LIBRO SEGUNDO
Tito, enviado a Roma por Vespasiano a visitar y dar la obediencia a Galba, sabida su muerte, da la vuelta.—Visita el templo de Venus Pafia, con cuyo sacerdote consulta su fortuna: oye cosas alegres y grandes.—Vuelve a su padre a quien halla dudoso entre el temor y el deseo del imperio, y al fin se resuelve en aguardar ocasión.—Descúbrese y préndese a un falso Nerón.—Comienzan la guerra felizmente los capitanes de Otón en la Galia Narbonense, y en Córcega el procurador apoya antes de tiempo y a su costa el nombre y facción de Vitelio.—Entra Cecina en Italia.—Acomete a Placentia de donde es rechazado con infamia y daño.—Hace una emboscada contra los Otonianos, que al fin redunda en daño del mismo Cecina.—Llega Valente a Ticinum, y corre notable peligro por desorden y atrevimiento de sus soldados: y aplacados, junta con velocidad sus fuerzas con las de Cecina.—Avisado Otón de todo, junta consejo, y sin embargo del parecer de sus capitanes y en particular de Suetonio Paulino, que le persuade el alargar la guerra, resuelve el tentar la fortuna.—Vense los ejércitos en Bedriaco y queda roto, aunque no deshecho, el Otoniano.—Otón, enfadado de la guerra, se mata.—Altéranse los soldados después contra Virginio para hacerle emperador, el cual huye el cuerpo al cargo o a la carga.—Pasa peligro el senado con ocasión de un falso aviso.—En África es vencido Albino, y la provincia reducida a devoción de Vitelio, el cual separa las legiones y despide indiscretamente a los pretorianos.—Trábase otro tumulto en Ticinum, y casualmente se aplaca.—Tratan de la guerra en Siria Vespasiano y Muciano, y de éste se ve una famosa oración, persuadido de la cual Vespasiano, toma el imperio.—Vitelio entra en Roma feroz y amenazador. Todo esto en espacio de un año.
Andaba ya la fortuna fabricando en otras partes del mundo principios y causas de nuevo imperio con varios sucesos ora alegres, ora tristes a la república, como también a los mismos príncipes, de prosperidad o de muerte violenta. Vespasiano envió desde Judea a Tito, su hijo, viviendo Galba, no sólo por hacer cumplimiento con el nuevo príncipe, sino porque su presencia acreditase a su juventud para oponerse a los honores públicos. Mas el vulgo, muerto por cosas nuevas, había echado voz de que se llamaba para adoptarle; tomando ocasión de ver a Galba viejo y sin sucesión, y de la impaciencia de la ciudad en querer muchos hasta que se eligiese uno. Fortificaba la opinión el natural de Tito, capaz de toda gran fortuna, la hermosura del rostro, junto con una cierta majestad, los sucesos prósperos de su padre, las respuestas de los oráculos, y lo que más importa en los ánimos, dispuestos a creer su buena fortuna. Alcanzándole pues en Corinto, ciudad de Acaya, el aviso de la muerte de Galba, y habiendo quien le aseguraba de las armas y de la guerra de Vitelio, suspenso de ánimo, recogido con pocos amigos, iba considerando las cosas por todas partes, y advirtiendo que si siguiese el viaje de Roma sería poco acepto el suyo: destinado en honra de otro, pudiendo quedar por rehenes de Otón o de Vitelio: que si volviese atrás, era claro no poderlo hacer sin ofensa del vencedor: y estando todavía la victoria en duda, el arrimarse el padre a una facción, era bastante disculpa para el hijo: que si Vespasiano tentaba para sí el imperio, no había para qué hacer caso de ofensas, tratándose de guerra.
Combatido de estos, y semejantes discursos, entre esperanza y temor, prevaleció en él lo primero. No faltó quien creyese que el amor de la reina Berenice le acabó de resolver en tornar atrás. Tenía verdaderamente aquel ánimo juvenil inclinación a Berenice, aunque no bastante a divertirle delos negocios de estado; que aunque pasó su primer juventud alegremente en los deleites, fue con todo eso más modesto por su naturaleza que por freno de las órdenes paternas. Costeadas pues las riberas de Acaya y de Asia a la parte siniestra del mar, volvió hacia Rodas y Chipre, y de allí a Siria, a donde le vino deseo de ver el templo de Venus Pafia, famoso a las gentes naturales y extranjeras. No será fuera de propósito dar cuenta brevemente de aquella devoción, del sitio, del templo y de la forma de la diosa, diversa de las que se ven en otros lugares.
Tiénese de memorias antiguas como aquel templo fue edificado por el rey Aeria, aunque otros quieren que sea este el nombre de la misma diosa. La opinión más moderna es que Cinara dedicó el templo, y que la misma diosa, después de concebida en el mar, aportó primeramente en esta tierra; mas que la ciencia y arte de los arúspices fue introducida allí por Tamira, natural de Cilicia. Y así se concertó que los sucesores de entrambos linajes asistiesen a aquella religión. Poco después, porque la estirpe real venciese en todo género de honra a los descendientes de la extranjera, renunciaron los forasteros la ciencia que ellos mismos habían traído. Consúltase solamente con el sacerdote de la familia de Cinara. Las víctimas, según el voto de cada uno, han de ser animales machos, dándose fe certísima a las entrañas de los cabritos. Es prohibido esparcir sangre sobre la ara, sacrificándose sólo con ruegos y puro fuego sobre los altares, jamás humedecidos por las lluvias, aunque están a lo descubierto. El simulacro de la diosa no es en figura humana, sino un globo continuado, que de principio mas ancho, se va levantando en forma de pirámide: la razón se ignora.
Tito, después de haber visto las riquezas y dádivas reales, y las demás cosas que los Griegos, amadores de la antigüedad, atribuyen a una inmemorial vejez, consultó primero de su navegación; y siéndole prometido próspero viaje, sacrificadas muchas víctimas, preguntó encubiertamente y con rodeo de palabras de sí mismo. Sostrato (así se llamaba el sacerdote) como vio las entrañas de los animales, que conformes y propicias mostraban felicidad, y que la diosa se inclinaba a aquellos grandes designios, respondiendo por entonces pocas cosas y ordinarias, pedida audiencia secreta, le descubre los futuros sucesos. Vuelto Tito a su padre con mayores esperanzas, fue de gran momento para confirmar los ánimos sospechosos de las provincias y de los ejércitos. Había Vespasiano acabado la guerra contra los Judíos, no quedándole otra cosa que conquistar que Jerusalén: difícil, más por naturaleza y obstinación de aquella gente supersticiosa, que porque tuviesen fuerzas con que resistir a la necesidad. Estaban con Vespasiano, como se ha dicho, tres legiones ejercitadas en la guerra. Muciano tenía cuatro en paz; mas la emulación y la gloria del ejército vecino las había tenido de tal manera desveladas, que cuanto a las tres habían dado de fuerzas y de valor los peligros y trabajos, tanto añadía vigor a las cuatro el largo reposo y el no haber experimentado la guerra. Había de una y otra parte infantes y caballos, auxiliarios, armadas, reyes y reputación grande, aunque por varias causas.
Vespasiano, gran guerrero, siempre delante al marchar del ejército, a tomar el puesto de los alojamientos de día y de noche, con el consejo y con las manos cuando era menester, pronto contra el enemigo, usando comer lo que a caso le venía delante y a vestir poco mejor que soldado ordinario, igual en todo, dejada aparte la avaricia, con los antiguos capitanes. Muciano en contrario, era estimado por su magnificencia, por las riquezas y por las demás cosas en que excedía de lo ordinario; más apto en el decir, en el disponer, en el proveer, y más práctico en las cosas civiles. Nobilísima mezcla de principado, si, quitados los defectos de entrambos, se hubiera hecho un príncipe de sola la masa de sus virtudes. Éste, puesto al gobierno de Siria, y aquel al de Judea, estaban por la vecindad de las provincias poco conformes entre sí, hasta que después de la muerte de Nerón, dejados a un cabo los odios particulares, trataron de tomar asiento y reconciliarse; al principio por medio de amigos, y después por obra de Tito, principal instrumento de esta concordia; el cual con utilidad reciproca atajó las diferencias, acomodado por su naturaleza, no menos que por arte, a ganar entre otras voluntades hasta la del mismo Muciano. Los tribunos y centuriones, y los otros soldados ordinarios eran acrecentados por industria, por trato licencioso, por virtud o por complacencia, según la naturaleza de cada uno.
Antes de la llegada de Tito habían ambos ejércitos jurado fidelidad a Otón, por la furia de mensajeros, como en semejantes casos se acostumbra, y por la tardanza con que se dejaban mover para la guerra civil, que entonces, por la primer vez tras una larga quietud, se preparaba en Oriente. Porque en los otros tiempos los movimientos de armas entre ciudadanos comenzaron en Italia y en la Galia con las fuerzas de Occidente. Y Pompeyo, Casio, Bruto y Antonio, que llevaron las guerras civiles allende el mar, tuvieron infelices fines; habiéndose en Siria y en Judea antes oído que visto alguno de los césares. No hubo allí motines ni alborotos de legiones, los cuales amenazaron solamente a los Partos con varios sucesos. Y en la última guerra civil, mientras estaban en trabajo las demás provincias, hubo allí quietísima paz, y después fidelidad para con Galba. Mas como se entendió luego que las armas desordenadas de Otón y Vitelio iban destruyendo el estado romano, porque no les quedasen a los otros los premios del imperio y a ellos solamente la necesidad de la servidumbre, comenzaron a resentirse, y a considerar y conocer sus propias fuerzas, que eran éstas. La Siria y la Judea con siete legiones prontas y gran número de auxiliarios. El Egipto vecino con dos legiones. La Capadocia, el Ponto, las guarniciones de la Armenia, la Asia, y las otras provincias, abundantes de hombres y de dinero; cuantas islas rodean aquellos mares, y el mismo mar seguro y cómodo a preparar la guerra.
Era notorio a los capitanes el ardor de los soldados, mas movieron por bien el esperar el suceso de la guerra de los otros, sabiendo bien que los vencedores y los vencidos no se aúnan jamás con fidelidad: ni para su intento era de importancia cuál de los dos quedase superior, Otón o Vitelio: porque en las prosperidades hasta los capitanes valerosos se pierden: estos con las discordias, con el ocio, con la lujuria, y finalmente con sus propios vicios quedarían destruidos, y en cualquier caso humillados del todo, el uno de la guerra y el otro de la victoria. Difirieron pues las armas para mejor ocasión, habiendo entonces conferido Vespasiano y Muciano sus designios, aunque los demás mucho antes, los mejores por el bien de la república, muchos incitados por la dulzura de los robos, los otros por la necesidad: de suerte que tanto el ruin como el bueno deseaba la guerra con igual afecto, aunque con diversos fines.
Por este tiempo las provincias de Asia y Acaya tuvieron una arma falsa de que venía a ellas Nerón: que contándose diversamente la manera de su muerte, fingían muchos que era vivo, y muchos lo creían. Diremos en el discurso de la historia el suceso de los otros, y lo que intentaron. Pero el de ahora fue que un esclavo de la provincia de Ponto, o, según otros, un libertino italiano, de linda voz, y gran músico de citara (cosa que a más de la semejanza del rostro dio lugar al engaño) juntado con algunos, que habiendo desamparado sus banderas andaban vagabundos y pobres, cargándolos de promesas, se puso en la mar con ellos, y arrojado por mal tiempo a la isla de Citno, tomó en su compañía algunos soldados que venían de Oriente, habiendo hecho matar a los que no quisieron consentir; y desvalijado los mercaderes, armó los más fuertes y robustos esclavos que pudo hallar. Tentó con varios artificios el ánimo de Sisena, centurión, que llevaba la semejanza de sus manos diestras (son estas señales de amor y de hermandad) en nombre del ejército de Siria, a los pretorianos: mas Sisena, medroso y dudando de violencia, escondidamente se huyó de aquella isla. Con esto se iba dilatando el temor, despertando muchos, con la reputación de aquel nombre, el deseo de novedades y el aborrecimiento ordinario del estado presente.
La fortuna disipó la fama cuando iba creciendo por puntos. Había dado Galba el gobierno de Galacia y Panfilia a Calpurnio Asprenate, con dos galeras de la armada de Miseno para llevarle, en las cuales aportó a Citno. No faltó quien llamase a los capitanes de las galeras de parte de Nerón: el cual, mostrándose ofendido e invocando la fe de los soldados, en otro tiempo suyos, les rogaba que quisiesen llevarle a Siria o a Egipto. Los capitanes mostrándose suspensos, quizá por engañarle, prometieron de tratarlo con los soldados, y que en habiéndolos dispuesto volverían a él. Mas habiendo dado cuenta de todo a Asprenate, fue por su orden entrada la nave y muerto este, sea quien fuere. El cuerpo admirado por los ojos y cabellos, como también por la fiereza del rostro, fue llevado a Asia y de allí a Roma.
En esta ciudad pues, llena de discordias, y por las muchas mudanzas de príncipes dudosa entre libertad y disolución, aun las cosas pequeñas se trataban con grandes movimientos. Vibio Crispos, de riquezas, de autoridad y de ingenio, contado antes entre los grandes que entre los buenos, citaba ante el senado a Anio Fausto, caballero romano, el cual en los tiempos de Nerón había hecho oficio de acusador: porque en el principado de Galba habían decretado los senadores que se viesen las causas de los acusadores. Este senatus consulto, interpretado variamente según que el reo era poderoso o flaco, valido o desvalido, estaba todavía en observancia. Habíase dispuesto Crispo con amenazas y con violencia a procurar la destrucción de Fausto, acusador de su hermano: y de tal manera había llevado a su opinión a mucha parte de los senadores, que sin más conocimiento de causa, querían que se pasase a la ejecución. Mas en contrario, para con los otros ninguna cosa aprovechaba mas al reo que la demasiada autoridad del acusador: pareciéndoles que se debía dar tiempo, publicar las defensas, y aunque mal quisto y culpado, observar al fin la costumbre de ser oído. Y prevalecieron al principio, habiéndose diferido la causa unos pocos días: mas fue después finalmente condenado Fausto, aunque no con aquel aplauso de la ciudad que merecían sus ruines costumbres; acordándose que el mismo Crispo había ejercitado por dinero la misma profesión de acusar, desagradando no el castigo del delito, sino el autor de la venganza.
Mostráronse felices a Otón los principios de la guerra, habiéndose movido por su orden los ejércitos de Dalmacia y de Panonia. Fueron estas cuatro legiones de las cuales se enviaron delante dos mil infantes, seguidos del resto, poco intervalo; la séptima levantada por Galba, y de soldados viejos la undécima y la décimatercia, y, la de mayor nombre de todas, la catorcena, famosa por haber domado los rebeldes de Britania; a la cual honró Nerón mas que a todas, habiéndola escogido por la mejor: y así le fue a él fiel siempre e inclinada a Otón. Mas dado que este ejército era bien poderoso y fuerte, su sobrada confianza le hizo bajar más de espacio de lo que conviniera. La gente de a caballo de las ayudas y las cohortes llegaron antes que ellos. Salió de Roma un número de soldados no despreciables: cinco cohortes de pretorianos y los estandartes de caballos, con la legión primera, y la ayuda vergonzosa de dos mil gladiadores, puesto que con ocasión de armas civiles han sido empleados también por graves capitanes. Fueron diputados al cargo de esta gente Anio Galo y Vestricio Espurina, enviado este delante a ocupar las riberas del Po, ya que no tenían lugar los primeros consejos, habiendo Cecina pasado los Alpes cuando esperaban poderle encerrar en las Galias. Seguían la persona de Otón sus guardias, hombres escogidos, grandes y robustos, con las cohortes pretorias y los pretorianos reformados, con gran número de soldados de la armada. No fue su viaje de persona afeminada o entregada a los deleites, antes, armado de coraza, iba a pie delante de las banderas, fiero, sin ornamento alguno, y en todo contrario a la fama que corría de él.
Lisonjeábale la fortuna en los principios de aquella empresa, habiendo reducido ya a su poder, con ayuda de la mar y delas galeras, la mayor parte de Italia hasta las raíces de los Alpes marítimos: para tentar a los cuales y para acometer la provincia de Narbona, había despachado por capitanes a Suedio Clemente, Antonio Novelo y Emilio Pacense. Mas Emilio, vencido de la insolencia de los soldados, y Antonio Novelo sin autoridad, gobernaba solo absolutamente, y con mucha ambición Suedio Clemente; hombre no menos deseoso de menear las manos, que poco observante de la buena disciplina militar. No parecía que se caminaba por Italia ni por lugares y países nuestros, mas como por campos extranjeros y ciudades enemigas se abrasaba, se robaba y se asolaba todo: y tanto más desenfrenadamente, cuanto por todo estaba la gente más desproveida y sin sospecha alguna, llenos los campos, abiertas las casas; cuyos dueños, saliéndoles al encuentro con las mujeres y los hijos, se hallaban debajo de la seguridad de la paz, envueltos en el mal de la guerra. Gobernaba entonces los Alpes marítimos Mario Maturo, procurador. Este, juntada gente (no le faltaba juventud) hizo fuerza por echar de los confines de la provincia a los Otonianos; mas en el primer encuentro quedaron muertos y rotos los montañeses, como aquellos que, recogidos tumultuariamente,no reconociendo campo ni capitán, no hacían caso del honor de la victoria o deshonor de la huida.
Irritados de esta facción los Otonianos, volvieron su enojo con Albentemelia, porque en las batallas cesaba la ocasión de la presa, siendo aquellos villanos pobres y vilmente armados; a mas de que por su ligereza y plática de la tierra, tampoco era posible tomarlos en prisión; con todo eso hartaron su avaricia con la calamidad de los inocentes. Hízolos mas aborrecibles el ejemplo memorable de una mujer Ligura, la cual habiendo escondido un hijo suyo, y creyendo los soldados que con él había también ocultado el oro, atormentándola por esto y preguntándole dónde estaba, mostrando ella el vientre, aquí se esconde, respondió, y ni por nuevos tormentos, ni por muerte mudó jamás la constancia de estas generosas palabras.
Por mensajeros tan diligentes como temerosos tuvo aviso Fabio Valente que la armada de Otón se había descubierto sobre la provincia de Narbona, ya declarada por Vitelio; y juntamente comparecieron los embajadores de las colonias a pedir socorro, a cuya causa despachó luego la vuelta de allá dos cohortes de Tongros, cuatro cornetas de caballos, con toda la caballería de los Treveros a cargo de Julio Clásico, su capitán; de los cuales quedó parte en la colonia de Frexu, para que encaminándose todas las fuerzas por tierra, no se diese comodidad a la armada enemiga con dejarle el mar libre, para facilitar su camino y dar sobre aquella ciudad. Fueron contra el enemigo doce cornetas de caballos, un golpe de gente escogida de las cohortes Liguras, presidio antiguo de aquel lugar, y quinientos Panonios, no aun recibidos debajo de banderas. No se dilató mucho la batalla, ordenándose de esta manera: una parte de los de la armada mezclados con los del país, se pusieron sobre los collados vecinos a la mar; en el llano, entre los montes y la marina, los soldados pretorianos; en la mar misma la armada con las proas a tierra en feroz ordenanza se extendía preparada a la pelea. Los Vitelianos que tenían pocos infantes, siendo su nervio la caballería, pusieron en los montes vecinos la gente de los Alpes, y las cohortes en ordenanza cerrada detrás de los caballos. Descubrióse desconsideradamente al enemigo la caballería de los Treveros, que fue recibida con mucho valor por los veteranos, y ofendida también por los lados de las piedras que arrojaban los del país, prácticos en el uso de esta suerte de armas: los cuales, mezclados con los soldados, no menos los cobardes que los valientes, hacían todo lo posible por vencer. Añadió terror y daño a los ya desordenados la armada que los ofendía por las espaldas: tal que cogidos en medio por todas partes, quedaran todos degollados, si la oscuridad de la noche no detuviera al ejército vencedor y excusara a los que huían.
No se quietaron los Vitelianos, puesto que llevaron lo peor; mas recogida alguna gente de socorro, asaltaron al enemigo desproveído y negligente por el suceso próspero; y muertas las centinelas, y forzados los alojamientos, pusieron terror también a la armada; hasta que cesado poco a poco el espanto, ocupado un collado vecino, al principio se defendieron,y después cargaron sobre ellos. Hubo allí gran estrago y mortandad, y los capitanes de las cohortes de Tongros, después de haber por buen espacio de tiempo sostenido la batalla, quedaron todos muertos. No ganaron los Otonianos esta victoria sin sangre, porque los que temerariamente habían seguido al enemigo fueron muertos por los de a caballo que hicieron rostro; y como si entre ellos se hubiera asentado tregua, que de acá la armada y de allá caballería no inquietasen la tierra, los Vitelianos se retiraron a Antipoli, municipio de la Galia Narbonense, y los Otonianos a Albenga, de la Liguria interior.
La fama de esta victoria, obtenida por la armada, sustentó a devoción de Otón las islas de Cerdeña y Corcega y las otras situadas en aquel mar. Mas estuvo a pique de arruinar a Corcega la temeridad de Décimo Pacario, procurador, de poco momento a la suma de aquella guerra, y a él causa de su muerte: porque aborreciendo a Otón, pensó favorecer a Vite]¡o con las fuerzas de los Corsos, ayuda débil, cuando bien saliera con su intento. Llamados pues los principales de la isla, les descubre su designio, y hace matar a Claudio Pirrico, capitán de las galeras Liburnicas de la guardia, y a Quincio Certo, caballero romano, porque se atrevieron a contradecirle, de cuya muerte, amedrentados los demás que estaban presentes, y la turba ignorante, compañera siempre del temor ajeno, sin saber lo que se hacían, juraron fidelidad a Vitelio. Mas queriendo Pacario hacer de ellos leva de soldados, y fatigar a aquellos hombres toscos con las cargas de la milicia, enfadados de aquel inusitado trabajo, comienzan a hacer reflexion en su propia flaqueza. Que habitaban una isla apartada de Germania y de la fuerza de las legiones, y que habían sido saqueados y arruinados por la armada, hasta los lugares presidiados de cohortes y caballería: tal que, mudado parecer en un instante, no por eso a la descubierta y con la fuerza, sino buscando tiempo cómodo para la traición, retirados los que acompañaban a Pacario, le mataron dentro del baño donde le hallaron desnudo y solo, y tras él a sus confidentes. Las cabezas de todos, como de enemigos, fueron llevadas a Otón; del cual, así como no tuvieron premio los matadores, tampoco fueron castigados por Vitelio, ocupados entrambos durante aquel gran concurso de infamias en maldades mayores.
Había ya, como se ha dicho, pasado a Italia la caballería Silana, y llevado consigo la guerra, sin que se mostrase alguno en favor de Otón; no porque los de la tierra quisiesen mas a Vitelio, sino que la larga paz los había quebrantado lo que bastaba para admitir cualquier servidumbre, obedeciendo a quien primero los ocupase, sin curarse de los mejores. Teníase por Vitelio la mas florida parte de Italia, cuanto se encierra entre los Alpes y el Po; habiendo llegado ya las cohortes enviadas delante por Cecina.
La cohorte de Panonios quedó en prisión junto a Cremona, y entre Placentia y Ticinum fueron desbaratados cien caballos con mil soldados de la armada. Con estos sucesos no eran detenidos los Vitelianos por ningún río ni otro embarazo, antes el mismo Po incitaba de manera a los Bátavos y a los de allá del Rhin, que, pasándolo junto a Placentia, y presos algunos de los corredores Otonianos que iban a tomar lengua, pusieron tanto espanto en los otros, que mentirosos y amedrentados, refirieron haber pasado Cecina con todo el ejército.
Espurina, que guardaba a Placentia, sabía muy bien que Cecina no había venido: y, puesto que hubiera llegado, estaba resuelto en tener los soldados dentro de los muros, por no entregar en manos de un ejército de soldados viejos tres cohortes pretorias y mil vexilarios con poca caballería. Mas los soldados indómitos y no usados a la guerra, arboladas las banderas y estandartes, se movieron con furia, volviendo las armas contra el capitán que hacía fuerza por detenerlos, menospreciando a los centuriones y tribunos que loaban la prudencia del capitán, y diciendo, que Cecina venía llamado por Otón en su favor. Hácese compañero Espurina de la ajena temeridad, forzado al principio, y después fingiendo querer lo mismo, por tener mas autoridad en los consejos cuando cesase la sedición.
Como llegaron a las orillas del río y sobrevino la noche, convino atrincherar los alojamientos. Este trabajo, inusitado a los soldados de la ciudad, les quitó de manera el ánimo, que todos los mas viejos comenzaron a vituperar su liviandad, y a mostrar temer el riesgo que se corría si Cecina cogía con su ejército en aquella campaña rasa y abierta sus pocas cohortes. Ya por todo el campo se comenzaba a hablar con mas modestia; y entremetiéndose los centuriones y tribunos, loaban la providencia del capitán que hubiese escogido para seguridad y silla de la guerra una colonia opulenta, fuerte y poderosa. Finalmente el mismo Espurina, no tanto con acusarles la culpa cuanto con mostrarles la razón, dejada alguna gente a tomar lengua, volvió con los demás a Placentia, menos alterados ya y mas obedientes. Fortificadas pues las murallas, añadidas nuevas defensas, ensanchadas las torres, proveído y aparejado no solamente a los pertrechos y armas, pero también al respeto y disposición a obedecer, que fue lo que solo faltó en aquel bando, parece que justamente podían asegurarse del valor.
Mas Cecina, como si hubiera dejado de allá de los Alpes la crueldad y la insolencia, caminó por Italia con el ejército modesto y manso, puesto que las ciudades municipales y las colonias atribuían a soberbia el ver que acostumbraba dar audiencia a gente togada con vestidos cortos de varios colores y con calzas al uso bárbaro. Quejándose también, como si con aquello los ofendiera, de que su mujer Salonina, aunque sin injuria de nadie, iba sobre una hermosa hacanea, cubierta de púrpura: cosa natural en los hombres el mirar con ojos enfermos de pasión la felicidad ajena, no deseándose en ninguno mas escasa y corta fortuna que en aquellos a quien conocimos en estado igual con el nuestro. Pasado Cecina el Po, y tentada por vía de pláticas y promesas la fe de los Otonianos, persuadido él también a lo mismo, después de haberse representado por ambas partes en vano los honrados nombres de paz y de concordia, volvió todo su cuidado a la expugnación de Placentia, no sin particular temor, sabiendo bien que se iría encaminando su reputación conforme al suceso de este principio de la guerra.
Pasó el primer día, antes con ímpetu, que con arte de soldados viejos, arrimándose a la muralla descubiertos, inconsiderados y agravados de las viandas y del vino. En este combate un hermoso anfiteatro situado fuera de los muros fue consumido del fuego, encendido, o por los asaltadores mientras arrojaban sobre los sitiados hachas de fuegos artificiales, o por los de dentro al volver a arrojar las mismas cosas. El vulgo de aquella ciudad, inclinado a sospechas, creyó que por malicia de las colonias vecinas se había traído materia con que alimentar el fuego por emulación y envidia, no habiendo en toda Italia máquina de piedra tan grande y tan capaz como aquella. Sea cual se fuere la causa, lo cierto es que no se hizo mucho caso mientras se dudaba de mayor mal; mas sosegadas las cosas, se dolían como si no le hubieran podido recibir mayor. Fue rechazado del asalto Cecina con mucho daño de los suyos, y la noche siguiente se empleó en preparar los ingenios y defensas; los Vitelianos, las mantas, zarzos y cestones para arrimarse cubiertos a la muralla; y los Otonianos, vigas gruesas, piedras grandes, pedazos de plomo o de metal para romper las máquinas y aterrar con ellas al enemigo. A entrambas partes animaba la honra y la vergüenza; y con diversas exhortaciones, exaltándose de la una el valor de las legiones y el ejército Germánico, y de la otra la reputación de milicia urbana y las cohortes pretorias: vituperando aquellos la disciplina y valor de gente sepultada en el ocio y acostumbrada a los juegos del circo y a los teatros, y estos la barbaridad del ejército extranjero: loando y vituperando entre sí igualmente a Otón y Vitelio, harto mas abundantes en los vituperios que en las alabanzas.
Apenas asomó el día cuando se hinchieron los muros de defensores, resplandeció el campo de hombres y de armas, la ordenanza cerrada de las legiones, las escuadras esparcidas de los auxiliarios; arrójanse saetas y piedras a los muros mas altos, y las partes menos guardadas y enflaquecidas del tiempo se acometen de cerca. Los Otonianos echaban de lo alto plomo, y a golpe seguro sus armas enhastadas contra las cohortes de Germanos, que temerariamente se arrimaban con un canto espantoso a su modo, desnudos y sacudiendo los escudos sobre los hombros. Los legionarios, defendidos de los plúteos o mantas, y de los zarzos, descalzan la muralla, hacen trincheras y procuran romper las puertas. En contrario los pretorianos, aparejadas a este efecto gruesas y pesadas piedras, con ruina grande se las arrojan encima; tal que quedando muchos de los que se llegaban al asalto parte oprimidos, parte atravesados de los dardos o heridos gravemente, aumentando el temor, el daño y el estrago, y siendo por esto heridos con mayor crueldad por los del muro, se retiraron con gran pérdida de reputación; y Cecina por el mal nombre y vergüenza de la expugnación tentada tan temerariamente, por no quedar en los mismos alojamientos afrentado y ocioso, pasado de nuevo el Po, tomó la vía de Cremona. A su partida se pasaron a él Turulio Cerial con muchos de los soldados de la armada, y Julio Brigántico con pocos caballos. Este, capitán de una ala de caballos, nacido en los Bátavos, y aquel primipilar y amigo de Cecina, por haber pasado en Germania por algunos grados de la milicia.
Espurina, sabido el camino que tomaba el enemigo, avisó de la defensa de Placentia, de lo sucedido y de los designios de Cecina a Anio Galo; el cual, dudando de que aquellas pocas cohortes pudiesen resistir el sitio a la braveza del ejército Germánico, se había movido con la legión primera por socorrer a Placentia. Mas cuando entendió que, rechazado Cecina, tiraba la vuelta de Cremona, hizo alto en Bedriaco, refrenado con dificultad el ardor de la legión, que por querer pelear, faltó poco que no se amotinase. Es Bedriaco un burgaje situado entre Cremona y Verona, infeliz y famoso por dos destrozos y mortandades de dos ejércitos romanos. Peleó estos días prósperamente Marcio Macro junto a Cremona, el cual con la prontitud de su ánimo, habiendo al improviso pasado en barcas los gladiadores de la otra parte del Po, rompió los auxiliarios Vitelianos, muertos los que hicieron resistencia, huyendo los demás a Cremona, sin ser seguidos de los vencedores, por no dar ocasión a que se trocase la fortuna si acaso el enemigo era socorrido de gente fresca: cosa que puso en sospecha a los Otonianos, comenzando a echar a mala parte las acciones de todos. Mas en particular, según que eran de ánimo vil y sueltos de lengua, dieron a porfía todos en calumniar de varios delitos a Anio Galo, Suetonio Paulino y a Mario Celso, a quien Otón había encomendado también las cosas de la guerra. Y los que se hallaron a la muerte de Galba, como fuera de sí del temor de su mala conciencia, no cesaban de meterla todo en revuelta, sembrando asperísimos principios de sedición; unas veces a la descubierta con palabras escandalosas, otras secretamente con cartas a Otón. El cual, dando fe a toda persona vil y temiendo de los buenos, irresoluto y confuso en las cosas prósperas, mejor harto en las adversas, finalmente haciendo venir a su hermano Ticiano, le dio la superintendencia de las cosas de la guerra, puesto que debajo de Paulino y Celso había pasado todo felizmente.
Afligíase Cecina del mal suceso de sus primeras empresas, y sentía el ver que se iba envejeciendo la reputación de su ejército; echado de Placentia, degollados los auxiliarios, y hasta en las escaramuzas de corredores, aunque más ordinarias que importantes, llevando siempre lo peor. Y así acercándose Fabio Valente, porque no se pasase a él toda la honra de la guerra, procuraba recuperar la que le parecía haber perdido, con más codicia que prudencia. Cuatro leguas de Cremona hay un puesto llamado los Castores, junto al cual, en unos bosques espesos a raíz del camino, escondió la gente más valerosa de sus auxiliarios: y enviando delante los caballos para trabar la escaramuza, les ordena que tomando la carga, procuren llevar al enemigo a la emboscada. Vino esto a noticia de los Otonianos; y tomando Paulino el cargo de los infantes y Celso de los caballos, pusieron al lado izquierdo el estandarte de la legión trece, cuatro cohortes de auxiliarios y quinientos caballos: en la calzada del camino tres cohortes pretorias en ordenanza estrecha, y por la mano derecha marchaba la primera legión con dos banderas de veteranos jubilados y quinientos caballos. Tenían a mas de estas gentes, por mayor ventaja en el suceso próspero, o por socorro en la necesidad, mil caballos entre pretorianos y gente de ayudas.
Celso, viendo que los Vitelianos tomaban la carga antes de llegar a las manos, como sabedor del engaño, detuvo los suyos. Con esto temiendo los Vitelianos ser descubiertos, cargaron con todas sus fuerzas sobre Celso, que a lento paso se retiraba; y usando menos recato que su enemigo, dieron en la emboscada: con que las cohortes por los lados, la legión por frente y por las espaldas los caballos, los cogieron en medio. No dio luego Suetonio Paulino la seña de pelear a la infantería: hombre de natural tardo, y que amaba más los consejos recatados y resoluciones prudentes y cautas que los sucesos prósperos dependientes del caso; antes comenzó a ordenar que se hinchiesen los fosos, que se ensanchase la campaña y se extendiese la ordenanza; pareciéndole que comienza harto temprano a gozar de la victoria el que se asegura de no perder. Esta dilación dio lugar a los Vitelianos de retirarse a las viñas intrincadas de sarmientos entrelazados, y poco después a un bosquecillo cercano, donde, haciendo de nuevo rostro, mataron los atrevidos de los caballos pretorianos, quedando herido el rey Epifanes, peleando valerosamente por Otón.
Saltaron entonces fuera los infantes Otonianos, y rota la ordenanza enemiga, pusieron en huida también a los que venían en su socorro. Cecina no había hecho marchar todas las cohortes juntas, sino una tras otra: que en aquella refriega acrecentó la confusión mucho, porque el espanto de los que huían, hallando a los otros a la deshilada y débiles por todas partes, los llevaban también de vuelta. De que nació después tumulto en los alojamientos, quejándose de no haber sido llevados todos juntos, poniendo en prisión a Julio Grato, prefecto del campo, como sospechoso de traición, por tener con Otón a su hermano Julio Fronton, tribuno, preso también él en el campo Otoniano por la misma sospecha. Mas fue tal en todas partes el temor en los que huían y en los que iban al socorro, en la ordenanza y delante los reparos, que en entrambas partes se tuvo por cierto que se hubiera podido romper aquel día a Cecina con todo su ejército si Suetonio Paulino no hubiera hecho tocar a recoger: excusándose él de haber temido que, saliendo de los alojamientos los Vitelianos frescos, asaltasen a los suyos cansados de la refriega y del camino, sin socorro alguno a las espaldas, cuando les obligasen a tomar la carga. Fue aprobada de pocos esta disculpa de Suetonio, y en el vulgo vituperada generalmente de todos.
No amedrentó este daño tanto a los Vitelianos cuanto los hizo más reportados, no sólo en el ejército de Cecina, el cual daba la culpa a los soldados, dispuestos más a la sedición que a la pelea, pero también en el de Fabio Valente que había ya llegado a Ticinum: cuyos soldados estimando en más al enemigo, y deseosos de recuperar la reputación, obedecían al capitán con más reverencia y orden. Sucedió con todo eso entre ellos poco antes un accidente de harta importancia, del cual (porque no se podía interrumpir la orden de los sucesos de Cecina) daré ahora cuenta desde su principio. Las cohortes de Bátavos, que apartadas en la guerra de Nerón de la legión catorce al ir a Britania, sabido el movimiento de Vitelio, dijimos haberse arrimado a Fabio Valente en la ciudad de los Lingones, tenían gran opinión de sí, alabándose en cualquier tienda de las legiones en que entrasen de haber tenido a raya a los de la dicha legión, de haber quitado la posesión de Italia a Nerón, y que de su mano pendía toda la fortuna de aquella guerra. Era esta una afrenta grande para los soldados, y un despecho terrible para el capitán, viendo destruir con las injurias y riñas la disciplina militar: a lo último comenzó a dudar Valente de que esta insolencia no se convirtiese en manifiesta rebelión.
Y así, llegada la nueva de que la gente de la armada de Otón había roto los Treveros y Tongros, y que corría y costeaba la Galia Narbonense, deseando defender a sus confederados, y, con astucia militar, valerse de este color para dividir las cohortes alteradas, que juntas eran siempre demasiadamente poderosas, mandó que una parte de los Bátavos fuese al socorro de aquella provincia: divulgado esto en el campo, sintieron disgusto sus compañeros, y las legiones comenzaron a murmurar, viéndose privados de la ayuda de soldados tan valerosos, y que se quitaba de la batalla aquella gente vieja y en tantas guerras victoriosa, ya que estaban así a vista del enemigo: que si una provincia sola era de más importancia que la misma Roma y que todo el imperio, no se cumplía con menos que con ir todos en su socorro; mas que consistiendo el apoyo y la seguridad de Italia en la salud de la victoria, no era justo el cortar como de un cuerpo aquellos robustísimos miembros.
Decían estas cosas a voces; y como vieron que Valente, enviando sus lictores, comenzó a querer quietar la sedición, no dudan de acometerle a él mismo y de apedrearle: y huyendo él de su furia, le siguen gritando que él tenía escondidos los despojos de las Galias, el oro de Vienna y el precio de sus trabajos. Saquean el carruaje y pabellón del general, visitándolo todo, y tentando con sus lanzas y con sus dardos hasta el mismo suelo, mientras Valente vestido en traje de esclavo, estaba escondido cerca de un decurión de caballos. Entonces Alieno Taro, prefecto del campo, mitigado poco a poco el tumulto, tomó por expediente prohibir a los centuriones el meter las guardias; ordenando que no se tocasen las trompetas, con las cuales se suelen llamar los soldados a sus oficios; tal, que entorpecidos por esto todos, y atónitos mirándose unos a otros, medrosos de quedar sin quien los gobernase, y primero con silencio y arrepentimiento, y a lo último con ruegos y con lágrimas, piden perdón. Mas presentándoseles, fuera de toda esperanza, Valente sano y salvo, y llorando en aquel hábito vil, tuvo su lugar el contento, la compasión y la reverencia: con que, llenos de regocijo, como el vulgo es sin medida en todos sus afectos, loándole y alegrándose con él, rodeado de las águilas y de las banderas, lo llevan al tribunal. Él con provechosa templanza dejó de pedir el castigo de algunos de ellos; y porqu la total disimulación no engendrase en los soldados mayor sospecha, los reprendió con pocas palabras, sabiendo muy bien que en las guerras civiles es concedido más a los soldados que a los capitanes.
Al hacer de los alojamientos junto a Ticinum se tuvo nueva de la rota de Cecina; con que estuvo a pique de renovarse la sedición, como si por engaño y por las largas de Valente no se hubieran podido hallar en aquella batalla. Con que sin tomar reposo, sin esperar al capitán, caminan delante de las banderas, dando prisa a los alféreces, y unos tras otros a la deshilada van a juntarse con Cecina, en cuyo campo estaba en ruin concepto Valente, quejándose de haber sido dejados en los cuernos del toro, tan pocos en número, respecto a todas las fuerzas del enemigo; sirviéndose de esta excusa y de la adulación de celebrar y engrandecer el valor del nuevo ejército, por no ser menospreciados de él como cobardes, y ya una vez vencidos. Y aunque eran mayores las fuerzas de Valente, por tener casi al doble de legiones y auxiliarios, inclinaba con todo eso a Cecina el favor de los soldados, por ser (a más de su benignidad natural, que le hacía más amable) de menos edad, de gallarda disposición, y por una cierta gracia vana. Nació de aquí envidia y competencia entre los capitanes, motejando Cecina a Valente de hombre cruel, infame y vicioso, y él a Cecina de hinchado y vano: con todo eso manteniendo ambos a dos oculto el aborrecimiento, atendían al provecho común, hinchiendo sus cartas, sin esperanza de perdón ni respeto alguno, de vituperios contra Otón, de que se abstenían los capitanes Otonianos, puesto que tenían harto campo en que poder discurrir contra Vitelio.
A la verdad, antes de la muerte de entrambos, en la cual ganó Otón egregia fama y Vitelio sucia y abatida, causaban menos temor los regalos y deleites ociosos de Vitelio que los ardientes y desordenados apetitos de Otón, para quien aumentaba grandemente el terror y el odio el homicidio de Galba, donde en contrario, ninguno podía imputar a Vitelio el haber comenzado la guerra. Vitelio por el vientre y por la gula, era tenido por enemigo de sí mismo; mas Otón con la lujuria, con la crueldad y con el atrevimiento, por más dañoso a la república. Unidas las tropas de Cecina y de Valente, no rehusaban más los Vitelianos el venir a la batalla con todas sus fuerzas. Y consultando Otón si era mejor alargar la guerra o tentar la fortuna, Suetonio Paulino, pareciéndole cosa digna de su reputación, como quien era tenido por el más sagaz capitán de aquellos tiempos, discurrió sobre todo el estado de la guerra, mostrando, que al enemigo le convenía el solicitar y a ellos el diferir.
«Que había ya llegado todo el ejército de Vitelio, sin dejar muchas fuerzas a las espaldas: porque siendo las Galias sospechosas, no le convenía desamparar las riberas del Rhin, pudiendo aquellas naciones inquietas romper por aquella parte: que los soldados de Britania estaban detenidos de sus enemigos y separados de la mar: las Hispanias no tan abundantes en armas: la provincia Narbonense puesta en temor por los progresos de la armada y por la rota recibida: que aquella parte de Italia de allá del Po estaba cerrada con los Alpes, sin ayuda de mar y destruida del paso del ejército: que por ninguna parte podía tener bastimentos el enemigo, ni era posible mantenerse sin ellos: que a más de esto los Germanos, que era la mejor soldadesca que el enemigo traía, gente de complexión sanguínea, alargándose la guerra hasta el verano, sufrirían mal las mutaciones del sol y destemplanza del cielo: que muchas guerras peligrosas en el primer ímpetu, se habían desvanecido alargándolas y contemporizando: que en contrario, tenían ellos todo el país abundante y fiel, la Panonia, la Misia, la Dalmacia y el Oriente con ejércitos enteros; Italia y Roma cabeza del imperio; el senado y el pueblo, nombres no del todo oscuros, aunque tal vez sombríos; las riquezas públicas y particulares, cantidad grande de oro, de mas fortaleza que el hierro en las guerras civiles: que tenían la soldadesca acostumbrada a los aires y calores de Italia: que les servía de reparo el Po y las ciudades fuertes de hombres y de murallas, ninguna de las cuales cedería al enemigo, como se había experimentado en la defensa de Placentia: que se alargase la guerra; pues habiendo de llegar en breves días la legión catorce, de tanta fama con las gentes de Misia, se podía consultar entonces de nuevo, y resolviéndose el pelear, hacerlo con mayores fuerzas.»
Arrimábase al parecer de Paulino Mario Celso; y los que se enviaron a tomar el voto de Anio Galo, que estaba enfermo de una caída de caballo, referían parecerle lo mismo. Mas inclinando Otón a la batalla, su hermano Ticiano y Próculo, prefecto del pretorio, solicitaban como poco prácticos, afirmando que la fortuna, los dioses y la divina felicidad de Otón, así como favorecían sus buenos consejos, así favorecían también el suceso de las cosas; pasando a vanas adulaciones para que nadie se atreviese a decir lo contrario. Resuelto pues el pelear, se trató si era mejor que el emperador se hallase personalmente en la batalla, o que se estuviese en lugar seguro. Los mismos autores del peor consejo, no contradiciendo Paulino ni Celso, por no parecer que querían aventurar la persona del príncipe, le forzaron a retirarse a Brixelo, donde, quitado del riesgo de la pelea, se guardase para la suma de las cosas del imperio. Fue este el primer día que afligió la facción Otoniana: porque partiendo con él una valerosa banda de las cohortes pretorias, de sus guardias y caballos, comenzaron a perder el ánimo los que quedaban; y más, teniendo a los capitanes por sospechosos: y Otón, en quien sólo confiaban los soldados por saber que no creía sino a ellos, había dejado a las cabezas en duda de lo que habían de hacer.
Eran notorias estas cosas a los Vitelianos, habiendo, como sucede en las guerras civiles, mucha gente que de ordinario se pasaba del uno al otro campo; y las espías, por poder saber y preguntar mucho de las cosas ajenas, no dudaban de publicar las propias. Estaban firmes y atentos a la ocasión Cecina y Valente, viendo que el enemigo se encaminaba neciamente a su perdición, esperando y considerando mucho, que es especie de prudencia, en los ajenos yerros; habiendo en tanto comenzado un puente, fingiendo querer pasar el Po contra los gladiadores que estaban de la otra parte. Y porque los soldados no estuviesen ociosos, hicieron llevar barcas el río arriba; y juntadas después de dos en dos en igual distancia, las trabaron entre sí con muy fuertes vigas, echando cantidad de áncoras, para tener el puente con mayor firmeza: advirtiendo en dejar flojas las gumenas para que, creciendo el río, pudiesen levantarse igualmente las barcas al peso del agua, sin desordenarse. Cerrábase el puente con una torre levantada sobre las últimas barcas para desde ella con ingenios y máquinas desviar al enemigo.
Habían también los Otonianos fabricado en su orilla otra torre, desde la cual tiraban piedras y fuego. Levantábase en medio del río una isla donde los gladiadores tentaban de arrimarse con sus barcas; mas los Germanos los prevenían a nado, y habiendo acaso pasado muchos, cargadas por Macro sus libúrnicas de los más atrevidos gladiadores, los acometió. Mas no siendo esta gente tan asegurada y diestra en las peleas como los soldados, no podían desde los bateles en continuo movimiento encaminar tan bien los golpes como los que los herían a pie firme desde la orilla, comenzando los remeros y los defensores con varios meneos de los medrosos a embarazarse entre sí. Los Germanos, arrojándose al agua, y asidos a las popas de los bajeles enemigos, procuraban trepar por ellos, saltar en crujía y echarlos a fondo: lo que sucediendo a vista de ambos ejércitos, causaba efectos diferentes de gusto y de tristeza, maldiciendo los Otonianos la causa y el autor de aquel daño.
Finalmente, desasidos los bajeles que quedaban, con su huida se acabó la refriega. Pedían todos por esto la muerte de Macro; y herido de lejos con una lanza, le estaban ya encima con las espadas, cuando fue defendido por obra de los tribunos y centuriones que se interpusieron. Llegó poco después por orden de Otón Vestricio Espurina con las cohortes, habiendo dejado en Placentia poco presidio. Envió también Otón a Flavio Sabino, electo cónsul, para que se encargase de la gente que solía gobernar Macro: alegrándose los soldados de la mudanza de capitanes, y ellos, por tan ordinarias sediciones, rehusando el gobierno de aquella odiosa milicia.
Hallo acerca de algunos escritores que aquellos ejércitos, por el temor de la guerra o por el aborrecimiento de ambos príncipes, cuyos vituperios y maldades eran cada día más notorios, estuvieron a pique de, dejadas las armas, pensar ellos mismos en hacer nuevo emperador, remitir la elección al senado; y que a este fin persuadieron la dilación los capitanes Otonianos, principalmente Paulino, por ser el más viejo de los consulares, esclarecido en la milicia, y que había en las guerras de Britania ganado gloria y renombre grande. Mas yo, así como concederé que por algunos pocos y en secreto, se deseó la quietud antes que la discordia, y un príncipe bueno y sin tachas, más que otro viciosísimo y perverso, así tampoco creo que Paulino, hombre de singular prudencia, esperase en aquel siglo corrompidísimo tan gran templanza en el vulgo, que los mismos que habían turbado la paz por deseo de guerra, se resolviesen en dejar la guerra por caridad de la paz; ni que los ejércitos, varios de lenguas y de costumbres, pudiesen convenir en esto, o que los legados y capitanes, que sabían no haberse emprendido la guerra por otra cosa que por sus propios desórdenes, pobreza y ruines costumbres, sufriesen otro príncipe que con los mismos defectos, y obligado a reconocer sus servicios y méritos.
El antiguo deseo de mandar fue desde los principios de la naturaleza ingerido en los hombres: aumentóse con la grandeza del imperio, y con ella misma se descubrió. Porque en estado mediano fue fácil cosa conservar igualdad. Mas como, sojuzgado el mundo, extirpadas las ciudades émulas y los reyes, se podían desear con seguridad las grandezas, se encendieron luego los primeros contrastes entre los senadores y el pueblo, prevaleciendo unas veces los sediciosos tribunos, y otras los cónsules, viéndose en la ciudad y en el foro un principio y ensayo de las guerras civiles. Cayo Mario después, levantado del ínfimo vulgo, y Lucio Sila, cruelísimo entre todos los nobles, vencida con las armas la libertad, la convirtieron en tiranía: después de los cuales vino Gneo Pompeyo más cubierto, aunque no mejor que los demás: ni desde entonces acá se ha pleiteado por otra cosa que por el principado. No arrimaron las armas en Farsalia ni en los campos Filípicos las legiones de los mismos ciudadanos. Y ¿es de creer que quisiesen hacerlo voluntariamente los ejércitos de Otón y Vitelio? La misma ira de los dioses, la misma rabia y furor de los hombres, las mismas causas de maldades los incitaron a la discordia. Y si se atiende a lo presto que después se acabaron las guerras, casi como de un solo golpe, la vileza de los príncipes fue la causa: pero demasiado me he dejado llevar de la consideración de las viejas y nuevas costumbres: volvamos ahora al orden de la historia.
Partido Otón para Brixelo, quedó a su hermano Ticiano el título y el honor del imperio, la fuerza y el poder a Próculo, prefecto de los pretorianos: Celso y Paulino, faltando quien se valiese de su prudencia, servían para llevar la culpa de los yerros ajenos. Los tribunos y centuriones estaban suspensos y dudosos, viendo que, despreciados los mejores, solo se hacia caso de los ruines. Los soldados alegres y resolutos, aunque acostumbrados mas a interpretar que a obedecer las órdenes de los capitanes: los cuales acordaron de pasar mas adelante los alojamientos a una legua distante de Bedriaco, con tan poca prudencia, que, aunque era tiempo de primavera, y con tantos ríos alrededor, se padecía con extremo de agua. Tratóse allí, si se debía venir a la batalla, haciendo para ello viva instancia con carta a Otón: mas los soldados pedían que se hallase el emperador, y muchos que se hiciesen venir las gentes de allá del Po. Ni ahora es tan fácil de juzgar lo que fuera bien haber hecho, como que fue lo peor lo que se hizo.
Movieron al fin, no como para entraren batalla, mas como para marchar en guerra contra el enemigo, apartado cuatro leguas donde el Po y el Ada mezclan sus corrientes, protestando Celso y Paulino que era lo mismo que presentar al enemigo aquellos soldados cansados del camino y cargados de bagaje; y que hallándose los Vitelianos desembarazados, y con solo el espacio de una legua que marchar, no perderían la ocasión de acometerlos desordenados, o cuando los viesen ocupados en atrincherarse. Convencidos de la razón Ticiano y Próculo, se servían de la autoridad y orden imperial: aumentada de nuevo con terribles mandatos, por medio de un caballo ligero, númida, queriendo que en todo caso se tentase la fortuna, quejándose de la flojedad de los capitanes, atormentado del esperar, e impaciente en las esperanzas.
En aquel mismo día dos tribunos de las cohortes pretorias fueron a verse con Cecina, que estaba ocupado en hacer el puente: y mientras se aparejaba a oír los capítulos y condiciones que traían y responderles, llegaron los corredores con aviso de que venía el enemigo; con que interrumpiéndose las vistas, tampoco se pudo saber después si se encaminaban con engaño o traición, o por algún partido honesto. Habiendo Cecina despedido los tribunos y vuelto al campo, halló ya en arma a los soldados, y que por orden de Fabio Valenle se había dado el señal de la batalla. Mientras se echaban las suertes sobre los puestos en que habían de pelear las legiones, trabaron los caballos la escaramuza: y es sin duda, que si no fuera por el valor de la legión Itálica, que puesto mano a las espadas les hicieron volver el rostro y tornar a la refriega, por menor número de Otonianos fueran encerrados en sus propias trincheras. Entraron en batalla las legiones Vitelianas sin confusión alguna; porque dado que el enemigo estaba cerca, los árboles espesos quitaban la vista de sus armas; pero de la parte de los Otonianos estaban los capitanes medrosos, los soldados mal satisfechos de ellos, los carros y el bagaje confusos entre sí y sin orden; de todas partes fosos y quebradas, y el camino estrecho aun para ordenanza quieta. Rodeaban algunos sus propias banderas, otros las iban buscando; por todas partes voces confusas, de quien corría, y de quien llamaba; y según que cada cual tenía valor o miedo, así se ponía y se quitaba de los primeros y últimos escuadrones.
Los ánimos atónitos del súbito terror se acabaron de entibiar con una falsa alegría, habiendo algunos que mentirosamente afirmaban haberse rebelado el ejército de Vitelio. No se sabe bien si esta voz, echada por las espías de Vitelio o de la parte misma de Otón, corrió acaso o por astucia de alguno: basta que los Otonianos, depuesto el ardor militar, saludaron a los Vitelianos que los recibieron con murmullo de enemigos: y muchos, no sabiendo la causa del saludar, dudaron de traición. Cerró entonces el ejército enemigo fresco y superior de fuerzas y de número. Los Otonianos, aunque desordenados, inferiores y cansados, cerraron animosamente. Y porque el puesto era impedido de árboles y de viñas, no se daba la batalla por una parte sola: acométense en diversos lugares, de cerca y de lejos, a escuadras y a tropas apiñadas; en la calzada se juntan de manera, que no pudiéndose ayudar de sus armas enhastadas, rempujándose con los hombros y con los escudos, procuraban abrir las celadas y corazas a golpes de espada y hacha. Conocidos entre sí, y fáciles a serlo de los demás, peleaban como por la final salida de aquella guerra.
Encuéntranse acaso entre el Po y el camino en campaña rasa dos legiones: la veinte y una de Vitelio llamada Rapace, famosa de antigua gloria, y la primera de Otón, por sobrenombre Ayutrice, no hasta entonces probada en batalla, aunque codiciosa del primer honor. Los de la primera de Otón, desbaratadas las segundas hileras de la veinte y una de Vitelio, tomaron el águila; de cuyo dolor, encendida la legión, rechazados los de la primera y muerto Orfidio Benigno, su legado, toman muchas banderas y estandartes al enemigo. En otra parte, del ímpetu de los de la quinta legión era maltratada la décima tercia; y los de la catorcena fueron rodeados por muchos que cargaron sobre ellos: porque habiéndose retirado temprano los capitanes de Otón, Cecina y Valente atendían a. socorrer con gente fresca a los suyos. Sobrevino el socorro de Varo Alfeno con los Bátavos, los cuales, habiendo pasado en barcas el río, y degollado en él las compañías de gladiadores que estaban a la defensa del paso, así victoriosos acometen por el costado al enemigo, y rompen el batallón de en medio.
Los Otonianos, rotos del todo, se ponen en huida corriendo la vuelta de Bedriaco. El largo espacio de la retirada, y los caminos llenos de cuerpos muertos hicieron mayor el estrago; y más el no acostumbrarse tomar prisioneros en las guerras civiles. Suetonio Paulino y Licinio Próculo, aunque por diversas vías, excusaron el volver a los alojamientos. Vedio Aquila, legado de la legión trece, con miedo inconsiderado, se expuso a la ira de los soldados: porque entrado en los reparos buen rato antes de la noche, rodeándole una banda de sediciosos y fugitivos, no abstuvieron la lengua ni las manos, llamándole vil y traidor; no por ningún demérito suyo, más, como es costumbre del vulgo, por dar en rostro siempre a otros con sus propios defectos. A Ticiano y a Celso valió el llegar de noche, estando ya puestas las guardias y aplacados los soldados; a los cuales Anio Galo con consejo, con ruegos y con autoridad había persuadido a no querer sobre el daño recibido en la pelea acrecentar la crueldad de matarse unos a otros; pues fenecida que fuese la guerra, o resolviéndose a tentarla de nuevo, era la unión el único remedio a los vencidos.
Perdidos de ánimo todos los demás, solos los pretorianos echaban fuego, diciendo: «que por traición y no por valor habían sido vencidos; y que los Vitelianos habían alcanzado una victoria muy sangrienta, rota su caballería, perdida la águila de una legión: que a ellos les quedaban todavía los soldados que estaban con Otón, los de allá del Po, y que se venían acercando las legiones de Misia: que había quedado buena parte del ejército en Bedriaco, no siendo ninguno de estos de los vencidos; los cuales, siendo necesario, morirían honradamente con las armas en la mano.» Con tales pensamientos, ya airados, ya medrosos, estaban en la última desesperación, trasportados antes de la ira que del temor. Los capitanes del ejército Viteliano haciendo alto más de una legua de Bedriaco, no se atrevieron a tentar el mismo día los alojamientos, esperando que se entregarían voluntariamente. Y así, hallándose sin bagaje, como quien solo había salido para pelear, no hicieron aquella noche otro reparo que el que les daban sus propias armas y la reputación de la victoria. El siguiente día, estando los más feroces del campo de Otón apaciguados y arrepentidos, todos de un acuerdo enviaron embajada. No dudaron los capitanes Vitelianos de conceder la paz, aunque con ocasión de detenerse algún tanto los embajadores, concibieron sospecha los Otonianos, no sabiendo que la hubiesen alcanzado. Mas vueltos después con buen despacho, y abiertos los reparos de los alojamientos, los vencidos y los vencedores con lágrimas en los ojos y miserable alegría maldecían la infidelidad de las armas civiles. Debajo unas mismas tiendas curaban unos las heridas de sus hermanos, y otros de sus amigos. A todos era dudosa la esperanza del premio, la muerte y el llanto ciertos y seguros. Ninguno había allí tan exento del mal que no se doliese de la muerte de alguno. Buscóse el cuerpo del legado Orfidio, y quemóse con la honra y solemnidad acostumbrada. Enterraron algunos pocos sus parientes y amigos, lo restante del vulgo quedó en la campaña.
Esperaba Otón las nuevas del suceso de la batalla sin algún temor, y resuelto ya en lo que había de hacer. Al principio la fama y después los escapados de ella dieron la nueva de la rota. El ardor de los soldados no esperó a que los hablase el emperador; mas ellos primero fueron a rogarle que mostrase buen ánimo, acordándole que no faltaban fuerzas con que renovar la guerra, y ofreciéndose ellos mas que nunca prontos a sufrirlo y a tentarlo todo. No había aquí adulación, mostrándose todos voluntariosos y verdaderamente llenos de afecto, y de un cierto furor en desear la batalla y renovar la fortuna del bando. Daban muestras de ello los apartados con alzar las diestras, y los cercanos con echársele a los pies: principalmente Plocio Firmo, prefecto del pretorio, le importunaba y rogaba que no quisiese desamparar un ejército tan fiel y unos soldados de tanto mérito. «Mucho mas se muestra, decía, la grandeza de ánimo en sufrir las adversidades, que en evitarlas. Los hombres fuertes y valerosos oponen el rostro a la fortuna, los tímidos y viles precipitan en desesperación.» Durante estas palabras, según el bueno o mal semblante que mostraba Otón, seguían las voces de alegría o de tristeza. Y esto no solamente los pretorianos, soldados propios de Otón, mas aquellos también que habían sido enviados de los de Misia prometían la misma constancia del ejército que estaba atrás, dando nueva que las legiones habían ya entrado en Aquileya: de manera que nadie puede dudar de que se hubiera podido entablar de nuevo una terrible guerra sangrienta y peligrosa, no menos a los vencedores que a los vencidos.
Con todo eso Otón, ajeno de pensamientos de guerra, les dijo estas palabras: «El precio de poner a nuevos peligros ese vuestro ánimo y valor es sobradamente excesivo para el rescate de mi vida. Cuantas más esperanzas me mostráis, si yo desease vivir, tanto más se me hace hermosa y agradable la muerte. Hémonos tentado los aceros la fortuna y yo: no se ponga en consecuencia la brevedad del tiempo; que mayor dificultad hay en templarse uno en la felicidad que piensa haber de gozar poco. Vitelio comenzó la guerra civil, y de su parte ha venido la ocasión de competir sobre la posesión del imperio: vendrá de la mía el ejemplo de no pelear más de una vez. Hagan de aquí juicio de Otón los venideros. Goce Vitelio la compañía de su hermano, de su mujer y de sus hijos, que yo ni de venganza ni de consuelo necesito. Otros han gozado más largamente del imperio; mas ninguno le ha dejado con mayor valor. ¿Sufriré yo que de nuevo perezca tanta juventud romana y que se arrebaten a la república ejércitos tan valerosos? Venga conmigo vuestro buen ánimo, como prontos a morir por mí; mas quedad vosotros vivos y alegres: no dilatemos más, yo vuestra salud y vosotros mi constancia. Especie de vileza es hablar un hombre mucho de su fin: sírvaos de señal eficaz de mi firme resolución el ver que de nadie me quejo: porque el inculpar a los dioses o a los hombres es propio de los que desean la vida.«
Dicho esto, llamando a todos con mucho amor conforme a la edad y grado de cada uno, les iba exhortando a darse prisa, para que con la dilación no exasperasen el ánimo del vencedor; moviendo a los mozos con la autoridad y a los viejos con ruegos: el rostro sereno, franco en el hablar y sin miedo iba refrenando las lágrimas sin sazón de los suyos. Ordena que se den carros y barcas a los que parten. Hace quemar las cartas y memoriales, o demasiado oficiosos para con él, o sobradamente injuriosos contra Vitelio. Distribuye dineros parcamente, y no como ya al fin de su vida. Tras esto, viendo a Salvio Coceyano, hijo de su hermano, amedrentado y triste, como quien estaba todavía en su primer juventud, comenzó a consolarle loándole el afecto y reprendiéndole el temor. «¿Será por ventura, le dijo, Vitelio de ánimo tan desapiadado, que en pago de haberle yo conservado todo su linaje, no pueda esperar de él este favor a lo menos; y más haciéndome merecedor de su clemencia con solicitar mi fin? Pues no en la última desesperación, mas cuando mi ejército pedía con mayor fervor la batalla ofrecí el último caso al amor de la república. Conténtome de la fama y de la nobleza ganada a mis sucesores; pues al fin soy el primero tras los Julios, los Claudios y los Servios, que ha trasferido el imperio en familia moderna: por lo cual atiende con ánimo generoso a vivir, no acordándote demasiado ni tampoco olvidándote del todo de que has tenido a Otón por tío.«
Después, despedidos todos, tomó un poco de reposo; y entrado ya en los cuidados postrimeros, le divirtió de ellos un ruido repentino que sintió, viniendo aviso de la insolencia y tumulto de los soldados, que amenazaban de muerte a cualquiera que tuviese atrevimiento de partirse; furiosos particularmente contra Verginio, a quien tenían sitiado en su casa: y así Otón, después de haber reprendido a los autores del tumulto, volviéndose, atendió después a los cumplimientos de los que se iban, hasta que todos hubiesen partido sin recibir daño ni molestia. Hacia la tarde se restauró la sed con un poco de agua fría, y haciéndose traer dos puñales, tentada a entrambos la punta y el corte, se puso el uno debajo de la almohada. Certificado después de que se habían partido los amigos, pasó la noche con quietud, y como afirman, no sin dormir. Al despuntar del día se atravesó el pecho con el hierro. Al último gemido, entrando los esclavos y libertos, y Plocio Firmo, prefecto del pretorio, hallaron al muerto una sola herida. Solicitáronse con gran prisa las exequias, habiéndolo él instado con apretados ruegos, para que la cabeza no pudiese ser dividida del cuerpo y escarnecida del vulgo. Las cohortes pretorias con loores y con llantos, llevaron el cuerpo, besándole las manos y la herida. Algunos soldados se mataron junto a la hoguera, no por haber cometido delito ni por temor, mas por deseo de participar de su gloria y mostrar el amor que tenían a su príncipe. Fue después celebrada universalmente esta manera de muerte en Bedriaco, en Placentia y en los demás alojamientos. Hízosele a Otón un sepulcro de mediana fábrica, y que permanecerá.
Este fin tuvo Otón a los treinta y siete años de su edad. Tuvo su origen de Ferentino, de padre consular, y de abuelo pretorio. Fue menos noble de parte de madre, aunque de familia honesta. Pasó su niñez y juventud como hemos mostrado arriba, y con dos grandes acciones, una perversísima y otra gloriosa, dejó de sí a los venideros una mezcla de buena y de mala fama. Como el buscar cosas fabulosas y con ficciones deleitar los ánimos de los que leen veo que no conviene a la gravedad de la obra que tenemos entre manos, así tampoco me atrevo a quitar del todo el crédito a las cosas creídas y escritas por otros. En el día que se dio la batalla de Bedriaco, cuentan los naturales de aquella tierra, que en un lugar muy frecuentado de la ciudad de Regio Lépido, se puso un pájaro de extraordinaria especie; el cual, ni del concurso de la gente, ni del vuelo de las otras aves alrededor de él se espantó o se movió jamás hasta que Otón se hubo muerto, desapareciendo en aquel instante. Y los que computaron después el tiempo, el principio y el fin de aquel milagro, hallaron que convenía todo con la muerte de Otón.
En cuyo mortuorio, con la ocasión del llanto y de aquel dolor, se renovó la sedición: y no era maravilla, que no había quien lo impidiese. Y vueltos a Verginio los soldados, le rogaban con término amenazador, unas veces que aceptase el imperio, otras que fuese con embajada a Cecina y Valente. Mas él, saliéndose secretamente por la puerta falsa, no pudo ser hallado por los que entraron rompiendo la principal. Rubrio Galo llevó la embajada y ruegos por parte de las cohortes que habían quedado en Brixelo: y obtúvose el perdón, a causa de que Flavio Sabino, con las tropas que había tenido a su cargo, se pasó al bando del vencedor.
Habiendo por todas partes cesado la guerra, corrió muy gran peligro aquella parte del senado que había seguido a Otón desde Roma, a quien después había dejado en Módena; porque llegada allí la nueva de la rota, teniéndola los soldados por falsa, y persuadiéndose a que aquel senado aborrecía a Otón, escuchaban con gran cuidado sus razones y pláticas, atribuyéndolo todo a la peor parte, hasta los rostros y semblantes de cada uno. Finalmente, con injurias y malas palabras buscaban ocasión de hacer mortandad en ellos. Afligía también a los senadores otro temor, es a saber, de no dar muestra, siendo ya superior el bando de Vitelio, de haber oído con poco gusto esta victoria. Así medrosos y rodeados de angustias se juntan, no atreviéndose cada uno de por si a aconsejar con resolución, donde juntos todos parece que se aseguraban con la compañía de la culpa. Aumentó el cuidado en aquellos ánimos medrosos la oferta de armas y de dineros que les hizo el magistrado de Módena, honrándolos fuera de tiempo con el nombre de padres conscriptos.
Nació de aquí contraste notable entre Licinio Cecina y Marcelo Eprio: porque estos en sus discursos no se dejaban entender, ni los demás descubrían su intención con mas libertad. Mas el nombre de Marcelo, aborrecible por sus denuncias, incitaba a Cecina, hombre nuevo y poco antes entrado a senador, a ganar reputación con la enemistad de los grandes; pero atajólos al fin la prudente moderación de los mejores que estaban presentes, y volvieron todos a Bolonia para consultar otra vez lo hacedero, esperando entre tanto a tener mas ciertos avisos. En Bolonia los que se enviaron por los caminos a saber nuevas, encontraron con un liberto de Otón, el cual, preguntado de la causa de su partida, respondió que traía los últimos mandatos de su señor: que todavía quedaba vivo, pero con sólo el cuidado de dejar a la posteridad una honrada memoria de sí, cortado del todo el hilo a las esperanzas lisonjeras de vivir. Quedaron de esto admirados y con una cierta vergüenza de no informarse mas adelante. Desde entonces inclinaron los ánimos de todos al bando de Vitelio.
Su hermano Lucio estaba presente a todos los consejos; el cual comenzaba ya a ofrecerse a los que le adulaban, cuando llegó Ceno liberto de Nerón, y con una horrenda mentira los espantó a todos, afirmando que llegada la legión catorce, con la gente de Brixelo, habían sido rotos los vencedores, trocándose la fortuna del bando. La causa de esta invención fue porque las órdenes y patentes de Otón, de que ya no se hacía caso, volviesen a tener valor por otra más alegre nueva. Y Ceno, que con gran diligencia pasó entonces a Roma, fue pocos días después castigado por orden de Vitelio. Aumentábase el peligro de los senadores con el crédito que daban a estas nuevas los soldados Otonianos. Fuera de esto hacía mayor el miedo el poderse persuadir los soldados a que su salida de Módena so color de tener consejo público, no había sido sino por huir del bando de Otón. Y así, sin tratar mas de juntarse, atendía cada uno a su propio particular, hasta que llegadas cartas de Valente, acabaron de salir de cuidado: que la muerte de Otón, cuanto era más digna de alabanza, tanto se publicó con mayor presteza.
Mas en Roma no se vio por esto alteración alguna. Celebrábanse los acostumbrados juegos de la diosa Ceres, cuando llegó al teatro el aviso cierto de la muerte de Otón, y que Flavio Sabino, prefecto de Roma, había tomado el juramento por Vitelio a los soldados que habían quedado en guardia de la ciudad. Luego el pueblo con alegre aplauso para con Vitelio levantó las estatuas de Galba adornadas de laurel y de flores, y las llevó al rededor de los templos, haciendo después como un túmulo de guirnaldas de flores junto al lago Curcio en el propio lugar donde Galba derramó su sangre. Decretóse luego en el senado en honra de Vitelio todo lo que por tiempos se fue inventando en los largos principados, añadiendo loores y gracias a los ejércitos Germánicos, y despachándoles embajadores en testimonio de la alegría del senado. Leyéronse las cartas que Fabio Valente había escrito a los cónsules con harta modestia, puesto que agradó mas y pareció mejor la de Cecina, que se abstuvo de escribir.
Italia entre tanto era afligida más gravemente y con mayor crueldad que si durara la guerra: porque los Vitelianos, esparcidos por los municipios y colonias, despojaban y robaban, y con la fuerza y los estupros lo violaban todo; no haciendo distinción de cosas vedadas o permitidas a trueque de sacar dineros, ni perdonando a lo sagrado ni álo profano. Hubo muchos que mataron a sus enemigos particulares fingiendo que eran soldados del bando contrario: y los soldados que sabían la tierra, partían entre sí las posesiones llenas de bienes, y los dueños ricos de ellas; determinados de malar a quien les hiciese resistencia, no atreviéndose las cabezas irles a la mano, obligados del reciente servicio. Había en Cecina menos avaricia, aunque mas ambición. Valente, dado a la ganancia y al logro, era por esto infame disimulador de las culpas ajenas. Tal, que afligida por tanto tiempo Italia, no se podía sufrir mas la muchedumbre de infantes y caballos, ni las violencias, injurias y daños que se hacían.
Vitelio entre tanto, ignorante aun de la victoria, traía consigo, como si entonces se hubiera de comenzar la guerra, lo restante de las fuerzas del ejército Germánico, habiendo dejado en aquellas guarniciones algunos pocos soldados viejos, y tomado a sueldo con mucha prisa otros en las Galias para rehinchir las legiones que quedaban, dejando el cargo de la guerra a Ordeonio Flaco. Él, añadiendo a los suyos ocho mil soldados de los nuevamente levantados en Britania, y caminando adelante pocas jornadas, tuvo la nueva del próspero suceso que habían tenido sus cosas en Bedriaco, y como por la muerte de Otón se había acabado la guerra Con esto, intimado luego el parlamento, celebró con muchos loores el valor de los soldados, y pidiéndole todo el ejército que quisiese dar la dignidad de caballero romano a Asiático, su liberto, refrenó su deshonesta adulación. Mas poco después, por su natural inconstancia, pidió secretamente en un banquete lo que en público había negado; permitiendo que Asiático se honrase con los anillos de oro: esclavo infame y sin vergüenza, y con malas artes lleno de noble ambición.
En estos mismos días le vinieron avisos de como se habían declarado por él ambas Mauritanias, habiendo muerto al procurador Albino. Luceyo Albino, hecho por Nerón gobernador de la Mauritania Cesariense, añadiéndole después Galba la Tingitana, tenía fuerzas no despreciables: diez y ocho cohortes, cinco compañías de caballos y gran número de Mauros, con las presas y con los robos habituados también para la guerra. Muerto Galba, se había inclinado a Otón; y no contento con África, aspiraba también a Hispania, provincias divididas de un estrecho bien angosto de mar. Sospechoso de esto Cluvio Rufo, ordenó que la décima legión se arrimase a aquellas riberas, como dando a entender que quería pasar de la otra parte; y envió delante a África algunos centuriones con orden de procurar traer a los Mauros a la devoción de Vitelio. No tuvieron en esto dificultad, por la fama grande que tenía en aquellas provincias el ejército Germánico, y por haberse publicado que Albino, menospreciado el nombre de procurador, quería usurpar el título de rey y el nombre de Juba.
Mudadas con esto las voluntades, Asinio Polion, capitán de caballos, de los mas fieles amigos de Albino, y Festo y Scipion, prefectos de las cohortes, fueron muertos: y el mismo Albino, pasando de la Tingitana a la Mauritania Cesariense, fue muerto también al desembarcarse. Su mujer, que voluntariamente se presentó a los matadores, tuvo la misma fortuna, sin curar Vitelio de informarse de lo que pasaba, contentándose con una breve relación de todas las cosas, por grandes que fuesen: incapaz al fin de negocios graves. El cual encaminado el ejército por tierra y embarcado él en el río Arar, caminaba sin ningún aparato de príncipe, aunque admirado por la pobreza de antes, hasta que Junio Bleso, gobernador de la Galia Lugdunense, de sangre ilustre, y no menos espléndido que rico, le proveyó de familia y aparato imperial, acompañándole con mucha liberalidad; con tanto menos agradecimiento de Vitelio, cuanto procuraba encubrir mas el aborrecimiento que le tenía con humildes y viles lisonjas. Saliéronle al encuentro a Lugdunum los capitanes del bando vencido y los del vencedor: y habiendo en público parlamento loado a Valente y Cecina, quiso que se sentasen junto a su propia silla de marfil. Mandó después que todo el ejército saliese a recibir a su hijo de tiernos años; al cual, haciéndole traer a su presencia, y tomándole en los brazos, vestido con casaca de armas imperial, llamó Germánico; honrándole con todas las demás cosas convenientes a fortuna de príncipe. Aquel honor excesivo en la prosperidad le sirvió después de consuelo en sus adversidades.
Fueron tras esto hechos morir todos los centuriones más valerosos Otonianos: ocasión bastantísima para hacerse Vitelio aborrecer de los ejércitos del Ilírico, y para que las otras legiones vecinas, envidiosas de los soldados de Germania, comenzasen a pensar en la guerra. Trajo tras sí muchos días con secas dilaciones a Suetonio Paulino y Licinio Próculo antes de tener audiencia, hasta que dándosela al fin, les convino servirse de defensas antes necesarias que honestas. Ellos confesaron haber sido traidores, afirmando, que el largo camino hecho antes de la pelea, el cansancio de la gente Otomana, el embarazo de los carros entre los escuadrones, y otras cosas casuales, habían sido ocasionadas de su artificio. Vitelio tuvo por verdadera la traición y se la perdonó. A Salvio Ticiano, disculpó el amor fraternal para con Otón y su poco valor. Confirmóse el consulado a Mario Celso, aunque se creyó entonces, y después no faltó quien en el senado diese en rostro a Cecilio Simplice, con que había querido comprar este oficio con dineros, y hasta con la muerte de Celso. Estorbólo Vitelio, y dio después a Simplice el consulado sin mancha y sin gasto. Galería, mujer de Vitelio, defendió a Tracalo de los acusadores.
En este trabajo de los hombres grandes (cosa vergonzosa) un cierto Marico, del vulgo de los Boyos, se atrevió, so color de deidad, a ingerirse en la fortuna de los príncipes y provocar las armas romanas. Ya el librador y el dios de las Galias (éste era el nombre que se había puesto) seguido de ocho mil hombres, hubiera llevado a sí las vecinas villas de los Eduos, si aquella ciudad prudentísima con buen golpe de escogida juventud, añadidas por Vitelio algunas cohortes, no hubiera desbaratado aquella desatinada muchedumbre. Quedó preso en aquel conflicto Marico, y porque echado a las fieras no era despedazado al momento, el vulgo loco le tenía por inviolable, hasta que a vista de Vitelio fue hecho morir. No se procedió más adelante contra los rebeldes ni sus bienes.
Los testamentos de los que murieron en la jornada del bando de Otón fueron ratificados, habiéndose también dado lugar a las leyes por los abintestatos. A la verdad, si Vitelio hubiera moderado los desordenes y prodigalidad, no había de que temer a su avaricia. Mas era sobradamente insaciable y bestial su glotonería. Hacía traer de Roma y de todos los lugares de Italia viandas para incitar el apetito, no sufriendo los caminos el número grande de vivanderos que discurrían del uno al otro mar: consumidos en los aparatos de los convites los mas ricos de las ciudades, se consumían también las mismas ciudades. Y los soldados, con el uso continuo de los apetitos y regalos y con el menosprecio de su cabeza, desamparaban del todo el trabajo y perdían el valor. Envió delante a Roma un edicto, en el cual declaraba querer diferir el nombre de Augusto y no consentir jamás el de César, puesto que no se contentaba con un punto menos de autoridad. Fueron echados de Italia los astrólogos; y por un edicto muy severo se prohibió que los caballeros romanos no se difamasen con emplear sus personas en los juegos ni esgrimas del teatro. Habíanlos obligado a ello los emperadores pasados con grandes dádivas, y muchas veces por fuerza: compitiendo entre sí muchos municipios y colonias en llevar a este infame ejercicio a fuerza de dádivas a los más disolutos mozos.
Mas Vitelio a la llegada de su hermano, ingiriéndose cada día mas con él los maestros de la tiranía, hecho más soberbio y cruel, hizo matar a Dolabela, desterrado ya por Otón, como se ha dicho, a la colonia de Aquino. Este Dolabela, avisado de la muerte de Otón, había vuelto a Roma, y con esta ocasión, Plancio Varo que había sido pretor, íntimo amigo de Dolabela, le acusó ante Flavio Sabino, prefecto de Roma, de haber roto el destierro con designio de hacerse cabeza del bando vencido: añadiendo también, que había intentado sobornar a la cohorte que estaba en Ostia: no arrepentido Plancio de mil delitos en que estaba convencido, procuraba sacar segundo perdón por medio de esta maldad. Suspenso pues Flavio Sabino en cosa de tanto peso, Triaria, mujer de Lucio Vitelio, más feroz de lo que suelen ser las mujeres, le puso miedo, diciendo: «que no quisiese con peligro del príncipe ganar nombre de clemente.» Y así Sabino, manso y benigno de su naturaleza, aunque fácil a mudar propósito por cualquier pequeño asombro, y a vueltas del peligro ajeno dudando también del suyo, por no parecer que le sostenía, le ayudó a caer.
Tal que Vitelio, por temor y por odio de haberse casado Dolabela con Petronia, que había sido su mujer, poco después de haberla repudiado, llamándolo por cartas, mandó que, divertido de la publicidad de la vía Flaminiay metido en Interamnia, fuese allí muerto. El matador, pareciéndole larga la jornada, después de haberle hecho entrar en una venta que estaba en el camino, echándolo en tierra, lo degolló: haciendo este acto en gran manera odioso el nuevo principado, de que se comenzaban a dar tan buenas muestras. Hizo parecer mayor la insolencia de Triaría el ejemplo grande que dio de modestia Galería, mujer del emperador, nada altiva con los afligidos, y de igual bondad la madre de los Vítenos, Sextilia, matrona de antiguas costumbres. Escriben que dijo a las primeras cartas de su hijo: a este no le parí yo Germánico, sino Vitelio. Así después, no habiendo jamás por lisonjas de la fortuna, ni por adulaciones de la ciudad dado señal alguna de alegría, vino a participar solamente de las adversidades de su casa.
Marco Cluvio Rufo, dejada la Hispania, alcanzó a Vitelio que había ya partido de Lugdunum, mostrándose exteriormente alegre y confiado, mas en lo secreto afligido y temeroso de ánimo, sabiendo muy bien de lo que había sido inculpado. Hilario, liberto de César, había referido de él que sabido el principado de Otón y Vitelio, había tentado de apoderarse de las Hispanias, y que por esto en sus patentes no había puesto jamás título de algún emperador. Había interpretado también ciertas palabras de una de las oraciones de Rufo, dichas en ofensa de Vitelio, solo por hacerse grato al pueblo. Mas prevaleció de suerte la autoridad de Cluvio, que mandó Vitelio castigar al liberto; ordenándole a él le fuese acompañando sin quitarle el gobierno de la Hispania; antes se lo dejó gozar estando ausente, con el ejemplo de Lucio Aruncio, que Tiberio retuvo cerca de sí por miedo: mas Vitelio no le tenía de Rufo. No se le hizo tanta honra a Trebelio Máximo, huido de Britania de la furia de los soldados, en cuyo lugar se envió a Vecio Bolano, de la comitiva del príncipe.
Inquietaba mucho a Vitelio el ánimo todavía alterado de las legiones vencidas, cuyos soldados, esparcidos por Italia y mezclados con los vencedores, hablaban como enemigos; especialmente los de la legión catorce que con su acostumbrada ferocidad negaban el haber sido vencidos: porque en la batalla de Bedriaco, rotos solamente los vexilarios, no se halló el nervio de la legión. Resolvióse de enviarlos a Britania, de donde habían sido llamados por Nerón, y con ellos también las cohortes de Bátavos, por la vieja enemistad que tenían con los de esta legión. No duró mucho la paz entre tantas enemistades de gente armada. En Turín, mientras un Bátavo se resiente contra un oficial que le había engañado y un legionario, su huésped le defiende, y acudiendo gente de entrambas partes, se pasa de malas palabras a homicidios: y sucediera cruel estrago, si dos cohortes pretorias que llegaron en favor de la legión no hubieran igualado las fuerzas, animando a los suyos y causando temor a los Bátavos. A los cuales hizo Vitelio juntar a su ejército, como confidentes suyos, y ordenó que la legión, pasados los Alpes Grayos, torciese el camino por no pasar por Vienna; siéndole también sospechosos los Viennenses. La noche que desalojó la legión, habiendo dejado por todo fuegos encendidos, se quemó una parte de la colonia de Turín; de cuyo daño, como de otros muchos causados por la guerra, no se hizo cuenta, oscurecido de las ruinas mayores de otras ciudades. Los soldados más sediciosos de la legión catorce, pasando los Alpes, volvieron las banderas hacia Vienna: mas detenidos por la conformidad y unión de los mejores, pasaron finalmente a Britania.
Daban cuidado en segundo lugar a Vitelio las cohortes pretorias: y así, separadas por esto al principio, y ablandadas después un poco con darles una honesta licencia, comenzaban a traer las armas para entregarlas a sus tribunos, cuando se supo que Vespasiano se aparejaba para la guerra: y entonces vueltas al sueldo, fueron el mayor esfuerzo del bando Flaviano. La legión primera de la armada se envió a Hispania para que se amansase en la paz y en el ocio: la oncena y la séptima se volvieron a sus guarniciones de invierno. Los de la décima tercia se emplearon en la fábrica de los anfiteatros, preparando Cecina en Cremona y Valente en Bolonia los juegos de gladiadores; pues nunca se ocupaba Vitelio en los negocios de manera que se olvidase de los deleites. Había él, a la verdad, compartido discretamente de esta manera los soldados del otro bando.
Nació después entre los vencedores de un principio de burla una grave sedición, si el número de los muertos no la igualara con una razonable batalla. Estaba en Ticinum Vitelio, y había entre otros convidado a comer a Verginio. Los legados y los tribunos van siempre imitando la gravedad o los vicios, conforme a las costumbres de su general; y así estos atendían a banquetear todo el día alegremente, haciéndose a esta medida el soldado más o menos desordenado. Acerca de Vitelio fue siempre todo descompostura y embriaguez; semejante antes a vigilias y a bacanales que a ejército disciplinado. Dos soldados pues, uno de la legión quinta y otro de los Galos auxiliarios, irritados en el ejercitarse a la lucha, quedando debajo el legionario, y tratándose el galo demasiado como vencedor, dieron ocasión a que los circunstantes se hiciesen parciales: tal que dando los de las legiones contra los auxiliarios; degollaron dos cohortes enteras. Remedió a este tumulto otro tumulto: porque vístose de lejos levantar polvo y resplandecer armas, se comenzó a gritar que la legión catorce, vuelta atrás, venía con intento de pelear; y a la verdad era la retaguardia del campo. Reconocidos entre si, cesó la sospecha. En este medio, encontrándose ciertos soldados acaso con un esclavo de Verginio, y levantándole que quería matar a Vitelio, van corriendo la vuelta del banquete para matar a Verginio. Ni el mismo Vitelio, puesto que sospechoso de cualquier cosa, dudaba de su inocencia: y con todo eso fueron detenidos con dificultad los que pedían la muerte de un hombre consular y que había sido antes su general. Nadie se vio jamás tan expuesto a los peligros de las sediciones como Verginio: era grande la admiración y la fama de aquel hombre; mas aborrecíanle ya, como cansados de él.
El día siguiente Vitelio, oídos los embajadores del senado, que por su orden le esperaban allí, pasó al campo, donde alabó mucho el afecto de los soldados; quejándose en contrario los auxiliarios de que hubiese llegado a tal extremo la insolencia y orgullo de las legiones, y que se quedasen sin castigo. Las cohortes de Bátavos, porque no tentasen otra crueldad mayor, se envían a Germania; preparando ya los hados un principio de nuevas guerras civil y extranjera. Enviáronse también a sus casas los socorros de las ciudades de las Galias, buen golpe de soldados, que fue después al principio de la rebelión, una de las cosas mas importantes para mover aquellos ánimos a la guerra. Y porque las rentas del imperio, disipadas portamos gastos, pudiesen bastar para lo necesario, mandó disminuir el número de banderas de las legiones y gente de socorro; prohibiendo el rehenchir las plazas que fuesen vacando, ofreciéndose indiferentemente licencia a todos; resolución dañosísima a la república y poco grata a los soldados; a los cuales, siendo menos en número, tocaban más a menudo las facciones, trabajos y peligros: relajándose entre tanto las fuerzas con el vicio y desórdenes contra la antigua disciplina militar e institutos de los antiguos; acerca de los cuales se conservó mejor la grandeza romana con el valor que con el oro.
Dio la vuelta de allí Vitelio para Cremona, y vistas las fiestas de Cecina, quiso pasar por los llanos de Bedriaco y apacentar la vista en las reliquias de la reciente victoria: sucio y horrendo espectáculo cuarenta días después de la batalla. Veíanse los cuerpos despedazados, los miembros divididos, formas hediondas de hombres y de caballos, la tierra inficionada de la putrefacción, derribados los árboles con sus frutos, cruelísima destrucción de todo. No daba indicios de menor inhumanidad el ver una parte del camino cubierta de Cremoneses, adornados de laurel y rosas, levantados altares, y ofreciendo víctimas a uso de reyes; cuyas demostraciones, aunque agradecidas entonces, fueron después causa de su ruina. Estaban presentes Valente y Cecina mostrando los lugares del conflicto. Aquí arremetieron las legiones a la batalla: allí cerraron las tropas de caballos: acullá rodearon al enemigo los auxiliarios, no cesando de engrandecer los tribunos y prefectos sus propias hazañas; mezclando, no solamente encarecimientos, pero también mentiras. Hasta el vulgo de los soldados con voces y regocijo, dejando el camino, iban a ver la plaza de batalla, y miraban con admiración los montones de armas y de cuerpos. Hubo algunos que, considerando la variedad de la fortuna, se movían a piedad y a lágrimas. Mas Vitelio no apartó jamás los ojos, ni mostró ningún horror de ver tantos millares de ciudadanos sin sepultura; antes alegre e ignorante del infortunio que se le aparejaba, iba ofreciendo sacrificios a los dioses de aquel lugar.
Celebró después en Bolonia Fabio Valente su fiesta de gladiadores, haciendo venir los hábitos y aparatos de Roma. Cuanto más se iba acercando a Roma Vitelio, tanto mas crecía por el camino la disolución, mezclándose por momentos manadas de histriones y eunucos, con otros linajes de gente de la escuela de Nerón, cuya memoria celebraba Vitelio con admiración grande, como hombre que acostumbraba cortejarle cuando cantaba; no forzado como muchos buenos, sino hecho esclavo de su gusto, y comprado a precio de deleites y de gula. Por dar lugar en los honores a Valente y Cecina, se cercenaron los consulados de los otros: disimulando el de Marcio Macro, como capitán Otoniano, y difiriendo el de Valerio Marino, nombrado para cónsul por Galba; no por hallarse ofendido de él, sino porque, siendo hombre de buena pasta, no era para resentirse del agravio. Dejó a una parte a Pedanio Costa, poco grato al príncipe, como uno de los que conspiraron contra Nerón, y el que instigó a Verginio, puesto que alegó otras causas. Diéronse después por todas estas cosas gracias a Vitelio: también se les había asentado la servidumbre.
Hallóse estos días un cierto hombre que fingió ser Escriboniano de Camerino: el cual, temeroso en tiempo de Nerón, se había retirado a Istria, donde había algunas familias allegadas a los antiguos Crasos, posesiones y particular inclinación y favor a su nombre. Éste, llevando consigo una banda de atrevidos para acreditar la mentira, había hecho tanto, que él vulgo crédulo y algunos soldados, o engañados, o deseosos de novedades, le seguían a porfía: hasta que entregado a Vitelio y preguntado quién era, visto que no se daba fe a sus palabras, siendo ya reconocido de su dueño por un fugitivo llamado Geta, fue hecho morir como esclavo.
Es casi increíble lo que Vitelio creció de soberbia y negligencia después que tuvo nueva de Siria y de Judea, que todo el Oriente estaba a su devoción: porque si bien, hasta entonces sin certidumbre de autor, era grande y en boca de la fama la opinión de Vespasiano, cuyo nombre solía desvelar muchas veces hasta al mismo Vitelio, librados ya él y su ejército del miedo de tan gran competidor con la crueldad, con la lujuria y con las rapiñas, se gobernaban del todo como bárbaros.
Mas Vespasiano en este medio consideraba y medía con la guerra que pensaba emprender sus armas y sus fuerzas, tanto las apartadas como las cercanas. Los soldados de tal manera estaban a su devoción, que pronunciando las palabras del juramento y los ruegos que hacía por la prosperidad de Vitelio, le escucharon con silencio y sin las acostumbradas aclamaciones. Muciano no tenía el ánimo mal dispuesto por Vespasiano, puesto que amaba más a Tito. Habíase confederado con él Alejandro, prefecto de Egipto. Y porque la legión tercera había pasado de Siria a Misia, la contaba por suya, esperando que le seguirían también las demás del llírico: porque los soldados que venían del bando de Vitelio tenían ofendidos en todas partes a los demás: los cuales, de aspecto fiero y arrogantes en el hablar, despreciaban a los otros, como a inferiores. Mas la grandeza de la empresa iba difiriendo la resolución, hallándose Vespasiano tal vez lleno de esperanzas, y tal de pensamientos adversos. Imaginaba entre sí, que aventuraba con la guerra y en el suceso de un solo día su persona de sesenta años de edad, con dos hijos mozos que tenía: que se concede en los designios privados el poder caminar paso a paso y encomendar mas o menos a la fortuna: mas a los que desean imperio no se da medio entre la cumbre y el precipicio.
Tenía delante el valor del ejército Germánico, conocido por él, como tan gran soldado: sus legiones no acostumbradas a guerras civiles, de las cuales habían quedado con victoria las de Vitelio, y los vencidos con mas lamentos que fuerzas: que la fe de los soldados era poco segura en las guerras civiles, conviniendo guardarse de cada uno. Porque, ¿de qué provecho serían las cohortes y bandas de caballos, cuando uno o dos se resolviesen a ganar con maldad el premio prometido por la otra parte? Que de esta manera había sido muerto Escriboniano en tiempo de Claudio, y de esta misma subió a principales cargos en la milicia Volaginio, que lo mató. Más fácil cosa es vencer a muchos que guardarse de uno.
Estando pues en duda por estos temores, no cesaban los legados y los amigos de animarle; y Muciano, después de haberle hablado muchas veces en secreto, le habló así en público: «Todos aquellos que se aconsejan sobre grandes cosas, deben considerar si lo que pretenden es útil para la república, honroso para ellos, y si no fácil a ejecutarse, a lo menos no muy dificultoso. Débese advertir también quién es el que lo aconseja; si se ofrece al mismo peligro, y sucediendo el caso prósperamente, a quién espera mayor gloria. Yo, oh Vespasiano, te llamo al imperio; empresa no menos saludable para la república que honrosa para ti, y después de la voluntad de los dioses, pendiente de la tuya. Ni puedes temer que sea este oficio de adulación, estando más vecino al vituperio que al loor el ser elegido después de Vitelio. No nos levantamos ahora contra el ánimo invencible de Augusto, ni contra los sagaces años de Tiberio, o contra la casa de Cayo, de Claudio o de Nerón, fundada con largo imperio: has cedido también a la nobleza de Galba: mas el estar en ocio de aquí adelante, es dejar contaminar y destruir la república; y por fuerza habría de parecer demasiada vileza y sobrado sueño, cuando demos que la servidumbre te fuese tan segura como vergonzosa. Fuese ya y pasóse el tiempo en que se podía dar muestras de desear el imperio. Necesario es ahora asegurarse con el mismo imperio. ¿Hásete olvidado por dicha el modo en que fue muerto Corbulon? De más noble sangre que nosotros, yo lo confieso: mas también Nerón excedió en nobleza a Vitelio. Harto ilustre y claro es para el que teme cualquiera que sea el temido: y que del ejército pueda salir electo el emperador, lo ha mostrado el mismo Vitelio, sin experiencia, sin fama militar, ayudado solamente del odio concebido contra Galba. Y ya vemos engrandecido y deseado el nombre de Otón; vencido, no por arte de capitán o valor de ejército, mas por su propia desesperación. Entre tanto que Vitelio va separando las legiones y desarmando las cohortes, fomenta cada día nuevas semillas de guerra. Y sus soldados, si en algún tiempo tuvieron punto de valor o ferocidad, imagina que lo van ahora menoscabando entre los banquetes y las tabernas, a imitación de su emperador. Tú tienes de Judea, de Siria y de Egipto nueve legiones enteras; no deshechas por las guerras, no estragadas por las discordias, sino soldados curtidos en los trabajos y vencedores en una guerra extranjera. De armadas, de caballos, de cohortes, la flor; amistad de reyes fidelísimos, y sobre todo tu experiencia.
»De mí no quiero decir mas sino que no soy tenido en menos que Cecina y Valente: ni debes despreciar a Muciano por compañero, porque no le pruebas competidor. Porque yo, así como me antepongo a Vitelio, así te prefiero a mí. Tienes en tu casa el honor de haber triunfado; dos hijos mancebos, uno ya capaz de imperio, y en los primeros años de su milicia claro y famoso hasta en los ejércitos Germánicos. Necedad y aun locura sería no ceder yo el imperio a aquel, cuyo hijo es sin duda que yo adoptara cuando fuera emperador. Mas no habrá ya entre nosotros el mismo orden en las cosas adversas que en las prósperas: porque venciendo, me contentaré con la honra que me darás: el riesgo y el mal se partirá igualmente entre nosotros. Antes, como es mejor, gobierna tú estos ejércitos y dame a mí la guerra y los sucesos inciertos de las batallas. Con más severa disciplina viven hoy los vencidos que los vencedores. Aquellos del enojo, del aborrecimiento y del deseo de venganza son animados a la virtud; estos con la hartura y con la desobediencia se entorpecen. La guerra misma abrirá y manifestará las llagas del bando vencedor, ahora encanceradas y escondidas. Ni yo confío más en tu vigilancia, mansedumbre y prudencia que en el sueño, ignorancia y crueldad de Vitelio. Mas será de harto mejor condición nuestra causa en la guerra que en la paz; pues sólo el haber pensado en la rebelión bastará para que nos traten como a rebeldes.»
Después de la oración de Muciano comenzaron a rodearle más atrevidamente los otros, exhortándole y trayéndole a la memoria las respuestas de los oráculos y los influjos de las estrellas. No dejaba de dar algún crédito Vespasiano a tales supersticiones; porque hecho después señor del mundo, tuvo públicamente cerca de sí a un cierto matemático llamado Seleuco, que le gobernaba y pronosticaba lo porvenir. Acordábanle todas las cosas pasadas. Que un ciprés de notable altura en una de sus posesiones, caído de improviso en tierra, se había levantado el día siguiente y vuelto a poner en el mismo lugar, mostrándose mucho más grande y más verde; cosa, que de consentimiento de todos los adivinos arúspices, prometía a Vespasiano, entonces niño, gran prosperidad y suprema grandeza. Mas el haber obtenido primero el honor del triunfo, después el consulado, y últimamente la victoria Judaica, parecía que daba entero cumplimiento a la fe del agüero. Pero alcanzadas estas cosas, creyó que se le concedía también el imperio. Entre las provincias de Siria y de Judea se levanta el Carmelo: este nombre es común al monte y al dios, el cual no tiene simulacro ni templo, porque los antiguos lo han ido ordenando así de mano en mano. Hay solo un altar acompañado del respeto y reverencia. Sacrificando pues allí Vespasiano, considerando entre sí sus esperanzas secretas, Basílides, sacerdote, después de haber visto y revisto los interiores de las víctimas, dijo: «Oh Vespasiano, todo aquello que designas, o fabricar palacios, o ensanchar las posesiones, o crecer el número de siervos, se te promete: honrado asiento, anchos confines, gran cantidad de hombres.» Divulgó al momento la fama esta ambigüedad, y ella misma la iba interpretando. No se hablaba otra cosa en el vulgo, discurriéndose tanto más de ordinario con él mismo, cuanto a quien espera se suelen decir más cosas de las que hay.
Partiéronse con resolución, Muciano para Antioquía y Vespasiano para Cesarea, metrópoli aquella de Siria y ésta de Judea. Tuvo principio en Alejandría el declarar a Vespasiano por emperador, habiéndose anticipado Tiberio Alejandro a tomar juramento a las legiones en su nombre el primero de julio, que fue después celebrado también por el primero de su imperio, puesto que el ejército Judaico prestó el mismo juramento, y le aclamó emperador a los tres del mismo mes con tanto afecto, que no se aguardó a Tito que se volviese de Siria, medianero de los consejos entre su padre y Muciano.
Hízose todo con ímpetu militar, sin preparación o discusión alguna del hecho, sin juntar las legiones, mientras se iba buscando tiempo y lugar cómodo, y, lo que en semejantes cosas es dificilísimo, la primera voz, mientras el ánimo de Vespasiano era combatido de la esperanza y del temor, de la razón y del caso, saliendo de su cámara algunos pocos soldados que estaban allí, según la orden acostumbrada, para saludarle como a legado, le saludaron como a emperador. Entonces concurriendo los otros, le llaman César y Augusto, con todos los demás nombres anexos al imperio. Había ya su ánimo pasado del temor al conocimiento de su grandeza; no mostrando en lo exterior ninguna alteración de soberbia o de arrogancia, ni una pequeña muestra de hallarse nuevo en tan gran novedad. Y en disipando la niebla de cuidados que le impedía la vista de aquella muchedumbre, hablando como soldado, halló los ánimos de todos alegres y dispuestos a su voluntad. Muciano, que esperaba esto solo, tomado al punto el juramento por Vespasiano a los soldados que no deseaban otra cosa, y entrado en el teatro de los Antioquenos, donde suelen juntarse a consejo, con gran concurso y porfiada adulación, habló a aquel pueblo, ornado él también de elocuencia griega, y artificioso pregonero de sus dichos y hechos. Ninguna cosa encendió más los ánimos de la provincia y del mismo ejército, que el oír afirmar a Muciano que Vitelio había determinado de enviar a Siria, como a país abundante y quieto, las legiones Germánicas, y en contrario, dar a las de Siria las guarniciones de Germania, enviándolas a padecer los importunos fríos de aquel clima, y otros innumerables trabajos. Porque a los de aquella provincia era muy agradable la conversación y trato de aquellos soldados; hallándose emparentados con muchos y unidos entre sí con estrecha amistad: y los soldados por la larga continuación del suelo, amaban a sus alojamientos como a sus propias casas.
Antes de los quince de julio había ya prestado el mismo juramento toda la Siria; añadidos con sus reinos, Soemo, con fuerzas de algún momento, y Antíoco, poderoso por antiguas grandezas y el más rico entre los reyes que servían. Agripa, que estaba en Roma, advertido del suceso por mensajeros secretos que le enviaron los suyos, sin sabiduría de Vitelio, con una breve navegación llegó a juntarse con los demás. No con menor afecto favorecía la facción en la flor de su edad y belleza la reina Berenice, agradable también al viejo Vespasiano por la magnificencia de sus presentes. Juraron asimismo fidelidad todas las provincias bañadas del mar, desde la Asia hasta la Acaya, y la tierra adentro todo aquel espacio que se contiene entre Ponto y Armenia, puesto que las gobernaban legados sin otras armas, no habiéndose hasta entonces puesto las legiones en Capadocia. Túvose consejo sobre la suma de las cosas en Berito, a donde vino Muciano con los legados y tribunos, y con todos los centuriones y soldados de mas estima, como también del ejército Judaico se escogieron los mas vistosos; tanto aparato de infantes y caballos juntos; tantos reyes émulos en la grandeza y en el afecto hacían aparente muestra de una corte verdaderamente de príncipe.
Fue la primer resolución para la guerra hacer gente nueva y llamar los veteranos. Diputáronse las mejores ciudades para labrar armas. Abrióse la ceca de oro y plata en Antioquía; solicitándose todas estas cosas por ministros prácticos, repartidos por sus puestos. Vespasiano mismo iba en persona exhortando a los buenos con loores y a los tardos con el ejemplo: antes incitando que reprendiendo, y más presto disimulando los vicios, que las virtudes de sus amigos. Honró a unos con oficios de prefectos, a otros de procuradores; hizo muchos senadores hombres de valor y de partes, que no tardaron mucho en pasar a mayores grados. A otros algunos aprovechó su fortuna en vez de su virtud. Del donativo a los soldados, ni Muciano en su primer parlamento hizo mención sino de paso, ni Vespasiano, egregiamente constante contra los donativos militares, ofreció en las guerras civiles más de lo que en tiempo de paz hicieron los otros emperadores: caso que aumentó la opinión de su ejército sobre todos los demás. Despacháronse embajadores a los Partos y a los Armenios; habiendo proveído que, vueltas las legiones a la guerra civil, no se dejasen desarmadas las espaldas: que Tito atendiese a la Judea y Vespasiano tuviese el paso de Egipto: pareciéndole que contra Vitelio bastaban parte de sus fuerzas, con Muciano por capitán, el nombre de Vespasiano y la disposición de los hados, a que nada es difícil. Escribióse a todos los ejércitos y a los legados, ordenando que se llamasen con nuevo sueldo y grandes promesas a los pretorianos, mal satisfechos de Vitelio.
Muciano pues, mostrándose antes compañero que ministro del imperio, con una banda de gente escogida, no despacio, por no dar muestras de irse entreteniendo, ni con demasiada diligencia, daba tiempo a la fama, conociendo sus pocas fuerzas, y sabiendo que las cosas que no se ven son tenidas de ordinario por mayores; visto que sólo le seguían la legión sexta y trece mil soldados jubilados, a quien llamaban vexilarios. Mandó que la armada de Ponto se arrimase a Bizancio; dudando si era mejor (dejada la Misia) ir con su infantería y caballería la vuelta de Dirachio, y cerrar con sus galeras la mar hacia Italia, asegurando a las espaldas la Grecia y Asia: que no presidiéndolas, quedarían por despojos de Vitelio, el cual estaría con esto suspenso sobre la parte de Italia que le convenía guardar, si se embistiese a un mismo tiempo con la armada a Brindez, a Taranto y a las riberas de Lucania y de Calabria.
Había por todas las provincias estruendo grande de bajeles, de soldados, de armas y de aparejos de guerra. Mas ninguna cosa apretaba más que los medios de juntar dineros, acostumbrando a decir Muciano que eran el nervio de las guerras civiles; teniendo el ojo por esto en las discusiones de las causas, no al deber o a la verdad, mas solo a la cantidad de las riquezas: admitiéndose sin distinción cualquier género de acusaciones, y tomando, como de buena presa, las haciendas de los más poderosos; cosas todas a la verdad intolerables y duras, que, aunque excusadas entonces por la necesidad de la guerra, quedaron después en tiempo de paz: aunque Vespasiano en el principio de su imperio no fue muy inclinado a perseverar en estas injusticias, hasta que, con el favor de la fortuna y ruines maestros que le enseñaron, se atrevió a ejecutarlas. Acudía Muciano a las necesidades de la guerra con su propia hacienda, dando voluntariamente lo particular para poder después con menos freno robar lo público. De los otros que siguieron el ejemplo en el contribuir con sus propios, fueron raros los que alcanzaron la misma licencia de cobrar.
Solicitó en tanto los principios de Vespasiano la prontitud del ejército Ilírico, declarado por su facción. Dio ejemplo la legión tercera a las demás de Misia, que eran la octava y la séptima Claudiana, aficionadísimas a Otón; las cuales, aunque no intervinieron en la batalla, todavía hallándose en Aquileya, sin querer escuchar a los que daban malas nuevas de Otón, rotos los estandartes con el nombre de Vitelio, y a lo último robado también el dinero y repartido entre sí, se habían gobernado como enemigos. Y así, comenzando después a temer y admitiendo con el miedo el consejo, determinaron de cargar a Vespasiano la culpa, que les era imposible excusar con Vitelio. Así las tres legiones de Misia lisonjeaban con cartas al ejército de Panonia, y se preparaban a usar de fuerza cuando se mostrasen renuentes. Durante estos movimientos, Aponio Saturnino, gobernador de la Misia, tentó un hecho harto infame, habiendo enviado un centurión a matar a Tercio Juliano, legado de la séptima legión, cubriendo la enemistad particular con el pretexto del bando. Mas Juliano, avisado del peligro, tomados consigo hombres prácticos de la tierra, por caminos impracticables se huyó por los desiertos de la Misia a la otra parte del monte Hemo. Ni tampoco, después se halló en las guerras civiles, entreteniéndose en el camino que había emprendido en busca de Vespasiano con varios intervalos, caminando y haciendo alto conforme a los avisos que iba teniendo de las cosas.
Mas en Panonia la legión trece y la séptima Galbiana, conservando todavía el dolor y el enojo de la batalla de Bedriaco, sin dilación alguna se arrimaron al bando de Vespasiano, por obra particularmente de Antonio Primo. Este trasgresor de las leyes, y en tiempo de Nerón condenado por falsario, habiendo entre los otros males de la guerra, recuperado el grado de senador, fue puesto por Galba al gobierno de la legión séptima. Creyóse que escribió a Otón ofreciéndose por una de las cabezas de aquel bando, y que estimado por él en poco, no fue empleado en la guerra Otoniana. Mas cuando las cosas de Vitelio comenzaron a amenazar ruina, arrimándose a Vespasiano, añadió un gran peso a esta balanza, siendo hombre valeroso de manos, pronto de lengua, artificioso en sembrar enemistades, poderoso en las discordias y sediciones, gastador rapacísimo, peligroso en la paz y en la guerra no despreciable. Unidos después los ejércitos de Misia y de Panonia, llevaron tras sí también a los soldados de Dalmacia, puesto que no se movieron los legados consulares.
Gobernaba la Panonia Tito Ampio Flaviano, y Popeo Silvano la Dalmacia, ambos viejos y ricos: mas estaba por procurador Cornelio Fusco, de edad robusta y de sangre noble. Éste, en su primer juventud, renunciando por vivir quieto el grado senatorio, hecho después por Galba capitán de su colonia, y con aquella ocasión obtenido el cargo de procurador, arrimándose al bando de Vespasiano, sirvió después de una de las principales centellas para encender el fuego de aquella guerra: porque no deleitándose tanto en las recompensas que siguen a los peligros cuanto en los propios peligros, quería más las cosas nuevas inciertas y peligrosas que las ya adquiridas y seguras. Y así fue su empresa el ir conmoviendo y quebrantando todo cuanto veía estar enfermo y apasionado en el mundo. Escribió a Britania a los de la legión catorce, a Hispania a los de la primera, a causa de que ambas a dos habían servido a Otón contra Vitelio. Espárcense cartas por las Galias, y en un momento se inflama una terrible guerra, rebelándose a la descubierta los ejércitos Ilíricos, y los demás dispuestos a seguir la fortuna del vencedor.
Mientras que Vespasiano y los capitanes de su facción hacían estas cosas por las provincias, Vitelio, haciéndose cada día más negligente y despreciable, deleitándose por todas las casas de placer que hallaba y en todas las villas y lugares donde topaba alguna frescura o recreación, iba la vuelta de Roma con una gran multitud de gente. Seguíanle sesenta mil armados disolutos y atrevidos. Era mayor la turba de bagajeros y gente de servicio, insolentísimos de su naturaleza entre todos los esclavos; el acompañamiento de tantos legados, embajadores de tantos amigos poco aptos a estar a regla, cuando bien fueran gobernados con toda modestia y prudencia. Hacia por momentos mayor la muchedumbre el concurso de senadores y caballeros que venían de Roma, algunos por temor, muchos por adulación y todos por no ser los postreros. Agregábanse plebeyos conocidos por Vitelio en servicios de sus maldades, truhanes, comediantes, carroceros, de cuya deshonesta conversación gustaba con extremo. No padecían solamente las ciudades y villas por haber de acudir con tan gran cantidad de bastimentos para el sustento de tanta gente, que los mismos labradores veían destruir ante sus ojos los frutos delos campos, prestos a meter la hoz, como si fueran de enemigos.
Los soldados se habían muerto entre sí cruelísimamente después de la sedición comenzada en Ticinum, viviendo siempre la discordia entre las legiones y los auxiliarios, solamente de acuerdo cuando se había de pelear contra los pobres labradores. Pero el mayor estrago de todos fue el que se hizo a dos leguas de Roma. En este lugar tenía Vitelio hechas aparejar viandas para distribuir entre los soldados y hartarlos como si fueran gladiadores. Y hasta la gente popular, salida de la ciudad, se había mezclado entre los escuadrones. Algunos de ella con sobrada familiaridad, cortadas por burla las correas de las espadas a ciertos soldados poco cortesanos, les preguntaban después si las tenían al lado. No pudieron sufrir la burla aquellos ánimos no acostumbrados a recibir afrentas; mas empuñando las espadas, dan tras el pueblo desarmado. Entre los otros muertos fue el padre de un soldado que le salía a recibir, el cual, reconocido después y divulgándose el homicidio, fue causa de que cesase el estrago de aquellos inocentes. Había también dentro de Roma confusión y espanto grande, concurriendo muchos soldados a la ciudad, particularmente hacia el foro, para ver el puesto donde fue muerto Galba. No era cosa menos espantable el verlos a ellos vestidos de pieles de fieras y armados de horrendas armas; fuera de que, no estando hechos a apartarse del concurso de la gente, si acaso encontraba con ellos alguno, o ellos tropezaban en lo empedrado, luego llegaban a decir injurias, y de ellas a las manos y a las espadas. Metían terror también los tribunos y prefectos, visitándolo todo con cuadrillas de armados.
Vitelio, partiendo de Pontemole, vestido con el casacón de armas imperial llamado paludamento, sobre un hermoso caballo, llevando delante de sí al senado y el pueblo en forma de cautivos, entrara en Roma, como en ciudad conquistada, si, advertido por sus amigos, no se hiciera dar la vestidura llamada pretexta, prosiguiendo de esta manera con traje mas modesto. Iban por frente las águilas de cuatro legiones y otras tantas banderas de las demás en torno de ellas: seguían doce estandartes de caballería, y tras la ordenanza de infantería los demás caballos: venían después treinta y cuatro cohortes, separadas entre sí conforme a la diversidad de armas o de naciones. Delante del águila marchaban los prefectos del ejército, y los tribunos y los primeros centuriones con vestiduras blancas, resplandeciendo los otros cada uno en su centuria de armas y de premios conquistados, como también brillaban los ornamentos y collares de los caballeros. Nobilísima muestra y ejército digno verdaderamente de otro capitán que Vitelio. Entrado de esta manera en el Capitolio, y abrazando allí a su madre, la honró con el nombre de Augusta.
El siguiente día, como si hablara a senado o a pueblo de otra ciudad, hizo de sí mismo una pomposa oración, exaltando con muchos loores su diligencia y su templanza, siendo bastantemente notorias a quien le oía sus maldades, y a toda Italia por donde había caminado, mostrándose sujeto a un vergonzoso sueño y a todo género de vicios y superfluidad. El vulgo con todo eso, ajeno de cuidados, el cual, sin distinción de lo verdadero o falso, sabe de coro las acostumbradas adulaciones, le iban lisonjeando con estruendo y aplauso confuso: y mostrando Vitelio por señas que no gustaba de que le llamasen Augusto, le forzaron a aceptarlo con la misma vanidad con que antes lo había rehusado.
En aquella ciudad, interpretadora de todo, fue tomado a mal agüero que habiendo tomado Vitelio la dignidad de pontífice máximo, hubiese mandado publicar por edicto que las plegarias y sacrificios públicos se hiciesen a los diez y ocho de agosto, día muy de atrás infeliz por las rotas de Cremera y de Alia; tal era su ignorancia en las leyes humanas y divinas, y con igual insuficiencia de sus libertos y familiares vivía como entre otros tantos borrachos. Pero con todo eso, celebrando después apaciblemente y con gran humanidad las elecciones de los cónsules, vestido de blanco, como uno de los demás pretendientes, a quien por esto llamaban candidatos, apetecía el aplauso del ínfimo vulgo, en el teatro como uno del auditorio, y en el circo como fautor: cosas que viniendo de virtud fueran verdaderamente gratas y provechosas para ganar el amor del pueblo; mas teníanse por viles y deshonradas en él, por la memoria de su vida pasada. Iba de ordinario al senado aun cuando se trataban cosas leves. Y sucedido acaso que Prisco Helvidio, electo pretor, votase contra lo que él deseaba, enojado al principio no pasó mas adelante que a llamar los tribunos del pueblo en socorro de la potestad menospreciada; y a los amigos que luego le rodearon para mitigarle, dudando que el enojo fuese mayor de lo que mostraba, respondió: «que no era cosa nueva que dos senadores en la república fuesen de varios pareceres; habiéndole sucedido a él también contradecir muchas veces a Trasea.» Hicieron muchos escarnio de la desvergüenza de aquella emulación; a otros agradaba esto mismo, que por ejemplo de una verdadera gloria, no hubiese escogido alguno de los mas poderosos, sino a Trasea.
Había dado el cargo de los pretorianos a Publio Sabino, que había sido prefecto de la ciudad, y a Julio Prisco, que no era mas que centurión de una cohorte pretoria. Sabino, favorecido de Valente, y Prisco de Cecina; en la discordia de los cuales no servía de nada la autoridad de Vitelio. Gobernaban el imperio estos dos, llenos ya de rencores entre sí, que disimulados, aunque con dificultad en la guerra, por la malignidad de los amigos y por ser la ciudad fecunda en parir enemistades, se habían acrecentado, mientras ambicioso del favor con los acompañamientos, con las inmensas tropas de cortesanos, contienden y compiten sobre el primer lugar, coa varias inclinaciones de Vitelio, unas veces al uno y otras al otro. Nunca el poder, a donde es excesivo, causó seguridad ni confianza. Y así el ver a Vitelio mudable, por las súbitas ofensas o por lisonjas fuera de tiempo, hacia que juntamente fuese por ellos menospreciado y temido. Mas no por esto se mostraban mas lentos en usurpar las casas, los jardines y las riquezas del imperio, sin que una miserable muchedumbre de nobles, restituidos junto con sus hijos por Galba del destierro a la patria, hallasen ayuda en la piedad y misericordia de! príncipe. Fue cosa grata a los principales de la ciudad. y no desagradó a la plebe, la gracia que hizo a los restituidos a la patria del derecho que solían tener sobre sus libertos, puesto que aquellos espíritus serviles le hicieron inútil, escondiendo sus haciendas por medios ocultos, y tolerancia de personas grandes que las encubrieron a muchos. Habían también pasado algunos a la casa de César y héchose más poderosos que sus dueños.
Mas los soldados, llenos los alojamientos y sobrando todavía la multitud, alojaban por las lonjas y por templos, y andaban vagabundos por la ciudad, sin reconocer principios, sin hacer guardias y sin ejercitarse en algún trabajo, y perdidos en los regalos de Roma y en cosas que se callan por honestidad, consumían el cuerpo en el ocio y el ánimo en las lujurias. A lo último, no estimando en mas su propia salud, se retiró una gran parte de ellos a los infamados lugares del Vaticano, de donde nació después una mortandad grande en el vulgo. Fuera de esto, los Germanos y Galos, que tienen los cuerpos sujetos a enfermedades, alojados cerca del Tíber, adolecían tanto más presto cuanto, impacientes del calor, se bañaban más de ordinario en el río. Confundíanse también las órdenes militares, o por malicia o por ambición. Tomábanse a sueldo diez y seis cohortes pretorias, y cuatro urbanas, que habían de tener mil hombres cada una; usurpándose en efecto más autoridad Valente por haber socorrido a Cecina en el peligro. Y a la verdad, a su llegada tomó pie su partido, habiendo con el próspero suceso de la batalla restaurado el mal nombre que le había dado el caminar de espacio: y todos los soldados de la Germania inferior seguían a Valente, de donde se creyó que tuvo origen el comenzar a titubear la fe de Cecina.
Pero no concedió Vitelio tanta autoridad a los capitanes, que los soldados no se tomasen mucha más. Alistábanse de por sí solos en milicia, y cada cual, aunque indigno, si le daba gusto, se inscribía entre los soldados urbanos: como también en contrario, se permitía igualmente a los buenos y valerosos el quedar en los legionarios o entre los caballos, excusándose muchos con que se hallaban trabajados de enfermedades, o acusando la intemperie y malos aires de la ciudad. Quitóse con esto el mérito a las legiones y a los caballos legionarios; disminuyóse la reputación de aquel ejército, habiéndose antes entremezclado que escogido veinte mil soldados. Orando en público Vitelio, fueron pedidos Asiático, Flavio y Rufino, capitanes de las Galias, para darles la muerte por haber peleado en favor de Vindice. No les hacía callar Vitelio, porque, fuera de su natural cobardía, acercándose el tiempo del donativo y hallándose sin dineros que dar a los soldados, les concedía todos los demás. Ordenó que los libertos de la gente más granada contribuyesen como una especie de tributo, según el número de esclavos que poseían. Él, no pensando en otra cosa que en desperdiciar, hacia fabricar caballerizas para los caballos de los carros, henchir el circo de espectáculos de gladiadores y de fieras, y como si le sobrara para echar a mal, se burlaba del dinero.
Cecina y Valente, haciendo por cada calle de la ciudad la fiesta de gladiadores con grandísimo aparato, y hasta aquel día nunca visto, celebraron el nacimiento de Vitelio. No causó tanto gusto a los ruines cuanto enfado y disgusto grande a los buenos el ver, que habiendo hecho fabricar altares en el campo Marcio, aplacó allí en honra de Nerón con sacrificios a los .dioses infernales. Las víctimas fueron muertas y abrasadas públicamente, encendiendo el fuego los augustales, sacerdocio como de Rómulo y del rey Tacio, asimismo consagrados por Tiberio a la familia Julia. No habían pasado aun cuatro meses después de la victoria y ya Asiático, liberto de Vitelio, igualaba a los Policletos, a los Patrobios y a los otros antiguos y odiosos nombres. Ninguno compitió en aquella corte de bondad o cuidados del bien público, sólo era camino trillado para llegar a las grandezas el hartar con banquetes espléndidos y gastos excesivos la gula insaciable de Vitelio, el cual, contentándose con gozar de lo presente sin pensar en lo por venir, se cree que en pocos meses dio al través con veinte y dos millones y medio de oro (novecientos millones de sextercios). Grande verdaderamente, aunque miserable ciudad, habiendo sufrido en espacio de un año a Otón y a Vitelio con varia y vergonzosa fortuna entre los Vinios, los Fabios, los Ícelos y los Asiáticos, hasta que sucedieron a estos Muciano y Marcelo, antes otros hombres que otras costumbres.
La primer rebelión que supo Vitelio fue la de la legión tercera, avisado por cartas de Aponio Saturnino, antes que él se arrimase al bando de Vespasiano. Mas ni Aponio se lo acabó de escribir todo, espantado de aquel accidente repentino; y sus privados adulándole, interpretaban el aviso mas blandamente, diciendo que aquel era motín de una legión sola, y que los demás ejércitos estaban firmes en su devoción. Discurrió también Vitelio en este lenguaje a los soldados, inculpando a los pretorianos, despedidos últimamente, que hubiesen echado esta voz, afirmando no haber sospecha alguna de guerra civil, sin hacer mención de Vespasiano, y esparciendo por la ciudad soldados que reprimiesen los razonamientos del pueblo: que a la verdad no era sino dar ocasión y materia para que se dijese mucho mas.
Pero con todo eso envió por gente de socorro a Germania y a Britania y a las Hispanias, aunque lentamente y disimulando la necesidad. Iban también difiriendo los legados de las provincias. Ordeonio Flaco, sospechosa ya de los Bátavos, y temiendo su propio peligro; Veccio Bolano, por no estar nunca quieta del todo la Britania, y ambos por ser de suyo irresolutos. Ni en las Hispanias se hacía más diligencia, no habiendo entonces en ella varón consular: y los legados de las tres legiones, iguales entre si de autoridad, así como estaban prontos para servir a Vitelio en sus prósperos sucesos, así de un mismo acuerdo se resolvían en apartarse de su mala fortuna. En África la legión y las cohortes levantadas por Claudio Macro, despedidas por Galba, fueron otra vez tomadas a sueldo por orden de Vitelio. Hacíase escribir el resto de aquella juventud con gran afición a Vitelio, el cual se había hecho bien querer en el proconsulado de aquella provincia; y Vespasiano, al contrario, sacando de aquí conjetura los Africanos del imperio de los dos; aunque los desmintió la experiencia.
Ayudaba al principio fielmente Valerio Festo, legado, a la inclinación de los habitadores de la provincia: mas mudóse luego, favoreciendo en público con cartas y con edictos a Vitelio, y enviando secretas embajadas a Vespasiano para sustentarse con el uno o con el otro, conforme al que prevaleciese. Algunos centuriones y otros soldados hallados por la Retia y por las Galias con cartas y edictos de Vespasiano, presos y enviados a Vitelio, fueron hechos morir; y muchos se salvaron ayudados de sus amigos o de su astucia. Así venían a saberse los aparejos de Vitelio, y muchos de los designios de Vespasiano quedaban ocultos al principio por la imprudencia de Vitelio; y después, porque ocupados con gente los Alpes de Panonia, detenían los correos, y por vía de mar, reinando los vientos Etesios, favorables para navegar a Oriente, eran contrarios a los que venían de allá.
Finalmente, amedrentado de las malas nuevas que llovían de todas partes de haber roto la guerra los enemigos, mandó a Cecina y a Valente que se pusiesen en orden para salir en campaña. Envióse delante a Cecina, porque hallándose entonces Valente en convalecencia de una grave enfermedad, estaba todavía entretenido del mal. Había mudado de aspecto el ejército Germánico, debilitadas las fuerzas del cuerpo y del todo helado el ardor del ánimo; las escuadras lentas y a la deshilada; las armas mal ceñidas, los caballos hovachones, los soldados impacientes al sol, al polvo y a las tempestades, y cuanto menos hábiles para sufrir los trabajos, tanto mas prontos a las discordias. Añadíase a esto la vieja ambición de Cecina, y su nueva locura; ambas cosas, por el demasiado favor de la fortuna, convertidas en desorden y disolución: si ya no decimos que pensando en faltar la fe a su señor, usaba de este artificio, entre otros, por debilitar el valor de los soldados. Muchos creyeron que, a persuasión de Flavio Sabino, comenzó Cecina a blandear en la fe, y que Rubrio Galo, medianero entre los dos, le aseguró de que ratificaría Vespasiano las condiciones de su rebelión; persuadiéndole también con la enemistad y el odio que le tenía Valente, y con que, no igualándole en la gracia y favor de Vitelio, era cordura adquirir ambas cosas con el nuevo príncipe.
Partido pues Cecina con mucho honor de los brazos de Vitelio, envió una parte de los caballos para ocupar a Cremona. Fueron seguidos inmediatamente de los vexilarios de las legiones catorce y diez y seis; luego por la quinta y la veinte y dos, y por retaguardia la veinte y una, llamada Rapaz, y la primera, por sobrenombre Itálica, con los vexilarios de las tres legiones de la Britania, y la gente escogida de los socorros. Partido Cecina, escribió Fabio Valente al ejército que solía ser suyo, que le esperase en el camino, que así estaba concertado con Cecina; el cual, hallándose presente y por esto con mayor autoridad, fingió que se había después mudado de parecer, resolviendo, que pues se sabía venirse acercando el enemigo, era bien salirle al encuentro con todas las fuerzas juntas. De esta manera ordenó que una parte de las legiones apresurase el camino hacia Cremona, y la otra no parase hasta Ostilia: él volvió la vuelta de Rávena so color de verse con la gente de la armada, y entrado después en Padua, dicen que negoció el secreto de su traición. Porque Lucilio Baso, después del cargo que tuvo de algunas alas de caballos, enviado por Vitelio al gobierno de ambas armadas de Rávena y de Miseno, por no haber obtenido inmediatamente la prefectura del pretorio, quería con malvada infidelidad vengar el enojo injusto. No se pudo averiguar si Baso ganó a Cecina, o (como suele suceder a los ruines, que de ordinario se parecen) si los llevó a entrambos la misma deslealtad.
Los escritores de aquellos tiempos que pusieron en historia los sucesos de esta guerra mientras tenía el imperio la casa de los Flavios, dijeron que fue por deseo de paz y celo de la república: pretextos inventados para cubrir su adulación. A mí a lo menos, fuera de su natural liviandad y fe violada una vez vendiendo a Galba, verosímil me parece que por emulación y por envidia que los otros no les pasasen delante en gracia de Vitelio, quisiesen dar en tierra con el mismo Vitelio. Cecina pues, alcanzadas las legiones, iba con varios artificios procurando minar los ánimos de los centuriones y soldados obstinados por Vitelio. A Baso, que procuraba lo mismo, era menos difícil, hallándose la armada harto dispuesta a mudar de fe, por la memoria de la reciente milicia que habían profesado en favor de Otón.