando las armas: muchos también despertando del sueño, y todos espantados de la noche, del rumor de las trompas y gritos del enemigo. Hicieron rostro unos pocos gladiadores, y no murieron sin venganza. Los otros huyendo hacia las galeras, donde con el mismo espanto había la misma confusión, eran muertos indiferentemente con los de la tierra, con quien se habían mezclado. Salváronse al principio de la refriega seis libúrnicas con Apolinar, general de la armada: las otras, o fueron tomadas en la costa, o sobrepujadas del peso de la gente que concurría, sorbidas de las ondas. Juliano llevado ante Lucio Vitelio y azotado feamente, fue degollado en su presencia. Imputaron muchos a Triaría, mujer de Lucio Vitelio, el haber entre aquellos llantos y muertes de la presa de Terracina, con la espada al lado, procedido cruel y soberbiamente. Él enviando a su hermano la laurea de aquel próspero suceso, le avisó que ordenase si debía volverse luego, o procurar acabar de reducir a su obediencia la provincia de Campania, cosa que no solamente sirvió mucho al bando Flaviano, pero también a la república; porque si aquellos soldados frescos en la victoria a mas de su natural obstinación, fieros también por la prosperidad volvieran hacia Roma, se hubiera peleado con tantas fuerzas, que sucediera sin duda la ruina de la ciudad: siendo Lucio Vitelio, aunque infame, hombre despierto, y no por vía de virtud como los buenos, mas como los mas perversos por el vicio de algún valor.

Mientras suceden estas cosas a los Vitelianos, partido de Narni el ejército Flaviano, se entretenía ociosamente en Otricoli a las fiestas saturnales. Ocasion de esta dilación nial considerada era el esperar a Muciano. No faltó quien concibiese sospecha, imputando a Antonio que hubiese contemporizado con engaño después de haber secretamente recibido cartas de Vitelio, en las cuales le ofrecía en premio de la traición el consulado y una su hija por mujer, ya en edad de marido, con riquísima dote. Otros tenían a todas estas cosas por calumnias, compuestas en gracia de Muciano; y algunos tuvieron por opinión que el designio de estos capitanes fue mostrar a Roma la guerra, antes que hacérsela; pues que rebeladas a Vitelio las mejores cohortes, y quitados todos los socorros, parecía imposible que dejase de renunciar el imperio. Mas primero la prisa de Sabino, y después su poco valor lo estragaron todo; habiendo tomado las armas temerariamente y no sabido defender contra tres cohortes el castillo fortísimo del Capitolio, inexpugnable aun a gruesos ejércitos. Aunque malamente se puede atribuir a uno solo la culpa que fue de todos; porque Muciano con sus cartas de diversos sentidos detenía a los vencedores, y Antonio con obedecerle fuera de tiempo, o con querer prevenir su aborrecimiento, excusando el entrar armado en Roma, mereció ser inculpado de esta falta: y los otros capitanes, teniendo por acabada la guerra, hicieron el fin de ella mas señalado. Ni Petilio Cerial, enviado delante con mil caballos y orden que, salido fuera del camino de la Sabina, entrase en Roma por la vía Salaria, había usado de bastante diligencia, hasta que despertó a todos de golpe la fama del Capitolio.

Antonio por la vía Flaminia llegó ya de noche a Sasi Rosi con su tardío socorro. Supo allí la muerte de Sabino, el incendio del Capitolio, que temblaba Roma y que todo estaba en lastimoso estado. Advirtiéronle también de que la plebe y los esclavos se armaban en favor de Vitelio. A mas de esto Petilio Cerial había peleado con su caballería infelizmente; porque corriendo con poco recato, como contra gente vencida, fue recibido con valor por los caballos Vitelianos mezclados con infantería. Peleóse no lejos de la ciudad entre los huertos y edificios, y en aquellas revueltas de calles, notorias a los Vitelianos y no al enemigo, con que se desordenó fácilmente. A más de que, no todos se conformaban a menear las manos, habiendo entre ellos de los caballos ligeros rendidos en Narni, los cuales se iban entreteniendo hasta ver quién llevaba lo mejor. Quedó preso Tulio Flaviano, capitán de caballos, y los demás, volviendo vergonzosamente las espaldas, fueron seguidos de los vencedores sólo hasta Fidene.

Aumentó este suceso el favor del pueblo, y armándose el vulgo de Roma, pocos con escudos militares, los mas con toda suerte de armas que les venían a las manos, pedían el señal de la batalla. Agradecióselo Vitelio, y mandóles que saliesen en defensa de la ciudad. Luego llamado el senado, se eligieron embajadores que enviar a los ejércitos para que, con el pretexto de la república, les persuadiesen la concordia y la paz. Fue varia la suerte de los embajadores. Los que dieron con Petilio Cerial corrieron gran peligro de sus vidas, no queriendo aquellos soldados oír tratos de paz. Quedó herido Aruleno Rustico, pretor, haciendo mas grave el delito, a mas de hallarse en él violada la dignidad de embajador y de pretor, la propia reputación de su persona. Huyeron los que le acompañaban; fue muerto el lictor que le estaba mas cerca,. atreviéndose a querer hacer plaza: y a no haber sido defendidos por el general con buena guardia que les puso, la dignidad embajatoria, tenida por sacra hasta de las gentes extranjeras, debajo de los propios muros de la patria, hubiera sido violada hasta la muerte por la rabia civil. Fueron recibidos con ánimo mas compuesto los que encontraron con Antonio;, no porque aquellos soldados fuesen mas modestos, mas porque el capitán era de mayor autoridad.

Habíase metido en docena con los embajadores Musonio Rufo del estado militar, que hacia profesión de filósofo estoico; el cual, entremetiéndose entre aquellos soldados, comenzaba a discurrir del bien de la paz y de los peligros de la guerra, dando advertimientos a la gente armada. Dio a muchos este acto materia de risa, aunque a los mas enfado y disgusto: y no faltaban muchos que le pisaban ya y daban de empujones, si advertido de los mas modestos y amenazado de otros, no se dejara de filosofar fuera de tiempo. Envió también Vitelio a las vírgenes vestales con cartas para Antonio, pidiendo sólo un día de tiempo; que con aquella breve dilación sería posible acomodar con facilidad las cosas. Despidiéronse honradamente las vírgenes, y a Vitelio se respondió, que la muerte de Sabino y el incendio del Capitolio habían quitado entre ellos todo el comercio y trato de buena guerra. Tentó con todo eso Antonio el mitigar las legiones llamándolas a parlamento, y pidiéndoles que se contentasen, hecho el alojamiento en Pontemole, de entrar en Roma el día siguiente. La causa que hallaba para diferir era porque los soldados exasperados y encendidos con las batallas pasadas, no tendrían respeto al pueblo, al senado, ni a los templos ni lugares sagrados de los dioses. Mas ellos tenían por impedimento de la victoria cualquier pequeña dilación; y tras esto se veían ya por aquellos collados tremolar las banderas, que, aunque seguidas del poblazo vil, hacían con todo eso muestra de ejército enemigo. Compartidos pues en tres escuadrones los Flavianos, se movía uno así como estaba por la vía Flaminia, el otro caminaba por la ribera del Tíber, y el tercero por la vía Salaria se iba arrimando a la puerta Colina. Púsose la plebe en huida en arrojándole encima los caballos. Los soldados Vitelianos salieron a defender la ciudad también en tres batallones. Hiciéronse fuera de los muros muchas y diversas escaramuzas, llevando siempre lo mejor los Flavianos por el valor de las cabezas. Tuvieron solamente un poco de trabajo y peligro los que torcieron hacia la parte izquierda de la ciudad por los huertos Salustianos, por causa de la estrechura de los pasos y resbaladeros, y porque estando los Vitelianos sobre las paredes de los huertos con piedras y con dardos, los entretuvieron todo el día, hasta que ya a la tarde los rompió y degolló, acometiéndolos también por las espaldas, la caballería, que había rompido y entrado por la puerta Colina. Embistiéronse también después las escuadras enemigas en campo Marcio, peleando por los Flavianos la fortuna y la gloria de tantas victorias, y por los Vitelianos solo la desesperación. Y así, aunque puestos una vez en huida, volvían de nuevo a hacer rostro en la ciudad.

Estaba el pueblo presente a animar los combatientes, y, como acostumbra en los espectáculos y juegos de burla, con voces y con aplauso favorecían ora a estos, ora a aquellos. Y cuando una de las partes flojeaba o se escondia por las tiendas o por las casas, gritaban detrás de los vencedores, diciendo que los sacasen de allí y quitasen la vida; y esto por gozar ellos de la mayor parte de la presa: porque atendiendo los soldados a la sangre y a la matanza, quedaban al vulgo los despojos. Cruel vista y monstruosa la de toda aquella ciudad. En unas partes había batallas y heridas, y en otras baños y banquetes: aquí sangre y cuerpos muertos, acullá rameras y otras poco mejores. Cuantos vicios y desórdenes podían tener lugar en un ocio vil y sensual, y cuantas maldades podían hacerse en el mas fiero saco. De suerte que absolutamente creyeras que aquella ciudad a un mismo tiempo se enloquecia en ira y furor, y se alegraba y retozaba en sus pasatiempos. Habían peleado en tiempos pasados ejércitos en Roma, dos veces siendo Sila victorioso, y una siéndolo Cina; ni entonces hubo menos crueldad por parte de los vencedores. Mas ahora una seguridad bestial, sin desamparar por un pequeño instante los deleites, como si también esto acrecentara solaz a los días festivos, se regocijaban furiosamente, sin cuidado del bando que habían profesado, alegres todos solamente con los males públicos.

Lo que ofreció mayor dificultad fue la expugnación de los alojamientos, defendidos por los soldados mas valerosos, como por postrer refugio y última esperanza. Y así se esforzaron mas aquí los vencedores, con diligencia y cuidado particular de las cohortes viejas; empleando a un mismo tiempo todos los instrumentos hallados para la ruina de las ciudades mas fuertes, formando tortugas, arrojando fuegos, abriendo trincheras, arrimando mantas, levantando plataformas, y diciendo a grandes voces: que aquel era el cumplimiento y fin de todos sus trabajos y peligros, pasados en tantas otras batallas: que la ciudad se había de restituir al senado y pueblo romano, y los templos a los dioses; quedando y consistiendo la honra y reputación peculiar de los soldados en ganar los alojamientos: que era aquella su patria y aquellas las casas de todos. Y que no ganándose luego no se podían aquella noche desnudar las armas. En contrario los Vitelianos, aunque inferiores en número y en fortuna, atendían a dificultar la victoria y a retardar la paz, manchando en sangre las casas y los altares, último consuelo de los vencidos. Muchos heridos de muerte quisieron espirar sobre las torres y en defensa de las murallas; y habiéndose arrancado al fin las puertas por los Flavianos, los que quedaban hechos una pina se ofrecieron ellos mismos al vencedor, y todos cayeron muertos con el rostro vuelto al enemigo; tan a su cargo tuvieron la honra hasta en este último trance.

Vitelio, después de tomada la ciudad, puesto en una litera y saliendo por la puerta trasera de palacio, se hace llevar al Aventino a casa de su mujer con designio de procurarse esconder allí aquel día y huirse a Terracina a su hermano. Después por su natural inconstancia, y siguiendo la calidad de los medrosos que temiéndolo todo, temen particularmente las cosas presentes, se vuelve a palacio, a quien halló yermo y vacío y desamparado de todos, habiéndose deslizado a diferentes partes hasta los esclavos y gentes de servicio, o apartádose de él por no encontrarle. Espántale aquella soledad y aquellas salas ocupadas de un mudo silencio. Va tentando las partes que ve cerradas, medroso de las abiertas y vacías, y cansado de aquel miserable andar discurriendo de una parte y de otra, mientras andaba procurando disimularse en un sucio y vergonzoso escondrijo, lo saca fuera Julio Plácido, tribuno de una cohorte. Átanle las manos atrás, y después de haberle despedazado el vestido, lo llevan en feo espectáculo, injuriado de muchos y llorado de ninguno; habiéndoles quitado del todo la compasión la infamia y bajeza de su fin. Encontrándose con él un soldado de los Germanos, le tiró un golpe, o por cólera del caso o por librarle más presto de aquel vituperio, si ya no quiso coger al tribuno, a quien cortó una oreja: lo cierto no se sabe; que el soldado fue luego hecho piezas. Era forzado Vitelio por las puntas de los estoques y puñales enemigos, a tener el rostro levantado unas veces, y aparejado a sufrir mil oprobios y afrentas; otras vuelto a mirar sus estatuas que se arrojaban por el suelo; otras la plaza de los rostros y el lugar donde fue muerto Galba, y a lo último lo arrojaron a las Gemonias, donde había estado tendido el cuerpo de Flavio Sabino. Salió de él una sola palabra que no diese señal de ánimo vil, respondiendo a un tribuno que se burlaba de él, que aunque le pesase había sido emperador. Después de esto, dándole muchas heridas, le acabaron de matar, persiguiéndole el vulgo después de su muerte con la misma malignidad con que le había loado y favorecido vivo.

Fue hijo de Lucio Vitelio y cumplía los cincuenta y siete años de su edad. Tuvo el consulado y sacerdocios, nombre y lugar entre los grandes de Roma; no por mérito alguno suyo, sino todo por el esplendor de su padre. Diéronle el principado los que menos le conocían. El favor de los ejércitos raras veces fue tan grande para los que le procuraron con buenas artes, cuanto para con este por su vileza. Hallábanse con todo eso en él sencillez grande y liberalidad; virtudes que si se ejercitan sin medida, fácilmente se convierten en daño y ruina de quien las tiene. Las amistades, mientras pensó mantenerlas con grandeza de dones y no con entereza de costumbres, podemos antes decir que las mereció, que no que las tuvo. Fue sin duda provechoso a la república que Vitelio quedase vencido, mas no por esto pueden excusar su infidelidad los que le vendieron a Vespasiano, habiéndose ya los mismos rebelado a Galba. Hasta la fin del día, porque los magistrados y senadores estaban por el temor o huidos de la ciudad o escondidos por las casas de sus amigos, no se pudo juntar el senado. Domiciano en no temiéndose ya de cosa alguna, presentándose a los capitanes de su bando, fue saludado césar, y acompañado de gran número de soldados, así como estaban en armas, a casa de su padre.