LIBRO IV. 776-781 de Roma (23-28)

Píntase el ingenio y las costumbres de Elio Seyano, prefecto del pretorio, el cual aspira al Imperio y para facilitarlo quita la vida con veneno a Druso, hijo único de Tiberio, ayudado de Livia, mujer del mismo Druso, inducida primero al adulterio.—Introduce al mismo fin los alojamientos o cuarteles militares donde antes alojaban los soldados separados y esparcidos por la ciudad. Represéntase con esta ocasión el estado de las cosas en el Imperio romano, el número de legiones, cohortes y fuerzas de mar y tierra.—Muerto Druso, entra Tiberio en el Senado llevando consigo los dos hijos mayores de Germánico para encomendarlos a los senadores como herederos del Imperio.—Seyano, para conseguir su intento, calumnia cavilosarnente a Agripina y echa la semilla de los odios venideros de Tiberio para con ella y sus hijos.—Oye Tiberio las embajadas y quejas de algunas provincias y ciudades. Destiérranse de Italia los representantes.—Promúlgase una ley sobre la diferencia introducida por el flámine dial.—Encomiendan a los dioses con solemnes votos los sacerdotes a Druso y a Nerón, hijos de Germánico, tomándolo a mala parte Tiberio.—Cayo Silio es condenado por amigo de Germánico.—Senadores acusados y condenados.—Acaba Publio Dolabela la guerra de África con muerte de Tacfarinas.—Apágase en sus principios una guerra servil en Roma.—Bibio Sereno es acusado de su hijo y desterrado.—Son condenados muchos, y entre ellos Cremucio Cardo, historiador, por haber alabado a Bruto y a Casio, y quemados sus libros. Pierden los cizicenos su libertad.—Rehúsa Tiberio el templo que le ofrece la España ulterior.—Seyano, saliéndole las cosas a pedir de boca, aspira a cosas mayores y pide por mujer a Livia.—Niégasela modestamente Tiberio, a quien poco después persuade el ausentarse de Roma.—Nuevas embajadas de los griegos por causa de los asilos o lugares de refugio.—Muere en España el pretor Pisón a manos de un villano termestino.—Muévese guerra en Tracia. Sosiega la provincia Popeo Sabino y saca en premio las insignias triunfales.—Claudia Pulcra es acusada y condenada en Roma por adúltera.—Agripina pide marido, aunque en vano, a Tiberio. Contienden once ciudades en Asia sobre el templo destinado para Tiberio, y vencen los de Esmirna.—Va Tiberio a la provincia de Campania.—Pasa notable peligro de muerte en una gruta, y defiéndele Seyano.—Nerón, el mayor de los hijos de Germánico, es calumniado con varias artes.—Ruinas de un anfiteatro en Fidenas, con muerte de muchos millares de personas.—Incendio grande en Roma.—Pasa Tiberio a la isla de Capri.—Sabino es acusado y condenado.—Muere Julia, nieta de Augusto.—Rebélanse los frisones, a quienes acomete con poca felicidad Lucio Apronio, propretor de la inferior Germania.—Cneo Domicio toma por mujer a Agripina, hija de Germánico.

 

I. Era en el año del consulado de Cayo Asinio y Cayo Antistio, noveno del imperio de Tiberio, con la República quieta y la casa florida, y contando él con la muerte de Germánico entre las prosperidades, cuando comenzó improvisadamente la fortuna a turbar las cosas, con hacerle cruel o factor de las crueldades ajenas. Principio y causa de esto fue Seyano, prefecto de las cohortes pretorias, de cuya potencia arriba se ha hecho mención. Contaré ahora su origen, sus costumbres, y con qué artificios y maldades tentó de usurpar el Imperio. Nació Seyano en Bolseno. Su padre fue Seyo Estrabón, caballero romano, y habiendo seguido en su primer juventud a Cayo César, sobrino del divo Augusto, no sin opinión de haber entregado su cuerpo por dinero a Apicio, rico pródigo, con diferentes artificios después se hizo tan caro a Tiberio, que siendo para los demás cerrado y fingido, para sí sólo le hizo incauto y descubierto; no tanto por su sagacidad, pues con las mismas artes fue vencido, cuanto por ira de los dioses contra la grandeza romana, para cuya ruina igualmente vivió y murió. Fue vigoroso de cuerpo, de ánimo atrevido, encubridor secreto de sus faltas y público fiscal de las ajenas, igualmente adulador y soberbio, de fuera ostentativo, de dentro codiciosísimo: a esta causa unas veces largo y suntuoso, otras todo industria y vigilancia; virtudes no menos dañosas que los vicios cuando se fingen para tiranizar el Estado.

 

II. La autoridad del prefecto de los pretorianos no era muy grande antes de él; mas acrecentóla con reducir las cohortes pretorias, antes esparcidas por la ciudad, a estar juntas en los alojamientos, para que pudiesen ser mandadas, y para que con el número, con el valor y con verse y comunicarse entre sí, tomasen ánimo para ellos y le quitasen a los otros. Alegaba que la soldadesca esparcida se distrae, y unida puede servir en las ocurrencias repentinas y conservarse más disciplinada de dentro de los reparos y fuera de los regalos de la ciudad. En acabándose de fortificar los alojamientos comenzó a ganar poco a poco los ánimos de los soldados, visitándolos, llamándolos por sus nombres, y juntamente a nombrar él los tribunos y centuriones, sin abstenerse de granjear con ambiciosas pláticas las voluntades de los senadores, haciendo dar a los amigos y allegados de los tales honras, cargas y hasta gobiernos de provincias: en que Tiberio se mostraba tan fácil y tan inclinado a tener por bien cuanto Seyano hacía, que no sólo en los razonamientos particulares, pero en el Senado y al pueblo le celebraba por compañero de sus trabajos y permitía que sus estatuas estuviesen por los teatros, por las plazas y en los principios de las legiones.

 

III. Mas lo que retardaba sus intentos era el ver la casa imperial tan llena de Césares, el hijo ya hombre, los nietos crecidos, y el conocido peligro que había en quererlos oprimir a todos de una vez. Y pareciéndole que el proceder con engaño necesitaba de varios intervalos, eligió el camino más oculto, y el comenzar por Druso, con quien tenía odios recientes. Porque Druso, sufriendo impacientemente a Seyano por émulo, tratándole con ánimo alterado, llegando acaso a palabras, alzó la mano para herirle y, al querer Seyano volverse contra él, le alcanzó a dar en el rostro. Y así pensándolo todo, escogió por más breve camino el ganar a Livia, mujer de Druso y hermana de Germánico, la cual, de fea muchacha que era, se había hecho hermosísima mujer. Con ésta, engañada con falsos amores, cometió adulterio; y, después que perpetrada la primer maldad, se apoderó de ella, siendo así que la mujer que una vez abandona su honestidad no sabe ni puede negar cosa a quien dio la de más estima, con facilidad la induce a esperanza de mujer propia, compañía en el reino y a dar la muerte a su marido. Aquélla, digo, de quien era abuelo Augusto, Tiberio suegro, llena de hijos de Druso, que con un mal nacido y vil adúltero se infamaba a sí misma, a sus mayores y a sus descendientes, trocando el estado presente honesto por unas infames y dudosas esperanzas. Fue recibido en la conjuración Eudemo, médico y gran amigo de Livia, domesticado ya bastantemente so color del arte para poder tratar con él sin sospecha. Seyano, por no darla a la adúltera, repudia a su mujer Apicata, de quien tenía tres hijos. Mas la grandeza de la maldad traía consigo miedo, dilación y a las veces resoluciones nuevas.

 

IV. En este medio, Druso, uno de los hijos de Germánico, tomó al principio del año la toga viril, renovándose en él todo lo que el Senado decretó para Nerón, su hermano. Añadió César una oración en loor de su hijo, alabándole de que amaba con amor paternal a los de su hermano. Porque Druso, dado que sea difícil cosa estar en un mismo lugar el poder y la concordia, corría voz de que tenía particular amor a aquellos mozos, o por lo menos que no les era contrario. Después de esto, la deliberación que Tiberio había mucho tiempo que fingía de visitar las provincias comenzó a ponerse otra vez en práctica, tomando por pretexto la necesidad que había de rehinchir de soldados nuevos las plazas, que forzosamente habían de vacar por tantos millares de veteranos, y esto a causa de hallarse pocos que voluntariamente quisiesen seguir la guerra, y si acaso se hallaban algunos, no concurrían en ellos las partes necesarias de valor y obediencia; porque por la mayor parte los que seguían la milicia de su propia voluntad era gente pobre y vagabunda, y sobre esto hizo un breve discurso, contando el número de las legiones y las provincias que se defendían con ellas, cosa que me ofrece ocasión de dar cuenta de las fuerzas romanas de aquel tiempo, de los reyes que teníamos confederados y cuánto más estrecho era el Imperio.

 

V. Guardaban a Italia en sus dos mares otras tantas armadas; en Misena la una, y la otra en Ravena, y las riberas vecinas de la Galia las naves rostradas presas en la victoria Actiaca y enviadas entonces por Augusto con buena chusma a Frejulio. Mas el nervio principal eran ocho legiones junto al Rin, ayuda pronta y común contra los germanos y contra los galos. Tres había en las Españas nuevamente conquistadas, dos en lo restante de África, habiendo los romanos dado los mauros al rey Juba. Otras tantas en Egipto, y cuatro de la Siria hasta el Éufrates; cuanto rodea todo aquel gran seno de tierra, confinada del Hibero, del Albano, y de los otros reyes defendidos con nuestra potencia de los imperios extranjeros. La Tracia estaba partida entre Remetalce y los talce y los hijos de Coti. Guardaban las riberas del Danubio dos legiones en Panonia y dos en la Misia; otras dos estaban en Dalmacia a sus espaldas, como por socorro de las cuatro, y en lugar acomodado para acudir con presteza a Italia en los casos improvisos; si bien tenía Roma su guardia de por sí, es a saber: tres cohortes urbanas y nueve pretorias de soldados escogidos, por la mayor parte de Toscana, de la Umbría, del antiguo Lacio y de las viejas colonias romanas. Había fuera de esto en los lugares oportunos de las provincias galeras de confederados, cohortes de infantería y alas de caballos de las ayudas; fuerzas poco inferiores a las sobredichas, aunque no estables ni siempre de una manera, mudándose de unas partes a otras, creciendo y menguando de número conforme a la necesidad.

 

VI. No me parece que será fuera de propósito dar cuenta también del estado en que se hallaban las demás cosas de la República, y de la forma en que se sustentaron hasta este año, que fue en el que comenzó Tiberio a empeorar su gobierno. Primeramente los negocios públicos y de los particulares los más importantes se trataban ante los senadores, dándose a los más aparentes facultad de discurrir, tal que, cayendo en adulación, el mismo Tiberio los refrenaba. Distribuía los honores, teniendo consideración a la nobleza de los pasados, al valor en la milicia y a las demás virtudes civiles, hasta hacer constar bastantemente que se había procurado escoger los mejores sujetos. A los cónsules y a los pretores se les conservaba la misma apariencia y majestad, y a los magistrados menores la autoridad acostumbrada. De las leyes, salvo la de la majestad, no se usaba mal. Los trigos, gabelas, tributos y otras rentas públicas eran administradas por las compañías de caballeros romanos. Sus propias cosas encargaba Tiberio a personas excelentes y conocidas por él; y a los que no lo podían ser, libraba sus esperanzas en la buena fortuna, todos los cuales, admitidos una vez, no se despedían más; tan sin género de mudanza es esto, que muchos se envejecían en los mismos cargos. Fue trabajado el pueblo por ocasión de carestía, mas sin culpa del príncipe, que no perdonó a gasto ni a diligencia, procurando remediar la esterilidad de la tierra, y que se evitasen los peligros de la mar y facilitasen los acarreos; proveyendo también que las provincias no fuesen trabajadas con tributos nuevos, y que la crueldad y avaricia de los ministros no fuese causa de que no se pudiesen sufrir los viejos. No se usaban azotes ni confiscaciones de bienes.

 

VII. Tenía por Italia César pocas posesiones, no muchos esclavos, la casa en manos de pocos libertos, y si le convenía pleitear con particulares no se diferenciaba de los demás en el modo de seguir la justicia. Estas cosas, no por vía de mansedumbre, si no rostrituerto siempre y las más veces temido de todos, mantuvo al fin, hasta que con la muerte de Druso se trastornó todo, porque mientras él vivió se conservaron a causa de que, dando entonces Seyano principio a su grandeza, quería hacerse conocer en los buenos consejos; temeroso de otra parte de un castigador tal como Druso, no ya adversario oculto, y que muchas veces se dolía de que en vida del hijo del emperador se nombrase nadie coadjutor del Imperio. ¿Por ventura —decía él— dista mucho este nombre del de compañero? Las primeras esperanzas del mandar son a la verdad dificultosas, mas en tomando pie no faltan ayudas y ministros. Él ha hecho a su gusto los alojamientos militares; tiene en su mano el favor de los soldados; vense sus estatuas entre las memorias de Cneo Pompeyo; sus nietos serán comunes con la familia de los Drusos. ¿Qué remedio nos queda ya sino rogar a la diosa Modestia que se contente con esto? Decía éstas y semejantes cosas Druso no raras veces ni entre pocos; fuera de que hasta sus más íntimos secretos se divulgaban por boca de su infame mujer.

 

VIII. Y así juzgando Seyano que le convenía solicitar, escogió un veneno de tal calidad que, penetrando poco a poco, hiciese su efecto semejante a las enfermedades casuales. Este veneno se dio a Druso por medio de Ligdo, eunuco, como se descubrió ocho años después. Tiberio, por todos aquellos días que duró la enfermedad de Druso, quizá por hacer ostentación de la fortaleza de su ánimo, y también después de muerto y antes de que le diese sepultura, fue al Senado y amonestó a los cónsules, los cuales en señal de tristeza se sentaron en los asientos más vulgares y bajos, que se acordasen de su honor y del lugar que ocupaban; y juntamente deshechos en llanto los senadores, venciendo él a los suspiros y a las lágrimas, sin interrumpir su oración, los consoló diciendo: Que sabía bien cuán justamente debía ser reprendido de ellos por venir a su presencia con tan reciente dolor; que era verdad que muchos con aflicción semejante a la suya no podían sufrir las oraciones consolatorias de sus parientes, ni aun mirar la luz del día, sin ser por eso imputados de flaqueza o falta de corazón; mas que él, como menesteroso de mayor consuelo, se había resuelto en buscarle, abrazando y cuidando de la República. Lamentada después la excesiva vejez de Augusta, la incapaz y tierna edad de sus nietos y la ya inclinada suya, pidió que entrasen los hijos de Germánico consuelo último de sus males presentes. Salieron los cónsules, e instruidos por ellos los mozuelos de lo que habían de decir, los traen a la presencia de César, el cual, teniéndolos por la mano, estos pupilos —dijo—, padres conscriptos, había entregado a su tío, aunque con hijos propios, para que los tuviese y amparase como tales, por fundamento suyo y de sus sucesores; mas ahora que me veo privado de Druso, vuelvo a vosotros mis ruegos, pidiéndoos por los dioses presentes y por la patria que recibáis y amparéis estos bisnietos de Augusto, nacidos de esclarecidos progenitores, supliendo a vuestro deber y al mío. A éstos, ¡oh Nerón y Druso!, os doy en lugar de padres, habiendo nacido vosotros tales que vuestro bien y mal pertenece y toca a la República.

 

IX. Fueron con gran llanto y después con ruegos de suma felicidad oídas estas palabras; y si parara aquí, hinchiera de su gloria y de general compasión los ánimos de los oyentes; mas volviendo a sus vanidades, tantas veces murmuradas, de dejar la República, y que los cónsules o algún otro se encargue del gobierno, quitó también la fe que se había dado a lo honesto y a lo verdadero. Decretáronse a la memoria de Druso las mismas cosas que a Germánico, añadiéndose algunas, como de ordinario lo traen consigo las últimas adulaciones. La pompa fúnebre fue ilustre por el espectáculo de las imágenes, viéndose Eneas, origen del linaje de los Julios, todos los reyes de Alba, el fundador de la ciudad, Rómulo; seguía la nobleza Sabina, Apio Clauso, y en larga ordenanza todas las demás estatuas de los Claudios.

 

X. En dar cuenta de la muerte de Druso he referido cuanto dejaron escrito fidelísimos autores; mas no quiero pasar en silencio la voz publicada por tan constante en aquellos tiempos, que aún hoy en día vive, y es que Seyano, después de haber instigado a la maldad a Livia, granjeó también deshonestamente el ánimo de Ligdo, eunuco, el cual, por la edad y por la hermosura del rostro, era muy caro a su señor y ocupaba gran lugar entre los mayores ministros. Que este Ligdo, después de haber sido admitido en la conjuración y después de haber señalado el lugar y el tiempo de dar el veneno, llegó a tanto atrevimiento, que emprendió echar toda la culpa a Druso, y para conseguir su contento por este camino, advirtió a su padre que se guardase del primer vaso en que se le traería la bebida comiendo con su hijo. Y que engañado con este aviso Tiberio, tomando el brebaje lo presentó a Druso, el cual, bebiendo con alegría juvenil y sin género de sospecha, hasta esto la ocasionó mayor; como si por miedo o por vergüenza hubiera querido tomar para sí la muerte que tenía aparejada para su padre.

 

XI. Estas cosas contadas por el vulgo, fuera de que ningún autor las confirma, se pueden también refutar prontamente. Porque ¿cuál fuera el hombre de mediana prudencia, cuanto y más Tiberio, cursado en tantos negocios, que sin oír las defensas de su hijo, de su propia mano y sin espacio de poderse arrepentir le diese la muerte? ¿Por qué no antes de atormentar al ministro del veneno, obligándole a declarar el autor y tomar tiempo y dilación, acostumbrándose dar a los extraños, antes de quitar la vida a un hijo solo que tenía, no culpado hasta entonces en alguna maldad? Mas porque Seyano era tenido por inventor de toda suerte de maldades, por la afición entrañable que César le tenía, y por el aborrecimiento universal contra los dos, todas las cosas por grandes y fabulosas que fuesen eran creídas, acostumbrando, fuera de esto, a traer siempre consigo la fama cosas atroces en las muertes de los grandes príncipes. Verdad es que la orden de aquella traición, revelada por Apicata, mujer de Seyano, se descubrió con la tortura de Eudemo y de Ligdo. Ningún escritor, por poco amigo que fuese de Tiberio, le ha objetado tal cosa, habiéndole inquirido y aplicado todas las demás. He querido referir y reprender esta voz del vulgo, para quitar con este claro ejemplo el crédito a semejantes patrañas, rogando a los que vieren estos mis trabajos que no antepongan a las cosas verdaderas y no corrompidas con maravillas las opiniones vulgares, y, aunque de suyo increíbles, oídas con gusto y aceptación.

 

XII. Loando, pues, Tiberio a su hijo en la plaza llamada de los Rostros, el Senado y el pueblo tenían en lo exterior hábito y voces de luto y de tristeza, mas interiormente gustaban de ver resucitar la casa de Germánico, a quien este principio de favor y el no saber Agripina disimular sus esperanzas le apresuraron la ruina. Porque Seyano, habiéndole salido bien la muerte de Druso, sin peligro de los conjurados y sin dolor público, enconado en el mal y en la prosperidad de sus primeros sucesos, iba pensando entre sí el modo y la forma con que podía sacar del mundo a los hijos de Germánico, a los cuales tocaba indubitablemente la sucesión. Era imposible atosigar a tres de un golpe, por la fidelidad grande de las guardas y por la invencible honestidad de Agripina, de cuya sobrada altivez, del odio viejo de Augusta y de las nuevas causas en que se hallaba interesada la conciencia de Livia, se sirvió para hacer creer a César que la soberbia de esta mujer, ayudada de su fecundidad y del favor del pueblo, la hacían demasiado deseosa de mandar. Encaminóse este trato por vía de astutísimos acusadores, entre los cuales Julio Póstumo, por el adulterio que cometía con Mutilia Prisca, familiarísimo de Augusta, con quien Prisca privaba mucho, y a esta causa muy a propósito para efectuar sus designios, hacían de manera que aquella vieja, de su propia naturaleza amiga de reinar, no pudiese sufrir la compañía de su nuera; incitando por otra parte a los parientes de Agripina a decir en su favor algunas palabras perniciosas, para irritar después con ellas el ánimo hinchado y vengativo de Livia.

 

XIII. Mas Tiberio, no sólo apartándose del cuidado de los negocios, pero tomando las ocupaciones por recreo, atendía a administrar justicia a los ciudadanos y a oír las demandas de los confederados. Hízose por su orden un decreto en que se dio por tres años exención de tributos a las ciudades de Cibiro en Asia y de Egira en Acaya, poco menos que asoladas por un terremoto. Y Vivio Sereno, procónsul en la España ulterior, convencido de haber usado pública violencia, fue por la fiereza de sus costumbres desterrado a la isla de Amorgo. Carsidio, sacerdote, y Cayo Graco, acusados de haber socorrido con trigo al enemigo Tacfarinas, fueron absueltos. Este Graco fue llevado siendo niño por su padre Sempronio a su destierro en la isla Cercina, donde, criado entre forajidos y personas ignorantes de las artes liberales, dio después en ganar su vida mercadeando y trocando vilísimas mercadurías en las provincias de Sicilia y África. Mas no por esto pudo huir los peligros que suele traer consigo una gran fortuna, porque a no ser ayudada su inocencia por Elio Lamia y Lucio Apronio, que habían tenido el proconsulado de África, por su desventurada nobleza hubiera sido arrebatado de los infortunios de su padre.

 

XIV. Hubo también en este año embajadas de algunas ciudades de Grecia, pidiendo los de Samo para el templo de luno y los de Coo para el de Esculapio la confirmación de los antiguos privilegios de asilos y franquezas. Los samios se fundaban en un decreto de los anfictiones a quien principalmente tocaba el juzgar de todas las cosas en tiempo que los griegos, después de haber edificado ciudades por la Asia, poblaban aquellas costas marítimas. No era menor antigüedad la que alegaban los coenses, por quien abogaban también los méritos del lugar y del templo, en el cual recogieron y salvaron las vidas a muchos ciudadanos romanos, cuando por orden del rey Mitrídates eran hechos morir cuantos se hallaban en todas las islas y ciudades de Asia. Después de esto, tras varias quejas en vano y gastos hechos por los pretores, propuso César que se reprimiese la desvergüenza de los histriones, mostrando que en público no cesaban de ir intentando cosas encaminadas a sedición, y en secreto muchas deshonestidades, feas y escandalosas. ¿Quién creerá —decía él— que esta raza de gente infame venida de Oscos, so color de dar algún recreo al vulgo, haya llegado a tener tanta mano que para refrenarla sea menester la autoridad de todo el Senado? Y así entonces fueron echados de Italia los histriones.

 

XV. En este mismo año tuvo César ocasión de otra nueva tristeza por la muerte de unos de los dos mellizos de Druso, aunque no la sintió menor por la de un amigo. Fue éste Lucilo Longo, compañero suyo en los gustos y en las tristezas, y el que sólo entre todos los senadores le siguió en la retirada de Rodas. Por esto, sin embargo de ser Lucilo de moderno linaje, se le hicieron funerales como si hubiera sido censor, y se puso su estatua en la plaza de Augusto a gastos públicos, porque hasta entonces se trataban todas las cosas ante los senadores. Estos hicieron comparecer a Lucilio Capitón, procurador de Asia a defenderse de los delitos que le culpaban los pobladores de aquella provincia, con grandes atestaciones del príncipe en que afirmaba no haberle dado autoridad de juzgar sino de diferencias entre esclavos y libertas, y solicitar la cobranza de sus dineros particulares; que en lo demás, dado que se hubiese usurpado la jurisdicción de pretor o valídose del poder de los soldados, excediendo de ambas cosas a las órdenes que tenía suyas, muy justo era que los confederados fuesen oídos. Averiguada, pues, la verdad del caso, fue condenado el reo, por cuyo castigo y por el que el año antes se le dio a Silano decretaron las ciudades de Asia que se dedicase un templo a Tiberio, a su madre y al Senado, y en siéndoles concedido lo edificaron. Por esta causa Nerón, hijo de Germánico, oró en hacimiento de gradas y alabanza del Senado y de su abuelo con grandes muestras de alegría entre los oyentes, pareciéndoles que oían y que veían a su padre, cuya memoria estaba muy fresca en los ánimos de todos; ayudando también la modestia y hermosura del mozo, digna de un príncipe, tanto más gratas a todos, cuanto era más notorio el peligro que corría por el aborrecimiento de Seyano.

 

XVI. En este mismo tiempo trató César de elegir el flámine dial en lugar de Servio Maluginense, difunto, y de hacer nueva ley; porque antiguamente se nombraban tres patricios de padre y madre confarreados, de los cuales se acostumbraba elegir uno; mas ahora no se hallaba como antes tanta copia, habiéndose olvidado el uso de la confarreación en los matrimonios, o conservándose entre pocos. Dábanse para ello muchas causas, y particularmente la negligencia de los hombres y de las mujeres, a más de la dificultad de la misma ceremonia, dejada voluntariamente por esto, y porque así el flámine dial como la que le tomaba por marido salían de la potestad paterna. Por lo cual significó que convenía tratarse del remedio con decreto del Senado o con ley, a la manera que solía Augusto reducir al uso presente muchas cosas de aquella rústica antigüedad. Y así, considerados los respetos de religión, concluyeron que no se mudase nada del instituto de los flámines; mas hízose ley que la flamínica dial estuviese sujeta a la potestad del marido en las cosas de aquel sacerdote, y que en todo lo demás se gobernase como las otras mujeres; y consecutivamente fue substituido el hijo del Maluginense en el lugar de su padre. Y para que fuese en aumento la reputación de los sacerdotes y ellos se animasen a ejercitar con mayor prontitud aquellas ceremonias, fue decretado que se diesen a Cornelia, virgen, aceptada en lugar de Escancia, cincuenta mil ducados (dos millones de sestercios), y que todas las veces que la emperatriz entrase en el teatro pudiese tomar asiento entre las vestales.

 

XVII. Siendo cónsules Cornelio Cetego y Viselio Varrón, los pontífices, y con su ejemplo los demás sacerdotes, haciendo votos y rogativas por la salud del príncipe, encomendaron a los mismos dioses también a Nerón y a Druso, no tanto por amor que tuviesen a estos mozos, como por adulación; la cual, en donde reinan depravadas costumbres es tan sospechosa cuando es demasiada, como cuando ninguna. Porque Tiberio, jamás inclinado a la casa de Germánico, sintió disgusto y se dolió de que aquellos mozos se le igualasen a su vejez, y llamando a los pontífices les preguntó si lo habían hecho por ruegos o por amenazas de Agripina. Y habiéndolos, aunque lo negaron, reprendido blandamente, por ser la mayor parte de ellos sus amigos, y todos de los más granadas de la ciudad, en el Senado después, con oración formada, les advirtió para en lo venidero: Que ninguno con honrarlos antes de tiempo hiciese ensoberbecer los ánimos inconstantes de aquellos mancebos; instigado también de Seyano, el cual le representaba que la ciudad se dividía en particularidades y como en guerra civil. Que había ya quien se osaba publicar por del bando de Agripina, y que si no se ponía remedio, crecería sin duda el número con evidente peligro; que él no hallaba mejor expediente para prevenir el daño que podía ocasionar la discordia, que cada día iba en aumento, que sacar del mundo a dos o tres de los más prontos y atrevidos.

 

XVIII. Para esto se escogió a Cayo Silio y Tito Sabina, a los cuales fue del todo calamitosa la amistad de Germánico. La ruina de Silio, el cual por espacio de siete años había gobernado gruesos ejércitos, ganado en Germania las insignias triunfales y quedándose victorioso en la guerra contra Sacroviro, era cierto que había de causar tanto mayor terror y asombro cuanto se viese caer de más alto. Creyeron algunos que le dañó su poca prudencia, pues llegó a jactarse impertinentemente de que sus soldados se habían conservado en obediencia mientras los demás se amotinaban, y que si hubieran hecho lo mismo no fuera Tiberio emperador. Parecíale con esto a César que se le menoscababa su fortuna, hallándose incapaz de satisfacer a tan gran mérito. Porque los beneficios son aceptas hasta aquel grado que se puede recompensar, mas en excediendo mucho, en lugar de gratitud se pagan con aborrecimiento.

 

XIX. Era mujer de Silio, Sosia Gala, a quien el príncipe quería mal por la voluntad que le mostraba Agripina. Resuelto, pues, el derribar a estos dos, dejando el tratar de Sabina para otra ocasión, movieron a este efecto el ánimo del cónsul Varrón, para que, so color de cierta enemistad que su padre tuvo en tiempo con Silio, se hiciese ministro de los odios de Seyano, sin reparar en el vituperio que de ello se le seguiría. Y como el reo pidiese alguna dilación hasta que el acusador acabase el tiempo, de su consulado, lo contradijo César diciendo: Que otras muchas veces se había visto llamar los magistrados a juicio a gente particular, que no era justo cercenar la autoridad del cónsul, con cuya vigilancia se provee a la salud de la República, procurando evitarle daños y peligros. Fue esta acción muy propia de Tiberio, cubrir las maldades nuevas con la gravedad de palabras antiguas. Y así, con gran encarecimiento, como si se procediera contra Silio por virtud de las leyes, o como si el tener enojado al cónsul Varrón fuera delito contra la República, quiso que se juntasen los senadores; y callando el reo, o hablando para quererse defender, nunca podía esconderse la mano de quien con tanta ira le arrojaba la piedra. Eran las culpas, que se entendía con los que comenzaron la guerra; que se disimuló largo tiempo con Sacroviro; que con su avaricia había manchado el honor de la victoria, y, finalmente, que tenía por mujer a Sosia. No hay duda en que se hallaban confusos por no saber cómo encajar el delito de residencia; mas resolviéndose en tratar este negocio por el de majestad ofendida. Silio, con una muerte voluntaria, previno a la cercana condenación.

 

XX. Sin embargo se procedió contra sus bienes, no por restituir las pagas a los soldados, no habiendo quien las pidiese, sino por quitarle lo que liberalmente le había dado Augusto, restituyendo por menudo al fisco todo aquello en que pretendía haber sido defraudado. Ésta fue la primer diligencia que hizo Tiberio contra la hacienda ajena. Sosia fue desterrada por consejo de Asinio Galo, que quería que se le confiscase una parte de sus bienes y la otra se dejase a sus hijos. Mas, en contrario, Marco Lépido fue de opinión que, conforme a la necesidad de la ley, se diese la cuarta parte a los acusadores y lo restante se concediese a sus hijos. Este Lépido hallo haber sido hombre grave y muy prudente en aquellos tiempos, porque en cuanto pudo encaminó siempre a la razón las crueles adulaciones de los otros: ni le fue necesario nunca gobernarse con respetos, a causa de haber conservado siempre igualmente la gracia de Tiberio y su propia autoridad. De que me resuelvo poner en duda si el hado o la suerte del nacimiento causan, como las demás cosas, la gracia de los unos y el disfavor de los otros para con los príncipes, o si aprovecha de algo el saberse un hombre gobernar, y, entre la fiereza inconsiderada y la vil lisonja, seguir un camino seguro de ambición y exento de peligros. Pero Mesalino Cota, no menos noble de sangre que él, aunque de ingenio diverso, votó que se debía establecer, con decreto del Senado, que los magistrados y gobernadores de provincias no fuesen menos castigados por los delitos cometidos en ellas por sus mujeres que si los cometieran ellos propios; y esto, aunque fuese sin culpa o sabiduría suya.

 

XXI. Tratóse después de esto de Calpurnio Pisón, hombre noble y fiero. Éste, como dije arriba, había dicho públicamente en pleno Senado que se quería desterrar de Roma por no ver los bandos de los acusadores; y poco después, menospreciando el poderío de Augusta, se había atrevido a citar en juicio él Urgulania, sacándola de la propia casa del príncipe, cosas que por entonces no las tomó mal Tiberio. Mas como en aquel ánimo tenaz en la ira, dado que al parecer se hubiese amortiguado el primer ímpetu, vivía todavía la memoria de la ofensa, ordenó que Quinto Granio acusase a Pisón de secretas juntas contra la majestad del príncipe, añadiendo que tenía venenos en casa y que iba con armas secretas a palacio, cosas que por exceder demasiado a la verdad no se atendió a ellas; mas, culpado por otros muchos cabos, no se pudo fenecer la causa por sobrevenirle la muerte en buena ocasión. Deliberóse también de Casio Severo, desterrado, el cual, nacido de bajo linaje y viviendo una vida digna de vituperio, aunque famoso orador, se había concitado tantos enemigos, que por sentencia del Senado, dada con juramento, fue desterrado a la isla de Creta, donde continuando su mala suerte de vida y añadiendo nuevos aborrecimientos a los viejos, quitándole al fin todos sus bienes y bandeándole de nuevo con la privación acostumbrada de agua y fuego, se acabó de envejecer en la roca Serifia.

 

XXII. Por este mismo tiempo Plaucio Silvano, pretor —ignóranse las causas—, arrojó de un precipicio abajo a su mujer Apronia, y, acusado ante César por su suegro Lucio Apronio, respondió turbada y confusamente como si el caso hubiera sucedido durmiendo él y sin su sabiduría, queriendo dar a entender que ella se había despeñado de su voluntad. Mas Tiberio, sin poner dilación, fue a su casa, y reconociendo el aposento se vieron en él diferentes indicios y señales que mostraban la resistencia que la mujer había hecho, y cómo había sido arrojada por fuerza. Refiriólo en el Senado, y, en asignándole jueces, Urgulania, abuela de Silvano, envió a su nieto un puñal; y creyóse que por advertimiento del príncipe, respecto a la amistad de Augusta con Urgulania. El reo, habiendo probado en vano los aceros de la daga y faltándole el ánimo, se hizo cortar las venas. Y siendo después acusada Numantina, su primera mujer, de haberle hecho enloquecer con hechizos, fue hallada inocente.

 

XXIII. Este año, finalmente, libró al pueblo romano de la larga guerra contra el númida Tacfarinas. Porque los primeros capitanes, en pareciéndoles haber hecho lo que bastaba para impetrar las insignias triunfales, dejaban al enemigo. Veíanse ya en Roma tres estatuas laureadas, mientras todavía Tacfarinas andaba robando la provincia de África, acrecentado de las ayudas de los mauros, los cuales, por la descuidada juventud de Ptolomeo, hijo del rey Juba, de libertos y esclavos de aquellos reyes se habían convertido en soldados. Habíase hecho compañero de éstos en el saquear y en el guardar las presas el rey de los garamantes: no que marchase con ejército formado, mas con enviar algunas escuadras a la ligera, supuesto que fueron siempre menores que su fama; y de la misma provincia muchos que por su pobreza y estragadas costumbres aborrecían la quietud se le juntaban con facilidad; porque César, después de las facciones de Bleso, como si no quedaran enemigos en África, había sacado la legión nueve. Ni el procónsul de aquel año, Publio Dolabela, se había atrevido a detenerla, temiendo más el contravenir a los mandatos del príncipe que la incertidumbre de la guerra.

 

XXIV. Tacfarinas, pues, echando de ver que las tierras y haciendas de los romanos eran saqueadas en otras partes también por las demás naciones, y que por esta causa poco a poco iban desamparando la provincia de África, protestaba que era ya llegado el tiempo en que le sería fácil el oprimir a los restantes, si resolviéndose en amar más la libertad que la esclavitud se disponía a ello. Aumentado de fuerzas con esto y hechos los alojamientos, se puso a sitiar a Tubusco. Mas Dolabela, recogidos los soldados que había, con el terror del nombre romano, porque los númidas no se atreven a esperar la ordenanza de nuestros infantes, en moviéndose hizo levantar el sitio y, presidiados los lugares oportunos, mandó cortar las cabezas a los principales de los musulanos que comenzaban a tumultuar. Después, porque ya había mostrado la experiencia en las guerras pasadas que no convenía seguir con grueso número de gente ni por sola una parte al enemigo inconstante y fiado en su celeridad, llamando al rey Ptolomeo con sus vasallos, pone en orden cuatro batallones, y distribuidos entre los legados y tribunos, dejando guiar a las cabezas de los mauros sus tropas de robadores, él con el consejo y con el cuidado acompañaba a todos.

 

XXV. Poco después se supo que los númidas habían puesto su alojamiento junto a un castillo medio destruido llamado Auzea, que había sido quemado ya en otra ocasión por ellos, fiándose en el sitio, rodeado todo de grandes bosques. Entonces, puestas a punto las cohortes sueltas y tropas de caballos, haciendo marchar con presteza sin que se supiese adónde, al nacer del día, con ruido de trompetas y de gritos, da sobre aquellos bárbaros medio dormidos, con los caballos ocupados en diferentes ejercicicios o sueltos por las pasturas. Y donde los romanos estaban cerrados entre sí, bien en orden y con toda arte de guerra, así los númidas, desproveídos, desarmados, sin orden, sin consejo, como si fueran ovejas, eran heridos, muertos y presos. Los soldados, encendidos con la memoria de los trabajos pasados y de ver las muchas veces que se les habían escapado con huir la batalla tan deseada, se hartaban con la venganza y con la sangre. Pasó la palabra de mano en mano por los manípulos que todo hombre persiguiese a Tacfarinas, conocido ya de todos por tantos reencuentros, porque sin la muerte del que era cabeza no se podía fenecer aquella guerra. Él, escogidos los más valerosos de su guardia, viendo a su hijo ya preso y a los romanos esparcidos por todo, metiéndose por las armas enemigas, huyó la infamia del cautiverio muriendo no sin venganza.

 

XXVI. Puso el presente suceso fin a la guerra y, pidiendo por ello Dolabela las insignias triunfales, se las negó Tiberio por respeto de Seyano, temiendo que se oscurecería la gloria de su tío Bleso; mas no quedó por eso Bleso más ilustre, y a este otro el honor negado aumentó la reputación, habiendo con menor ejército llevado más famosos prisioneros, la muerte al fin del capitán, y el traer consigo la fama de haber fenecido del todo la guerra. Añadíasele más a Dolabela el venirle siguiendo los embajadores de los garamantes, vistos raras veces en Roma, enviados, muerto Tacfarinas, por aquella gente atemorizada y no sin culpa, a dar satisfacción al pueblo romano. Sabida después la voluntad con que había ayudado Ptolomeo en esta guerra, se le envió con un senador el cetro de marfil y la toga de púrpura bordada de oro, antiguos dones de los senadores romanos, con título de rey, de compañero y de amigo.

 

XXVII. En el mismo verano, la semilla de un levantamiento de esclavos movido en Italia fue oprimida de la buena fortuna. Autor de este tumulto fue Tito Curtisio, ya en otro tiempo soldado pretoriano, primero con secretas juntas en Brindis y en las tierras vecinas, después con publicar carteles llamando a la libertad a los esclavos rústicos y fieros, que estaban esparcidos hasta por los bosques más apartados; cuando casi por merced de los dioses, tres fustas de a dos remos por banco, que se tenían en aquel mar por la comodidad de los pasajeros, tomaron puerto en Brindis. Hallábase en aquellas partes Curcio Lupo, cuestor, a quien, conforme a la antigua costumbre, había tocado la provincia llamada Cales. Éste, valiéndose de los soldados y gente de las dichas fustas, apagó a su principio el fuego de aquella sedición. Sabida por Tiberio la primer nueva, envió a Estayo, tribuno, con buen golpe de gente, el cual trajo en prisión a Roma al capitán y a los principales fautores de aquel atrevimiento, sacando a la ciudad de un temor harto grande en que estaba por el gran número de esclavos, que de cada día iba creciendo, al paso que faltaba la gente libre.

 

XXVIII. En este mismo consulado sucedió un caso extraño, miserable y cruel. Son traídos al Senado un padre y un hijo, el padre reo y el hijo acusador, entrambos de un mismo nombre de Quinto Vivio Sereno. El reo llegado en aquel punto de su destierro, macilento y roto, en cadena entonces, mientras su hijo informaba contra él. El hijo, con ricas vestiduras, y mostrando muy alegre semblante, culpaba al padre de asechanzas con el príncipe, y de haber enviado a las Galias quien incitase aquellos pueblos a la guerra, haciendo él mismo ambos oficios de acusador y de testigo. Añadiendo que le había acudido con dineros para esto Cecilio Comuto, que había sido pretor, de quien afirmaba que el cuidado de esta empresa y la desesperación de poder salir con honra de tan gran peligro le habían obligado a solicitarse la muerte. El padre, en contrario, sin mostrar temor, vuelto con rostro severo a su hijo, sacudía las cadenas, llamaba a los dioses vengadores, rogándoles que le restituyesen el destierro para poder vivir lejos de donde se permitían tan fieras costumbres, y diesen algún día a su mal hijo el merecido castigo. Afirmaba la inocencia de Comuto, espantado de tan gran mentira, como se podía averiguar fácilmente; obligándole a nombrar los cómplices, no siendo posible que él con sólo un compañero se atreviese a maquinar la muerte del príncipe y a revolver el estado de la República.

 

XXIX. Nombró entonces por cómplices el hijo a Cneo Léntulo y Seyo Tuberón, avergonzándose Tiberio de oír cosa semejante de los más graves personajes de la ciudad y sus mayores amigos: Léntulo decrépito y Tuberón lleno de enfermedades ser acusados de hacer tumultuar las provincias y de alborotar la República. Mas éstos fueron luego asegurados. Contra el padre se pusieron a cuestión sus esclavos, que declararon contra el acusador. El cual, fuera de sí, con la conciencia de su maldad y sordo con los gritos del vulgo, que le amenazaba con el castigo del robre y la piedra o con las penas de los parricidas, se huyó de Roma. Fue con todo eso hecho volver de Ravena y forzado a seguir la causa, no pudiendo Tiberio disimular el odio antiguo contra el desterrado Sereno, porque después de la condenación de Libón había escrito a César dándole en rostro con que solos sus servicios habían quedado sin recompensa; añadiendo algunas cosas con menos respeto de lo que convenían a orejas tan soberbias y mal sufridas. De esto, pues, se resintió al cabo de ocho años, arguyéndole de varias cosas durante este tiempo; y aunque los tormentos, por la constancia de los criados y esclavos, obraron todo al revés de lo que pretendía el fisco.

 

XXX. Prevaleciendo con todo eso el voto de que Sereno fuese castigado al uso de los antiguos, por no hacerse César aborrecible, lo contradijo. Y diciendo Galo Asinio que se desterrase a Giaro o a Donusa, no lo consintió tampoco, alegando que aquellas dos islas carecían de agua, y que era justo dar modo de vivir a quien se daba la vida; y así Sereno fue desterrado a la isla de Amargo. Y porque Cornuto se mató con sus manos, se trató de privar al acusador del premio, siempre que el iniciado de majestad se quitase la vida antes de declararse la causa. Y prevaleciera este voto si César, obstinadamente y contra su costumbre, a la descubierta no hubiera tomado a su cargo la defensa de los acusadores; doliéndose de que con esto perderían su efecto las leyes y se pondría la República en precipicio. Destrúyase —decía— del todo la justicia, si habemos de privamos de los ministros que la guardan. Así los acusadores secretos, linaje de hombres nacido para pública ruina, nunca bastantemente refrenados con penas, eran entonces acariciados con premios.

 

XXXI. Entre tantos y tan continuos casos de tristeza parece que se interpuso éste de algún gusto, es a saber, que Cayo Cominio, caballero romano, convencido de haber hecho versos en vituperio de César, alcanzó perdón a instancia de un hermano suyo, senador; de que resultaba tanta mayor maravilla, cuanto conociendo Tiberio lo mejor y cuán dignas de alabanza eran la clemencia y benignidad, seguía de ordinario todo aquello que podía ocasionar tristeza y desconsuelo. Porque él no pecaba por ignorancia, ni es posible disimular del todo cuando con verdadera o fingida alegría se celebran las acciones de los emperadores. y lo que es más, él mismo, que en otras cosas se hallaba como embarazado en sus razonamientos y siempre con palabras repugnantes y contrarias entre sí, cuando se trataba de beneficiar y socorrer a alguno, hablaba mucho más libre y desenvueltamente. Pero tras esto, tratándose de Publio Suilio, que había sido tesorero de Germánico, convencido de haber tomado dineros por juzgar, y condenándose por ello a destierro de Italia, declaró César que se entendiese haberle de cumplir en una isla, con tanta alteración de ánimo, que juró interesarse en ello el bien de la República. Tomóse ásperamente entonces este rigor, aunque después le aprobó la edad siguiente, la cual vio perdonado al mismo Suilio, hombre venal y favorecido del emperador Claudio, de quien con mucha prosperidad gozó de larga amistad y privanza, pero nunca bien. La misma pena se dio a Catón Firmio, senador, por haber perseguido a una hermana suya propia con falsas acusaciones de majestad. Catón, como he dicho, fue el que hizo caer en sus falsas redes a Libón, y el que le acusó después. Acordóse Tiberio de este servicio, y tomando diferentes pretextos, pidió que se le alzase el destierro, aunque no insistió en que le fuese restituida la dignidad de senador, de que había sido privado.

 

XXXII. Sé muy bien que muchas cosas de estas que he contado y pienso contar parecerán por ventura muy leves y no dignas de ponerse en memoria; mas no se haga comparación de nuestros anales con las materias por donde pudieron discurrir los que recogieron las cosas antiguas del pueblo romano; porque aquéllos trataron libremente de guerras grandes, de expugnaciones de ciudades, de reyes presos o puestos en huida; y si a las veces se volvían a los sucesos de casa, les ofrecían noble materia las discordias de los cónsules con los tribunos, las leyes agrarias y frumentarias, y las diferencias entre el pueblo y los nobles. Nuestro trabajo está ceñido más estrecho, y por el consiguiente es capaz de menor gloria: una paz no alterada, o bien poco, las cosas de Roma afligidas, y el príncipe sin cuidado de extender el Imperio. Todavía no será fuera de propósito el considerar estas cosas despreciables a primera vista, dado que pueden sacarse de ellas notables documentos.

 

XXXIII. Porque todas las naciones y ciudades son gobernadas o por el pueblo, o por los nobles, o por un príncipe solo. Otra forma de República fuera de éstas antes se puede alabar que hallar; ni dado que se hallase podría durar largo tiempo. Así, pues, como entonces, prevaleciendo la plebe, era necesario conocer la naturaleza del vulgo y el modo de saberle regir Y manejar, o cuando, gobernando los senadores, eran tenidos por prudentes y astutos los que conocían las inclinaciones del Senado y de los nobles, así ahora, habiéndose mudado el estado de la ciudad y reducídose las cosas al gobierno de uno solo, a éstas conviene atender y de éstas es necesario y provechoso tratar, siendo así que no son pocos los que con la prudencia sola saben discernir las cosas honestas de las que no lo son, y las útiles de las dañosas, y muchos los que se enseñan a costa de los sucesos ajenos. Es bien verdad que así como estas cosas son de mucho fruto, son también de poco deleite; porque la descripción de las provincias y reinos, la variedad de las batallas, la muerte de los grandes capitanes, son las cosas que más entretienen y recrean el ánimo del que lee. Mas nosotros no escribimos otra cosa que mandatos crueles, acusaciones continuas, amistades falsas, ruina de inocentes y las causas de estos efectos, siempre conformes en sus medios y en sus fines, con una semejanza de cosas bastante para cansar a quienquiera. Fuera de que son raros los que dicen mal de los escritores antiguos, importando poco que alguno se haya alargado en engrandecer con mayor gusto las escuadras cartaginesas que las romanas. Mas ahora viven todavía muchos descendientes de los que en tiempo de Tiberio sacaron vergüenza o castigo. Y cuando bien demos que hayan acabado aquellos linajes, se hallarán muchos que, por la conformidad de costumbres, pensarán que se les prohija a ellos todo el mal que se dice de los otros. A más de esto, la gloria y la virtud tienen sus émulos, según que el espíritu del hombre discurre en sí al contrario de lo que pide su natural. Mas volvamos a nuestro propósito.

 

XXXIV. En el consulado de Cornelio Caso y Publio Asinio Agripa, fue acusado Cremucio Cordo de un nuevo y nunca oído delito: de haber en sus anales, que sacó a la luz, loado a Marco Bruto y llamado a Cayo Casio el último romano. Eran los acusadores Satrio Secundo y Pinario Nata, ambos favorecidos de Seyano; calidad perniciosa para el reo, como también el ver que César comenzó a oír con disgusto la defensa de Cremucio. El cual, certificado ya de su muerte, habló en esta substancia: A mí, padres conscriptos, me hallan de manera inocente en obras, que vengo a ser acusado de solas palabras; y éstas no contra el príncipe ni contra su madre, que son los comprendidos en la ley de majestad, mas por haber loado a Bruto y a Casio, cuyos hechos, habiendo sido notados por muchos autores, ninguno ha dejado de honrarlos ni engrandecerlos. Tito Livio, clarísimo entre todos los escritores, de elocuencia y fidelidad, celebró con tantas alabanzas a Cneo Pompeyo, que Augusto le llamaba Pompeyano, sin que por esto se le mostrase jamás menos amigo. Y cuando hace memoria de Escipión, de Afranio, de este mismo Casio, de este Bruto, no se hallará que los llamase ladrones o parricidas, como los llaman ahora, sino muchas veces varones ilustres y señalados. De los mismos hacen honradísima memoria los escritos de Asinio Polión. Mesala Corvino llamaba a boca llena su emperador a Casio, y el uno y el otro vivieron largos años llenos de riquezas y cargados de honras. Al libro de Marco Cicerón, en el cual levanta hasta el cielo las alabanzas de Catón, ¿qué otra cosa hizo el dictador César que responderle con una oración, como si estuvieran ante los jueces? Las epístolas de Antonio, las oraciones de Bruto, contienen grandes vituperios de Augusto, aunque llenos de falsedad y malicia. Léense hoy en día los versos de Bibáculo y de Catulo, llenos de oprobios de los césares; y con todo eso, el mismo divo Julio, el mismo divo Augusto, no sé si con mayor ejemplo de mansedumbre o de prudencia, sufrieron estas cosas y las dejaron pasar sin hacer caso de ellas, porque las mismas injurias, que menospreciadas se desvanecen, mostrando que nos causan enojo, nos confesamos por culpados de ellas.

 

XXXV. No trato aquí de los griegos, a quien se concedió no sólo libertad, pero desenfrenada licencia de hablar, sin temor de castigo, y si alguno se resentía, vengaba las palabras con palabras. Siempre fue grande y poco sujeta a maldicientes la libertad de escribir de aquéllos a quien la muerte hizo exentos de afición o aborrecimiento. ¿Por ventura sigo yo a Casio y Bruto armados en los campos Filípicos, o incito y persuado al pueblo con oraciones a la guerra civil? ¿Acaso no murieron ellos cerca de setenta años ha? Y así como ahora son conocidos por sus estatuas, a quien el propio vencedor no derribó, así ni más ni menos vive parte de su memoria en los libros de los escritores. La posteridad restituye a cada cual el honor que le es debido, y así, es cierto que cuando yo sea condenado habrá alguno que no sólo de Casio y Bruto, pero también de mí tendrá memoria. Salido después del Senado, acabó la vida con abstinencia voluntaria. Decretaron los senadores que los ediles hiciesen quemar aquellos libros¡ mas quedando entonces escondidos muchos, se publicaron después. Cosa que ofrece harto gran materia de risa, pues es grande la ignorancia de los que con la potencia presente piensan que han de poder borrar la memoria de las cosas en los tiempos venideros. Antes en contrario, con el castigo de los buenos ingenios se aumenta mucho más su autoridad. De suerte que ni los reyes extranjeros, ni otro alguno de los que como ellos procuraron parecérseles en la crueldad, sacaron otro fruto que concitarse a sí mismos deshonra y dar ocasión de nueva gloria y alabanza a los que tuvieron valor para vituperar sus acciones.

 

XXXVI. Fue este año tan fértil de acusaciones, que en los mismos días de las ferias llamadas latinas, habiendo subido Bruso al tribunal de prefecto de Roma, para tomar con buen auspicio la posesión de aquel magistrado, poniéndosele delante Calpurnio Salviano para acusar a Sexto Mario, fue Salviano reprendido públicamente de César, y a esta causa condenado después a destierro. A los cizicenos, inculpados públicamente de haber tenido poca cuenta con el culto del divo Augusto, añadidos delitos de violencia usados con ciudadanos romanos, se les quitó la libertad que merecieron sosteniendo el sitio en la guerra de Mitrídates y ayudando con su constancia a las fuerzas de Lúculo para echar de allí a aquel rey. Fonteyo Capitón, procónsul que había sido de Asia, fue absuelto, averiguándose que sus culpas habían sido inventadas falsamente por Vibio Sereno, el cual no fue castigado; conservándole más seguro el aborrecimiento universal, porque los acusadores famosos eran tenidos como sacrosantos; los menores y de menor cuantía, éstos sí que eran sujetos al castigo y a las leyes.

 

XXXVII. En este tiempo la España ulterior envió embajada al Senado por licencia para poder edificar un templo a Tiberio y a su madre, como se había concedido a los de Asia. Con cuya ocasión, César, harto constante de suyo en menospreciar las honras excesivas que se le ofrecían, pareciéndole bien responder a los que le culpaban de que se había comenzado a inclinar a la ambición, habló de esta manera: Asegúrome, padres conscriptos, que de muchos seré tenido por fácil y mudable, no habiendo, poco ha, contradicho a las ciudades de Asia que me pedían esto mismo. Justificaré, pues, la causa del pasado silencio, y juntamente declararé lo que tengo determinado de hacer en lo porvenir. Porque el divo Augusto no prohibió que en Pérgamo se edificase un templo a él y a la ciudad de Roma, yo, que guardo y tengo por ley todos sus dichos y hechos, seguí tanto más prontamente su agradable ejemplo, cuanto con la honra que se me hacía se aumentaba más la veneración del Senado. En lo demás, así como parece excusable el haber aceptado una sola vez este honor, asimismo el consentir que debajo de especie de deidad se consagre mi nombre por todas las provincias sería cosa ambiciosa y soberbia; fuera de que perdería mucho de sus quilates el honor de Augusto profanándole con la común adulación.

 

XXXVIII. Yo, padres conscriptos, sé que soy mortal, y que ni hago ni puedo hacer mayores obras que los otros hombres, contentándome, como desde ahora me contento, con poder satisfacer el lugar de príncipe que ocupo. Certifícoos de verdad, y sírvame esto también para los siglos venideros, que no me quedará más que desear, si desde ahora sé que los que desean eternizar mi memoria me tienen por digno de mis mayores, por próvido en vuestras cosas, por constante en los peligros, y que no temo incurrir en la malquerencia de los hombres donde se atraviesa el servicio y el bien de la República. Estas cosas me servirán de templo dentro de vuestros ánimos y de durables y hermosísimas estatuas. Porque las que se levantan de piedra, si el juicio de los venideros las convierte en aborrecimiento, como los sepulcros se menosprecian. Ruego, pues, a los confederados y a los ciudadanos, a los dioses y a las diosas, a éstos que me presten hasta el fin de mi vida un entendimiento quieto y capaz de la inteligencia de los derechos divinos y humanos, ya aquéllos que después de mi muerte favorezcan con loores y honrada recordación la fama de mis acciones y la memoria de mi nombre. Continuó después hasta en las conversaciones más secretas en apartar de sí semejante veneración y culto, atribuyéndolo algunos a modestia, muchos a desconfianza y los más a bajeza de ánimo: Porque los mejores —decían ellos— y los más excelentes entre los mortales apetecieron siempre altísimas cosas. De esta manera Hércules y Baco entre los griegos, y Quirino entre nosotros, se agregaron al número de los dioses. Que lo había entendido mejor Augusto, pues aspiró a ello; que las demás cosas residen de ordinario en los príncipes, faltándoles sólo una a que continuamente deben aspirar, que es la prosperidad de su memoria, porque con el menosprecio de la fama quedan igualmente menospreciadas las virtudes.

 

XXXIX. Mas Seyano, ciego del favor de la fortuna y estimulado también de la mujeril ambición de Livia, que instaba por el prometido matrimonio, escribió un papel a César; usábase entonces tratar los negocios con el príncipe por escrito, aunque estuviese presente; decía el papel así en substancia: Que por la mucha afición que le había tenido su padre Augusto, y después de las grandes señales de amor que había conocido en Tiberio, había hecho costumbre el no representar sus esperanzas y sus votos a los dioses antes que a los oídos del príncipe. Ni había jamás rogado por honras ni esplendores, queriendo más velar y trabajar como soldado ordinario por la salud del emperador. Todavía lo que después de ganado tenía por prenda inestimable era el ser tenido por digno de emparentar con César; de aquí tomaba origen el principio de sus esperanzas. Y porque entendía que Augusto en la colocación de su hija no se desdeñó de poner los ojos en caballeros romanos, le acordaba que cuando se tratase de casar a Livia tuviese memoria de un amigo que no sabría estimar otra cosa, sino la gloria del parentesco. Ni quería por este camino descargarse del peso que le habían cargado sobre sus espaldas, quedando bastantemente satisfecho sólo con fortificar su casa contra las inicuas persecuciones de Agripina, y esto sólo por respeto de sus hijos, que cuanto a él bastábale el acabar la vida a la sombra de tan gran príncipe.

 

XL. A estas cosas Tiberio, loado el amor de Seyano, recopilando brevemente las mercedes que le había hecho, casi como pidiendo tiempo para responder a su demanda, añadió: Que los demás hombres no tienen otra cosa que considerar sino lo que a ellos sólo conviene, donde a los príncipes, en contrario, conviene principalmente poner la mira en el blanco de la fama; que esto le obligaba a dejarle de responder lo que de improviso pudiera; que tocaba a Livia el escoger por sí misma lo que le estaría mejor, o el volverse a casar después de Druso, o el sufrir la viudez en la misma casa; sobre que tendrían sin duda su madre y su abuela consejos más propios; que le hablaría con mayor certidumbre en lo tocante a las enemistades de Agripina, en orden a la cual le aseguraba que serían sin duda mucho mayores si el matrimonio de Livia redujese como a parcialidad en la casa de los césares; que echándose sin esto bien de ver la emulación de aquellas mujeres, pues llegaban a destruirse sus nietos con estas discordias, ¿qué sería si mediante el matrimonio se aumentase la ocasión? Mucho te engañas, Seyano, si piensas que te conservarías en el mismo estado, y que Livia, mujer ya de Cayo César y después de Druso, se contentaría de envejecer en compañía de un simple caballero romano. Y cuando yo lo sufriese, ¿piensas tú que sufrirían los que han visto a su hermano, a su padre y a nuestros mayores en la cumbre del Imperio? Yo quiero creer de ti que te consolarías de no pasar del grado y calidad en que ahora estás; mas aquellos magistrados, aquellos graves personajes que a pesar tuyo se adelantan y no cesan de discurrir de todo, dicen públicamente que ha mucho tiempo que has comenzado a pasar más allá de la dignidad de caballero y subido más alto de lo que era lícito por la amistad de mi padre, y como te aborrecen, murmuran también de mí. Pensó Augusto en casar a su hija con un caballero romano; gran maravilla, por Hércules, si considerándolo todo, y anteviendo la grandeza a que se levantaba cualquiera que con este parentesco se encumbrase sobre los demás, puso los ojos en Cayo Proculeyo y en otros de vida quietísima y apartada de los negocios de la República. Mas si esta duda de Augusto fuese bastante para movernos, ¿cuánto más lo debería ser la resolución que finalmente tomó, dándola primero a Marco Agripa y después a mí? He querido, por el amor que te tengo, no encubrirte estas cosas, supuesto que no seré jamás contrario a tus designios ni a los de Livia. Lo que yo tengo depositado en mi ánimo, y el modo de parentesco con que pienso igualarte conmigo, dejo de decir. Sólo diré ahora que no hay cosa tan alta donde tus virtudes y el amor que me tienes no merezcan hacerte llegar, como en su ocasión pienso declararlo en el Senado o en el parlamento al pueblo.

 

XLI. Con esto Seyano, menos cuidadoso del matrimonio que atemorizado de las secretas sospechas de Tiberio y de la voz del vulgo, procuraba defenderse del aborrecimiento universal a que le parecía estar ya cercano. Y porque con quitar el concurso grande de gente que de ordinario había en su casa no se debilitase su autoridad, ni consintiéndole se diese ocasión a nuevas calumnias, tomó a pechos el persuadir a Tiberio que se fuese a vivir lejos de Roma en lugares amenos y deleitosos. Prevenía con esto muchas cosas, principalmente el tener en su mano las audiencias del príncipe, poder disponer a su voluntad de la mayor parte de las cartas que escribía o recibía el emperador, acostumbrando a traerlas y llevarlas soldados súbditos suyos. A más de que, comenzando ya Tiberio a irse arrimando a la vejez y haciéndose perezoso, descuidado y amigo de lugares escondidos y deleitosos, era de creer que dejaría pasar por alto muchos de los más importantes negocios del Imperio y los encomendaría a su cuidado y resolución. Disminuírsele había a él la envidia y aborrecimiento, quitada la ocasión de las visitas y acompañamientos, y, echadas a un cabo estas cosas vanas y de ningún efecto, crecería en verdadera potencia. Con esto iba poco a poco disgustando a Tiberio de los negocios de Roma, del concurso del pueblo, de la muchedumbre de los negociantes, loando la quietud y la soledad, donde fuera de disgustos y pesadumbres pueden tratarse cómodamente las cosas importantes.

 

XLII. Sucedió acaso aquellos días el verse la causa de Votieno Montano, varón de señalado ingenio, y de ella el acabarse de persuadir Tiberio, supuesto que hasta entonces había estado irresoluto, a que le convenía evitar las juntas del Senado y en el concurso las voces de muchos que con no menor verdad y entereza le era forzoso haber de oír. Porque citado Votieno por haber dicho palabras injuriosas y feas de César Emilio, hombre militar, que era testigo, mientras con deseo de probar bien la intención del fisco quiso obstinadamente y por menudo relatar todo, sin embargo del ruido que muchos hicieron para estorbarlo, Tiberio hubo de oír de una vez todo el mal que se decía de él en secreto. Conque se alteró de suerte, que comenzó a dar voces que quería justificarse allí luego o durante el conocimiento de la causa, y apenas bastaron a componerle el ánimo los ruegos de los que le estaban más cerca y las adulaciones de todos. Votieno fue castigado con la pena de majestad, y César, haciéndose más cruel al verse ya culpado de crueldad contra los reos, condenó en destierro a Aquila, acusada de adulterio con Vario Ligure, puesto que Léntulo Getúlico, nombrado cónsul, la había ya condenado según la ley Julia, e hizo traer de la tabla blanca o matrícula donde estaban escritos los nombres de los senadores a Apidio Merula, por no haber querido jurar la observancia de los actos del divo Augusto.

 

XLIII. Oyéronse después de esto las embajadas de los lacedemonios y mesenios, tocantes a los derechos que cada uno de estos pueblos pretendía tener sobre el templo de Diana Limnate. Los lacedemonios afirmaban haber sido edificado y dedicado en su término y por sus predecesores, con las memorias de sus anales y con los versos de los poetas, mas que habiéndosele quitado por fuerza de armas Filipo, rey de Macedonia, con quien tenían guerra, les había sido restituido por sentencia de Cayo César y de Marco Antonio. En contrario, los mesenios produjeron una antigua división del Peloponeso entre los sucesores de Hércules, por virtud de la cual el campo y territorio llamado Teliates, donde está situado el templo, había cabido en la porción de su rey, cuyas memorias permanecían todavía esculpidas en piedras y en los antiguos bronces, y que, siendo necesario presentar por testigos los anales y los poetas, tenían ellos muchos más y de mayor autoridad. Que Filipo no se le quitó con las armas por fuerza, sino con la justicia, por derecho; que habían juzgado lo mismo el rey Antígono y el emperador Mummio, y declarándolo los milesios, teniendo pública licencia de juzgar, como árbitros; y últimamente había ordenado lo propio Atidio Gemino, pretor de Acaya. Por estas razones se dio la sentencia en favor de los mesenios. Los segestanos pidieron también que fuese reedificado el templo de Venus en el monte Erice, destruido por la antigüedad, trayendo a la memoria sus conocidos principios agradables a Tiberio, el cual, como de la sangre de aquella diosa, lo tomó con gusto a su cargo. Entonces se disputó también sobre la pretensión de los marselleses, y se aprobó el ejemplo de Publio Rutilio, el cual, habiendo sido desterrado de Roma en virtud de las leyes, fue recogido por los de Esmirna y recibido por su ciudadano. Con el ejemplo de este decreto, Vulcacio Mosco, desterrado también y recibido por ciudadano de Marsella, dejó sus bienes a aquella República, como a su patria.

 

XLIV. Este año murieron de personas ilustres Cneo Léntulo y Lucio Domicio. A Léntulo, a más de haber sido cónsul y triunfado de los getulios, daba reputación, primero la pobreza sufrida con paciencia, y después las grandes riquezas ganadas sin culpa y poseídas con modestia. Domicio heredó honra de su padre, que fue gran soldado de mar, hasta que en la guerra civil siguió el bando de Antonio y después el de César. Su abuelo murió peleando por el bando de los buenos en la batalla de Farsalia, y él fue escogido por marido de Antonia, la menor de las hijas de Octavia. Después de lo cual pasó con su ejército el río Albis, y entró más adentro en la Germania que otro alguno antes que él, a cuya causa fue honrado con las insignias triunfales. Murió también Lucio Antonio, varón de señalada nobleza, aunque desdichado¡ porque como Julio Antonio, su padre, pagase con la vida el adulterio de Julia, él, de muy poca edad, fue enviado por Augusto, de quien era sobrino por hermano, a la ciudad de Marsella, donde so color de atender a sus estudios disimulaba el nombre de destierro. Fue con todo eso honrado en las funeralias, y por decreto del Senado se pusieron sus huesos en la sepultura de los Octavios.

 

XLV. En este mismo consulado sucedió un caso atroz en la España citerior por obra de un villano termestino. Éste, acometiendo de improviso en un camino a Lucio Pisón, pretor de aquella provincia, que por ocasión de la paz iba sin cuidado, con una sola herida lo mató, y escapado a uña de caballo, apeándose de él a la entrada de unos grandes bosques, arrojándose después por quebradas y caminos inaccesibles burló las diligencias de los que le seguían; mas no le aprovechó la suya, porque hallado el caballo y llevado por las aldeas, conocido por él el dueño, fue finalmente preso; y puesto al tormento para que declarase los cómplices, comenzó a gritar en alta voz, diciendo en su lenguaje: Que en vano se cansaban en interrogarle, pues era cierto que podían hallarse presentes sus compañeros con seguridad de que ninguna fuerza de dolor sería bastante para hacerle declarar la verdad. Al otro día, llevándole para volverle a renovar los tormentos, se sacudió con fuerza de las guardias, y escapándose de ellas pudo dar voluntariamente tal golpe con la cabeza en una piedra, que al punto acabó la vida.

 

Créese que Pisón fue muerto por orden de los termestinos, movidos de que cobraba los dineros de las rentas públicas con mayor aspereza de la que podían sufrir aquellos bárbaros.

 

XLVI. En el consulado de Léntulo Getúlico y Cayo Calvisio se dieron las insignias del triunfo a Pompeyo Sabino por haber domado aquella parte de los tracios que habitan las cumbres de los montes: gente rústica y por el consiguiente tanto más inculta y feroz. La causa de la rebelión, fuera de su mala naturaleza, fue por no poder sufrir que se escogiesen los más robustos de entre ellos para nuestra milicia, acostumbrados a no obedecer a sus mismos reyes sino a su modo; y si enviaban socorros, habían de enviar ellos también las cabezas, rehusando el guerrear si no era en tierras vecinas. Sin esto, lo que les acabó de mover fue el haberse persuadido, por ocasión de cierta voz que pasó, a que esparcidos y mezclados entre otras naciones habían de ser enviados a extrañas tierras. Antes, pues, de mover las armas despacharon embajadores, acordando que habían sido siempre amigos y obedientes, y mostrándose prontos a continuarlo si se excusaba el oprimirlos con nuevas cargas; mas que cuando se pretendiese en tenerlos en esclavitud, tenían armas, juventud y ánimo dispuesto a la libertad o la muerte. Mostraban juntamente sus fortalezas situadas sobre altísimos montes, donde tenían retirados a sus padres y sus mujeres, amenazándonos con una larga guerra sangrienta y dificultosa.

 

XLVII. Mas Sabina, dándoles buenas palabras hasta juntar su gente, aguardó en Misia a Pompinio Labeón con una legión y al rey Remetalce con las ayudas de sus vasallos que se conservaban en fidelidad. Reforzado con estas gentes, Sabina va en busca de los enemigos, que puestos ya en las estrechuras de los bosques, y descubriéndose muchos de los más atrevidos por los collados, fueron con facilidad rotos y puestos en huida a la llegada del ejército romano, con poca sangre de aquellos bárbaros, a causa de la retirada vecina. Fortificados después los alojamientos con buen golpe de soldados, ocupa la cima de un monte estrecho igualmente y llano hasta la cercana fortaleza, guardada de mucha gente armada, pero sin orden, y al mismo tiempo arroja contra los más atrevidos, que con alegres cantos y saltos a su modo se mostraban delante de los reparos, una banda escogida de sus arqueros, los cuales, mientras tiraron de lejos sin peligro, hirieron a muchos; mas queriéndose llegar demasiado, cargando con ímpetu los enemigos, los pusieran en desorden a no ser socorridos por la cohorte Sicambra, a quien el capitán romano tenía de resguardo cerca de allí para en semejante accidente: soldados no menos espantables que los enemigos, por sus voces y cantos y por la forma de sus armas.

 

XLVIII. Después de esto arrimó Sabino el campo junto al enemigo, dejando a los tracios, que como dije venían con nosotros, en los primeros alojamientos, permitiéndoles que todos los días pudiesen correr la tierra quemando y prendiendo, con tal que a las noches se retirasen al puesto y allí reposasen con seguridad y buena guardia. Hiciéronlo al principio; mas después, dejándose caer en disolución y cebándose en las riquezas, comenzaron a desamparar sus puestos y darse a banquetes y borracheras, conque del todo se entregaron al vino y al sueño. Descubierta, pues, por los enemigos su negligencia, pusieron a punto dos escuadras, una para acometer a los que saqueaban la tierra y otra para embestir el fuerte de los romanos; no porque esperasen entrarle, sino por necesitar a cada uno a asistir a su propio peligro con el estruendo y con las armas, y hacer de manera que no pudiesen oír el ruido de la otra refriega; esperando a más de esto a la noche para acrecentar el espanto. Los que tentaron los reparos de las legiones fueron fácilmente rechazados; mas los tracios auxiliarios, espantados del improvisto acontecimiento, hallándose muchos de ellos durmiendo, aunque dentro del fuerte, y muchos fuera al pasto de sus caballos, fueron acometidos y degollados con tanto mayor enojo cuanto para con ellos estaban en opinión de fugitivos y traidores, y de haber tomado las armas para poner en esclavitud a sí mismos y a su patria.

 

XLIX. El día siguiente Sabino les presentó la batalla en un lugar sin ventaja, por si acaso gustaban de aceptarla aquellos bárbaros, movidos de la alegría del suceso pasado. Mas viendo que no se movían de su fuerte ni de las montañuelas cercanas, comenzó a sitiarlos con reductos en lugares reconocidos antes; y abriendo un foso con su estacada por espacio de una legua de circuito, con intento de quitarles el agua y el pasto, poco a poco les fue cifiendo de más cerca, fabricando también una plataforma desde donde se pudiesen arrojar sobre el enemigo, ya cercano, piedras, dardos y fuegos. Mas nada afligía tanto a los de dentro como la sed, quedándoles sola una fuente común a la multitud de los soldados y a la demás gente desarmada. También los caballos y ganados, recogidos con ellos al uso bárbaro, morían por falta de forraje. Caían en aquellos suelos los hombres muertos, unos de heridas y otros de sed; corrompíalo todo la putrefacción, el mal olor y, finalmente, el contacto.

 

L. Añadióse al fin, para remate de tantos males, la discordia entre ellos, porque queriendo algunos rendirse y otros morir, comenzaban ya a prepararse para venir entre sí a las manos; y había quien por morir vengado persuadía que se embistiese al enemigo; no abatidos, aunque de varios pareceres.

 

Mas entre los capitanes, uno llamado Dinis, ya viejo, y que con la larga experiencia había probado la fortaleza y la piedad romana, decía que el arrimar las armas era solo el remedio que quedaba a tantos afligidos. Y en prueba de esto él, primero que todos, se entregó a sí mismo, a su mujer y a sus hijos a la clemencia del vencedor. Siguiéronle los más débiles por edad o por sexo, y todos los que amaban la vida más que la reputación. Estaba la juventud partida entre Tarsa y Turesio, y ambos a dos dispuestos a morir libres. Mas Tarsa, dando voces que no se diese más lugar a la esperanza o al temor, sino que acabase con todo, dio ejemplo a los demás atravesándose con su espada el pecho. No faltaron muchos que le imitaron. Turesio con los suyos se cubre del manto de la noche, y avisados los nuestros de ello, refuerzan las guardias; sobreviene con la obscuridad una lluvia cruel, y el enemigo, unas veces dando horribles gritos, otras callando todos de golpe, tenía suspensos a los romanos. No faltaba Sabino de ir por todas partes exhortando a los suyos, advirtiéndoles a no dar lugar ni ocasión a las asechanzas del enemigo, por ruido hechizo ni por quietud fingida, antes bien, que cada cual hiciese su oficio sin moverse, ni tirase alguno sino a tiro hecho y con seguridad de ofender.

 

LI. Entre tanto, los bárbaros, discurriendo a tropas, tiraban a los defensores piedras, palos tostados, troncos de robres, procurando henchir el foso con fajina, con zarzos y con cuerpos muertos. Otros arrimaban puentes y escalas a los reparos para apartar de ellos y herir a los que asistían a la defensa. Defendíanse nuestros soldados, aprovechándose de toda suerte de armas, hasta con encuentro de los hombres y escudos; otros arrojaban dardos de los que se suelen tirar en defensa de murallas, y tras ellos gruesos pedazos de las mismas murallas y de otros edificios. A éstos animaba la esperanza de la victoria, ya en las manos, y la vergüenza de perderla; a aquéllos ponía coraje el ver que consistía su salud en pelear con valor, y a muchos la presencia de sus madres, sus mujeres y su llanto. La noche servía a unos de ejercitar su atrevimiento, y a otros de disimular su temor: los golpes eran inciertos, las heridas improvistas; el no discernir amigos de los enemigos, los ecos de las voces entre aquella quebrada de montes, haciéndose sentir engañosamente, como si vinieran por las espaldas, lo confundían de manera todo, que los romanos desampararon una parte de los reparos, creyendo tener ya dentro a los enemigos. Con todo esto no pudieron pasar de ellos sino muy pocos; los otros, habiendo sido muertos o heridos los más feroces, y descubriéndose ya la luz del día, fueron seguidos hasta dentro en la fortaleza, que últimamente fue forzada a rendirse junto con los lugares y puestos comarcanos. A los más, para no ser expugnados por fuerza o por sitio, aprovechó el anticipado y riguroso invierno del monte Hemo.

 

LII. Mas en Roma, estando ya revuelta la casa del príncipe para comenzar a dar su curso a la destrucción de Agripina, fue acusada Claudia Pulcra, su prima hermana, por Domicio Afro. Éste, constituido poco antes en el oficio de pretor, hombre de poca reputación y pronto a hacerse famoso con cualquier género de maldades, la acusaba de crimen de impudicia especificando haber cometido adulterio con Furnio, y de haber usado de hechicerías y encantamientos contra la persona del príncipe. Agripina, mal sufrida siempre, y entonces mucho más por el peligro de su prima, se va a Tiberio, y hallándolo acaso que sacrificaba a su padre, tomando de aquí ocasión para desfogar su enojo: ¿Qué proporción —dijo— tiene el adorar a Augusto con perseguir a sus descendientes? Aquel divino espíritu no se ha transportado a las estatuas mudas; mas su verdadera imagen, nacida de la sangre celeste, siente bien mis peligros y participa de mis miserias. Sin justicia es proceder contra Pulcra, parando todos sus delitos en sólo haber tenido amor a Agripina, si ya no lo es la imprudencia con que se ha olvidado del reciente ejemplo de Sosia, afligida por la misma causa. Sacaron estas razones de aquel pecho hondo y escondido unas claras y descubiertas palabras, pocas veces dichas por él; y reprendiéndola ásperamente, la amonestó con un verso griego, que dice en substancia: ¿Por qué te das por ofendida; por qué no reinas?. Pulcra y Furnio quedaron condenados, y Afro añadido al número de los principales oradores, divulgado su buen ingenio, y siguiendo el testimonio de César, que le aprobó por famoso en su profesión. Fue después en el acusar y en el defender los reos loado más de elocuencia que de bondad; hasta que la demasiada vejez le quitó también mucha parte de ella, mientras pudiendo conocer la flaqueza de su sujeto, no supo tener paciencia de callar.

 

LIII. Mas Agripina, tenaz en su enojo, enfermando y siendo visitada de César, prorrumpió luego en lágrimas, y estuvo un rato sin poder hablar palabra. Después, haciendo una mezcla de quejas, de enojo y de ruegos, comienza a anteponerle: Que quiera remediar su soledad con darle marido; que se hallaba todavía en edad conveniente para ello, y con sólo el consuelo de las buenas, que es el matrimonio; que no faltaría en la ciudad quien se honrase de recibir la mujer de Germánico y sus hijos y de mirar por ellos. Mas César conociendo de la consecuencia que era para la República aquella demanda, por no darse por ofendido ni confesar el temor, sin embargo de la mucha instancia que hacía por respuesta, la dejó sin ella. Yo he hallado esta particularidad, que no especificaron los demás escritores en sus anales, en los comentarios que su hija Agripina, madre de Nerón, emperador, dejó a sus descendientes de los sucesos suyos y de su casa.

 

LIV. Mas Seyano oprime más altamente el ánimo de la afligida y poco cauta Agripina con enviarle a advertir por sotomano, con personas que fingían su amistad, de que ya se le había aparejado el veneno y que procurase huir de los convites del suegro. Ella, que no sabía disimular, comiendo a su lado un día, no doblando su condición a fingir en el rostro ni en las palabras, se estaba sin osar tocar a las viandas, hasta que, cayendo en ello Tiberio, o casualmente o porque fue advertido, por certificarse más, alabando mucho ciertas manzanas que estaban en la mesa, de su propia mano le ofreció una. Aumentó esto la sospecha de Agripina, y sin llegarla a la boca la dio a los criados. Tiberio disimuló por entonces, mas volviéndose a su madre, le dijo: No será maravilla si yo hago contra ésta alguna severa demostración, pues ha creído de mí que quiero atosigarla. Y de aquí tuvo origen la voz de que el emperador había querido hacerla morir secretamente.

 

LV. César, por divertir esta fama, yendo al Senado de ordinario, dio muy largas audiencias a los embajadores de Asia, que contendían entre sí sobre en cuál ciudad se había de edificar el templo a Tiberio y al Senado. Once ciudades con igual ambición, aunque con fuerzas desiguales, contrastaban sobre esto, sin que entre ellas se descubriese diferencia notable en lo que referían de su antigüedad y nobleza, y en la afición con que habían procurado servir al pueblo romano en las guerras de Perseo, Aristónico y con otros reyes. Los ipepinenses, trallanos, laudiceos y magnesios fueron excluidos, dando por de poco fundamento sus razones. Ni los ilienses negociaron mejor: no alegaron otra cosa que la gloria de su antigüedad con mostrar a Troya madre de Roma.

 

Estúvose con alguna suspensión sobre lo alegado por los halicarnasos, que afirmaban no haber padecido terremoto en mil y doscientos años, ofreciéndose a edificarle sobre peña viva. A los pergamenos, que se ayudaban de tener un templo de Augusto en su término, se respondió que se contentasen con aquello. Y porque las ciudades de Éfeso y Mileto pareció que estaban bastantemente ocupadas en las ceremonias, ésta de Apolo y aquélla de Diana, se redujo todo el juicio entre los sardianos y esmirneses. Recitaron los de Sardis un decreto de los etruscos, como de su misma sangre, en que constaba que Tirreno y Lido, hijos del rey Atis, dividieron entre sí sus gentes por su gran muchedumbre, y quedándole a Lido su país natal, le fue necesario a Tirreno buscar nuevas tierras que poblar; y de que los nombres de estos dos capitanes le habían tomado estas dos naciones, la una en Asia y la otra en Italia. Que aumentada otra vez la opulencia de los lidos, enviaron a Grecia aquellos pueblos, que después se llamaron de Pélope, mostrando a más de esto cartas de emperadores, ligas hechas con nosotros en la guerra de Macedonia, anteponiendo la fertilidad de sus ríos, la templanza de su cielo y la riqueza de los pueblos vecinos.

 

LVI. Mas los esmirneses, contada su antigüedad, o que desciendan de Tántalo, hijo de Júpiter, o de Teseo, de estirpe al fin divina, o de una de las Amazonas, pasaron a lo que les daba más confianza, que eran los servicios hechos al pueblo romano, acordando cómo habían enviado armadas no sólo en ayuda de las guerras extranjeras, pero cuando las padecía la misma Italia. Que fueron los primeros que edificaron templo a la ciudad de Roma en el consulado de Marco Porcio, cuando verdaderamente era grande el pueblo romano, aunque mucho antes de haber llegado al colmo de su grandeza, floreciendo todavía Cartago y en Asia muchos reyes poderosos. Llamaban también por testigo a Lucio Sila, cuyo ejército, hallándose a mal partido por el rigor del invierno y faltándoles a los soldados vestido con que cubrirse, llegada la nueva a Esmirna mientras los ciudadanos estaban juntos a parlamento, todos los que se hallaron presentes, desnudándose sus propias vestiduras, las enviaron al punto a las legiones; conque pedido el voto a los senadores, fueron preferidos a los demás. Aconsejó Vivio Marso que a Marco Lépido, a quien había tocado el gobierno de aquella provincia, se diese un legado más que los acostumbrados para que se encargase del templo. Y porque Lépido, por su modestia, rehusó el hacer la elección, fue sacado por suerte Valerio Nasón, de dignidad pretoria.

 

LVII. Finalmente, después de haberlo bien pensado y diferido muchas veces la ejecución, César se va a Campania so color de edificar en Capua un templo a Júpiter y otro en Nola a Augusto; aunque lo más cierto por ausentarse de Roma. Yo, aunque siguiendo a la mayor parte de los escritores he atribuido a Seyano la causa de esta retirada, todavía al ver que después de haberle hecho morir continuó por otros seis años más, me hace pensar algunas veces que fue pensamiento suyo para encubrir con el retirado secreto de los lugares de su habitación sus actos crueles y sensuales, que desenfrenadamente ejercitaba. Creyeron algunos que a su vejez, conociendo su fealdad, se avergonzaba de ser visto: con el cuerpo extremadamente flaco, largo y echado para adelante, la parte más alta de la cabeza calva, el rostro lleno de úlceras y por la mayor parte cubierto de parches con medicamentos, y que desde su estada en Rodas se enseñó a vivir retirado, a huir del comercio y a encubrir sus deleites. Sospechóse también que lo hizo por no poder sufrir a su madre, enfadándose de tenerla por compañera en el Imperio, sin poderse aliviar de aquel peso, visto que el Imperio mismo le venía por don y beneficio de su mano; porque Augusto estuvo en duda si pondría al gobierno de la República a Germánico, nieto de su hermana, alabado y querido de todos; mas vencido de los ruegos de su mujer, adoptó Germánico a Tiberio, y Tiberio a sí mismo; y con esto le daba en rostro diversas veces Augusta.

 

LVIII. La partida fue con poco acompañamiento: un senador consular, es a saber, Cocceyo Nerva, buen legista; de caballeros romanos, sólo Seyano; de ilustres, Curcio Ático; los demás eran hombres instruidos en las artes liberales; la mayor parte griegos, por divertirse con sus discursos. Decían los doctos en las influencias celestes que había salido de Roma Tiberio en tal constelación que le negaba la vuelta: causa de la ruina de muchos, que conjeturaban de aquí y publicaban que moriría presto; no pudiendo antever una ocasión tan poco creíble como que pudiese estar once años en voluntario destierro de su patria. Conociose después cuán a los confines de la mentira está la Astrología, y con qué velo tan frágil se suele muchas veces cubrir la verdad. Fuelo el decir que no volvería a Roma; mas no antevieron que podía pasearse por las quintas vecinas, entretenerse en las costas del mar y arrimarse muchas veces a las murallas de la ciudad sin entrar en ella, y juntamente vivir hasta la última vejez.

 

LIX. Dio mucho que decir el peligro que casualmente corrió en aquellos días, y a la ocasión de fiarse mucho más de la constancia y fe de Seyano. Comiendo en la Espelunca, quinta así llamada entre el mar de Amicla y los montes de Fundi, dentro de una caverna natural, despegándose de improviso las piedras que formaban la boca o entrada, cogieron debajo algunos miembros del banquete y espantaron a todos, poniendo en huida la mayor parte de los convidados. Mas Seyano, con las rodillas, con el rostro y con las manos, casi como encorvado sobre César, se opuso a la ruina y a las piedras que iban cayendo, y en esta postura le hallaron los soldados que acudieron al socorro. Comenzó con esto a crecer su grandeza, de suerte que aunque aconsejase cosas perniciosas, como de persona descuidada de sí mismo, se daba fe a ellas. Hacía disimuladamente oficio de juez contra los del linaje de Germánico, y a este fin ganó las voluntades de algunos, persuadiéndolos a servir de acusadores de todos y de espiar de más cerca a Nerón, el mayor de los hijos y el más propincuo a la sucesión. El cual, aunque de mansa y modesta juventud, no dejaba de olvidarse muchas veces de lo que más le convenía para el tiempo, mientras por sus amigos y libertos, que contaban las horas por llegar a la grandeza que esperaban, era incitado a mostrarse de ánimo confiado y generoso, dándole a entender que lo quería así el pueblo y no deseaban otra cosa los ejércitos; que Seyano no se atrevería a mostrarse contrario, donde ahora se burlaba a un mismo tiempo de la paciencia del viejo y del poco valor del mozo.

 

LX. Oyendo éstas y semejantes cosas Nerón, puesto que no causaba en él algún mal pensamiento, se le escapaban con todo eso algunas palabras altivas y poco consideradas, las cuales, referidas por las espías que a este fin le andaban cerca, y aumentadas, sin que Nerón pudiese justificarse, ocasionaban otras mil formas de cuidadosas solicitudes; porque algunos huían de encontrarle; otros, saludado apenas, le volvían las espaldas; muchos atajaban las pláticas, instando falsamente lo contrario y burlándose de todos los fautores de Seyano. Mirábale rostrituerto Tiberio o con falso ceño, hablase o callase. Todo, finalmente, era delito en el triste mancebo, no menos el silencio que las palabras: ni le aseguraba el de la noche, dando su mujer menuda cuenta a su madre Livia, y ella a Seyano, de las vigilias, de los sueños y de los suspiros. El cual llevó a su parcialidad a Druso, hermano de Nerón, dándole esperanza de llegar al primer lugar si derribaba a su hermano mayor, ya de suyo bien quebrantado. La naturaleza altiva de Druso, añadido el deseo de llegar a la suma grandeza y la emulación acostumbrada entre hermanos, tomaba gran aumento con la envidia, viendo que su madre Agripina mostraba mayor amor a Nerón. Mas no por esto favorecía Seyano a Druso, de manera que dejase de ir premeditando para con él también la semilla de su futura ruina, conociéndole por mozo indómito y feroz, y por muy fácil a ser insidiado.

 

LXI. A la fin del año murieron dos varones señalados: Asinio Agripa, nacido no tanto de antigua familia cuanto de claros y valerosos progenitores, de los cuales no degeneró, y Quinto Haterio, de linaje de senadores y de famosa elocuencia mientras vivió. Sus escritos no son ahora tan estimados, prevaleciendo en él más la eficacia del decir que no el arte; y así como el estudio y los trabajos de los otros fueron ganando opinión con el tiempo, así la voz sonora y aquel torrente de Haterio acabaron con él.

 

LXII. En el consulado de Marco Licinio y Lucio Calpurnio, un mal improviso, que feneció en su principio, puede igualarse al estrago de cualquier guerra. En Fidenas un cierto Atilio, de casta de libertos, fabricó un anfiteatro para celebrar el juego de gladiatores, sin afirmar bien en lo macizo los fundamentos ni encadenar las vigas y tablas sobrepuestas, como aquél que se había movido, no por abundancia de dineros que tuviese o por ganar la gracia a los ciudadanos, sino sólo por el interés de una vil ganancia. La gente que se deleitaba en semejantes cosas, tenidas en ningún entretenimiento en tiempo de Tiberio, acudió de toda edad y sexo, y por la vecindad del puesto en tanto número, de que se aumentó tanto más el daño, que en acabando de henchirse de gente aquella máquina se abrió: y entre los que cogió a plomo debajo y trajo al suelo consigo, precipitó y cubrió una inmensa cantidad de personas ocupadas en mirar el espectáculo, y muchos de los que estaban alrededor del edificio. Los que tuvieron suerte de morir al principio de aquel trabajo evitaron infinitos tormentos; pero los que se pudieron tener por más miserables eran los que, habiendo perdido una parte de sus cuerpos, conservaban todavía la vida, y de día por la vista y de noche por el llanto y por los gemidos reconocían a sus mujeres o a sus hijos. De los demás, que no habiéndose hallado en aquel espectáculo acudían a la fama de la desgracia, unos lloraban al hermano, otros al primo, quién al padre, quién a la madre, y muchos a todos estos parentescos juntos. Y los que por varias causas tenían ausentes a sus amigos y a sus deudos estaban también con temor; tal que, hasta que se supo de cierto a quién tocaba el daño, el miedo fue universal.

 

LXIII. En acabando de quitar las ruinas corrió cada cual a besar y abrazar a sus muertos; y muchas veces, por el rostro desfigurado o por semejanza de él o de la edad, nacía confusión y no pequeño contraste al reconocer cada uno los suyos; habiéndose hallado entre muertos y estropeados en aquella ruina cincuenta mil personas. Proveyó el Senado que ninguno de allí adelante pudiese hacer juego de gladiatores que no tuviese por lo menos diez mil ducados (cuatrocientos mil sestercios) de hacienda, ni se hiciese anfiteatro que no fuese bien firme y seguro, y Atilio fue condenado en destierro. En esta ocasión estuvieron abiertas a todas las casas de la gente principal y rica, con médicos y medicinas, representándose en aquellos días Roma, aunque afligida y triste, como en los tiempos antiguos, cuando después de las sangrientas batallas sustentaban los heridos con dádivas y buenos tratamientos.

 

LXIV. Apenas había acabado de suceder este trabajo cuando la violencia del fuego afligió extraordinariamente a la ciudad, quemándose el monte Celio. Tenían todos a aquel año por desdichado, y afirmando haber hecho resolución de partirse el príncipe con mal agüero, le culpaban, como acostumbra el vulgo, hasta de los casos fortuitos; mas él lo remedió con mandar restaurar los daños a todos: de que se le dieron gracias por los nobles en el Senado, y con el pueblo ganó gran fama; porque sin ambición y sin ruegos de sus amigos había ayudado y socorrido con su propia liberalidad, llamando y haciendo participantes hasta a los no conocidos por él. Añadióse el parecer del Senado que de allí adelante el monte Celio se llamase Augusto, porque ardiendo todo lo demás quedó solamente intacta, en casa de Junio, senador, la estatua de Tiberio. Que había sucedido lo mismo antiguamente a la estatua de Claudia Quinta, escapada dos veces del fuego, y a esta causa consagrada de nuestros mayores en el templo de la madre de los dioses; que se echaba bien de ver que los Claudios eran santos y amados de los dioses y que así convenía aumentar las ceremonias en aquel lugar donde ellos habían querido honrar a un príncipe tan grande.

 

LXV. No será fuera de propósito dar cuenta cómo aquel monte fue antiguamente llamado Querquetulano, por la abundancia y fecundidad de los robres que en él se criaban. Llamóse después Celio, de Celo Viviena, capitán de los etrurios, el cual, viniendo en socorro de Tarquino Prisco, o bien de otro rey, que en esto difieren los escritores, tuvo aquel sitio por alojamiento de su gente, cuya muchedumbre, de que no se duda, ocupaba también el llano y los lugares vecinos al foro; de donde vino el llamarse Tusco aquel barrio, tomando el apellido de los forasteros que se alojaron en él.

 

LXVI. Mas así como la caridad de los grandes personajes y el donativo del príncipe habían traído algún consuelo a tan infelices accidentes, así la violencia de los acusadores, haciéndose cada día mayor y más molesta, iba creciendo sin remedio. Varo Quintilio, hombre rico y cercano pariente de César, había sido acusado por Domicio Atro, aquel mismo que había hecho condenar a Claudia Pulcra, madre del mismo Quintilio. Mas no era maravilla que éste, ya mucho tiempo pobre y gastadas luego pródigamente las nuevas recompensas, se arrimase después a semejantes maldades; pero lo que se tuvo por milagro fue que le acompañase Publio Dolabela en proseguir esta acusación, porque, nacido de gente ilustre y pariente de Varo, ofendía a un mismo tiempo a su nobleza y a su propia sangre. Hizo resistencia el Senado, y deliberó que se aguardase al emperador, no hallándose otro refugio que el tiempo a tan urgentes males.

 

LXVII. Mas César, habiendo dedicado sus templos por la provincia de Campania, aunque mandase por edicto público que ninguno se atreviese a interrumpirle su quietud, y pusiese soldados para impedir el concurso de los naturales del país, cansado con todo eso de los municipios, de las colonias y de todos los lugares situados en tierra firme, se escondió en la isla de Capri, apartada del promontorio de Sorrento espacio de tres millas de mar; agradándole aquel puesto, a lo que creo por la soledad, porque el mar entorno, privado de puerto, no recibe sino bajeles pequeños, ni era posible arrimarse alguno sin ser descubierto por las guardias. Gozaba de un cielo templado y agradable en el invierno a causa de tener los montes opuestos al ímpetu del viento, y en el verano el estar vuelta aquella isla al Favonio, con el mar libre y abierto por todas partes, y el gozar de la vista de aquel agradable seno, antes que el monte Vesubio con sus cenizas mudase la forma de aquellos lugares, la hacían extremadamente apacible y amena. Es fama que los griegos poseyeron toda aquella tierra, y que fue poblada la isla de Capri por los teleboyos. Ocupábase Tiberio en el edificio de doce casas de placer, y cuanto antes atento a los negocios públicos, tanto ahora empantanado en sus deleites y perdido en el ocio infame. Duraban todavía las sospechas y la temeridad en darles crédito; las cuales Seyano, acostumbrado a acriminarlas en Roma, las iba procurando hacer mayores con la persecución, no ya encubierta, contra Agripina y Nerón, no sólo teniéndoles cerca soldados que registrasen como anales todas sus acciones, con quién platicaban, quién entraba en su casa y todo lo que hacían en público o en secreto, sino instruyendo a otros que los aconsejasen el huirse a los ejércitos de Germania, o que en el mayor concurso de gente congregada en el foro se abrazasen con la estatua de Augusto, llamando al pueblo y al Senado en su ayuda; y de todas estas cosas, contradichas por ellos, les hacían cargos después como si hubieran querido ejecutarlas.

 

LXVIII. Hechos cónsules Junio Silano y Silio Nerva, se dio a este año un infame principio con la prisión de Ticio Sabino, caballero romano, amigo de Germánico, porque no había dejado de ser, como antes, aficionado a su mujer y a sus hijos, cortejándolos en casa y fuera de ella; sólo entre tantos amigos, y por esto tanto más loado de los buenos y aborrecido de los malos. Latinio Laciar, Porcio Catón Petilio Rufo y Marco Opsio, que todos habían sido pretores por deseo del consulado a que no se podía llegar sino por vía de Seyano, ni su gracia, era posible ganada con otra cosa que con traiciones y maldades, acometen al pobre Sabino, concertando entre ellos que Laciar, algo familiar suyo, ordenase el engaño, y que sirviendo los demás de testigos se comenzase la acusación. Laciar, pues, primero con palabras que parecían dichas acaso, después loando la constancia con que habiéndose mostrado amigo de aquella casa en su felicidad, no la había desamparado, como otros, en la adversa fortuna, discurría tras esto honradamente de Germánico, mostrando compadecerse mucho de Agripina; y habiendo Sabino, como suelen ser tiernos en las calamidades los ánimos humanos, reventado en lágrimas y suspiros, comenzó más atrevidamente a vituperar a Seyano su crueldad, su soberbia, sus esperanzas, sin abstenerse de culpar también a Tiberio. Estos razonamientos, como de cosas prohibidas, causaban entre ellos una apariencia de estrechísima amistad. Tras esto no sabía ya Sabino vivir sin Laciar. Búscale en su casa, desfoga con él sus dolores como con un amigo cordialísimo.

 

LXIX. Consultan en tanto los que tengo dicho la forma en que podían hacer que oyesen muchos estas pláticas, porque al lugar adonde los dos se hablaban era necesario darle forma de escondido, y el acechar detrás de la puerta era ponerse a peligro de ser oídos o vistos, o de causar algún género de sospecha en el insidiado. Tres senadores, pues, usando no menos detestable engaño que sucio escondrijo, se meten entre el zaquizamí y el techo, y apercibiendo el oído le aplican a los resquicios y hendiduras de las tablas. Entretanto, Laciar haciéndose encontradizo en la plaza con Sabino, como para darle cuenta de algo de nuevo, le lleva a su casa y a su aposento, donde comienza a replicar a vuelta de los presentes discursos, también los ya pasados entre ellos, acumulando nuevos temores. Respóndele Sabino a propósito, volviendo a confirmar lo pasado y añadiendo mucho más; porque comenzando una vez un hombre a descubrir su tristeza y a publicar sus quejas, con dificultad se va a la mano. Solicitada con esto la acusación, no se avergonzaron de escribir a César la orden del engaño y juntamente su propio vituperio. No se vio aquella ciudad jamás tan afligida y amedrentada como entonces, recatándose todos hasta de las personas más suyas; huíanse las conversaciones, las pláticas y los oídos, tanto de conocidos como de extraños; hasta las cosas inanimadas y mudas causaban sospecha; los techos y las paredes se reconocían y se investigaban.

 

LXX. Mas César en sus cartas para el Senado, dándole primero el buen principio de año por las calendas de febrero, vino a tratar de Sabino, quejándose de que había tentado los ánimos de algunos de sus libertos en daño de su propia persona, y pidiendo claramente su castigo. Viose sin diladón su causa, y al punto fue arrastrado a la muerte, gritando él a grandes voces, cuanto le era concedido por las vestiduras en que le traían envuelto, y por los cordeles con que le apretaban la garganta: Mirad qué buen principio de año; notad las víctimas que se matan a Seyano. Con esto, dondequiera que volvía los ojos, donde encaminaba las palabras se huían los circundantes dejándolo todo en soledad. Desamparábanse las calles y las plazas, salvo algunos, que volviendo atrás, procuraban ser vistos de nuevo, temerosos de sólo haber temido. Porque, ¿en qué día se podía estar sin miedo de castigo, si entre los sacrificios y entre los votos, en cuyo tiempo es costumbre abstenerse hasta de las palabras profanas, se ejercitaban las cadenas y los lazos? No se ha concitado —decían— Tiberio tanto aborrecimiento de balde; antes ha buscado y premeditado la ocasión para mostrar que ninguna cosa puede impedir que los nuevos magistrados, de la manera que en estos días se suelen abrir los templos y los altares, tengan abiertos también los calabozos y patentes las cárceles. Llegaron luego otras cartas en agradecimiento de haber castigado a un hombre enemigo de la República. Añadiendo que se hallaba obligado a pasar una vida triste y temerosa, viéndose sujeto a recatarse de las asechanzas de sus enemigos, pero sin señalar alguno; mas no estaba en duda de que lo entendía por Nerón y Agripina.

 

LXXI. Si yo no hubiera determinado de referir de por sí los sucesos de cada año, de buena gana me hubiera anticipado a contar el fin que tuvieron Latinio, Opsio y los demás inventores de estas maldades, no sólo después que sucedió en el Imperio Cayo César, mas también en vida de Tiberio, el cual, así como no quería que nadie se atreviese a castigar a los ministros de sus crueldades, así, las más veces, cansándose de ellos y hallados otros para el mismo ejercicio, afligía él mismo a los malsines viejos con enfado particular; mas del castigo de éstos y otros como ellos diremos a su tiempo. Asinio Galo, de cuyos hijos era tía Agripina, propuso que se escribiese al príncipe que manifestase al Senado de quién se temía, y los dejase hacer a ellos. No amaba Tiberio, a lo que se creyó siempre, ninguna de sus virtudes tanto como a la disimulación; de que le resultó tanto mayor disgusto por haber de descubrir lo que deseaba tener secreto. Mas Seyano le mitigó, no por hacer servicio a Galo, sino porque no dilatase más el príncipe en descubrir su pecho, sabiendo que así como era largo en deliberar, así en resolviéndose una vez solía acompañar las malas palabras con cruelísimas obras. En este tiempo murió Julia, nieta de Augusto, la que, habiendo sido convencida de adulterio y desterrada por ello a la isla de Trimeria, no lejos de las riberas de Pulla, después de haber sufrido veinte años de destierro, mantenida entretanto de la hacienda de Augusta, la cual, habiendo, por vías ocultas, arruinado a sus hijastros cuando estaban en su grandeza, mostraba después compadecerse de ellos en las miserias.

 

LXXII. En este mismo año rompieron la paz los frisones, pueblo de allá del Rin, más por avaricia de los nuestros que por deseo que ellos tuviesen de sacudir el yugo. A éstos, por su mucha pobreza, había impuesto Druso un tributo harto moderado; es, a saber, que pagasen cierta cantidad de cueros de bueyes para el uso de los soldados, sin especificar más de su calidad o medidas, hasta que, puesto al gobierno de Frisa Olennio, uno de los primipilares, escogió las espaldas de ciertos bueyes salvajes llamados uros, pidiéndolos de aquella misma grandeza. Esto, difícil aun entre las demás naciones, era más difícilmente sufrido por los germanos, teniendo los bosques llenos de grandes fieras, mas muy pequeños los ganados domésticos. Daban por esto al principio los mismos bueyes, después sus campos y, a lo último, consignaban por esclavos a sus mujeres e hijos. Nacieron de aquí el enojo y las quejas, y visto que no les eran de provecho, tomaron por remedio la guerra. Echan mano de los soldados exactores del tributo, y pónenlos en sendas horcas. Olennio se escapó huyendo de la primer furia, retirándose después a una fortaleza llamada Flevo, donde con un buen presidio de romanos y confederados se guardaban las riberas del Océano.

 

LXXIII. Avisado de esto Lucio Apronio, protector de la Germania inferior, y convocadas las banderas de las legiones de las provincias de arriba, con infantes y caballos escogidos de los auxiliarios, pasando el Rin ambos ejércitos juntos, van sobre los frisones; habiendo ya los rebeldes levantado el cerco de aquella fortaleza y vuelto a defender sus casas. Apronio, pues, hechos puentes y calzadas sobre las lagunas y brazos de mar para pasar más cómodamente sus escuadrones gruesos, hallados entretanto los vados, envía el ala de caballos caninefates y toda la infantería germana que militaba entre nosotros a dar en la retaguardia del enemigo. El cual, puesto en batalla, pone en huida dos escuadrones confederados y los caballos de las legiones enviados en su socorro. Entonces arrojan de delante tres cohortes a la ligera, después otras dos, y poco después, con más velocidad, nuevas tropas de caballos; fuerzas que todas juntas hubieran hecho mucho efecto, pero llegando por intervalos y unos después de otros, no sólo no bastaron a hacer volver el rostro a los que ya iban rotos, mas de los mismos que huían quedaban ellos también desbaratados. Para cuyo remedio consigna lo restante de los confederados a Cetego Labeón, legado de la legión quinta, el cual, viendo las cosas reducidas a mal partido, envió a pedir socorro a las legiones. Entran de vanguardia en la refriega con valor los de la quinta, y rechazado el enemigo rescatan las cohortes y los caballos, harto débiles por las heridas y cansados del trabajo. No siguió la venganza el capitán romano, ni menos hizo enterrar los muertos, aunque lo quedaron muchos tribunos, prefectos y centuriones señalados. Súpose después por los fugitivos cómo en la selva consagrada a quien llaman Baduena, habían sido muertos novecientos romanos, después de haber peleado sin dejar las armas hasta el día siguiente, y que otro golpe de cuatrocientos, ocupada cierta casería de Crutorix, que había militado con los romanos, medrosos finalmente de traición, se habían muerto los unos a los otros.

 

LXXIV. Engrandecióse mucho por estos sucesos la fama de los frisones en Germania, disimulando el daño de Tiberio por no atreverse a dar a alguno el cargo de aquella empresa. No se daba por entendido el Senado de una deshonra como aquélla, recibida en los últimos confines del Imperio. Teníales apretado el ánimo otro más interno y cercano temor, para el que no hallaban otro remedio sino adulaciones y lisonjas; tanto que, proponiéndose cosas muy diferentes, decretaron que se hiciesen dos altares, uno a la Clemencia y otro a la Amistad, y que junto a ellas se pusiesen las estatuas de César y de Seyano, rogando incesantemente a entrambos que se dignasen de dejarse ver. Mas no por esto llegaron a Roma, ni a los lugares vecinos, pareciéndoles mucho haberse desaislado un poco y héchose ver en la provincia de Campania, adonde acudieron con presteza los senadores, los caballeros y gran parte del pueblo, todos desalentados por Seyano, cuya audiencia, cuanto se alcanzaba con mayor dificultad, tanto más se iba procurando con secretas inteligencias y con hacerse cada cual compañero de sus designios. Echábase claramente de ver que se aumentaba su insolencia al paso que iba creciendo en aquella gente el gusto de tan fea y pública servidumbre; porque en Roma, como es grande y continuo el concurso, no se puede conocer, a causa de la grandeza de la ciudad, lo que cada uno intenta o pretende. Más allí, echados en el campo o en la ribera de la mar, sin distinción de personas, noche y día estaban todos procurando ganar la gracia y favor de los porteros, o sufrir con paciencia su arrogancia. Hasta que aun esto se les vedó también, volviéndose a Roma amedrentados aquéllos a quien Seyano no había hecho dignos de sus palabras ni de su vista; aunque otros, más contentos y confiados, a los cuales, por su infelice amistad, se aparejaba notable ruina.

 

LXXV. Mas Tiberio, habiendo en su presencia hecho desposar con Agripina, hija de Germánico, a Cneo Domicio, mandó que las bodas se celebrasen en Roma. A Domicio, a más de la nobleza de su linaje, valió mucho el ser pariente de los Césares, habiendo tenido por abuela a Octavia y siéndole tío por esta razón Augusto.