LIBRO II. 769-772 de Roma (16-19)

Algunos movimientos en Oriente.—Vonón, rey de los partos, es echado de su reino por Artabano; huye a Armenia, de donde es hecho rey.—Es removido luego por Silano, presidente de Siria, medroso de las amenazas de Artabano.—TIberio, so color de los movimientos de Oriente, arranca a Germánico de entre sus legiones, obedeciendo él aunque no aprisa.—Antes de esto entra en Germania, y fabricada una armada de mil naves, costeando el océano, llega al río Amisia.—Envia sobre los angrivarios a Estertinio, que los saquea y degüella.—Luego, en dos famosas batallas vence: a los queruscos y a su capitán Arminio.—Corre a la vuelta una borrasca tan furiosa en el océano, que pierde gran parte de las naves.— En Roma es acusado, y en parte convencido de deseo de novedades, Libón Druso, el cual, no viendo en Tiberio señales de piedad para con él, se mata.—Marco Hortalo, nieto del orador Hortensio, propone en vano su extrema pobreza al príncipe.—Clemente, esclavo de Póstumo Agripa, sabida la muerte de su señor, finge ser él y altera con esta voz a Roma, donde tiene ocultos amigos y valedores; mas por diligencia de Salustio Crispo es preso sin ruido y traído a Roma.—Triunfa Germánico en muchas naciones de Germania.—Muere en Roma Arquelao, rey de Capadocia, y su reino es hecho provincia.—Germánico va a Oriente con amplia y suprema potestad, y Cnea Pisón a Siria con ocultas órdenes, a lo que se cree, contra Germánico.—Druso va al Ilírico contra los germanos, cuyas discordias ocasionan ocio y seguridad al pueblo romano. Los queruscos, con su capitán Arminio, en una poderosa y sangrienta batalla vencen al poderoso y viejo rey Maroboduo. Perecen en Asia doce célebres ciudades con la furia de un terremoto.—Tacfarinas, comenzando la guerra a modo de latrocinio en África es refrenado por Furio, procónsul.—Germánico en Armenia, quitando el reino a Vonón, introduce a Zenón con gusto de aquellos pueblos.—Druso fomenta las discordias en Germania. Maroboduo es echado del reino por Catualda, a quien señala Tiberio la habitación de Frejus.—Rescuporis, rey de Tracia, preso por artificio de Pomponio Flaco, es llevado a Roma.—Germánico visita a Egipto.—Vuelto a Siria, se refuerza la enemistad entre él y Pisón, y poco después muere en Antioquía, con general desconsuelo y no menor opinión de veneno por obra de Pisón, el cual, tentando el ocupar con armas la provincia, es rechazado por Sencio, uno de los amigos de Germánico, cuya memoria se solemniza en Roma con exquisitos honores.—Decrétase contra la impudicia de las mujeres.—Recíbese una virgen vestal.—Arminio muere en Germania por engaño.

 

I. En el consulado de Sisena Estatilio Tauro y Lucio Libón hicieron movimiento los reinos orientales y las provincias sujetas al Imperio romano. El principio vino de los partos, los cuales, pedido y aceptado un rey de Roma, aunque del linaje de los Arsacidas, le despreciaron como a extranjero. Llamábase este rey Vonón, el cual fue dado en rehenes a Augusto por Fraates, su padre; porque si bien siendo éste Fraates, rey de los partos, había rechazado al ejército y a los capitanes romanos, no por esto dejó de reconocer a Augusto con toda reverencia y respeto, hasta enviarle, en confirmación de la amistad, parte de sus hijos, no tanto por temor que tuviese a los nuestros, como por no fiarse de los suyos.

 

II. Después de la muerte de Fraates y de algunos reyes que le sucedieron, por causa de las matanzas intestinas, vinieron a Roma embajadores de parte de los principales de Partia a pedir a Vonón como al de más edad entre los hijos de Fraates. Tuvo esto César a muy gran gloria, y entregándosele cargado con ricos dones, fue recibido allá con alegría de aquellos bárbaros, como las más veces sucede en mudanzas de príncipes. Comenzaron poco después a avergonzarse, pareciéndoles que habían degenerado de verdaderos partos, yendo a otro mundo a pedir rey hecho ya y acostumbrado a los modos de vivir de sus enemigos. Dolíanse de que el trono real de los Arsacidas era ya reputado y distribuido como una de las provincias romanas. ¿Dónde está —decían ellos— la gloria de aquellos que mataron a Craso y de los que pusieron en huida a Antonio, si un esclavo de César, después de haber sufrido tantos años la servidumbre, viene ahora a imperar a los partos? Provocaba él también el disgusto universal con apartarse de los institutos y costumbres de sus predecesores, ir pocas veces a caza, no deleitarse con caballos, sino haciéndose llevar por la ciudad en litera, y aborreciendo las viandas y regocijos de su patria. Burlábanse también de que se acampañase de griegos y de que tuviese cerrada y sellada con su sello hasta la más vil de sus alhajas. Mas la facilidad en dar audiencias y la cortesía que usaba con todos eran virtudes no conocidas por los partos; y a causa de no haber sido usadas por sus mayores, las calificaban también por vicios, con que vinieron a aborrecer toda sus acciones, buenas y malas.

 

III. A cuya causa levantan a un Artabano, del linaje de los Arsacidas, que se crió entre los dahos. Éste, roto en el primer reencuentro, reforzó después su campo y conquistó el reino. Deshecho Vonón, no halló otro mejor refugio que en Armenia, la cual por entonces estaba sin rey y situada en medio de los romanos y de los partos, poderosos todos, a cuya causa no era seguro el fiarse de alguno de ellos. Añadida la burla que Antonio hizo a Artavasde, rey de Armenia, llamándole so color de amistad y quitándole la vida, después de haberle tenido algún tiempo en cadenas. Cuyo hijo Artajias, ofendido gravemente y enojado contra nosotros por la memoria de su padre, había con las armas de los Arsacidas defendido su persona y su reino. Muerto después Artajias por engaño de sus más propincuos y parientes, hizo César a Triganes rey de Armenia, adonde fue llevado por Tiberio Nerón. Ni éste lo tuvo largo tiempo, como tampoco sus hijos, aunque compañeros, al uso bárbaro, igualmente en el matrimonio y en el reino.

 

IV. Fue después por orden de Augusto establecido en este reino Artavasde y echado de él no sin estrago nuestro. Envióse tras esto a componer las cosas a Cayo César, el cual, de consentimiento de los armenios, les dio por rey a Ariobarzanes, de origen medo, estimado por la hermosura de aspecto y nobleza de ánimo. Muerto éste desgraciadamente, no quisieron más rey de su linaje, antes probado el imperio de una mujer llamada Erato, y desposeída presto; inciertos y sueltos, antes sin señor que en libertad, reciben en el reino al fugitivo Vonón. Mas en comenzando Artabano a usar de amenazas, y en viendo nosotros que para emprender la defensa de Vonón había de ser forzoso romper la guerra con los partos, llamado por Crético Silano, gobernador de Siria, fue guardado en honesta prisión, dejándole la pompa y nombre real. La forma en que procuró librarse de aquella afrenta diremos a su tiempo.

 

V. No le pesó a Tiberio de las inquietudes de Oriente, por tener ocasión de apartar a Germánico de sus legiones domésticas y enviarle a nuevas provincias sujeto a los engaños y accidentes. Mas Germánico, cuanto era más ardiente para con él la afición de los soldados y más perversa la voluntad de su tío, tanto más deseoso de la victoria iba entre sí considerando el modo de pelear, y lo que en tres años le había sucedido de próspero y adverso; imaginaba que se podían vencer los germanos en batalla formada y en campaña abierta, donde, en contrario, sentían gran refugio con el abrigo de los bosques, con los pantanos, con el verano corto y el invierno anticipado. Conocía también que no eran los soldados tan ofendidos de las heridas que recibían, cuanto por ocasión de los largos viajes y el peso de las armas. Consideraban a las Galias cansadas de ofrecer caballos, y que la larga jarcia del bagaje daba gran ocasión a las insidias enemigas, a más de la dificultad de defenderle. Veía en contrario que si llevaba sus gentes por mar, al punto se haría señor de ella, por ser poco frecuentada y menos sabida del enemigo; podíase comenzar la guerra más temprano, llevarse juntas las legiones y las vituallas, los caballos enteros y descansados, todo, hasta el corazón de Germania por aquellos brazos de mar y canales de ríos.

 

VI. Resuelto, pues, en esto, envía a Publio Vitelio y a Cancio a recoger las rentas corridas en las Galias, encargando a Silio, Anteyo y Cecina la fábrica de la armada. Juzgóse que bastaría mil naves, y con brevedad se pusieron a punto; algunas cortas, con la proa y la popa estrechas y el vientre ancho, para que más fácilmente rigiesen sobre las ondas; otras llanas de carena, por cuyo medio pudiesen encallar en la baja mar sin peligro. Pusiéronse a muchas timones de entrambos partes, para, sin detenerse en dar la vuelta, poder zabordar en tierra por una punta o por otra, sólo con volver prestamente los remos. Muchas se fabricaron en forma de pontones, para conducir los instrumentos y las máquinas de guerra, y juntamente servían de llevar caballos y vituallas, diestras de la vela y veloces del remo, aumentadas en el ornamento y en la fiereza por la prontitud y la alegría de los soldados. Escogióse la isla de los bátavos para hacer la masa de la armada, por tener el desembarcadero fácil y ser muy cómoda para recibir y enviar la gente a la guerra. Porque el Rin, corriendo con sólo un brazo o con el rodeo de pequeñas isletas, en tocando a las tierras de los bátavos, se divide como en dos ríos, conservando el nombre y la violencia del curso el que hiende a la Germania hasta que se mezcla con el Océano; mas el otro brazo, que corre bañando la ribera y límite de las Galias, discurriendo con mayor anchura y quietud y perdido su primer nombre, que se le dan los paisanos de Vaal, mudado luego también éste en el de Masa, con anchísima boca desagua en el mismo mar.

 

VII. El César, pues, mientras se junta la armada, envía al legado Silio con gente suelta a correr las tierras de los catas; y él, habiendo entendido que el castillo puesto sobre el río Lupia estaba cercado, fue él mismo allá con seis legiones. Silio, respecto a las improvisas lluvias, no pudo hacer más que una pequeña presa y tomar en prisión a la mujer y a una hija de Arpi, príncipe de los catas. Ni el César pudo pelear con los que sitiaban el fuerte, por retirarse ellos a la fama de su venida habiendo antes deshecho el túmulo levantado poco antes a las legiones de Varo y el viejo altar edificado a Druso. Reedificó el altar, y en honra de su padre, acompañado de todas las legiones, corrió alrededor de él. No le pareció tocar más el túmulo; sólo fortificó con nuevos reparos y calzadas todo el espacio contenido entre el castillo, el Alisón y el Rin.

 

VIII. En llegando la armada, enviadas delante las vituallas, y repartidos los navíos entre legiones y confederados, entró en el canal o fosa llamada Drusiana, adonde hizo oración a su padre, diciendo que no le tuviese a soberbia el atreverse a emprender lo que él había emprendido, antes bien le ayudase con la memoria de sus empresas y ejemplo de sus consejos. De allí, atravesando por los lagos y por el Océano, llegó con feliz navegación al río Amasis, donde dejó la armada en su ribera siniestra, que fue gran yerro no pasada a la otra parte, a causa de ser necesario después detenerse mucho en hacer puentes en que pasar la gente al país de la parte diestra del río. Pasó la gente de a caballo y el golpe de las legiones sin temor los primeros brazos del mar, no habiendo aún crecido las ondas; mas de la última tropa de los auxiliarios y bátavos se ahogaron algunos, mientras pensaban burlarse de las aguas y mostrar su destreza en el nadar. Al plantar su campo el César, fue avisado de que se le habían rebelado a las espaldas los angrivarios. Y así, enviando luego a Estertinio con golpe de caballería e infantes sueltos, castigó a fuego y a sangre su perfidia.

 

IX. Corría entre los romanos y los queruscos el río Visurgo, en cuyo margen se presentó Arminio con otros principales, el cual, preguntando si había venido ya el César, y respondiéndole que sí, pidió que le dejasen hablar con su hermano. Tenía Arminio un hermano en el ejército llamado Flavio, de señalada fidelidad para con los romanos, en cuyo servicio había perdido un ojo militando debajo de Tiberio pocos años antes. Concediósele, y llegado Flavio a la orilla, fue saludado de Arminio, el cual, haciendo retirar a los que tenía consigo, pidió también que se apartase los arqueros puestos en nuestra ribera. Apartados, interrogó a su hermano sobre la causa de aquella fealdad que tenía en el rostro, y dándole cuenta Flavio del lugar y de la pelea donde recibió aquel golpe, le pregunta otra vez Arminio qué recompensa había tenido por ello. Contóle Flavio el aumento de sueldo, mostróle el collar, la corona y otros dones militares, riéndose Arminio y menospreciando la vileza del premio de su servidumbre.

 

X. Comenzaron después a discurrir, uno de la grandeza de los romanos, de las riquezas de César, del castigo que daban a los vencidos, de la grande clemencia que usaban con quien se les rendía voluntariamente, y que hasta la mujer y el hijo del propio Arminio no eran tratados como enemigos. El otro alegaba lo mucho que se debe a la patria, su antigua libertad y los dioses internos de Germania, su madre, compañera en los ruegos, exhortándole finalmente a que quisiese antes mandar y conducir a sus parientes y aliados como capitán, que desampararlos y perseguirlos como traidor. Con esto, pasando poco a poco hasta decirse injurias, ni aun el río que tenían en medio bastara a refrenarlos, si, acudiendo allá Estertinio, no hubiera detenido a Flavio, que lleno de ira y de enojo pedía las armas y el caballo. Veíase en la otra ribera a Arminio amenazando y denunciando la guerra, y entendiese lo que hablaba por mezclar muchas palabras latinas, como aquél que había militado ya en otro tiempo en el campo romano en calidad de capitán de su ciudad.

 

XI. El día siguiente presentaron los germanos la batalla de allá del Visurgo. Mas no pareciéndole al César cosa de buen capitán aventurar las legiones sin hacer primero puentes y guarnecerlos bastantemente, hizo pasar por el vado la caballería, a cargo de Estertinio y Emilio, uno de los primipilares. Éstos, pues, se separaron, vadeando el río por diversas partes, para separar también al enemigo. Cariovalda, capitán de los bátavos, pasó por donde el río se mostraba más rápido, al cual los queruscos, fingiendo retirarse, le llevaron hasta un llano rodeado de bosques. De allí, saliendo juntos y esparciéndose por todo, cierran con quien les resiste, aprietan a los que se retiran, y en juntándose y apiñándose todos, los atropellan y rompen, a los unos de cerca con las armas, y a los otros de lejos con el temor. Cariovalda, después de haber largo espacio sostenido el ímpetu enemigo, exhortando a los suyos a que se apretasen entre sí para abrir las tropas que cerraban, arremetiendo él a la más espesa y matándole antes el caballo, murió atravesado de flechas y de dardos, y con él muchos nobles. Los demás, con su propio valor, y socorridos por los caballos de Estertinio y Emilio, se libraron del peligro.

 

XII. El César, pasado el Visurgo, tuvo noticia por un fugitivo del lugar que había escogido Arminio para la batalla, y cómo en la selva consagrada a Hércules se habían recogido otras naciones con ánimo de acometer aquella noche los alojamientos. Diose crédito a este hombre, y veíanse ya de lejos los fuegos encendidos; por cuyo medio, acercándose un poco más los corredores romanos, volvieron con aviso de haber oído grandes relinchos de caballos y el murmurio de una confusa y desordenada muchedumbre de gente. Con esto, Germánico, viéndose cercano a haber de tratar de la suma de las cosas, y pareciéndole acertado tentar el ánimo de los soldados, pensaba en sí el mejor medio para poderlo hacer con verdad y entereza. Sabía bien que los tribunos y centuriones tienen por costumbre decir las cosas más como saben que han de agradar que como ellos las entienden. Conocía que los libertinos conservan siempre aquel ánimo servil, y que entre los amigos de los príncipes suele reinar de ordinario la adulación. Si hacía parlamento en general a todos, allí también sucedía gritar a bulto muchos lo que comenzaban a decir pocos. Resolvióse al fin, para tener conocido el ánimo de su gente, en procurar oír él mismo lo que los soldados decían a sus camaradas, entre las viandas militares, cuando más seguros estuviesen de que no eran oídos, profiriendo sin respetos su esperanza o su temor.

 

XIII. Venida la noche sale por la puerta augural, y camina por lugares encubiertos y no practicados de las rondas en compañía de uno solo, y disfrazado con el pellejo de una fiera sobre las espaldas, discurre por los cuarteles, arrimando el oído a las tiendas y los ranchos de los soldados y gozando de las pláticas que se hacían de él. Unos le alababan de capitán nobilísimo; otros de gracia y gentileza; muchos engrandecían su paciencia, su cortesía y su valor siempre uno y de una manera, tanto en las cosas de gusto como en las graves, confesando que era general obligación darle las gracias de todo y corresponderle peleando, juntamente sacrificando a la gloria y a la venganza a aquellos pérfidos violadores de la paz. Estando en esto, uno de los enemigos que sabía la lengua latina, llegándose con su caballo a los reparos, comenzó a dar voces, prometiendo de parte de Arminio mujeres, campos y dos ducados y medio (cien sestercios) de paga diaria a los que se pasen a su servicio todo lo que durase la guerra. Encendió grandemente esta afrenta la ira de las legiones. Venga el día —decían—, dése la batalla, y verán si saben los soldados tomar los campos de los germanos y quitarles las mujeres, aceptando el buen agüero con que ellos mismos destinaban a la presa sus matrimonios y sus dineros. Cerca de la tercia guardia hicieron tocar arma en nuestro campo sin arrimarse a tiro de dardo, por ver coronadas de gente las trincheras y que se estaba alerta.

 

XIV. Pasó aquella noche Germánico con dulce reposo; parecióle entre sueños que sacrificaba, y que viéndole con la vestidura llamada pretexta rociada de aquella sacra sangre, su abuela Augusta le vestía con sus manos otra mucho más hermosa. Con este segundo agüero, y viendo su empresa aprobada por los auspicios, convocado el parlamento, da cuenta de las provisiones hechas con prudencia y a propósito para la cercana batalla, diciendo que no sólo era la campaña cómoda a los soldados romanos para pelear, mas que sabiéndose gobernar lo eran también las selvas y los bosques; porque los escudos desmesurados de los bárbaros y las largas picas no eran de servicio ni se podían manejar entre aquellos troncos de árboles y entre aquella espesura de ramas con la facilidad que sus dardos y sus espadas, a que ayudaban sus armas defensivas, cómodas y apretadas con el cuerpo; que lo que convenía era menudear los golpes, encaminando las puntas al rostro del enemigo, visto que los germanos no usaban celadas, ni corazas, ni paveses reforzados de nervios o de hierro, sino algunos de mimbres tejidos y otros de tablas delgadas y pintadas de colores; que iban bien o mal armados de picas los de las primeras hileras, pero los otros, cuando mucho, de palos tostados y de otras armas cortas. Sus cuerpos, así como fieros en el aspecto, y por ventura poderosos para sostener algún breve asalto, asimismo eran impacientes de las heridas; poco cuidadosos de honra, desobedientes a sus capitanes; que en antojándoseles huían y desamparaban el campo, y no menos medrosos en las adversidades que insolentes en los sucesos prósperos, y menospreciadores de los hombres y de los dioses. Si deseáis —decía— poner fin al enfado de tan largos viajes y a las descomodidades de la mar, el remedio es vencer esta batalla. Más cercanos estáis ya del Albis que del Rin; y sin duda acabaremos la guerra si a mí, que sigo las pisadas de mi padre y de mi tío, me hacéis victorioso en estas mismas tierras.

 

XV. A la oración del general, seguido el aplauso y el ardor de los soldados, se dio la señal de la batalla.

 

No se descuidaban Arminio y los demás príncipes germanos de exhortar cada uno a los suyos, diciendo que eran aquellos las reliquias de aquellos romanos fugacísimos del ejército de Varo que por no sufrir la guerra habían movido una sedición; parte de los cuales, cargados de heridas, ofrecían de nuevo las espaldas, y parte los miembros quebrantados de las ondas y borrascas del mar a los enemigos enojados y a los dioses contrarios, sin alguna esperanza de salud; que no se habían valido de la armada y del viaje inusitado del Océano, sino por no ser acometidos en el camino, ni seguidos después de rotos. Lleguemos una vez a las manos, que en vano apelarán los vencidos para el favor de los vientos y ayuda de los remos. Acordaos de la avaricia, crueldad y soberbia de los romanos, y que para acabar con ellos no os queda ya otro remedio que conservar la libertad o morir por lo menos antes de la servidumbre.

 

XVI. Animados con esto, y pidiendo la batalla, los lleva a un campo llamado Idistaviso, puesto entre el río Visurgo y las montañas, de espacio desigual, según que la ribera da lugar a las corrientes de las aguas, o lo resisten las alturas de los montes. Había a las espaldas un bosque alto, aunque con el suelo limpio entre los troncos de los árboles. La ordenanza bárbara ocupó la campaña y la entrada del bosque; sólo los queruscos se pusieron en lo alto de los montes, con intento de herir en los romanos trabada que fuese la pelea. Caminaba de esta manera nuestro ejército: a la cabeza los auxiliarios galos y germanos; tras ellos los arqueros a pie; después cuatro legiones con la persona de César, dos cohortes de pretorianos y la caballería escogida; seguían las otras cuatro legiones y los armados a la ligera, con los arqueros a caballo y las demás cohortes de confederados.

 

XVII. Estando, pues, todos los soldados atentos a conservar su ordenanza y aparejados a menear las manos, Germánico, viendo las escuadras de queruscos, que por fiereza de ánimo se habían anticipado a pelear, venir cerrando su caballería escogida, envió a Estertinio con el resto de sus tropas y orden de procurar cogerlos en medio y embestirlos por las espaldas, ofreciendo socorrerle en la ocasión. En esto, reparando Germánico en un hermosísimo agüero, es a saber, ocho águilas que entraban en el bosque, comenzó a gritar a los soldados, diciendo que siguiesen las aves romanas, deidad particular de las legiones. Cierra en esto la infantería por frente, y los caballos enviados primero comienzan a cargar por los costados y por las espaldas; entonces, cosa maravillosa, dos escuadrones enemigos, es a saber, porque ocupaban los lugares descubiertos del bosque y los que tenían su ordenanza en la campaña abierta, huyendo al contrario los unos de los otros, procuraban éstos salvarse en la espesura, aquéllos en la aspereza de los montes. Los queruscos, cogidos en medio, eran arrojados del monte abajo; entre los cuales el famoso Arminio, con la mano, con las voces y con los golpes que daba, sostenía la batalla, y cerrando con los arqueros, rompiendo por ellos, hubiera escapado por allí, si las cohortes de recios, vindélicos y galos no se le hubieran opuesto con sus banderas. Todavía con su fuerza y con el ímpetu del caballo, manchándose el rostro con su propia sangre por no ser conocido, se salvó. Quieren algunos que, conocido por los caucios, que militaban entre las ayudas romanas, fue dejado pasar. El valor o el mismo fraude dio ni más ni menos escape a Inguiomaro; los demás, degollados por todas partes, y muchos procurando pasar el Visurgo, perecieron, o de la violencia del río, o de las armas arrojadizas, y, finalmente, del peso de los que caían en él por ocasión de la dificultad y altura de sus orillas. Algunos con vergonzosa huida, trepando hasta la cumbre de los árboles y escondiéndose entre las ramas, sirvieron de blanco y regocijo a los arqueros; a otros mataron cortando los árboles por el pie.

 

XVIII. Fue grande esta victoria, y sin sangre nuestra, habiendo durado la matanza desde la quinta hora del día hasta la noche, hinchiéndose los campos por espacio de tres leguas de cuerpos muertos y de armas. Halláronse entre los despojos las cadenas que traían para atar a los romanos, como seguros de la victoria. Los soldados en el lugar de la batalla saludaron a Tiberio, emperador, y levantando un bastón pusieron encima las armas enemigas a modo de trofeo, con una larga inscripción de los nombres de las naciones vencidas.

 

XIX. No provocaron tanto la ira y el dolor de los germanos las heridas, el llanto y la destrucción como los movió la afrenta de este espectáculo; tal, que los que no trataban ya sino de desamparar sus propias tierras y retirarse de allá del Albis, piden de nuevo la batalla, arrebatan las armas, y juntos nobles y plebeyos, viejos y mozos, inquietan y acometen de improviso el campo romano. Escogen, finalmente, un puesto cerrado entre el río y los bosques, dentro del cual había una llanura estrecha y pantanosa. Todo este puesto estaba rodeado de una profunda laguna, salvo un breve espacio donde los angrivarios habían levantado un trincherón o calzada muy ancha, por término y mojón entre sus tierras y las de los queruscos. Aquí alojaron su gente de a pie, escondiendo su caballería en los vecinos bosques consagrados, para embestir la retaguardia de las legiones en viéndolas entrar por la espesura de las selvas.

 

XX. No ignoraba estos designios Germánico, advertido de los consejos del enemigo y de sus acciones públicas y secretas, de todo lo cual se servía para emplearlo en daño de sus contrarios. Dio el cargo de los caballos y el llano a Seyo Tuberón, legado, y ordenó de suerte la infantería que una parte entrase por la llanura en el bosque, y la otra acometiese el trincherón o calzada; escogió para sí el puesto más peligroso, dejando los demás a los legados. Los que iban por la campaña pasaron adelante fácilmente, mas los que habían de ganar el trincherón, arrimándose a él, como si se arrimaran al pie de una muralla, eran de arriba gravemente ofendidos. Conoció luego el general la desigualdad que había en pelear los suyos de tan cerca, y haciendo retirar un poco las legiones, ordenó que los honderos y tiradores de otras armas arrojadizas quitasen al enemigo de la defensa. Trábanse armas enastadas con las máquinas, y, cuanto más altos se descubrían los defensores, tanto más eran heridos y derribados. Fue el primero el César, que con las cohortes pretorias se apoderó del trincherón, y cerrando con el bosque, se vino a las manos a media espada, tal, que teniendo el enemigo cerradas las espaldas con el estaño o lago y los romanos con el río y los montes, daba a todos el sitio necesidad, la virtud esperanza y sólo la victoria salud.

 

XXI. No eran los germanos inferiores en el valor, aunque sí en las armas y en el modo de pelear; porque aquella gran muchedumbre no podía en los lugares estrechos manejar las largas picas, ni valerse de la destreza o velocidad de la persona, constreñida a menear las manos a pie firme. En contrario, los nuestros, con el escudo al pecho y la espada empuñada, herían aquellos cuerpos grandes y desnudos rostros, abriéndose camino con estrago del enemigo, habiendo ya perdido el ánimo Arminio, o por los continuos peligros, o por aquel nuevo trabajo. Donde Inguiomaro, discurriendo por la batalla y hallándose en todo, vino a quedar antes desamparado de la fortuna que del valor. Germánico, quitándose la celada para ser mejor conocido, exhortaba a los suyos a que no perdonasen la vida a enemigo alguno, que no era tiempo de hacer prisioneros, pues sólo con el fin y entera destrucción de aquella gente se podía fenecer la guerra. Hecha partir hacia la tarde una legión a preparar el alojamiento, las otras hasta la noche se hartaron de sangre enemiga, habiendo la caballería peleado sin ventaja.

 

XXII. El César, loados en el Parlamento los vencedores, hizo levantar un trofeo de armas con este soberbio título: El Ejército de Tiberio César, sojuzgadas las naciones entre el Rin y el Albis, consagra esta memoria a Marte, a Júpiter y a Augusto. No añadió otra cosa de su persona, o por huir la envidia, o porque le pareció que es bastante paga de cualquiera acción, por noble y generosa que sea, la satisfacción de nuestra propia conciencia. Ordenó después a Estertinio que moviese la guerra contra los angrivarios, si no se entregaban luego; mas ellos, rindiéndose a discreción, alcanzaron perdón de todo.

 

XXIII. Estando ya muy adelante el verano, se envió por tierra a los acostumbrados invernaderos una parte de las legiones; la otra mayor, por el río Amisia, condujo el César al Océano. Rompían al principio el mar quieto y apacible los remos y las velas de mil naves, cuando saliendo de un globo negro de nubes un pedrisquero con tempestad arrebatada, comenzaron las olas a levantarse tan altas, que del todo impidieron a los pilotos el tino y el modo de gobernar, y los soldados, medrosos y no acostumbrados a los peligros y las faenas de la mar, mientras embarazan a los marineros o fuera de tiempo los ayudan, impiden el necesario ejercicio de los prácticos. Resuélvese después todo aquel cielo y mar turbado en un viento soberbio de mediodía, el cual, reforzado por innumerables nubes arrojadas de las montuosas regiones y profundos ríos de Germania, y hecho más violento por la frialdad del vecino septentrión, arrebata las naves, arrojándolas en lo más descubierto del Océano, o en islas rodeadas de escollos o peligrosas por la incertidumbre del fondo. Escapados algún tanto, y con gran dificultad los navíos de estos lugares peligrosos por haberse mudado la corriente que los llevaba a merced de los vientos, cayeron en otra mayor, no pudiendo echar las áncoras, ni agotar el agua que entraba dentro de los bajeles, para alivio de los cuales comienzan a arrojarse caballos, bestias de carga, bagaje y hasta las mismas armas, deseando, con librarse de aquel peso, evitar la entrada de las ondas y vaciar las que ya habían entrado por los costados.

 

XXIV. Cuanto es más tempestuoso que los otros mares el Océano y el cielo de la Germania más riguroso y áspero, tanto fue mayor y más nuevo aquel estrago en medio de las riberas enemigas y del mar tan extendido y profundo, que no sin causa se cree ser el último de todos, y que después de él no hay tierra alguna. Fueron sorbidas parte de las naves, las más arrojadas a islas apartadísimas y tan deshabitadas y sin género de sustento, que los soldados que no tuvieron estómago para sustentarse de los caballos muertos, arrojados a la costa por el furor de las ondas, murieron de hambre. La galera capitán sola con Germánico surgió en los caucios; el cual, días y noches, por todos aquellos escollos y promontorios, llamándose merecedor de aquel trabajo, apenas pudieron defenderle sus amigos que no se arrojase en el mismo mar. Finalmente, cesando la fortuna y volviéndose el viento favorable, vuelven las galeras casi sin remos, las naves con capas y otras vestiduras cosidas en lugar de velas, y las que de una manera ni de otra podían hacer camino eran remolcadas por las menos rotas. Las cuales, remendadas brevemente lo mejor que se pudo, se enviaron luego en busca de las islas, y con esta diligencia se recuperaron muchos soldados. Muchos también fueron enviados por los angrivarios, venidos de nuevo a la obediencia romana rescatando los lugares la tierra adentro. Otros, transportados a Inglaterra alcanzaron libertad por obra de aquellos reyezuelos. Contaba cada cual, cuanto venía de más lejos, mayores maravillas; encarecían la violencia grande de la tempestad; pintaban aves de quienes jamás se tuvo noticia, monstruos marinos, formas diversas de animales y de hombres, cosas vistas por los ojos o imaginadas por el miedo.

 

XXV. La fama de haberse perdido la armada, así como incitó a los germanos a nuevos deseos de guerra, asimismo despertó a Germánico el de procurarlos refrenar. Y habiendo enviado a daño de los catos a Cayo Silio con treinta mil infantes y tres mil caballos, él con la mayor fuerza va sobre los marsos, cuya cabeza, Malovendo, poco antes recibido en devoción, avisó del lugar donde estaba enterrada el águila de la legión de Varo, advirtiendo que la guardaba poca gente. A cuya causa, envió luego la que bastó para provocar por frente al enemigo, y otras escuadras que entretanto cavasen la tierra a espaldas, a todos sucedió prósperamente.

 

Pasa con esto Germánico tanto más animosamente adelante, saquea el país, sigue a los enemigos que no se atreven a hacerle rostro, y rompe a los que se le hacen, jamás con el espanto y terror que entonces, como se supo por relación de prisioneros, cuya causa publican a los romanos por invencibles y por ningún accidente superables, pues que perdida la flota y las armas, después de haber cubierto la playa de hombres y de caballos muertos, los acometían con la misma fuerza y con el mismo ánimo que si hubieran crecido en números.

 

XXVI. Redujo después los soldados a sus invernaderos, alegres de haber con esta próspera facción recompensado los trabajos de la mar: añadióseles el gusto con la gran liberalidad del César, que pagó a cada uno los daños que constó haber recibido. Nadie pone duda en que los enemigos estaban suspensos y con intento de pedir la paz, ni de que el verano siguiente se hubiera podido acabar la guerra; mas Tiberio con continuas cartas lo llamaba para recibir el triunfo que se le había decretado, diciendo que ya había trabajado harto; que había tentado la fortuna bastantemente, dado y ganado grandes y felices batallas; mas que era justo acordarse también de los crueles daños que, aunque sin culpa suya, habían causado la mar y el viento; que él había sido enviado nueve veces a Germania por Augusto, obrando más con el consejo que con la fuerza, rindiéndosele por este medio los sicambros y los suevos, obligando a la paz del rey Maroboduo, y que estando, como estaba ya, harto vengada la sangre romana, no había peligro en dejar a los queruscos y a las demás naciones rebeldes en poder de sus discordias intestinas. Y pidiéndole Germánico un año de tiempo para fenecer aquellas empresas, tentó más apretadamente su modestia ofredéndole el segundo consulado, para cuya administración era necesaria su presencia; añadiendo juntamente que, si todavía quedaba algún rastro de guerra, dejase aquella ocasión a Druso, el cual, no habiendo enemigos en otra parte, no podía ganar nombre de emperador ni láurea sino en Germania. No se detuvo más Germánico, si bien conocía ser todo fingido por envidia y por apartarle del ya ganado esplendor.

 

XXVII. En este tiempo fue acusado de tentar cosas nuevas contra el Estado Libón Druso de la familia Escribonia.

 

Contaré distintamente el principio, el orden y el fin de este suceso, habiendo sido hallado entonces lo que después por tantos años afligió y consumió la República. Firmio Catón, senador, amigo íntimo de Libón, tuvo maña de persuadir al mozo incauto y vano el dar oídos a caldeos, a magos y a intérpretes de sueños; y representándole que Pompeyo fue su bisabuelo, Escribonia su tía de parte de padre, mujer que fue de Augusto, los Césares sus primos, su casa llena de insignias de nobleza, le exhortaba a vivir viciosamente, tomar dineros prestados, haciéndosele compañero en los deleites y en las demás cosas secretas por convencerle mejor con los indicios.

 

XXVIII. Cuando le pareció tener suficientes testigos y esclavos que pudiesen testificar lo mismo, pide audiencia al príncipe, dando cuenta del delito y del delincuente por vía de Flaco Vesculario, caballero romano, gran privado de Tiberio, el cual, aunque no menospreció el aviso, no quiso verse con el acusador, diciendo que por medio del mismo Flaco se podía dar entera noticia de todo. Hace en tanto pretor a Libón; convídale a su mesa sin mudar de rostro ni alterarse en palabras; tanto sabía tener escondido su enojo; y pudiendo atajar los intentos de Libón, quería antes saber lo que hacía y decía, hasta que un cierto Junio, persuadido a que con enredos y conjuras hiciese comparecer sombras infernales, lo refirió a Fulcinio Trion. Era entre los acusados muy celebrado el ingenio de Trion, como de hombre que se holgaba de tener ruin fama. Pone luego la acusación al reo, va a los cónsules y requiere que el Senado vea la causa. Convócanse con éstos los senadores, añadiendo que se había de tratar de una cosa grande y atroz.

 

XXIX. Libón, en tanto, mudado de vestidos, acompañado de muchas mujeres nobles, va a casa de los senadores, encomendándose a sus parientes y rogándoles que en aquel peligro hablen por él, excusándose todos con varios pretextos, por hallarse preocupados del mismo temor. El día del Senado, cansado Libón o combatido del cuidado o del miedo, como algunos han dicho, fingiéndose enfermo, se hizo llevar en litera a la puerta de palacio, y sostenido de su hermano, extendiendo las manos y suplicando con humildes palabras a Tiberio, fue recibido con rostro inmóvil y severo. Recitó César la acusación y los autores de tal suerte, que no se echaba de ver si quería aligerar o agravar los delitos.

 

XXX. Habíanse añadido por acusadores, a más de Trion y Catón, Fonteyo, Agripa y Cayo Vivio, y debatiendo entre ellos sobre quién había de tomar a su cargo el orar primero contra el reo, viendo Vivio que no se concertaba, y que Libón había entrado sin abogado, prometiendo de referir sus delitos uno a uno, declaró desatinados cargos; es a saber, que Libón había consultado sobre si tendría jamás tanto dinero que bastase a cubrir la vía Apia hasta Brindis, y otras semejantes locuras y vanidades que, consideradas más mansamente, eran dignas de compasión. Fundábase el acusador en una escritura de mano de Libón, con ciertas notas de ocultos caracteres, que al parecer denotaban alguna gran crueldad, añadidos los nombres de César y de los senadores. Llegado el reo, fue resuelto de examinar con tortura a sus esclavos. Y porque por antiguo decreto del Senado había sido prohibido el examen de los tales cuando se tratase de la vida de su señor, Tiberio, sagaz e inventor de nuevas leyes, mandó que se vendiesen todos a un procurador de las rentas públicas, por poder, sin contravenir al decreto, proceder contra Libón por vía de sus esclavos. Visto esto por el reo, pidió de tiempo todo el día siguiente, y vuelto a su casa con Publio Quirino, su pariente, envió al príncipe los últimos ruegos, sacando por respuesta que acudiese al Senado.

 

XXXI. Estaba entre tanto rodeada la casa de Libón de soldados, los cuales hasta en el patio hacían rumor para ser oídos y vistos; cuando Libón, cenando, atormentado de las viandas mismas aparejadas para su postrer sustento, llama a quien le mate, pone el cuchillo en las manos de sus criados ofreciendo el pecho a los golpes, y mientras ellos, medrosos, huyen, dan con las mesas y con las luces en el suelo. Él, en aquella funesta oscuridad, con dos heridas en las entrañas, se mata. Corrieron los libertos, sentido el gemido y la caída, y los soldados, en viendo que había expirado, se fueron de allí y le dejaron. Sin embargo, se siguió la causa en el Senado tan criminalmente como antes, jurando Tiberio que hubiera pedido en gracia su vida aunque pareciera culpado, si no le previniera con muerte voluntaria.

 

XXXII. Su hacienda se repartió entre los que le acusaron, y a los que eran senadores se les dio la pretura supernumeraria. Propuso entonces Cotta Mesalino que en las exequias de los descendientes de Libón no se pudiese llevar su imagen. Cneo Lentulo fue de parecer que ninguno de los Escribonianos pudiese tomar el sobrenombre de Druso, y por consejo de Pomponio Flaco fueron ordenados ciertos días en que se hubiesen de hacer procesiones generales. Lucio Pisón, Galo Asinio, Papia Mutilo y Lucio Apronio votaron que se llevasen dones a Júpiter, a Marte y a la Concordia, y que el día de los trece de septiembre, en que se mató Libón, fuese solemnizado como fiesta. He querido notar aquí las autoridades y adulaciones de estos personajes, para que se sepa que era esto ya mal viejo de la República. Hiciéronse otros decretos en el Senado, sobre el expeler de Italia a los astrólogos y magos, entre los cuales Lucio Pituanio fue despeñado de la roca Tarpeya. Los cónsules, conforme al uso antiguo, hicieron justicia a son de trompetas de Publio Murcia, fuera de la puerta Esquilina

 

XXXIII. En el siguiente Senado, Quinto Haterio, que había sido cónsul, y Octavio Frontón, que acababa de ser pretor, habiendo dicho varias cosas contra las grandes pompas y excesiva suntuosidad de Roma, se decretó que no se pudiese usar de vajilla de oro macizo para servir las viandas, ni los hombres osasen vestirse de seda de la India; mas Frontón pasó más adelante; que se moderase la plata, los vestidos y la abundancia de criados. Duraba todavía el poder los senadores decir su parecer cuando era servicio de la República, aunque fuese saliendo de lo que se había propuesto. En contrario discurrió Galo Asinio, diciendo: Que habían crecido con el aumento del Imperio las riquezas particulares, y que el tenerlas no era cosa nueva, sino conforme a las antiguas costumbres. Que habían sido de una manera las riquezas de los Fabricios y de otra las de los Escipiones, aunque todas proporcionadas a la República, la cual, mientras fue pobre, era necesario que lo fuesen también los ciudadanos. Mas llegada después a tanta grandeza, consecuentemente habían crecido las haciendas particulares; que ni de criados, de plata, ni de otra cosa de las que se ponen en uso, puede decirse que es mucho o que es poco, pues todo se regula con la fortuna del que lo posee, que a esta causa se distinguían las rentas de los senadores y de los caballeros, no porque entre sí sean diversos de naturaleza, mas porque haya precedencia en los lugares, en los órdenes y en la dignidad; y ni más ni menos en las demás cosas que se aparejan por recreación del ánimo o por la salud del cuerpo, si ya no queremos que los más ilustres y aparentes hayan de tener todo el cuidado, y exponerse a mayores peligros y estar privados de aquellas cosas que facilitan y ablandan semejantes penalidades. La conformidad de los oyentes y la cubierta de vicios, so color de nombres honestos, hizo agradable a todos el parecer de Galo, añadiendo Tiberio que no era aquel tiempo de reforma, ni faltaría, si en alguna cosa excediese a las buenas costumbres, quien estudiase en corregirlas.

 

XXXIV. Entre estas cosas, reprendiendo Lucio Pisón las ambiciosas negociaciones de los que seguían el foro, la corruptela de los jueces, la crueldad de los oradores, que de ordinario amenazan de poner acusaciones, protestó de quererse partir de Roma y de irse a vivir en algún lugar en el campo apartado y escondido, y diciendo esto se parte del Senado. Conmovido de esto Tiberio, a más de aplacar a Pisón con palabras amorosas, hizo también que sus parientes, con su autoridad y ruegos, le detuviesen. No dio menor señal de libertad de ánimo el mísero Pisón con llamar a juicio a Urgulania, la cual, animada del favor y privanza de Augusta, se había venido a hacer más poderosa de lo que permitían las leyes. Y así como Urgulania no obedeció, retirándose en casa de César sin dársele nada por Pisón, así él no cesó de acusarla, por más que Augusta procuró mostrar que con esto se le perdía el respeto y aniquilaba la autoridad. Tiberio, pareciéndole que no era justo sufrir a su madre más que hasta aquel punto, ofreciéndole que quería él mismo comparecer ante el tribunal del pretor por abogado de Urgulania, salió de palacio, dando orden que le siguiesen los soldados de lejos. Causaba admiración al pueblo que concurría la compostura de su rostro y el verle con diversos razonamientos alargar el tiempo y el camino, hasta que fatigándose en vano los parientes de Pisón por quitarle, hubo de enviar Augusta el dinero que se le pedía a Urgulania. Este fin tuvo este caso, del cual quedó muy honrado Pisón, y César con mejor fama. Mas era tal la autoridad de esta mujer en Roma, que no se dignó de comparecer en el Senado por testigo en una causa que se trataba, y fue menester enviar a su casa el pretor para examinarla, siendo así que por usanza antigua se acostumbraba oír en el foro y en juicio hasta las vírgenes vestales cuando son llamadas por testigos de verdad.

 

XXXV. De buena gana dejaría de referir a lo que se extendieron estas cosas el año en que vamos, si no me pareciese útil el saberse la diversidad de opiniones de Pisón y Asinio Galo con ocasión de este mismo negocio. Pisón, puesto que había ofrecido de defender la causa de Urgulania, no dejó de seguida por eso, antes juzgó que debía insistir tanto más, cuanto por no haberse de hallar el príncipe al juicio del proceso, a causa de haber de hacer el oficio de abogado, podían decir con mayor libertad sus votos los senadores y caballeros, cosa bien conveniente a la República. Galo, a causa de que Pisón había preocupado esta apariencia de libertad, decía en contrario: Que no había cosa excelente o digna del pueblo romano, sino lo que se hacía delante de César, a cuya causa la junta de toda Italia y el concurso de las provincias debía ser reservado a su presencia. Oyendo estas cosas Tiberio y callando, dado que se trataba con gran contención por ambas partes, fueron al fin diferidas.

 

XXXVI. Movióse después otra contienda entre Galo y César; porque Galo quería que cada cinco años se hiciesen los comicios o juntas para la creación de los magistrados; quería también que los legados de las legiones, llegados a aquel grado en la milicia antes de ser pretores, estuviesen desde luego destinados para serlo, y que el príncipe nombrase hasta doce candidatos o pretendientes para presentar en el discurso de los cinco años. No hay duda de que este voto penetraba más altamente en los secretos del Imperio. Todavía discurría César, como si por ello se le acrecentara autoridad, diciendo: Que era demasiado para su modestia el elegir tantos y diferir tanto; que aun haciéndose la elección cada año, era imposible dejar de quedar muchos descontentos y ofendidos, puesto que les quedase esperanza para el año venidero, bastante a consolarlos de la repulsa; ¿cuál sería, pues, el odio de aquellos que se viesen reprobados por cinco? ¿Cómo se puede antever el ánimo, la casa y la fortuna que han de tener, cuando tras tan largo tiempo lleguen a ser elegidos? Si los que lo son se ensoberbecen con tener aquella honra un año, ¿qué harán cuando sepan que les ha de durar cinco? Multiplicarse habían otras tantas veces los magistrados; trastornarse habían las leyes, las cuales tienen puesto límite a la industria de los opositores y al procurar y gozar las honras.

 

XXVII. Con esta semejanza de palabras favorables retuvo la fuerza y autoridad del Imperio; ganó la gracia de algunos senadores aumentándoles las rentas, y así causó mayor maravilla el ver lo mal que tomó y el poco caso que hizo de los ruegos de Marco Hortalo, mozo noble y de conocida pobreza. Era Marco Hortalo nieto de Hortensia el orador, y habíale obligado a casarse la liberalidad de Augusto, que le dio a título de que dejase sucesión y no se acabase su noble linaje, veinticinco mil escudos de oro (un millón de sestercios). Éste, pues, poniendo en hilera cuatro hijos que tenía a la entrada de la puerta del Senado, que se tenía entonces en palacio, en lugar de decir su voto como los demás, mirando ya a la estatua de Hortensia colocada entre las de los demás oradores, y a la de Augusto, comenzó así: Padres conscriptos, yo, no de mi voluntad, más por exhortación del príncipe, y porque mis mayores merecieron sucesión, tengo estos hijos de la edad pueril y del número que veis. Porque a mí, que por la variedad de los tiempos no he podido alcanzar hacienda, ni favor del pueblo o elocuencia, dote peculiar de nuestro linaje, me hubiera bastado que mi pobreza no me obligara a mí a padecer vergüenza y carga a los demás. Caséme con orden del emperador: ésta es la descendencia de tantos cónsules, de tantos dictadores; no lo digo porque me tengáis envidia, sino por impetrar misericordia. Participarán viviendo tú, ¡oh César!, de las honras que les darás; mas defiende entre tanto de la pobreza a los bisnietos de Quinto Hortensia y a las crianzas de Augusto.

 

XXXVIII. La inclinación que mostró el Senado de ayudar a Hortalo sirvió a Tiberio de estímulo para negarle lo que pedía, casi con estas palabras: Si cuantos pobres hay comienzan a recurrir acá y a pedir dineros para sus hijos, jamás se cansará ninguno, y la República se empobrecerá sin duda. ¿No fue concedido de nuestros mayores el salir alguna vez de la proposición, diciendo su parecer por el bien publico, para que nos sirvamos de esta licencia en negocios particulares, y para aumentar nuestros intereses con envidia o cargo del Senado y del príncipe, no menos en el conceder que en el negar la demanda? Porque éstos no son ruegos, sino una extorsión intempestiva y no antevistas: habiendo juntado los senadores para otra cosa, el levantarse en pie, y con el número y con la edad de los hijos tentar la modestia del Senado y la mía, es como romper el Erario; el cual, si nosotros le vaciásemos con ambición, sería forzoso rehenchirle después con tiranía. Verdad es, ¡oh Hortalo!, que te dio dineros el divo Augusto, mas no por eso hizo ley que se te hubiesen de dar siempre: faltaría la industria, alimentarse ha la pereza, si todos, impróvidos y seguros, esperasen la ayuda ajena, haciéndose inútiles a sí mismos y carga a nosotros. Éstas o semejantes palabras, aunque oídas con aplauso por los que tienen de costumbre loar todas las acciones del príncipe, buenas o malas, fueron de muchos recibidas con silencio o con secreto murmurio. De que advertido Tiberio, después de haber callado un poco, añadió: Que aquello le había parecido responder a Hortalo, mas que si así pareciese a los senadores, daría a cada uno de sus hijos varones cinco mil escudos de oro (200.000 sestercios). Agradeciéronselo todos; sólo Hortalo calló, o por temor, o porque entre la cortedad de su fortuna conservase todavía algunos vislumbres de la antigua nobleza de sus abuelos. No tuvo después Tiberio compasión alguna de él, aunque al fin vino a caer la casa de Hortensio en una vergonzosa pobreza.

 

XXXIX. En este año al atrevimiento de un esclavo, si no se remediara presto, hubiera, con la discordia y con las armas civiles, de nuevo trabajado la República. Un esclavo de Póstumo Agripa, llamado Clemente, sabida la muerte de Augusto, no con ánimo servil, imaginó en pasar a la Planosa, y con engaño o por fuerza robar a Agripa y llevarlo después a los ejércitos de Germania. Impidió el atrevido intento de éste la tardanza de una nave de carga, sucediendo el homicidio de Agripa antes de que llegase. Y así, volviendo el ánimo a cosas mayores y más precipitadas, hurta las cenizas, y héchose llevar a Cosa, promontorio de Toscanaestuvo escondido hasta dejarse crecer el cabello y la barba, no dejando de parecerse algo a su señor en la edad y aspecto. Entonces, por vía de personas aptas y sabedoras del secreto, comenzó a publicar que Agripa era vivo; al principio, con hablar entre rincones como de cosa prohibida; después, con voz corría a los oídos aparejados de los más ignorantes, y de ellos a la gente más malcontenta y deseosa de novedades. Entra con esto por las villas pequeñas cuando quería anochecer, no dejándose ver descubiertamente ni deteniéndose mucho en una parte. Y sabiendo que la verdad cobra fuerza con la vista y con la dilación, como la mentira con la certidumbre y la presteza, procuraba unas veces dejar de sí alguna fama, y otras anticiparla y prevenirla.

 

XL. Divulgábase entre tanto por Italia, y creíase en Roma, que Agripa era vivo por merced de los dioses; tal que, llegado a Ostia con grande acompañamiento, comenzaban ya a hacerse en Roma juntas secretas, cuando Tiberio, dudoso si había de castigar a este esclavo con fuerzas de soldados, o bien dejar que el tiempo hiciese desvanecer esta falsa opinión, combatido de la vergüenza y del temor, y discurriendo entre sí unas veces que no era bien menospreciar nada, y otras que era sobrado recato el recelarse de cada cosa, finalmente, escogió el cometer el negocio a Salustio Crispo, el cual, escogiendo dos de sus clientes (otros dicen soldados), les rogó que fingiendo amistad se juntasen con el falso Agripa y le ofreciesen dinero, fidelidad y compañía en todos sus peligros. Ejecutan éstos su comisión, y escogiendo una noche. que no había buena guardia, tomando bastante gente consigo, atándole y con la boca tapada, le llevan a palacio. Dicen que preguntado por Tiberio que cómo se había convertido en Agripa, respondió: Como tú en César. No fue posible hacerle que descubriese los cómplices; y Tiberio, no atreviéndose a castigarle a la descubierta, le hizo matar en la parte más retirada de palacio y escondidamente llevar fuera el cuerpo; y si bien se dijo que muchos de la misma casa del príncipe y otros caballeros y senadores le habían sustentado con dineros y ayudado con consejos, no se hizo otra pesquisa.

 

XLI. En el fin del año se dedicaron el arco junto al templo de Saturno, por las banderas de Varo recuperadas por Germánico, debajo de los buenos agüeros y nombre de Tiberio; el templo de Buena Fortuna en las orillas del Tíber, en los huertos dejados de César dictador al pueblo romano, y juntamente se consagraron un templo a la familia Julia y una estatua al divo Augusto en Bovile. En el consulado de Cayo Cecilio y Lucio Pomponio, a veintiséis de mayo, triunfó Germánico César de los queruscos, de los catos y de los angrivarios, y de otras naciones hasta el Albis. Llevábanse los despojos, los cautivos y el designio de montes, de ríos y de las batallas, teniendo ya por fenecida la guerra, considerado que se le prohibió el darla fin. Alegraba la vista de todos el nobilísimo aspecto de Germánico y el carro cargado de cinco hijos. Mas mezclábanse ciertos ocultos miedos, acordándose muchos de lo que dañaron a su padre Druso los favores del vulgo y a su tío Marcelo las demostraciones amorosas del pueblo, pues bastaron para que fuese quitado del mundo en flor de su juventud, concluyendo con que eran breves y desdichados los amores del pueblo romano.

 

XLII. Mas Tiberio, habiendo dado a la plebe siete ducados y medio (300 sestercios) por cabeza en nombre de Germánico, que declaró por colega en su consulado, si bien ni aun en esto alcanzó entera fe de que le amaba sinceramente, determinó quitárselo de delante, so color de honrarle, y procuró la ocasión, o a lo menos se valió de la que le ofreció la fortuna presto. Poseía Arquelao, cincuenta aríos había, el reino de Capadocia, aborrecido de Tiberio, porque mientras estuvo en Rodas no hizo alguna demostración de honrarle. No había faltado Arquelao por soberbia, sino por advertimiento de los privados de Augusto, porque viviendo Cayo César, enviado a las cosas de Oriente, se tenía por peligrosa la amistad de Tiberio. El cual después que arruinado el linaje de los Césares ocupó el Imperio con cartas de la emperatriz su madre, en que no disimulaba el enojo de su hijo y le ofrecía perdón siempre que viniese a pedirle, persuadió a Archelao a venir con diligencia a Roma, o no anteviendo el engaño, o temiéndose de la fuerza, cuando pusiese su seguridad en duda. Fue recibido Archelao rigurosamente por el príncipe y acusado luego en el Senado; poco después, o natural o voluntariamente, dejó los cuidados de la vida no por las falsas acusaciones, sino por el disgusto y por hallarse cansado de la vejez, como también porque a los reyes no sólo los agravios, pero las cosas justas, parecen inusitadas. Hízose aquel reino provincia, y porque César había dado a entender que con aquellas rentas se podía descargar el derecho de uno por ciento, como no bastaran a tanto, se redujo a medio por ciento. En el mismo tiempo, siendo muerto Antíoco, rey de Comagena, y Filopator, de Cilicia, estaban aquellas naciones inquietas, deseando unos ser gobernados por los romanos, y otro tener rey. Y las provincias de Siria y de Judea, cansadas de tantos pechos, pedían ser aliviadas de tributos.

 

XLIII. De estas cosas y de las ya dichas de Armenia, discurriendo Tiberio en el Senado, mostró que los tumultos de Oriente no podrían quietarse sino por la prudencia de Germánico; porque yo —decía él— hallo que he entrado en la vejez y que Druso no ha salido aún de la juventud. Con esto, por decreto de los senadores, se señalaron a Germánico todas las provincias ultramarinas, con mayor autoridad, por dondequiera que fuese, que no solían tener los que salían por suerte o eran enviados de príncipe. Había quitado el gobierno de Siria Tiberio a Crético Silano, pariente de Germánico por afinidad, a causa de tener prometida su hija Silano a Nerón, su primogénito, y puesto en él a Cneo Pisón, de espíritu levantado, violento, y que no sabía sufrir, heredero natural de la ferocidad de su padre que favorecía gallardamente en la guerra civil las partes que volvían a renacer en África contra César. Después, habiendo seguido a Bruto y Casio, le fue permitido el volver a Roma, adonde se abstuvo siempre de pedir honores públicos; tanto, que hubo menester Augusto hacer diligencias para que aceptase el consulado; y a más de los espíritus paternos, era instigado de la nobleza y las riquezas de Plancina, su mujer; conque, cediendo apenas a Tiberio, despreciaba a sus hijos como a inferiores; ni a él dejaba de ser notorio que el haber sido puesto en aquel gobierno era por refrenar las esperanzas de Germánico. Creyeron algunos que tuvo secretas órdenes de Tiberio, y es cierto que Augusta, con mujeril emulación, advirtió a Plancina que persiguiese a Agripina, porque hallándose la corte dividida en favorecer a Druso y a Germánico, Tiberio, como propio y de su sangre, favorecía a Druso. La poca correspondencia del tío había granjeado a Germánico el amor de los demás, como también el ser de más calidad, respecto a la nobleza de su madre, por cuya vía tenía por abuelo a Marco Antonio y por tío a Augusto; donde en contrario, habiendo tenido Druso por bisabuelo a Pomponio Ático, caballero romano, no igualaba a la grandeza de los Claudios; y la mujer de Germánico, Agripina, vencía en fecundidad y en fama a Livia, mujer de Druso. Mas estos dos hermanos, generosamente unidos entre sí, estaban firmes a las parcialidades de sus parientes.

 

XLIV. No mucho después Tiberio envió a Druso al Ilírico, por acostumbrarle a la guerra y porque ganase el amor del ejército, juzgando que aquel joven, hecho a las comodidades y deleites de Roma, se haría mejor entre los soldados, teniéndose también por más seguro poniendo las legiones en mano de sus hijos. Con todo eso fingió que le enviaba con el socorro que pedían los suevos contra los queruscos, porque quedando aquellos pueblos por la partida de los romanos sin miedo de fuerzas extranjeras, como habituados a la guerra y émulos de su gloria, volvían las armas contra sí mismos, hallándose iguales en la fuerza de las naciones y en el valor de los capitanes. Hacía Maroboduo odioso al pueblo el nombre de rey, donde Arminio era sumamente amado, mostrando que peleaba por la libertad.

 

XLV. A cuya causa no sólo los queruscos, sus aliados y sus soldados viejos, mas muchos de los propios suevos del reino de Maroboduo, rebelándose junto con los senones y longobardos, tomaron las armas en favor de Arminio, con el aumento de los cuales prevaleciera si Inguiomaro, con buen golpe de sus amigos y vasallos, no se pasara al bando de Maroboduo, sin otra cosa que por desdeñarse el tío viejo de obedecer al sobrino mozo. Pusiéronse, pues, el uno y el otro en batalla con igual esperanza; no como acostumbraban en los germanos, con corredurías a la larga o con divididas escuadras, porque habiendo guerreado largamente con nosotros, ya estaban prácticos en seguir las banderas, ordenar los socorros y obedecer a los capitanes. Arminio entonces, discurriendo por el campo a caballo, acordaba a todos la recuperada libertad, las legiones deshechas, mostrando en manos de muchos los despojos y armas quitadas por fuerza a los romanos. En contrario, llamaba a Maroboduo fugitivo, sin experiencia de guerra, defendido de las madrigueras y cuevas de la selva Hercinia, y que había poco antes, con presentes y embajadas, pedido la paz; traidor a su patria, corchete del César, digno de ser perseguido por ellos con el mismo aborrecimiento con que fue muerto Varo Quintilio. Pedíales, finalmente, que se acordasen de tantas batallas con cuyo suceso (habiéndose al fin echado de Germania los romanos) estaba probado bastantemente quién había llevado lo mejor.

 

XLVI. No se abstenía Maroboduo de engrandecer sus cosas y vituperar al enemigo. Y teniendo a Inguiomaro por la mano, afirmaba consistir en su persona sola el esplendor de los queruscos, a cuyos consejos debían atribuirse todos sus prósperos sucesos; que Arminio era un hombre de poco juicio y menos experiencia, diestro en aplicarse la gloria de los otros por haber oprimido tres escasas legiones, y con fraude engañado al capitán poco advertido, con gran estrago de la Germania y particular ignominia suya, por tener todavía en servidumbre a su mujer y a su hijo. Mas él, acometido de Tiberio con doce legiones había conservado sin mancha la gloria del nombre germano feneciendo la guerra con iguales y honestas condiciones, y que no se arrepentía de que estuviese aún en su elección el hacer la guerra a los romanos o gozar de la paz sin derramamiento de sangre. Animados con estas palabras, los ejércitos eran también incitados por sus causas propias, peleando los queruscos y longobardos por su antiguo esplendor y por la reciente libertad, y los otros por aumentar su señorío. No se vio jamás batalla de ejércitos más poderosos ni de más dudoso suceso, habiéndose roto en entrambas partes los cuernos derechos. Esperábase nueva batalla si Maroboduo no retirara su ejército a las montañas. Esto fue indicio de haberse llevado lo peor, y privado de los que poco a poco le iban desamparando se retiró a las tierras de los marcomanos, habiendo enviado embajadores a Tiberio por ayuda. Respondiósele que sin razón pedía las armas de los romanos contra los queruscos, no habiéndoles ayudado jamás en las guerras que tuvieron contra los mismos queruscos. Envióse con todo eso a Druso, como se ha dicho, para asentar la paz.

 

XLVII. En este año se asolaron en Asia doce ciudades por terremoto venido de noche, que hizo la calamidad más improvisada y más grave, habiendo faltado el acostumbrado socorro de huir a lo descubierto, porque, abriéndose la tierra, eran sorbidos los hombres. Cuentan haberse allanado altísimos montes y levantado las llanuras, vístose llamas de fuego entre las ruinas, habiendo movido a piedad particularmente la miseria crudelísima de los sardianos, a los cuales no sólo prometió Tiberio 250.000 ducados (10.000.000 de sestercios), mas los hizo exentos por cinco años de cuanto pagaban al erario y al fisco. Los magnesios de Sipilio, como los segundos en el daño, lo fueron también en el remedio. Los temnios, filadelfos, egeatars, apollonienses, llamados mostenos y macedonios hircanos, los de Hierocesárea, Mirina, Cimene y Tmolo, fueron descargados de tributos por el mismo tiempo, y se envió un senador a ver las ruinas y poner remedio, eligiendo para esto a Marco Aleto de entre los que habían sido pretores, para que hallándose al gobierno de Asia un cónsul, no naciese inconveniente por emulación, como entre iguales, tal que bastase a impedir la ejecución.

 

XLVIII. Añadió César a esta magnificencia pública la liberalidad no menos grata, dando la hacienda de Emilia Musa, riquísima liberta, recaída al fisco por haber muerto sin testamento a Emilio Lépido, de cuya casa se creía ser; y la herencia del rico Patuleyo, caballero romano, aunque el mismo César estaba instituido por heredero en parte de su hacienda, a Marco Servilio por hallarle nombrado en el primer testamento, no sospechoso de falsedad, habiendo dicho antes que la nobleza de entrambos merecía aumento de riquezas. No aceptó jamás herencia alguna que no la hubiese merecido con amistad; de los que no conoció o de los que en odio de otros nombraban por heredar al príncipe, no quería escuchar ni admitir cosa. Mas así como ayudaba a la pobreza honesta de los buenos, así también hizo borrar del orden senatorio, o sufrió que de sí mismo se saliesen a Vividio Varrón, Mario Nepote, Apio Apiano, Cornelio Sila y Quinto Vitelio, como pródigos y empobrecidos por su defectos.

 

XLIX. En este tiempo se dedicaron los templos comenzados por Augusto y arruinados de antigüedad o del fuego; es a saber: de Baco, de Proserpina y de Ceres, junto al Circo máximo, edificado ya por voto de Aulo Póstumo, dictador; el de Flora, en el mismo lugar, hecho por Lucio y Marco Publicios, entonces ediles, y el de Jano en la plaza de las Hierbas, edificado de Cayo Duilio, el primero que alcanzó victoria naval, honrado de triunfo, por haber vencido en ella a los cartagineses. Germánico consagró el templo de la Esperanza, votado de Atilio en la misma guerra.

 

L. Iba entretanto tomando fuerzas la ley de majestad, de que fue acusada Apuleya Varilla, nieta de una hermana de Augusta, imputándole que con palabras injuriosas había hecho burla del divo Augusto, de Tiberio y de su madre, y que sin reparar en el parentesco que tenía con César había cometido adulterio. De esto fue remitida a la ley Julia. Del delito de majestad quiso César que se hiciese distinción, y que fuese castigada si se hallaba que hubiese hablado indecentemente de Augusto, mas por lo que había dicho de él no quiso que se le hiciese cargo alguno. Y preguntándole el cónsul lo que le parecía del otro cabo, tocante al haber hablado mal de su madre, no respondió cosa. Después, en el siguiente Senado, rogó en nombre de Augusto que no fuese imputado cargo por haber dicho palabras contra ella en manera alguna, y libró a Apuleya de la ley de majestad, rogando que por el adulterio se contentasen con el castigo ordinario, desterrándola, al uso antiguo, cincuenta leguas de los suyos. Su adúltero Manlio fue desterrado de Italia y de África.

 

LI. Después de esto se levantó cierta contienda sobre el subrogar un pretor en lugar de Vipsanio Galo, difunto. Germánico y Druso, que todavía se hallaban en Roma, favorecían a Haterio Agripa, pariente de Germánico; muchos, en contrario, instaban que se tuviese consideración, como lo disponía la ley, al candidato que tuviese más número de hijos, alegrándose Tiberio de que el Senado estuviese en contraste entre el favor de sus hijos y el de la ley, la cual, a la verdad, quedó vencida, aunque no tan presto y por pocos votos, a la manera que cuando valían las leyes lo solían ellas quedar también.

 

LII. Tuvo principio este año la guerra contra Tacfarinas. Éste, de nación númida, había militado entre los auxiliarios, entre los ejércitos romanos. Después, pasándose a los enemigos, comenzó a juntar vagabundos y ladrones; después, a uso de guerra, a ponerlos debajo de banderas y formar escuadras y tropas de caballos; a lo último, haciéndose llamar capitán de los musulanos, gente vigorosa, vecina a los desiertos de África, no acostumbrada a poblar ciudades, tomó las armas y llevó a la guerra consigo a los maures cercanos con su capitán Mazipa. Dividido entre ellos el ejército, Tacfarinas llevaba los soldados escogidos y armados al uso romano, para instruidos en la disciplina y obediencia, y Mazipa, con los armados a la ligera, iba matando, abrasando y poniendo terror. Había inducido a lo mismo a los cinitios, nación de alguna cuenta, cuando Fario Camilo, procónsul de África, habiendo juntado una legión y las ayudas que tenía debajo de las banderas, fue a buscar al enemigo; fuerzas débiles, si se mirara al número de los númidas y maures. Con todo eso no se temía sino que habían de huir antes de llegar a las manos; mas siendo los nuestros tan inferiores en número, no fue dificultoso el inducidos a la batalla, con la esperanza de la victoria. Y así, metida la legión entre dos cohortes armadas a la ligera, y en los cuernos dos alas de caballería, no rehusó Tacfarinas la batalla, en la cual quedó roto el ejército númida, y célebre por muchos años el nombre de Fario; porque después de aquel restaurador de Roma y su hijo Camilo, había Estado en otros linajes la gloria del imperio militar. Ni éste tampoco era tenido en reputación de soldado, a cuya causa celebró Tiberio con mayor prontitud sus hechos en el Senado, donde los senadores le decretaron las insignias triunfales, cosa que no dañó a Camilo por su mansedumbre y modestia.

 

LIII. El año siguiente fueron cónsules Tiberio, la tercera vez, y Germánico, la segunda. Mas Germánico tomó aquel grado en Nicópoli, ciudad de Acaya, donde había llegado siguiendo la costa del Ilírico, después de visitar en Dalmacia a su hermano Druso; y habiendo padecido borrasca primero en el Adriático y después en el mar Jonio, gastó algunos días en restaurar la armada y en ver aquel golfo, famoso por la victoria de Accio, los despojos consagrados de Augusto y los alojamientos de Antonio, todo en memoria de sus mayores, siéndolo como se ha dicho, Augusto tío y Antonio abuelo: espectáculos grandes de dolor y de alegría. Pasó de allí a Atenas, donde por reverencia de aquella antigua y confederada ciudad no quiso llevar delante más que un solo lictor. Recibiéronle aquellos griegos con exquisitas honras, trayéndole delante todos los hechos y dichos ilustres de sus predecesores, para hacer más agradable la adulación.

 

LIV. Pasó a Eubea y de allí a Lesbos, donde Agripina parió a Julia, su postrer parto. Tocando después las últimas parte de Asia, Perinto y Bizancio, ciudades de Tracia, entró en el estrecho de la Propóntide y en la boca del mar Ponto, deseoso de ver aquellos lugares antiguamente famosos, consolando entretanto las provincias maltratadas de las discordias intestinas o agraviadas por sus propios gobernadores. Y queriendo ver a la vuelta las cosas sagradas de los samotracios, y los demás lugares venerables por la variedad de la fortuna y por nuestro origen, se lo estorbó un viento jaloque; y volviendo a costear el Asia, surgió en Colofonia por oír el oráculo de Apolo Clario. No reside allí mujer, como en Delfos, sino sacerdote de ciertos linajes particulares, lo más ordinario de Mileto, el cual, tomado el número y nombre de los consultantes, entrado en la cueva y bebida el agua de cierta fuente secreta, si bien de ordinario es hombre sin letras o ciencia de poesía, da las respuestas en versos, formados sobre el concepto que otros tienen en la imaginación. Díjose que a Germánico, con palabras ambiguas, como suelen los oráculos, le cantó la muerte cercana y violenta.

 

LV. Mas Cneo Pisón, por dar principio con tiempo a sus designios, habiendo con su pasaje soberbio atemorizado la ciudad de los atenienses, los reprendió con duras palabras, culpando indirectamente a Germánico de que se había tratado con ellos con demasiada familiaridad, contra el decoro del nombre romano. No ya, decía él, entre los atenienses, acabados con tantos estragos, sino entre aquella escoria de gente que acompañaron a Mitridates contra Sila y a Antonio contra Augusto; dándoles en rostro hasta con las cosas antiguas hechas desgraciadamente contra los macedonios y con violencia contra los suyos mismos, ofendido con aquella ciudad también por odios particulares, porque a ruego suyo no habían querido absolver a un cierto Teófilo, condenado de falsedad por el Areópago. De allí, con diligente navegación por las Cíclades y atajos marítimos, llegó a Rodas, donde halló a Germánico, advertido ya de la persecución que se le aparejaba; mas era tan benigno y de tan nobles entrañas, que sobreviniendo un temporal con que iba a dar en las peñas la nave de Pisón, pudiéndose atribuir al caso la muerte de su enemigo, envió las galeras por medio de las cuales fue librado de aquel peligro. No mitigado con esto Pisón, deteniéndose apenas un día, deja a Germánico y pasa adelante. Llegado a las legiones en Siria, comenzando con presentes y con inteligencias a levantar los ánimos de la hez de los soldados, removiendo los centuriones más viejos y los más severos tribunos por dar sus plazas a sus paniaguados y a los más ruines; introducida en las ciudades la licencia y la ociosidad en el ejército, dejando discurrir a los soldados por el país, con sólo el apetito por límite a sus desórdenes, llegó finalmente a tanta corruptela, que en común era llamado padre de las legiones. Hasta Plancina, saliendo de los límites mujeriles, intervenía al manejo de los caballos, a los regocijos de las cohortes, y sobre todo al decir mal de Agripina y de Germánico; no faltándole muchos de los buenos soldados que se ofrecían a obedecerlos en cualquier maldad, por correr voz secretamente de que en ello agradarían al emperador.

 

Eran notorias todas estas cosas a Germánico; pero cuidó más en anticipar su viaje a los armenios.

 

LVI. Esta nación de toda antigüedad se ha mostrado siempre inconstante y de poca fe, no sólo por su naturaleza, sino también por la calidad de su sitio, que confrontando por largo espacio con muchas de nuestras provincias, se extiende hasta los medos; conque hallándose rodeados de imperios poderosísimos, están de ordinario en contienda con los romanos por aborrecimiento natural, y con los partos por envidia de su grandeza. Estaba entonces sin rey, habiendo desposeído a Vonón; mas el favor de los armenios inclinaba a Azenón, hijo de Polemón, rey de Ponto, por haber éste desde niño imitado sus costumbres, institutos y culto, y con ir a caza, frecuentar banquetes y acudir a las demás cosas celebradas por aquellos bárbaros, ganando el corazón con esto igualmente al pueblo y a la nobleza. A ése, pues, puso la corona Germánico en la ciudad de Artajata, de consentimiento de los nobles y gran concurso de gente. Los otros, queriendo reverenciar más al rey, lo saludaron con el nombre de Artajias, a contemplación del de la ciudad. Mas los capadocios, reducidos en forma de provincia, tuvieron por legado a Quinto Veranio, disminuidos algún tanto los tributos que acostumbraban pagar a sus reyes, por darles esperanza de más dulce tratamiento con el dominio romano. A los comagenos se les dio por gobernador a Quinto Serveo, y entonces fue la primera vez que los pusieron debajo del gobierno de pretor.

 

LVII. Compuestas con tanta felicidad las cosas de los confederados, no se mostraba por eso alegre Germánico a causa de la soberbia de Pisón, el cual, teniendo orden de que él o su hijo llevasen a Armenia una parte de las legiones, no hizo caso de lo uno ni de lo otro. Finalmente se vieron en Cirro, guarnición de invierno de la legión décima: Pisón, con rostro acomodado a disimular el miedo, y Germánico, procurando no mostrar el suyo amenazador, siendo, como he dicho, clementísimo. Mas sus mismos amigos, artificiosos en acriminar las ofensas, mezclando lo cierto con lo dudoso, en varios modos calumniaban a Pisón, a Plancina y a sus hijos. A lo último, en presencia de algunos pocos de sus familiares, le habló el César de la manera que pudo dictarle el enojo y la disimulación. Respondióle Pisón con ruegos, aunque arrogantes, partiéndose con odio descubierto. De allí adelante iba raras veces Pisón al Tribunal del César, y si asistía algunas, se mostraba colérico siempre y pronto a contradecir. Verificóse esto más en un banquete que hizo el rey de los nabateos, que trayendo coronas de oro de gran peso al César y Agripina, y ligeras a Pisón y a los otros, dijo que aquella fiesta se hacía a un príncipe romano y no a un hijo del rey de los partos. Dicho esto, arrojó la corona y añadió otras palabras vituperando el exceso y la superfluidad de aquel convite; cosas que, aunque ásperas, eran con todo eso sufridas de Germánico.

 

LVIII. En esta ocasión llegaron embajadores de Artabano, rey de los partos. Enviábalos para traer a la memoria y confirmar la amistad y la paz; ofreciéndose a venir hasta las riberas del Éufrates a visitar a Germánico; rogándole entre tanto que no fuese tenido Vonón en Siria, para que con ocasión de estar tan cerca no pudiese solicitar con mensajeros a los grandes de su reino, moviéndolos los ánimos a novedades. Respondió Germánico magníficamente en lo tocante a la amistad de los romanos con los partos; y en cuanto a la venida del rey y de la honra que determinaba hacerle, habló con gran decoro y modestia. Vonón fue enviado a Pompeyópoli, ciudad marítima en Cilicia, no tanto por los ruegos de Artabano, cuanto en despecho de Pisón, a quien era muy acepto por muchos cumplimientos y dones con que había sabido granjear la voluntad de Plancina.

 

LIX. Siendo cónsules Marco Silano y Lucio Norbano, fue Germánico a Egipto por ver aquellas antiguallas, aunque con voz de visitar la provincia; donde abiertos las trojes y graneros, fue causa de que bajase el precio del trigo; y usó de otras muchas cosas agradables al vulgo, como son ir sin guardia de soldados, con los pies casi descubiertos y lo demás del vestido al uso griego, imitando a Publio Escipión, que hizo lo mismo en Sicilia durante la guerra contra Cartago. Reprendióle Tiberio con dulces palabras lo que miraba al modo de vivir y al traje, pero resintióse ásperamente de que se hubiese atrevido a entrar en Alejandría contra las órdenes de Augusto y sin consentimiento suyo. Porque Augusto, entre otros secretos del Estado, había prohibido a senadores y caballeros romanos ilustres el entrar sin su licencia en Egipto, medroso de la facilidad con que se puede ocupar aquella provincia por quien se resolviese en intentarlo, y defenderla con pequeño presidio de gruesos ejércitos, cerrándole los pasos de mar y tierra, con peligro de matar de hambre a Italia.

 

LX. Mas Germánico, no sabiendo aún que fuese desagradable a Tiberio este viaje, navegaba por el Nilo, comenzando desde Canapa. Edificaron esta ciudad los espartanos en honra de Canopo, piloto de su nave, el cual murió y fue enterrado en aquel puesto cuando Menelao, volviéndose a Grecia, fue de allí arrojado al mar y tierra de Libia. La otra boca del río más cercana a ésta es consagrada a Hércules, nacido entre ellos, como afirman los moradores de aquella tierra, los cuales refieren que después de él fue antigua costumbre honrar con el mismo nombre a los que le eran semejantes en las fuerzas y en el valor. Visto después los grandiosos vestigios de la antigua Tebas, donde para ostentación de su primera grandeza permanecen todavía los soberbios obeliscos, y en ellos esculpidas letras egipcias en que se hace mención de la primera opulencia de esta ciudad, y mandándole a uno de los sacerdotes más viejos que las interpretase, refería haber habido un tiempo en ella setecientos mil hombres de tomar armas, y que con este ejército conquistó el rey Ramsés la Libia, Etiopía, los medos, persas, bactrianos y escitas, y cuanto habitan los siros, los armenios y sus vecinos los capadocios; extendiendo de allí el imperio hasta los mares de Bitinia y de Licia. Leíanse aún los tributos puestos a aquellos pueblos, el peso de la plata y del oro, el número de las armas y los caballos, el marfil y los aromas, dones de los templos; lo que cada nación pagaba de granos y de todos los muebles; cosas no menos magníficas que las que hoy en día se hacen pagar por fuerza los partos y los romanos por su potencia.

 

LXI. Quiso Germánico ver también las demás maravillas, de las cuales fueron las principales la estatua de piedra de Memnon, que, herida de los rayos del sol, resuena a semejanza de voz humana; las pirámides levantadas en forma de montes por la emulación de las riquezas de aquellos reyes, combatidas ahora del tiempo entre aquellas incultas y apenas practicables arenas; los lagos cavados para recibir las aguas que sobrasen de las corrientes del Nilo, y en otra parte las gargantas y abertúras impenetrables a quien se atreve a medirlas. De allí pasó a Elefantines y a Siene, término en otro tiempo del Imperio romano, el cual se extiende hoy hasta el mar Bermejo.

 

LXII. Mientras Germánico iba entreteniéndose aquel verano por diferentes provincias, Druso ganó no poca reputación con alimentar las discordias de los germanos, y roto ya Maroboduo hacerlos perseverar hasta su total ruina. Había entre los gotones un mozo noble llamado Catualda, el cual había sido echado antes de su propia tierra por Maroboduo, por cuya caída, entrado en esperanza de vengarse, entra con buenas fuerzas en los términos de los marcomanos, y ganando las voluntades de los principales, inclinándolos a seguir su partido, toma por fuerza el palacio real y el castillo vecino a él, donde estaban las antiguas presas de los suevos, y mucha gente de la que suele seguir los ejércitos, y mercaderes de nuestras provincias, llevados allí primero por causa del comercio, después por el deseo de enriquecerse, y a lo último, olvidados de su patria, resolviéndose en vivir en tierras de enemigos.

 

LXIII. A Maroboduo, desamparado de todas partes, no le quedó otro refugio que la misericordia del César, y pasado el Danubio en la parte donde la provincia Nórica, escribió a Tiberio, no como fugitivo o menesteroso de favor, sino conforme a la memoria de su primera fortuna, diciendo que aunque había sido llamado a la amistad de muchas naciones como rey ya en otro tiempo de gran nombre, se había resuelto en preferir a todo la amistad de los romanos. Respondió el César que queriendo retirarse a Italia, estaba en su mano hacerla segura y honradamente, mas que si juzgaba que le estaba mejor seguir otro consejo, podía volverse debajo de la misma fe con que había venido. Pero en el Senado discurrió probando que no había sido tan tremendo al pueblo romano Pirro o Antíoco, ni Filipo a los atenienses. Está hoy en día en pie una de sus oraciones, en la cual exagera la grandeza de este hombre, la potencia de las naciones que le obedecían, el peligro que padeció Italia con tan cercano enemigo y, sobre todo, el trabajo y cuidado que le costó el sujetarle. Al fin Maroboduo, tenido en Ravena por espantajo a los suevos y como una continua amenaza de volverle al reino siempre que ellos tratasen de inquietarse, por dieciocho años no se partió de Italia, envejeciéndose y perdiendo gran parte de su opinión por el sobrado deseo de vivir. Catualda tuvo la misma fortuna y el mismo refugio, porque desposeído poco después por los hermonduros y Vibilio, su capitán, fue recibido y enviado a Frejulio, colonia de la Galia Narbonense. Los bárbaros que habían seguido al uno y al otro, porque mezclándose con los que habitaban en las provincias pacíficas no fuesen causa de turbar la paz, se enviaron a poblar de allá del Danubio, entre los ríos Maro y Cuso, dándoles por rey a Vanio, de nación Cuado.

 

LXIV. Venido estos mismos días a Roma el aviso de cómo Germánico había elegido a Artajias por rey de Armenia, deliberó el Senado que él y Druso entrasen en Roma ovantes. Hiciéronse arcos junto al templo de Marte Vengador, con las imágenes de estos dos césares, y más alegría de Tiberio por haber concluido con prudencia la paz que si hubiera fenecido la guerra con batallas. A cuya causa acomete con astucia también a Rescuporis, rey de Tracia. Había señoreado a toda aquella nación Remetalce, después de cuya muerte Augusto dividió los tracios entre Rescuporis, hermano de Remetalce, y Coti, su hijo. En aquella partición tocaron a Coti las tierras de labor, las ciudades y todo el país vecino a Grecia; lo inculto, montuoso y cercano a los enemigos quedó a Rescuporis, conforme a la naturaleza de entrambos reyes, la de aquél mansa, y la de éste cruel, ambiciosa y aparejada a no sufrir compañía. Pasaron primero las cosas con fingida concordia, comenzó después Rescuporis a salir de sus límites, usurpar la partición de Coti y hacer fuerza a la resistencia, aunque lentamente mientras vivió Augusto, temiendo que, como autor de ambos reinos, viéndose menospreciado, no se vengase. Mas sabida la mudanza del príncipe comenzó a enviar cuadrillas de ladrones, desmantelar castillos y dar ocasión de guerra.

 

LXV. Tiberio, no temiendo cosa más que el ver alterada la quietud pública, hizo por un centurión denunciar a aquellos reyes que arrimasen las armas, y al punto despidió Coti la gente de socorro que había aparejado. Rescuporis, con fingida mansedumbre, pide vista en aquel mismo lugar, dando esperanzas de llegar a conciertos por su medio. No se disputó mucho el tiempo, el lugar ni otras condiciones, porque el uno por su facilidad y el otro por su astucia, lo daban y lo aceptaban todo. Rescuporis, por solemnizar, como decía, los conciertos, preparó un banquete, en el cual, pasada buena parte de la noche bebiendo y en otros regocijos, acometió al incauto Coti y le puso en cadenas. Coti, visto el engaño, no cesaba de invocar las cosas sagradas del reino, los dioses de la común familia y las mesas del hospedaje. Apoderado así de toda la Tracia el falso tío, escribe a Tiberio que había prevenido a las asechanzas que su sobrino le aparejaba, y juntamente, so color de mover guerra a los bastamos y a los escitas, se refuerza de nuevas levas de infantes y caballos. Respondióle Tiberio con gran blandura que, no habiendo engaño, podía confiar en su inocencia; mas que ni él ni el Senado debían dar tuerto o derecho a ninguna de las partes sin conocimiento de causa; que entregase primero a Coti y después viniese a Roma, con que acabaría de quitar toda sospecha.

 

LXVI. Envió a Tracia estas cartas Latino Pando, vicepretor de Mesia, con los soldados a quien había de ser consignado Coti. Mas Rescuporis, suspenso algún tanto entre el temor y la ira, escogió antes hacerse reo de haber puesto esta maldad en ejecución que de haberla querido ejecutar, y haciendo matar a Coti finge y echa fama de que se había muerto él mismo de su voluntad. No dejó por esto Tiberio el uso de sus caros artificios; mas muerto Pando, a quien Rescuporis tenía por declarado enemigo, envió por gobernador de Mesia a Pomponio Flaco, soldado viejo de aquella milicia, y que por tener estrecha amistad con el rey sería tanto más apto para engañarle.

 

LXVII. Pasado a Tracia, Flaco con mil promesas que hizo al rey, aunque ya sospechoso y no ignorante de sus maldades, le persuade a entrar en los presidios romanos, donde, so color de honrarle como a rey, fue rodeado de buen número de gente, y entre ellos centuriones y tribunos, amonestándole y persuadiéndole; y cuanto más se alejaba de su tierra, con guardia más descubierta; finalmente, conociendo su necesidad, hubo de ser llevado a Roma. Allí, acusado en el Senado por la mujer de Coti, fue condenado a perpetuo y apartado destierro de su reino. La Tracia fue dividida entre Remetalce, su hijo, que se sabía haberse opuesto en los consejos del padre y entre los hijos de Coti; y por ser pupilos se ordenó a Trebeliano Rufo, varón pretorio, que gobernase entretanto el reino a ejemplo de nuestros mayores, que enviaron a Egipto a Marco Lépido por tutor de los hijos de Tolomeo. Rescuporis, llevado a Alejandría, fue allí muerto, o por haber tentado la huida, o porque le imputaron ese delito.

 

LXVIII. En el mismo tiempo, Vonón, detenido en Cilicia como dijimos, so color de ir a caza, y cohechando las guardas huyó con intento de no parar hasta Armenia, de allí pasar a los albanos, a los heniocos y, finalmente, a casa de su pariente el rey de los escitas; mas dejados los lugares marítimos y tomando el camino de los bosques a uña de caballo, llegó al río Piramo, cuya puente, sabida la huida del rey, fue rota por los del país; tal, que no pudiéndole pasar tampoco a vado, quedó en la orilla preso por Vibio Frontón, capitán de caballos. Después, Remio Evocato, el cual antes había tenido a su cargo la guardia del rey, con una cierta manera de cólera repentina, le atravesó con la espada el pecho, que fue causa de que muchos se acabasen de persuadir a que la huida había sido con su consentimiento, y la muerte porque no descubriese el delito.

 

LXIX. Vuelto de Egipto Germánico, halló anulado o ejecutado al revés todo lo que había dejado ordenado en las legiones y en las ciudades, de que resultaron las palabras pesadas con que se resintió contra Pisón, y los atentados no menos pesados de Pisón contra Germánico. Tras esto determinó Pisón de partirse de Siria; mas mudó de parecer, advertido de la enfermedad de Germánico. Poco después, con el primer aviso de que mejoraba, viendo que se satisfacía a los votos hechos por su salud, mandó que sus lictores arrojasen por el suelo las víctimas y el aparato de los sacrificios, turbando el regocijo con que solemnizaba aquella fiesta el pueblo de Antioquía. De allí pasó a Seleucia a esperar el suceso de la nueva enfermedad en que Germánico había recaído, cuya violencia era fieramente acrecentada con persuadirse a que había sido atosigado por Pisón; en cuya prueba se hallaban osamentas y reliquias de cuerpos humanos, versos, conjuros, el nombre de Germánico esculpido en planchas de plomo, cenizas medio quemadas mezcladas con sangraza podrida y otras muchas suertes de hechicerías por las cuales se cree ofrecer las almas a los dioses infernales. A más de esto eran acusados algunos de haber venido de parte de Pisón por espías del Estado en que estaba la enfermedad.

 

LXX. Tomaba estas cosas Germánico no con menor enojo que miedo: Si por ventura se atrevía Pisón a sitiarle en su propia casa; si rendía el espíritu a vista de sus enemigos, ¿qué sería después de su miserable mujer y de sus tiernos hijuelos? Quizá —decía él— le parecerá que tarda el veneno en hacer su operación y solicitará las cosas, a fin de quedar solo con la provincia y con las legiones; pero aún no está tan acabado Germánico, ni le quedará al traidor el premio del homicidio. Escribe con esto una carta, por la cual despide a Pisón de su amistad. Añaden muchos que le mandó salir de la provincia. Pisón se embarca luego y hace vela, aunque dando tiempo a tiempo para poder ser más presto de vuelta, caso que la muerte de Germánico le restituyese el gobierno de Siria.

 

LXXI. Mejorado un poco el César, y faltándole después de todo las fuerzas, viendo su fin cercano, habló así a los amigos que le estaban cerca: Si yo muriese, oh amigos míos, de muerte natural, podría justamente quejarme hasta de los dioses de verme así robado antes de tiempo y en la flor de mis años a mis padres, a mis hijos y a la patria; mas ahora que soy arrancado del mundo por la maldad de Pisón y de Plancina, dejo en vuestros corazones mis últimos ruegos, y os pido que refiráis a mi padre y a mi hermano con cuántas crueldades despedazado, con cuáles traiciones oprimido, haya puesto fin a mi infelice vida con una muerte mucho más desdichada y miserable. Si los que pendían de mis esperanzas, si mis conjuntos en sangre y aun muchos que me envidiaban vivo lloraren y compadecieren, de ver que yo, floreciente ayer y vencedor de tantas batallas muera hoy por engaños mujeriles, no perdáis la ocasión de doleros en el Senado y de invocar las leyes; porque el principal oficio del amigo no es acompañar a su amigo muerto con lamentos viles, sino tener memoria de sus deseos y poner en ejecución sus últimas voluntades. Llorarán a Germánico, hasta los que no le conocieron; mas vosotros tomaréis la venganza si acaso habéis tenido más amor a mi persona que a mi fortuna. Mostrad al pueblo romano la nieta del divo Augusto y mi mujer carísima: contad de uno en uno los seis hijos, que yo me aseguro que tendrán los acusadores la misericordia de su parte, y que los que fingieren algunas injustas comisiones o no serán creídos, o no serán perdonados. Juraron los amigos, tocando la diestra del mortal enfermo, de dejar primero la vida que la venganza.

 

LXXII. Entonces, vuelto a su mujer, le rogó por el amor que le tenía y por los comunes hijos, que, echada a un cabo toda altivez, acomodase su ánimo con la crueldad de la fortuna, para que, vuelta a Roma, no irritase a los más poderosos con la emulación de la grandeza. Estas palabras habló en público y otras algunas en secreto, por las cuales se creyó que temía de Tiberio. Poco después rindió el espíritu con llanto universal de la provincia y de los pueblos vecinos. Doliéronse los reyes y las naciones extranjeras: tanta era la afabilidad que usaba con los amigos, y la mansedumbre y benignidad con los enemigos; venerable igualmente a los que le veían y a los que le oían; habiendo sostenido, ajeno de envidia y de arrogancia, la grandeza y gravedad de tan alta fortuna.

 

LXXIII. Sus funeralias, aunque sin estatuas y sin pompas, fueron harto célebres por sus loores y por la memoria de sus virtudes. Había quien por la belleza del cuerpo, por la edad, por la calidad de la muerte, y, finalmente, por la vecindad de los lugares donde murieron, igualaba sus hados con los del Magno Alejandro: ambos de hermoso aspecto, de nobilísimo linaje, de poco más de treinta años, muertos por asechanzas de los suyos entre gentes extranjeras. Más que Germánico, además de las perfecciones de Alejandro, se mostraba apacible con los amigos, moderado en los deleites, contento con una sola mujer y cierto de sus hijos: ninguno le confesaba por menor guerrero y todos le juzgaban por menos temerario, afirmando que le habían quitado como de las manos la honra de haber sujetado a toda Germania, amedrentada ya por él con tantas victorias; que si hubiera sido árbitro de las cosas y tenido al fin el nombre y autoridad de rey, tanto más seguramente hubiera alcanzado la gloria de las armas, cuando le llevaba ventaja en la clemencia, en la templanza y en las demás virtudes. Antes que se quemase el cuerpo, puesto desnudo en la plaza de Antioquía, donde se había de enterrar, no se acabó de declarar que mostrase señal de veneno, juzgando cada uno conforme le movía la compasión de Germánico, la presente sospecha y el favor de Pisón.

 

LXXIV. Consultado después entre los legados y los demás senadores que allí se hallaban a quién había de encargarse el gobierno de Siria, haciendo los demás poca instancia, estuvo un rato la causa entre Vibio Marso y Cneo Sencio: cedió después Marso a Sencio, como a más viejo y como a más violento solicitador. Éste, a instancia de Vitelio y de Veranio, que hacía el proceso contra los tenidos por culpados, envió a Roma una mujer llamada Martina, tenida por hechicera pública en aquella provincia, muy amada de Plancina.

 

LXXV. Mas Agripina, aunque casi consumida en llanto y con poca salud, impaciente a sufrir todo lo que se le difería la venganza, se embarcó con las cenizas de Germánico y con su hijos; moviendo generalmente a compasión el ver que una mujer de tan gran nobleza, casada tan altamente, acostumbrada a ser vista en tanto actos de regocijo y veneración, iba ahora con aquellas funestas cenizas en el seno, dudosa de su venganza, cuidadosa de sí misma y por infelice fecundidad tantas veces expuesta a las mudanzas de fortuna. Alcanzóle a Pisón el mensajero con el aviso de la muerte de Germánico en la isla de Coó, y recibióle con tan poca templanza, que no abstuvo de matar víctimas y visitar templos en hacimiento de gracias, no pudiendo disimular el gozo, mejor que Plancina templar su natural insolencia, la cual mudó luego el luto que traía por muerte de una hermana en hábito de alegría.

 

LXXVI. Concurrían los centuriones mostrándole la prontitud con que deseaban obedecerle las legiones y exhortándole a volver al gobierno de la provincia, quitada injustamente y no ocupada hasta entonces por alguno. Con esto, pidiendo consejo sobre lo que era bien hacer en aquel caso, su hijo Marco Pisón fue de parecer que debía ir luego a Roma, diciendo que no se había hecho hasta entonces cosa que no se pudiese justificar, que no se debía hacer caso de flacas sospechas, ni de la vanidad de la fama; que la discordia que había tenido con Germánico por ventura podía ser digna de odio, pero no de castigo; que el dejarse quitar la provincia bastaría por satisfacción a sus enemigos, donde volviendo a ella con la resistencia de Sencio era dar principio a una guerra civil; que no perseverarían en su parcialidad los centuriones y soldados en quien estaba fresca la memoria de su general; antes era de creer que prevalecería siempre en ellos el entrañable y envejecido amor para con los césares.

 

LXXVII. Discurrió en contrario Domicio Célere, íntimo amigo de Pisón, diciendo: Que se debía servir del buen suceso. Que a él y no a Sencio se había consignado el gobierno de Siria. A Pisón se habían dado los fasces, la autoridad de pretor y las legiones. Si sucede —decía él— algún insulto, ¿quién más justamente puede oponerse con las armas que el que tiene la autoridad del legado y las propias comisiones del príncipe?. Añadía que era bien dar tiempo a que se fuesen desvaneciendo las nuevas; que a las veces aun apenas los inocentes pueden resistir a los recientes odios. Mas que teniendo el ejército y aumentando las fuerzas, muchas cosas, que no era posible prevenirlas, tendrían mejor salida; si no es que queramos —decía él— solicitar nuestra llegada a Roma para entrar con las cenizas de Germánico, y que el llanto de Agripina y el ignorante vulgo te arrebaten al primer rumor sin admitirte defensa ni disculpa. Tienes de tu parte la conciencia de Augusta y el favor de César, aunque disimulados, y el poderte asegurar de que los que lloran la muerte de Germánico, al parecer con mayor sentimiento, son los que más se huelgan de ella.

 

LXXVIII. No fue menester mucho para inducir a Pisón a este parecer, por ser más conformes a su naturaleza todos los consejos feroces y precipitados, y así escribió a Tiberio disculpándose con acusar el fausto y la soberbia de Germánico, y mostrando cómo había sido echado de la provincia por designio de novedades, adonde había vuelto a encargarse del ejército para gobernarle con la misma fe que antes lo había hecho. Despacha juntamente a Domicio con una galera a Siria, mandándole que vaya engolfado, lejos de los puertos y de las islas. Recoge y divide en compañías los fugitivos de las legiones, y arma los mozos de servicio, y arrimados los bajeles a tierra firme, toma una bandera de soldados nuevos que iban a Siria. Escribe a los príncipes de Cilicia que le envíen ayudas, no mostrándose perezoso en los ministerios de la guerra el mozo Pisón, sin embargo de que le había disuadido.

 

LXXIX. Y así, costeando la Licia y la Panfilia, encontradas las galeras que llevaban a Agripina, las unas y las otras como enemigas se pusieron en arma; aunque partiéndose entre ellos el miedo, no llegaron más que a injuriarse de palabra, entre los cuales Marso Vibio intimó a Pisón que fuese a Roma a defender su causa; mas él, como haciendo burla, respondió que comparecería cuando el pretor de los hechizos hubiese señalado el día al reo y a los acusadores. En tanto, llegado Domicio a Laodicea, ciudad de Siria, y determinado de ir a la guarnición de invierno de la legión sexta, por parecerle más aparejada que las otras a tentar cosas nuevas, fue prevenido por el legado Pacuvio. Sencio escribió a Pisón advirtiéndole que se guardase de inquietar el ejército con alborotadores y la provincia con guerra. Y recogiendo los que se acordaban de Germánico y los que le pareció que eran contrario de sus enemigos, poniéndoles en consideración la grandeza del emperador y que Pisón armaba contra la República, recogió buen número de gente aparejada a menear las manos.

 

LXXX. Mas Pisón, aunque no le salieron como pensaba sus primeras empresas, no dejaba de encaminar todas las cosas que por entonces le parecían más seguras. Y así ocupó en Cilicia un castillo harto fuerte llamado Celenderi. Porque habiendo mezclado los socorros enviados por los príncipes cilicios con los fugitivos del campo, los soldados nuevos que dijimos y la chusma de sus esclavos y los de la Plancina, los había dividido todos y ordenado en forma de una legión. Y llamándose legado de César, publicaba que no había sido echado de su provincia por las legiones, que antes bien le llamaban, sino por Sencio, el cual, con falsas calumnias, quería cubrir el odio particular. Mostrémonos —decía— una vez en batalla, que no pelearán aquellos soldados en viendo a Pisón, llamado ya por ellos padre, pues, fuera de que nos acompaña la justicia, no podemos tenemos por inferiores en las armas. En esto tiende las escuadras delante los reparos del castillo, en un collado pedregoso y peinado ceñido por la otra parte de la mar. Mostrábanse, en contrario, los soldados viejos de Sencio con buena ordenanza y sus acostumbrados socorros. De acá fortaleza de soldados, de allá aspereza de sitio; mas no ánimo, ni esperanza, ni apenas armas, sino rústicas y tomadas acaso. Venidos a las manos, no hubo en qué dudar sino hasta que las cohortes romanas subieron a lo llano; los cilicios, puestos en huida, se encerraron en el castillo.

 

LXXXI. En este medio tentó Pisón, aunque en vano, de acometer la armada de Sencio, que esperaba el suceso poco lejos de allí; y vuelto al castillo, desde los muros, ora lamentándose, ora llamando a los soldados por sus nombres, ora ofreciendo premios, procuraba encaminarlos a sedición; tal, que un alférez de la sexta legión se pasó a él con la bandera. Entonces, Sencio, al sonido de los cuernos y trompetas, hace dar el asalto, poner escalas, pasar adelante los más atrevidos, y los otros arrimar las máquinas, arrojar dardos, piedras y hachas de fuego. Finalmente, vencida la pertinacia de Pisón, rogó que, entregadas las armas, se le concediese poder quedar en el astillo hasta que César declarase quién había de presidir en Siria. No admitidas las condiciones, se le dieron solamente navíos y viaje seguro para Italia.

 

LXXXII. Luego que se publicó en Roma la enfermedad de Germánico, y, como sucede en las cosas que vienen de lejos, amentándose siempre en peor lo que traía la fama, se hinchó todo de dolor, de enojo y de lamentos. Decían que no era maravilla si le pretendía él acabarle, haberle desterrado a tan lejos tierras; que para este efecto se había dado a Pisón el gobierno de Siria; que a esto se encaminaban los consejos secretos de Augusta con Plancina; que habían dicho bien, hablando de Druso, los viejos de su tiempo, esto es, que no agrada a los que reinan la naturaleza amable y apacible de sus hijos, y, finalmente, que se habían buscado caminos para sacar del mundo al uno y al otro, sólo porque hubieran restituido la libertad al pueblo romano. Este común murmurio del vulgo, sabida con certidumbre la muerte, se encendió de manera que, antes del edicto de los magistrados, antes del decreto del Senado, tomando todos de su autoridad las ferias y vacaciones, desamparan los negocios del foro, cierran las puertas de las casas; por todas partes silencio o gemidos, no por ostentación o cumplimiento, teniendo más altamente apasionado el ánimo de lo que se podía mostrar en lo exterior con lágrimas y lutos. Sucedió que algunos mercaderes partidos de Siria, viviendo Germánico, trajeron buenas nuevas de su salud: créense al punto y al punto se divulgan, cualquiera que oiga alguna cosa, por leve que fuese, lo refería a los otros, y en boca de todos se va aumentando la ocasión del común regocijo. Con esto corren por la ciudad y desquician las puertas de los templos. Ayudó a la credulidad la noche, por poderse afirmar en ella las cosas con mayor certeza. No trató Tiberio de oponerse a estas falsas nuevas hasta que el tiempo las desvaneciese, y sabiendo el pueblo la verdad, como si se le arrebataran de nuevo, lo lloró más amargamente.

 

LXXXIII. Fueron hallados o decretados los honores a la memoria de Germánico, según que cada cual se hallaba rico de invención o de amor para con él. Que su nombre se cantase de allí adelante en los versos saliarios; que se le pusiesen sillas curules en el teatro, en el lugar dedicado a los sacerdotes augustales, y encima de ellas coronas de encina; que en los juegos del circo se llevase siempre delante su estatua de marfil; que no se hiciese flámine ni agorero en su lugar sino del linaje de los Julios: arcos en Roma, en las riberas del Rin y en el monte Amano de Siria, con inscripciones de sus hazañas y cómo había muerto por la República; sepulcro en Antioquía, donde fue quemado; Tribunal en Epitafmo, donde acabó la vida. Sería imposible contar las estatuas que se le dedicaron y los lugares que se le establecieron para ser venerado en ellos. Y tratándose de dedicarle un escudo de oro, de notable grandeza entre los autores elocuentes, ordenó Tiberio que no excediese a los que de ordinario se acostumbraban dedicar a los otros, pues no era justo juzgar de la elocuencia por la fortuna, quedando harto ilustrado en esta parte sólo con ser cantado entre los antiguos escritores. El estamento de caballeros llamó Germánica a la tropa de caballos que antes se solía llamar Junia, instituyendo que en la fiesta de mediado julio se trajese su imagen por estandarte. Quedan todavía muchas cosas de éstas; algunas se olvidaron luego y otras más tarde por la injuria del tiempo.

 

LXXXIV. Estando todavía fresca la tristeza, Livia, hermana de Germánico y mujer de Druso, tuvo de un parto dos hijos varones; de que, como cosa rara y regocijada hasta entre gente pobre, se alegró tanto Tiberio, que no se pudo contener de alabarse en pleno Senado de haber sido el primero entre todos los romanos de su calidad a quien hubiese sucedido el tener en su linaje dos hijos de un parto, acostumbrado a atribuir a gloria suya hasta las cosas fortuitas. Mas al pueblo en tal tiempo hasta esto le fue ocasión de dolor, pareciéndole que el aumento de hijos en Druso disminuía más la casa de Germánico.

 

LXXXV. En aquel año se refrenó con graves decretos del Senado la deshonestidad de las mujeres, y en particular se ordenó que ninguna que tuviese o hubiese tenido abuelo, padre o marido caballero romano pudiese ganar torpemente; porque Vestilia, de linaje pretorio, había denunciado al oficio de los ediles su vida deshonesta; costumbre de los antiguos que reputaban por bastante pena a las mujeres manchadas de impudicia el confesar la profesión del mal. Titidio Labeón, marido de Vestilia, fue requerido a dar cuenta de sí, porque según las leyes no había castigado a su mujer, culpada de este delito; y excusándose él con que no eran pasados aún los sesenta días concedidos para deliberar, pareció que bastaba castigar solamente a Vistilia, la cual fue desterrada a la isla de Serifón. Tratóse también de extirpar la religión de los egipcios y judíos, decretando los senadores que cuatro mil de buena edad, de casta de libertinos, inficionados de aquella superstición, fuesen llevados a Cerdeña para reprimir los ladronicios que en aquella isla se hacían; adonde se venían a morir por causa de intemperie del aire, el daño sería de ninguna consideración; a todos los demás se mandó que saliesen de Italia si dentro de cierto tiempo no renunciaban a sus ritos profanos.

 

LXXXVI. Después de esto propuso César que se recibiese una virgen en lugar de Occia, que había presidido cincuenta y siete años con gran santidad a los sacrificios vestales. Y agradeció a Fonteyo Agripa y a Domicio Polión que con la oferta que hicieron de sus hijas parece que contendían entre sí sobre cuál tenía más amor a la República. Diose el lugar a la hija de Polión, no por otra cosa, sino porque su madre estaba todavía en su primer matrimonio; donde Agripa con discordias, y finalmente con divorcio, había disminuido el número de sus hijos. Consoló Tiberio a la otra por la afrenta de verse estimada en menos con darle veinticinco mil ducados (un millón de sestercios) para su dote.

 

LXXXVII. Quejándose el pueblo de la carestía de vituallas, puso con precio moderado tasa en el trigo, ofreciendo de su dinero dos reales (dos sestercios) por hanega a los mercaderes que lo sacasen a vender a la tasa. Ni por esto quiso aceptar el nombre de padre de la patria, puesto que se le había ofrecido ya otra vez, y reprendió ásperamente a los que habían dado a sus ocupaciones nombre de divinas y llamádole señor. A cuya causa era peligroso y arduo negocio el hablar en tiempo de un príncipe que temía la libertad y aborrecía la adulación.

 

LXXXVIII. Hallo acerca de los escritores y de los más viejos de aquel tiempo haberse leído en el Senado las cartas de Adgandestrio, príncipe de los catos, en las cuales se ofrecía de matar a Arminio si se le enviaba veneno para ejecutarlo, y que se le respondió que el pueblo romano acostumbraba tomar venganza de sus enemigos abiertamente y por fuerza de armas, y no con engaños ni con secretas inteligencias; con cuya gloria se igualaba Tiberio a aquellos primeros generales de ejércitos que evitaron y descubrieron al rey Pirro el veneno que se le aparejaba. Mas Arminio, partidos los romanos y expedido Maroboduo, tentando el hacerse rey, tuvo por contrarios a los populares, acostumbrados a la libertad; y perseguido con las armas, después de haber hecho la guerra con varia fortuna, fue al fin muerto por engaño de sus parientes: hombre, verdaderamente, a quien debe la Germania su libertad, y que no provocó al Imperio romano a sus principios, como los otros reyes y capitanes, sino cuando estaba más floreciente. No fue siempre victorioso en sus batallas, aunque sí jamás acabó de vencer en sus guerras. Tuvo treinta y siete años de vida y doce de potencia: hoy en día se canta de él entre los bárbaros; no alcanzó a ser conocido en los anales de los griegos, porque esta gente no hace admiración sino de sus cosas; ni de los romanos ha sido celebrada su memoria, porque, mientras andamos procurando exaltar las cosas antiguas, nos descuidamos de las modernas.