LIBRO III. 773-775 de Roma (20-22)
Agripina, con las cenizas de Germánico, llega a Brindis y de allí a Roma.—Druso vuelve al Ilírico.—Pisón, vuelto a Roma, es acusado de venenos y de majestad ofendida; a cuya causa, viendo por todas partes rigor y desconfianza, se priva de la vida.—Tacfarinas renueva la guerra en África, y es vencido por Lucio Apronio, procónsul.—Emllia Lépida es acusada y condenada de venenos y adulterios. —Templa Tiberio la ley Papia Popea, ejercitada hasta allí con rigor.—Vuelve otra vez a inquietar el África, Tacfarinas, para cuya defensa se nombra a Junio Bleso.—Son condenados algunos caballeros romanos por el delito de majestad.—Rebélanse las Galias por industria de Sacroviro y Flora, y vuélvelas al yugo el valor de las legiones germánicas.—Propónese y déjase a un mismo tiempo el cuidado de moderar los excesivos gastos y superfluidades. Toma Druso la potestad tribunicia.—Servio Maluginense, flámine dial, solicita el gobierno del Asia.—Asilos o lugares de refugio de los griegos, sometidos a examen del Senado.—Cayo Silano condenado por las leyes de residencia y majestad.—Bleso rompe y disipa a Tacfarinas, tomando en prisión a su hermano.—Muerte y entierro de Junia, nobilísima mujer.
I. Agripina, navegando en el rigor del invierno sin jamás tomar puerto, llegó a Corcira, isla frontera de Calabria; allí se detuvo algunos pocos días, procurando componer el ánimo, precipitosa en el llanto y no acostumbrada a sufrir. Sabida en tanto su venida, los amigos más íntimos de Germánico y muchos soldados que habían militado con él, y otros también no conocidos de las villas vecinas, parte pensando hacer servicio al príncipe, parte por hacer como los otros, acudieron a Brindis, como al puerto más célebre y más seguro que podía tomar la armada. Donde no tan presto fue descubierta en alta mar, que no sólo el puerto y las riberas vecinas, sino los muros, los tejados y los lugares más altos se cubrieron de gente llorosa y afligida, preguntándose unos a otros si habían de recibirla con aclamaciones o con silencio. Estaba todavía en duda cuál de estas dos cosas convenía hacer en aquella ocasión, cuando poco a poco se llegó la armada, no con los remeros alegres, como acostumbra cuando toma puerto, sino todos llenos de general tristeza. Mas en saliendo del bajel Agripina con sus dos hijos, abrazada con la urna fúnebre, y con los ojos clavados en el suelo, se comenzó un llanto universal indistinto, sin que pudiera conocerse cuál era de amigos o de extranjeros, cuál de hombres o de mujeres, sino que los nuevos en el dolor prevalecían a los que venían con Agripina, cansados ya del continuo llanto.
II. Había enviado César dos cohortes de su guardia con orden que los magistrados de Calabria, de Pulla y de Campania hiciesen los últimos honores a las cenizas de su hijo, las cuales, traídas en hombros de los tribunos y centuriones, marchaban delante las banderas descompuestas y los lictores con los fasces al revés; y como iban pasando por las colonias, concurría el pueblo vestido de luto, y los caballeros con sus trabeas, y los demás, conforme a la posibilidad del lugar, quemaban vestiduras, olores y otras cosas que se acostumbra quemar en los mortuorios. De las villas apartadas del camino salían a él, hacían altares, ofrecían víctimas a los dioses manes, testificando lo íntimo de su dolor con lágrimas y voces. Fuele a encontrar Druso a Terracina con Claudio, hermano de Germánico, y con los hijos que había dejado en Roma. Los cónsules Marco Valerio y Marco Aurelio, que habían comenzado ya a ejercer su oficio, el Senado y gran parte del pueblo cubrían el camino y, esparciéndose acá y acullá conforme a sus afectos, lloraban sin adulación alguna; porque a todos era notorio lo mal que podía disimular Tiberio el contento que le causaba la muerte de Germánico.
III. No salieron en público Tiberio ni Augusta, juzgando que no convenía a la majestad imperial el llorar públicamente o porque, expuestos a los ojos de todos, no se descubriese el fingimiento de sus aspectos. No hallo que por los escritores o por las memorias de cada día se haga mención de haber hecho alguna señalada demostración Antonia, madre de Germánico, hallando nombrados a Agripina, a Druso, a Claudio y a los demás parientes; quizá por hallarse enferma aquellos días, o porque, vencida del dolor, no le bastase el corazón a ver con los ojos la grandeza del mal. Yo creería que la detuvieron consigo Tiberio y Augusta, y que como ellos no salieron de casa, gustaron de acreditar su sentimiento por el mismo camino que le mostraba la madre del difunto.
IV. El día que las cenizas se encerraron en el sepulcro de Augusto parecía Roma, ora un desierto por el silencio, ora un infierno por los llantos. Las calles ocupadas, el campo Marcio lleno de hachas encendidas, los soldados armados, los magistrados sin sus insignias ordinarias, el pueblo, dividido en sus tribus, gritando que era llegada la ruina de la República y que ya no les quedaba esperanza; y esto tan pronta y descubiertamente como si del todo se hubieran olvidado de que tenían señor. Pero ninguna cosa penetró más el corazón de Tiberio que el aplauso de la gente en general para con Agripina, a quien llamaban honra de la patria, residuo de sangre de Augusto, único ejemplo de la antigüedad; y vueltos al cielo rogaban por salud para su descendencia y que viviese más que los ruines.
V. Había quien deseara la pompa pública de aquellas funeralias conforme a las honras y magnificencias que hizo Augusto a Druso, padre de Germánico, que le salió a recibir hasta Pavía en medio del invierno asperísimo y sin apartarse jamás del cuerpo; que entró acompañándole en Roma, con el túmulo rodeado de estatuas de Claudios y de Julios; que fue llorado en el foro, alabado en los rostros; y que, finalmente, se hizo cuanto inventaron nuestros mayores o acrecentaron los modernos. Donde, en contrario, a Germánico no se le hicieron cumplidamente las honras debidas y acostumbradas a cualquier hombre noble; que hubiese sido quemado bien o mal el cuerpo en tierras extranjeras, respecto al largo viaje, no era maravilla; mas tanto había de ser mayor la honra después, cuanto la suerte se lo había negado antes. No salió su hermano más adelante de una jornada, ni su tío se dignó de salirle a encontrar siquiera hasta la puerta. ¿Dónde están los antiguos institutos?; ¿dónde la efigie sobre el túmulo?; ¿dónde los versos en memoria de las virtudes del difunto, los loores, las lágrimas y las demás apariencias siquiera de tristeza?
VI. Sabíalo todo Tiberio, y por tapar la boca al vulgo, le amonestó por un edicto, diciendo en substancia: Que habían muerto muchos ilustres romanos en servicio de la República, y que ninguno había sido tan deseado universalmente, cosa señalada y de gran honra para él y para todos con tal que no excediese los límites de la razón; porque no convienen o que ellas mismas cosas a los príncipes y a un pueblo que manda, que a las casas y ciudades inferiores; que había estado en su lugar dar el debido sentimiento al reciente dolor, y no lo estaría menos el buscar algún alivio a tanta tristeza; que era ya tiempo de retirar el ánimo a su quietud y fortalecerle, como hizo el divo Julio perdida su hija única, y el divo Augusto arrebatados del mundo sus sobrinos, los cuales procuraron echar de sí todo desconsuelo; que no había necesidad de valerse de ejemplos antiguos, ni acordarse de cuántas veces sufrió constantemente el pueblo romano las rotas de sus ejércitos, la muerte de sus capitanes y la extirpación de sus antiguas y nobles familias; que eran los príncipes mortales, mas la República eterna. Por tanto, que volviese a sus acostumbrados ejercicios, y, acercándose ya el tiempo de los juegos Megalenses, tornasen a gozar de sus gustos y pasatiempos.
VII. Rompidas con esto las vacaciones, se volvió a los negocios, y Druso partió para los ejércitos del Ilírico, estando todos con el ánimo levantado en pedir venganza contra Pisón. Dolíanse de que entre tanto se anduviese él recreando por los lugares amenos de Asia y de Acaya, por subvertir con esta arrogante y maliciosa detención las pruebas de sus maldades, porque ya se sabía que aquella Martina, famosa hechicera, enviada, como he dicho, por Cneo Sencio, era muerta súbitamente en Brindis, y que le habían hallado el veneno escondido en las trenzas de los cabellos, sin señal alguna en su cuerpo de haberse quitado ella misma la vida.
VIII. Mas Pisón, enviando delante a Roma a su hijo con instrucción de ir mitigando el ánimo del príncipe, vuelve de nuevo a donde estaba Druso, esperando no hallarle más riguroso para con él a causa de la muerte de su hermano, que favorable por haberle librado de tal competidor. Tiberio, para mostrar la entereza de su justicia recibiendo al mozo benignamente, usó con él de la misma liberalidad que acostumbraba usar con los demás hijos de personas tan nobles. Druso respondió a Pisón que si era verdad lo que se publicaba, no podía dejar de tener particular sentimiento; mas que deseaba fuese todo falso y vano para que la muerte de Germánico no pudiese ocasionar la ruina de nadie. Todo esto dijo en público, sin concederle audiencia secreta; y no se puso duda en que tuvo instrucción de su padre, porque siendo en las demás cosas poco advertido y fácil por la juventud, usaba en aquella ocasión de astucias de viejo.
IX. Pisón, atravesado el mar de Dalmacia y dejando sus bajeles en Ancona, por la Marca, y después por la vía Flaminia, alcanzó la legión que se hacía venir de Panonia a Roma, para de allí enviarla de guarnición a la provincia de África, de donde después nació la voz de que en la ordenanza y en viaje había hecho muchas veces ostentación de sí a los soldados. De Nami, por no dar sospecha o porque a quien teme todos los consejos son inciertos, haciéndose llevar por la Nera al Tíber, acrecentó el enojo del vulgo el ver su barca abordada al túmulo de los césares en un día que acertó a ser solemne, y en aquella frecuencia, desembarcando él con gran acompañamiento de criados y clientes, y Plancina de mujeres, todos con muestras de gran alegría. Provocaba también el odio universal su casa levantada sobre la plaza, amada como para una gran fiesta, banquete copioso, viandas exquisitas, y por el concurso y publicidad del lugar nada escondido.
X. El día siguiente, Fulcinio Trion citó a Pisón ante los cónsules. Por otra parte, Vitelio, Veranio y los otros que habían acompañado a Germánico decían que Trion no tenía para qué entrometerse en aquello, ni ellos como acusadores, sino como testigos, querían dar los indicios del hecho y declarar lo que les había encargado Germánico; por lo cual, dejando Trion de seguir este cabo del proceso, alcanzó el poder acusar a Pisón de su vida pasada, y pidióse al príncipe que se encargase del conocimiento de toda la causa, de que no le pesó al reo por el temor con que estaba del favor del pueblo y del Senado. Donde, en contrario, sabía que Tiberio solía hacer poco caso de los rumores populares, y que se hallaba interesado en los secretos consejos de su madre; fuera de que discierne mejor las cosas verdaderas y las dudosas un juez solo, pudiendo demasiado acerca de los muchos el aborrecimiento y la envidia. No ignoraba Tiberio el peso que tomaría sobre sus espaldas con encargarse del conocimiento de la causa, ni la fama que corría de él; y así, llamando algunos pocos de sus más familiares, oyó de una parte las amenazas de los acusadores, y de la otra los ruegos del reo. Hecho esto, remitió enteramente la causa al Senado.
XI. Entretanto, volviendo Druso del Ilírico, sin embargo de que los senadores habían decretado de que entrase en Roma con el triunfo de la ovación, por haber recibido a merced a Maroboduo y por las demás cosas hechas el verano antes, difiriendo aquel honor para otra ocasión, entró en la ciudad privadamente. Tras esto, pidiendo Pisón por abogados a Lucio Aruncio, Fulcinio, Asinio Galo, Esernino Marcelo y Sexto Pompeyo, y rehusándolo ellos con varias excusas, obtuvo en su lugar a Marco Lépido, Lucio Pisón y Liveneyo Régulo; y así estaba con atención toda la ciudad por ver la fidelidad con que se gobernaban los amigos de Germánico, en qué confiaba el reo, y si Tiberio sabía esconder y reprimir bastantemente sus afectos, o si se le echaban de ver. Atento a estas cosas, el pueblo hablaba, aunque secretamente, con más libertad que nunca contra el príncipe, de quien hasta con el silencio publicaba ruines sospechas.
XII. El día que se juntó el Senado para esta causa, César con prevenida templanza, habló así: A Pisón, ya en otro tiempo legado y amigo de mi padre, di, con parecer vuestro, por coadjutor a Germánico en la administración de las cosas de Oriente. Si allí con desobediencia o emulación ha exasperado el ánimo del mozo, alegrándose de su muerte o finalmente dádosela con maldad y traición, bien es que se juzgue con entereza, porque si el legado ha excedido los límites de su oficio, perdido el respeto a su superior y alegrádose de su muerte y de mi llanto, le aborreceré, le privaré de mi casa y vengaré las enemistades particulares, no como príncipe. Mas si se prueba delito tan atroz, que deba satisfacerse con la muerte de alguno, dad a vosotros mismos, a los hijos de Germánico y a mí, que soy su padre, el justo consuelo que necesitamos. Considerad juntamente si a la verdad Pisón ha incitado el ejército a inquietudes; si movido de ambición ha procurado ganar el favor de los soldados y vuelto a entrar armado en la provincia; averígüese si estas cosas son falsas o engrandecidas por los acusadores, de cuyo sobrado afecto y diligencias excusadas me duelo con razón. Porque, ¿a qué propósito poner desnudo en una plaza el cuerpo de Germánico, y manosearle a vista del vulgo, publicar hasta entre los extranjeros que murió atosigado, si estaba todavía en duda, y como veis se investiga la verdad? Confiésoos que lloro a mi hijo y que lo lloraré siempre; mas no por esto prohíbo al reo que deje producir todo lo que pueda ayudar a su justificación, aunque sea redargüir a los acusadores con alguna maldad de Germánico. Y ruégaos que no porque esta causa es tan conjunta, como veis con mi dolor, os resolváis en admitir por probados los delitos solamente imputados al reo. Si el parentesco y la confianza le han proveído a Pisón de abogados, ayudadle en su peligro muy en buen hora con la elocuencia y cuidado que pudiéredes. Al mismo trabajo y a la misma distancia me ha parecido también exhortar a los acusadores. Excedamos en esto sólo a las leyes en honra de Germánico; es, a saber, que la causa tocante a su muerte se vea en la curia y no en el foro, por el Senado y no por los jueces; sea tratado lo demás con igual modestia y templanza. Ninguno tenga respeto a las lágrimas de Druso, a mi tristeza, ni tampoco a lo que puede fingirse contra nosotros.
XIII. Asignaban después de esto dos días para producir la acusación, y al cabo de otros seis, tres al reo para dar sus defensas. Entonces Fulcinio declaró que había gobernado a España con ambición y avaricia; delitos viejos y vanos que, probados, no le dañaban purgados los nuevos, ni defendidos, le absolvían de los más graves. Después de él, Servio, Veranio y Vitelio, con igual afecto, aunque Vitelio con más elocuencia, expusieron: Que Pisón, por odio de Germánico y deseo de novedades, con dar sobrada licencia a la gente de guerra y con disimular las injurias hechas a los pobladores de la provincia, había sobornado los ánimos militares hasta hacerse llamar por los más ruines padre de las legiones; que, en contrario, había usado mil crueldades con la gente más granada, especial con los amigos y compañeros de Germánico; y, últimamente, que no había dudado de quitarle la vida con hechizo y con veneno. Que a este efecto habían hecho él y Plancina mil sacrificios y nefandas inmolaciones; que empuñó después las armas contra la República; tal, que para llegar a poderse conocer de sus excesos había sido fuerza pelear con él y vencerle en batalla.
XIV. Estaba su defensa dudosa en los demás cabos; porque ni el ganar a los soldados con ambición, ni el haber recibido en la provincia gente facinerosa, ni las injurias hechas a Germánico, podían negarse. Sólo el delito del veneno parecía purgado, porque ni aun los mismos acusadores lo confirmaban bien con decir que estando una vez junto a Germánico, por quien fue convidado a un banquete, con achaque de servirle le había atosigado la vianda; pareciendo absurdo y disparate grande el pensar que se pudiese atrever a tal, rodeado de criados ajenos, con tantos ojos sobre sí, sin los del mismo Germánico; y el reo ofrecía que fuese interrogada su familia, pidiendo ministros para la tortura; mas los jueces, por diversas cosas, se mostraban implacables. César por la guerra movida a la provincia, el Senado por no acabarse de persuadir a que Germánico era muerto sin engaño, murmurándose que no negaba menos esta verdad Tiberio que Pisón. Oíanse fuera las voces del pueblo, afirmando que emplearían las manos, caso que Pisón se librase del juicio de los senadores; habiendo entretanto arrastrado sus estatuas a las Gemonias, y las despedazaran si no las hubiera defendido y vuelto a su lugar la autoridad del príncipe. Pisón, pues, metido en una litera fue vuelto a llevar por un tribuno de las cohortes pretorias; creyendo unos que iban por guardia de su persona y otros para quitarle la vida.
XV. El mismo aborrecimiento universal había contra Plancina; pero alcanzaba más favor, y a esta causa se estaba en duda de lo que César emprendería contra ella. La cual, mientras Pisón tuvo algunas esperanzas, se ofrecía de acompañarle en cualquier fortuna, y si el caso lo pedía, hasta en la misma muerte. Mas en obteniendo ella perdón por secretos ruegos de Augusta, comenzó poco a poco a separarse del marido y a dividir las defensas; lo que tomado de Pisón por señal mortal, estando a esta causa en duda si gastaría tiempo en ayudarse, animado por sus hijos se resolvió en entrar de nuevo en el Senado; donde hallando renovada la acusación, los senadores más alterados y toda cosa contraria y cruel, nada le desanimó tanto como el ver a Tiberio sin piedad y sin ira, obstinado y cubierto por no declarar sus afectos. Llevado otra vez a su casa a título de querer pensar nuevas defensas, escribió algunas cosas, y, selladas, las dio a un liberto suyo. Atendió después al usado cuidado del cuerpo, y pasada buena parte de la noche, en saliendo su mujer del aposento, mandó cerrar las puertas, y al nacer del día fue hallado en tierra degollado y la espada cerca de él.
XVI. Acuérdome haber oído decir a los muy viejos que fue visto muchas veces en manos de Pisón un papel no divulgado por él; mas decían sus amigos que era de letra de Tiberio, y que contenía los mandatos contra Germánico; el cual estuvo resuelto de producirle en el Senado y de argüir con él al príncipe; y lo hiciera, si con unas promesas no se lo disuadiera Seyano. Y que no se mató él mismo, sino que se envió quien le quitase la vida. No me atreveré a afirmar ninguna de estas cosas; mas no he querido callar la relación de aquellos que vivieron hasta nuestra juventud. César, mostrado en lo exterior disgusto de que con esa muerte se había pretendido hacerle aborrecible al Senado, con continuas preguntas iba investigando de la manera que Pisón había pasado aquel último día y aquella noche. Y habiéndole dicho sobre esto su hijo muchas cosas con prudencia y muchas con inconsideración, leyó finalmente el memorial hecho por su padre, dictado casi en esta substancia: Oprimido de la conspiración de mis enemigos contra mí y del odio del falso delito, pues que ni mi verdad ni mi inocencia tienen lugar, llamo a los dioses inmortales por testigos de cómo he vivido para contigo, ¡oh César!, siempre fiel, y no con menor afición para con tu madre; a entrambos encomiendo mis hijos, de los cuales a Cneo Pisón, por haber estado siempre en Roma, no le debe tocar parte de mi mala fortuna. Marco Pisón me disuadió el volver a Siria, y pluguiera a los dioses que hubiera cedido yo antes a mi hijo mozo que él a su padre viejo; por lo cual tanto más apretadamente pido que mi culpa y mi temeridad no arrebaten también al inocente. Ruégote, pues, por mis servicios de cuarenta y cinco años, por el consulado que ejercimos tú y yo juntos, con aprobación del divo Augusto, tu padre, y gusto particular tuyo, y por la memoria de un amigo que ya no te puede pedir otra merced, que me la hagas de conceder la vida a mi infelice hijo. De Plancina no hizo mención alguna.
XVII. Después de esto Tiberio absolvió al mozo Pisón del delito de la guerra civil, diciendo que no le había sido lícito desobedecer a su padre. Tuvo también compasión a la nobleza de aquel linaje y a la infelicidad de Pisón, aunque en todas maneras merecida. Fue baja y vergonzosa cosa que defendiese a Plancina, poniendo por excusa el habérselo rogado su madre, contra la cual se encendían las secretas pláticas de todos los buenos, diciendo: ¿Es posible que pueda ver una abuela delante de sí la matadora de su nieto, y que ésta la hable y la libre de las manos del Senado? ¡Que a sólo Germánico se niegue lo que conceden las leyes a cualquier ciudadano! ¡Que sea llorado César por Vitelio y por Veranio, y por el emperador y por su madre defendida Plancina! Convierta y emplee de hoy más Plancina los venenos y encantos tan a su salvo experimentados contra Agripina y sus hijos, para que la venerable abuela y generoso tío se acaben de hartar de la sangre de esta más que infelice casa. Pasáronse con esto dos días, so color de hacer el proceso de Plancina, instando Tiberio con los hijos de Pisón a encargarse de la defensa de su madre. Y aunque los testigos y acusadores gritaban a porfía contra ella, sin que nadie respondiese, pudo finalmente más la misericordia que el aborrecimiento. Pidióse primeramente el voto al cónsul Aurelio Cota (porque cuando César proponía, hacían también los magistrados oficio de consejeros votando en las causas), y fue de parecer que el nombre de Pisón se rayase de los fastos; que una parte de sus bienes se confiscase y la otra se hiciese gracia de ella a su hijo Cneo Pisón, con tal que mudase su sobrenombre. Que Marco Pisón, degradado del Senado dejándole solamente ciento veinticinco mil ducados (cinco millones de sestercios) de hacienda, fuese desterrado por diez años, y que Plancina fuese absuelta, mediante los ruegos de Augusta.
XVIII. Fueron moderadas por el príncipe muchas cosas de esta sentencia: que no se borrase el nombre de Pisón de los fastos, pues quedaba el de Marco Antonio habiendo hecho guerra a la patria, y el de Julio Antonio, que violó la casa de Augusto. Libra a Marco Pisón de aquella ignominia, concediéndole toda la hacienda de su padre, mostrándose, como he dicho atrás, harto firme en menospreciar el dinero, y ya entonces, por la vergonzosa absolución de Plancina, mucho más aplacado. Prohibió que se pusiese estatua de oro en el templo de Marte Vengador, como había aconsejado Valerio Mesalino, y altar a la Venganza, como quería Cecina Severo, con decir que estas cosas se suelen consagrar por las victorias ganadas de los extraños, y que los males de casa deben cubrirse con la tristeza. Había añadido Mesalino que en honra de la venganza de Germánico se diesen gracias a Tiberio, a Augusta, a Antonia, a Agripina y a Druso, olvidándose el nombrar a Claudio, a cuya causa Lucio Asprenate, en pleno Senado, preguntó a Mesalino si había sido voluntario aquel olvido, y entonces se añadió en el decreto el nombre de Claudio. Verdaderamente que cuanto más voy observando las cosas nuevas e investigando las antiguas, tanto más se me representa ante los ojos la locura y vanidad de los mortales en cualquier cosa que sea; no había hombre de quien tan poco se acordase la fama, a quien se estimase en menos, ni de quien se tuviesen menos esperanzas que éste a quien la fortuna escondidamente nos tenía guardado para príncipe.
XIX. Pocos días después el Senado, con orden de Tiberio, dio la dignidad de sacerdotes a Vitelio, Veranio y Severo. A Fulcinio prometió su favor siempre que se opusiese a los honores, advirtiéndole que procurase no precipitar su elocuencia con la sobrada violencia en el hablar. Éste fue el fin que tuvo la venganza de la muerte de Germánico, de la cual se discurrió variamente no sólo entre los hombres de aquellos tiempos, sino también en los que siguieron después. Tan inciertas y dudosas son las cosas grandes: mientras unos tienen por cierto todo lo que oyen, otros vuelven en contrario la verdad, y al fin se van aumentando con el tiempo ambas opiniones. Druso, saliendo de Roma por hacer su entrada con majestad y buen agüero, tornó luego a entrar en triunfo de ovación, y pocos días después murió Vipsania, su madre, sola la cual, entre todos los hijos de Agripa, dejó de morir de muerte violenta, porque los demás, o descubiertamente murieron a hierro, o, como se creyó, de veneno y de hambre.
XX. En este año, Tacfarinas, vencido, como dije, el año pasado por Camilo, renovó la guerra de África, primero con corredurías no prevenidas por la presteza, después con arruinar villas y hacer grandes presas, y a lo último sitiando junto al río Pagida una cohorte romana. Gobernaba aquel puesto Decrio, soldado valeroso y práctico, el cual, teniendo a deshonra el estar sitiado, y exhortando a los suyos a pelear en campaña, los saca fuera del alojamiento en ordenanza. Mas siendo al primer ímpetu rota la cohorte y puesta en huida, mientras en medio de las armas y tiros arrojadizos detiene a los que huyen y da voces a los alféreces que se avergüencen de volver las espaldas a gente fugitiva y desordenada, herido y perdido un ojo, aunque todavía fiero contra el enemigo, no cesó de pelear hasta que, desamparado de los suyos, dejó la vida.
XXI. Sabido este suceso por Lucio Apronio, que había sucedido a Camilo, ofendido más de la vileza de los suyos que de la reputación que ganaba el enemigo, hizo matar con las varas a todos los que salieron diezmados de aquella vergonzosa cohorte, castigo hecho raras veces en aquel tiempo, aunque muy usado por los antiguos. Y aprovechó de suerte este rigor, que una sola bandera de quinientos veteranos puso en rota después a la misma gente de Tacfarinas que había ido sobre la fortaleza de Tala. En esta batalla Rufo Elvio, soldado ordinario, ganó la honra de haber salvado la vida de un ciudadano, en premio de lo cual le dio Apronio los collares de oro y una lanza. El César le añadió la corona cívica, doliéndose, no que le pesase, de que Apronio no se la hubiese dado con la autoridad de procónsul. Mas Tacfarinas, viendo a los númidas perdidos de ánimo, dejándose de sitiar tierras, comienza a dividir la guerra, retirándose cuando era seguido, y de nuevo acometiendo a las espaldas. Todo el tiempo que siguió este consejo, sin recibir daño, cansaba y burlaba a los romanos; mas, mientras vuelto a los lugares marítimos se estaba en los alojamientos a guardar la presa, Apronio Cesiano, enviado por su padre con la caballería y auxiliarios junto con los infantes sueltos de las legiones, peleó con él prósperamente, haciéndole retirar a los desiertos.
XXII. Mas en Roma, Lépida, la cual, fuera de la reputación del linaje Emilio, tuvo por bisabuelos a Lucio Sila y a Cneo Pompeyo, fue acusada de haber fingido la preñez y el parto de Pubio Quirino, hombre rico y sin hijos, añadiéndole adulterios, venenos y haber investigado cosas por vía de caldeos en daño de la casa de César, defendiendo su causa Manio Lépido, su hermano. Quirino, aborreciéndola aun después de haberla repudiado, puesto que infame y culpada la hacía digna de compasión. No se pudo conocer con facilidad en esta causa la intención del príncipe; de tal manera supo confundir y entremezclar las demostraciones de ira y de clemencia, habiendo rogado el primero al Senado que no se tratase aquella causa como delito de majestad; mas después apercibió a Marco Servilio, varón consular, y a otros testigos para que dijesen lo que había mostrado desear que se callase. Tras esto hizo entrega en manos de los cónsules a los criados de Lépida, que hasta entonces había estado con guardia de soldados, si bien no consintió que fuesen examinados con tortura por lo que tocaba a él y a su casa. Quitó a Druso, que estaba nombrado para cónsul, el privilegio de votar primero, atribuyéndolo algunos a humanidad y modestia, por no necesitar a los otros a seguir su parecer, y otros a crueldad, por poderle hacer arrimar después al voto que tratase de condenarla.
XXIII. Lépida, compareciendo en el teatro en los juegos que se hacían aquellos días que se veía su causa, acompañada de mujeres nobles, con miserables lamentos, llamando sus antecesores y al mismo Pompeyo, cuyas eran aquellas memorias y estatuas que allí se veían, movió a tanta piedad al pueblo, que, deshecho en lágrimas, decía mil males de Quirino, a cuya vejez, privada de sucesión y de nobleza, hubiese sido dada una mujer destinada para serlo de Lucio César, y nuera del divo Augusto. Mas después que con la confesión de los criados en el tormento se sacaron a la luz sus maldades, fue aprobado el parecer de Rubelio Blando, es a saber, que fuese privada de agua y de fuego. A este voto se arrimó Druso, si bien hubo muchos que juzgaron más mansamente. Poco después, a instancia de Escauro, que de ella tenía una hija, se le concedió que no se le confiscasen los bienes. y entonces descubrió Tiberio haber sabido con certidumbre, hasta de los criados de Quirino, que Lépida le había querido atosigar.
XXIV. Esta adversidad de estas dos familias ilustres, habiendo casi en el mismo tiempo perdido los Calpurnios a Pisón y los Emilios a Lépida, tuvo algún alivio con la gracia que se hizo a Decio Silano, restituyéndole al linaje de los Junios. Contaré brevemente este suceso. Así como en las cosas públicas tuvo Augusto a la fortuna favorable, asimismo fue en las de su casa poco dichoso, por la deshonestidad de su hija y de su sobrina, que fueron desterradas por él de Roma, y los adúlteros castigados con muerte o con destierro; porque llamando al pecado público entre hombres y mujeres con el grave nombre de ofendida religión o majestad, excedía los límites de la clemencia de sus predecesores y de las propias leyes hechas por él. Contaré los sucesos de los otros y las cosas de aquella edad, si, acabadas éstas que traigo entre manos, me sobrare vida para escribir más. Decio Silano, pues, adúltero de la sobrina de Augusto, aunque no se hizo otra demostración contra él que privarle de la amistad de César, conoció bien que tácitamente se le declaraba el destierro: ni Marco Silano, hermano suyo, estimado por su gran poder, calidad y elocuencia, se abrevió a impetrar perdón del Senado ni del príncipe hasta que imperó Tiberio. El cual, dándole Silano las debidas gracias, le respondió en presencia de los senadores que se holgaba también él de que hubiese vuelto su hermano de tan larga peregrinación, y que lo había podido muy bien hacer no habiendo sido desterrado por decreto del Senado ni por ley. Si bien para con él quedaban vivas las mismas ofensas hechas a su padre, no habiendo la vuelta de Silano derogado la voluntad de Augusto. Vivió después en Roma sin alcanzar jamás honor ni dignidad alguna.
XXV. Trátase después de esto de moderar la ley Papia Popea, hecha por Augusto siendo ya viejo, después de las leyes Julias, por aumentar las penas a los que no se casaban y alimentar el Erario, si bien no por eso se aumentaban los casamientos ni la crianza de los hijos, prevaleciendo el uso del celibato; tal, que de día en día crecía la muchedumbre de los que se ponían voluntariamente al riesgo de la pena, visto que muchas casas estaban destruidas y acabadas por la interpretación de los acusadores, de suerte que como en otro tiempo daba cuidado la muchedumbre de los vicios, no le daba menor en éste la multiplicación de las leyes. Esto nos convida a discurrir desde más atrás del principio que tuvo la administración de la justicia, y el modo en que se ha venido a esta infinita variedad y cantidad de leyes.
XXVI. Vivían los primeros hombres sin ningún siniestro apetito, sin vituperio o maldad alguna, y a esta causa, sin penas y sin necesidad de corrección; no había tampoco necesidad de premio, apeteciéndose lo justo y lo honesto por su propia causa, y donde nada se deseaba contra el deber, nada tampoco era vedado con el temor. Mas después que se fueron despojando de esta igualdad y en vez de la templanza y de la vergüenza entraron la fuerza y la ambición, comenzaron a establecerse los señoríos, perpetuándose acerca de diversos pueblos; y a muchos, o luego o después de haber experimentado el dominio real, agradaron las leyes. Éstas al principio eran sencillas y sin artificio, respecto a reinar en los ánimos de los hombres estas mismas calidades, celebrando mucho la fama las de los cretenses, dadas por Minos, de los espartanos, por Licurgo, y después de éstas las que Solón dio a los atenienses, más exquisitas y en mayor número. A nosotros nos gobernó Rómulo a su voluntad. Obligó después Numa al pueblo a la religión y al derecho divino. Talo y Anco inventaron algunas; pero sobre todos fue Servio Tulio el principal inventor de las leyes a quien los reyes obedeciesen también.
XXVII. Desposeído Tarquino, el pueblo, por defender la libertad y establecer la paz, ordenó muchas cosas contra los bandos y ligas de los senadores. Creáronse los diez varones, y recogidas por todas partes las más famosas leyes, se compusieron las doce tablas, compendio de toda equidad y justicia; porque si bien las leyes que se hicieron después fueron algunas veces en orden a castigar delitos, no hay duda en que las más se fueron estableciendo por fuerza o por disensiones entre los estamentos, o por adquirir honras ilícitas, o, finalmente, por echar de la ciudad a los varones de mayor esplendor, y por otras cosas ruines semejantes a éstas. Con este dolor fueron alborotadores del pueblo los Gratos y los Saturninos: ni Druso se mostró menos pródigo en nombre del Senado, cohechando a sus aliados con la esperanza, o engañándolos con varios impedimentos y oposiciones. Después, ni por las guerras de Italia, ni por las civiles que siguieron luego, se dejaron de hacer muchas y diversas leyes, hasta que Lucio Sila, dictador, anuladas o corregidas las primeras y añadiendo otras muchas más, dio algún breve reposo a esta ocupación, hasta que sobrevinieron las sediciosas leyes de Lépido, y poco después la licencia restituida a los tribunos de barajar el pueblo a toda su voluntad. Y ya desde entonces, no sólo en común, sino contra particulares, se hacían estatutos; tal, que nunca se vio más estragada la República que cuando tuvo más número de leyes.
XXVIII. Cneo Pompeyo entonces fue elegido tercera vez cónsul a título de reformar las costumbres: el cual, usando de remedios más rigurosos que el propio mal, fue él mismo autor y destruidor de sus leyes, perdiendo por las armas lo que procuró defender con ellas. Después, siguiéndose una continua discordia de veinte años, no quedó rastro de justicia ni de buena costumbre, y no sólo quedaban las maldades sin castigo, pero muchas veces se aplicaba a las cosas honestas y a la virtud. Finalmente, César Augusto, en el sexto consulado, seguro de su poder, anuló todo lo que había ordenado en su triunvirato, y dio leyes para que nos sirviésemos de ellas en tiempo de paz y debajo del gobierno de un príncipe. Fuéronse tras esto apretando las ataduras de las leyes, especial en la observancia de la Papia Popea, hasta dar salarios y premios a los espías y acusadores, para que si alguno moría sin haber sido padre sucediese el pueblo romano como padre universal. Pero ellos excedían de sus comisiones, despojaban a Roma, a Italia y a los ciudadanos doquiera que los hallaban, de tal manera que tenían ya destruidos a muchos y atemorizados a todos, cuando Tiberio determinó de remediarlo, sacando por suerte cinco sujetos que habían sido cónsules, cinco del orden pretorio y otros tantos de lo restante del Senado: éstos, desatando muchos nudos y varias implicaciones de aquella ley, fueron por entonces de algún alivio.
XXIX. En este tiempo, no sin risa de los oyentes, rogó Tiberio a los senadores que tuviesen por bien de habilitar a Nerón, hijo de Germánico, entrado ya en la juventud, para que, sin haber ejercitado el oficio del magistrado de los veinte varones, pudiese ser admitido al de cuestor cinco años antes de lo que permitía la ley, alegando que a él y a su hermano se había concedido lo mismo a instancia de Augusto; mas ni aun entonces pienso que dejarían de burlar secretamente de semejante demanda, con ser al nacimiento de la grandeza de los Césares, y hallarse más cercanos a las antiguas costumbres, con el parentesco menos estrecho de los antenados para con el padrastro, que del abuelo para con el nieto. Añadiósele el pontificado, y el primer día que compareció en la plaza se dio un donativo al pueblo, alegre y regocijado de ver ya a un hijo de Germánico en edad juvenil. Acrecentó la alegría poco después el matrimonio de Nerón con Julia, hija de Druso; y a esta medida fue el sentimiento universal de que al hijo de Claudio se le destinase Seyano por suegro, pareciendo que con aquello se manchaba la nobleza de aquel linaje, y que levantado ya de suyo Seyano a excesivas esperanzas, se le daba ocasión para esperar más.
XXX. A la fin del año murieron dos varones señalados, es a saber: Lucio Volusio y Salustio Crispo. Volusio, de antiguo linaje, aunque sus pasados no habían llegado a más que a ser pretores, él alcanzó el consulado, y fue censor para la elección de las decurias de la gente de a caballo, y el que comenzó a juntar las grandes riquezas de que aun hoy en día florece aquella casa. Crispo fue de linaje de caballeros, aceptado en la familia de aquel Cayo Salustio, excelente historiador de las cosas de Roma, como nieto de su hermana. Éste, aunque pudo fácilmente tener entrada a los honores y oficios honrados de la República, todavía deseando imitar a Mecenas, siguió el mismo estilo, y sin llegar a ser senador se adelantó en autoridad a muchos que habían triunfado y sido cónsules: fue diverso de la antigua forma de vivir en el ornato de su persona y en el aliño y regalo de su casa, y por la abundancia de riqueza casi pródigo. Tuvo con todo eso el ánimo vigoroso, apto para negocios grandes, y tanto más despierto, cuanto procuraba mostrarse más soñoliento y para poco. Viviendo Mecenas fue la segunda persona y después la primera de quien se confiaron los más íntimos secretos de los emperadores, y uno de los que supieron de la muerte de Póstumo Agripa. En llegando a la vejez, retuvo más la apariencia que la fuerza de la privanza del príncipe, como sucedió también a Mecenas: cosa fatal que la privanza de corte sea raras veces durable; quizá porque los príncipes se avergüenzan de haber acabado de dar todo lo que pueden, o los privados se empalagan viendo que no les queda ya más que desear.
XXXI. Sigue el cuarto consulado de Tiberio, y el segundo de Druso, memorable por la compañía de padre e hijo; porque dos años antes tuvo Germánico el mismo honor con Tiberio, no tan amable al tío ni tan conforme a su naturaleza. El cual, al principio de este año, so color de recrearse y mirar por su salud, se retiró en el país de Campania; mas, a la verdad, él pensaba continuar por mucho tiempo aquella ausencia de Roma, quizá porque Druso, faltándole el padre, ejerciese solo los negocios del consulado; y casualmente una cosa bien ligera, aunque después fue ocasión de notable contraste, la dio al mozo para hacerse bienquisto con el pueblo. Domicio Corbulón, varón pretorio, se quejó en el Senado de Lucio Sila, mancebo notable, porque en el espectáculo de gladiatores no le había dado su lugar. Tenía de su parte Corbulón la edad, la costumbre de la patria y el favor de los senadores más viejos: en contrario, Mamerco Escauro, Lucio Aruncio y otros parientes de Sila abogaban por él. Contendióse con largas oraciones, contando ejemplos antiguos en que con gravísimos decretos se habían castigado los desacatos juveniles, hasta que Druso comenzó a discurrir sobre la materia con tanta discreción y razones tan acomodadas a quietar los ánimos alterados, que Mamerco, tío y padrastro de Sila, fecundísimo orador de aquella edad, se resolvió en dar satisfacción a Corbulón. El mismo Corbulón, exclamando después que por negligencia de los magistrados y por fraude de los arrendadores obligados al aderezo de los caminos estaban infinitos por toda Italia del todo impracticables, recibió con gusto la comisión que se le dio de aquel negocio; el cual no salió después tan provechoso para el uso público, cuanto calamitoso a muchos, contra cuyas honras y haciendas con penas y confiscaciones se encruelecía.
XXXII. Poco después escribió Tiberio a los senadores cómo hallándose la provincia de África en trabajo por las corredurías de Tacfarinas, convenía que el Senado eligiese un procónsul experto en la milicia y de salud robusta para ejercitar aquella guerra. Esto dio ocasión a Sexto Pompeyo de desfogar el odio que tenía concebido contra Marco Lépido, llamándole hombre de poco, pobre, afrenta de su linaje, y por esto digno también de ser privado de concurrir ni entrar en suerte para el gobierno de Asia. El Senado, en contrario, excusaba a Lépido, juzgando que lo que en él parecía poquedad y descuido no era sino una cierta bondad y llaneza natural, y que la poca hacienda que le dejó su padre y su nobleza, sustentada sin reproche, debían causar en él antes honor que vituperio. Y así fue enviado a Asia. En cuanto al gobierno de África, se decretó que César nombrase a quien le diese gusto.
XXXIII. Mientras se trataba de estas cosas, aconsejó Severo Cecina que no permitiese a ningún gobernador de provincia el llevar consigo a su mujer, habiendo primero muy a lo largo dado cuenta de cómo vivía él en paz y en concordia con la suya, de quien había tenido seis hijos. Sin embargo, había observado en su casa lo que aconsejaba que se estableciese para servicio público, dejando siempre a su mujer en Italia, aunque por espacio de cuarenta años le había sido forzoso salir diversas veces y a varias provincias. Decía que no sin causa ordenaron los antiguos que no se llevasen las mujeres a las tierras de los aliados ni a provincias extranjeras; que donde están las mujeres, embarazan y estorban muchas veces la paz con sus excesos y disoluciones, y la guerra con su temor, reduciendo la ordenanza romana a una semejanza del marchar bárbaro; que este sexo es no solamente flaco y poco apto para los trabajos, pero si se le deja la rienda, cruel, ambicioso y deseoso de mandar; huélgase de marchar entre los soldados y de tener a su devoción los centuriones: testigo Plancina, que no se avergonzaba de presidir a los ejercicios militares de las cohortes y a las decursiones de las legiones; que lo pensasen bien y hallarían que de todas las quejas de residencia, las culpas principales se imponen de ordinario a las mujeres, a causa de arrimarse a su favor de ellas los más ruines de las provincias; que emprenden todos los negocios y los concluyen a su voluntad; que son necesarias dos Cortes y dos Tribunales, siendo las mujeres mucho más obstinadas y rigurosas en sus mandatos; las cuales, antiguamente puestas en regla por las leyes Oppias y otras, limados ya los hierros, no habían parado hasta tomar la superintendencia de las cosas, de los negocios y de los ejércitos.
XXXIV. Fueron oídas estas cosas con aprobación de pocos, y muchos las reprobaban y contradecían, tanto por no haber sido hecha proposición, como por no parecerles Cecina digno censor de cosa de tanto momento. Tomó, pues, la mano Valerio Mesalino, hijo de Mesala, en quien vivía la imagen de la elocuencia de su padre, y respondió: Que muchas cosas antiguas, duras y enojosas, se hallaban trocadas en otras mejores y más apacibles el día presente, en el cual no estaba Roma, como entonces, rodeada de guerras, ni con las provincias enemigas; que se conceden algunas cosas por la necesidad de las mujeres, que no son cargosas a sus propios maridos, cuanto más a las provincias. Todo lo demás es común entre los dos, y no trae consigo algún impedimento a la paz: que a la guerra no hay duda en que se debe ir sin embarazos, pero volviendo un hombre de los trabajos de ella, ¿cuál recreación más honesta puede concedérsele que su propia mujer? Que a la verdad han caído algunas en ambición y avaricia; mas sepamos, ¿cuántos y cuántos hombres constituidos en magistrados habemos visto sujetos a mil pasiones desordenadas? ¿Será bien dejarse de enviar por esto quien gobierne las provincias? Concedamos que se han estragado muchos maridos por los defectos y vicios de sus mujeres; ¿por ventura hase de inferir de aquí que todos los por casar serán enteros y justos gobernadores? Agradaron ya las leyes Oppias por pedirlo así los tiempos de la República; mas no por eso se dejaron de moderar y mitigar después, cuando y como pareció conveniente. En vano vamos procurando dar otros nombres a nuestra flojedad, si la culpa de que las mujeres excedan de sus límites la tienen sólo los maridos, por lo cual sería sin justicia privar a todos del consuelo y recíproca participación en las cosas prósperas y adversas, por la bajeza de ánimo de algunos, y no menor temeridad el dejar aquel sexo naturalmente débil y flaco en poder de sus excesos y de los deseos desordenados de los otros. Si apenas con la vigilante guardia del marido vemos que se conservan sin ofensión los matrimonios, ¿qué será si por discurso de años, casi como en forma de divorcio, las desamparamos y nos olvidamos de ellas? Remédiense, pues, los excesos que se cometen en otras partes de tal manera que no nos olvidemos de los que se hacen en Roma. Añadió Druso algunas pocas cosas de su matrimonio, diciendo que muchas veces conviene a los príncipes ir a visitar hasta los lugares más apartados del Imperio, y las que el divo Augusto había ido acompañado de Livia al Oriente o al Occidente, ya que él había ido también al Ilírico, y si el caso lo pidiese, iría ni más ni menos a otras; mas no siempre con el ánimo quieto si le había de ser forzoso el dividirse de su amada mujer, de quien tenía tantos hijos. Así, fue rechazado el consejo de Cecina.
XXXV. En el siguiente Senado, Tiberio, después de haber por indirectas reprendido a los senadores de que dejaban todos los cuidados a cargo del príncipe, nombró a Marco Lépido y a Junio Bleso para que el Senado proveyese en uno de ellos el proconsulado de África. Oyéronse entonces los discursos de ambos a dos, excusándose Lépido con su poca salud, con la edad de sus hijos y con tener una hija para casar; entendiéndosele a más de esto mucho mejor lo que callaba; es, a saber: que siendo como era Bleso tío de Seyano, forzosamente había de ser más favorecido. También hizo Bleso como que se excusaba, aunque mostrando menos resolución que Lépido: con todo eso, fue oído con gran aplauso por los aduladores.
XXXVI. Después de esto, las quejas conservadas en los corazones de muchos salieron finalmente a luz. Habíase introducido una licencia a los más ruines de decir injurias y vituperios a gente noble y virtuosa, con sólo el refugio de poderse asir a una estatua de César. Y hasta los libertos y esclavos, atreviéndose a decir malas palabras y aun amenazar a señores y patronos, comenzaban ya a hacerse temer. Sobre lo cual Cayo Cesio, senador, discurrió diciendo: Que verdaderamente los príncipes están en la tierra en lugar de los dioses, los cuales no oyen los ruegos de los suplicantes si no son justos, ni se concede el acudir por refugio al Capitolio y a los demás templos de Roma para servirse de ellos los ruines como de escudo de sus maldades y atrevimientos; que las leyes debían de estar ya del todo aniquiladas y pervertidas, pues que Ania Rufilia, convencida por él y condenada de falsedad en juicio, osaba injuriarle y amenazarle en la plaza y a la puerta de palacio, sin atreverse él a invocar el favor de la justicia por estar asida a una estatua del emperador. Comenzando otros a contar semejantes cosas y aún más ofensivas, se levantó un gran murmurio, rogando incesantemente a Druso que se dignase de hacer sobre ello un castigo ejemplar: el cual, llamada y convencida Rufilia, mandó que fuese llevada a la cárcel pública.
XXXVII. Fueron castigados después de esto Considio Equo y Cello Cursar, caballeros romanos, no menos con la autoridad del príncipe que con decreto del Senado, por haber puesto falsa acusación de majestad a Magio Ceciliano, pretor. Ambas cosas resultaron en gran loor de Druso; además de que con estarse en Roma y dejarse tratar y conversar familiarmente, hacía que se sintiese menos la condición retirada y escabrosa de su padre. Ni sus excesos y disoluciones se echaban a mala parte, diciendo que era mejor gastar el día en espectáculos y la noche en banquetes, que estarse solo y sin poderse divertir con algún pasatiempo, de mil cuidados dañosos.
XXXVIII. Pues esto bastaba que lo tuviesen a su cargo Tiberio y sus fiscales; en cuya prueba Ancario Prisco acusó a Cesio Cardo, procónsul de la isla de Creta, de dineros mal llevados, con la añadidura acostumbrada de aquellos tiempos a todas las acusaciones; es, a saber: de majestad ofendida. Ni más ni menos Tiberio, viendo que Antistio Vétere, de los más principales de Macedonia, había sido absuelto del delito de adulterio, reprendió ásperamente a los jueces, y le volvió a citar para que se defendiese del de majestad ofendida, teniéndole por hombre sedicioso, y que había participado en los consejos y empresas de Rescuporis cuando habiendo muerto a su hermano Coti trató de hacernos la guerra. Por lo cual le fue prohibido el agua y el fuego, desterrándole a una isla lejos de Macedonia y de Tracia. Porque la Tracia, dividida entre Remetalce y los hijos de Coti, de los cuales, por su menor edad, había sido nombrado tutor Trebeliano Rufo, estaba combatida de varias discordias por el mal gobierno de los nuestros, culpándose no menos a Remetalce que a Trebeliano de no haber castigado los agravios hechos a la gente de aquellos pueblos. Los coletos, odrusios y otras naciones poderosas tomaron las armas debajo de varios capitanes, iguales entre sí en bajeza de sangre, causa bastante para no acabarse de unir jamás ni hacer cosa de momento. Una parte de esta gente comenzó a inquietar los lugares vecinos, otros pasaron el monte Heno para levantar los pueblos más remotos. Los más y mejor en orden sitiaron al rey en Filipópoli, ciudad edificada por Filipo, rey de Macedonia.
XXXIX. Sabido esto por Publio Veleyo, que gobernaba el ejército más cercano, envió algunas tropas de caballos con la gente suelta de las cohortes contra los que esparcidos iban robando o recogiendo socorros. Él, con el nervio de su infantería, marchó en socorro de los sitiados. Ambas cosas sucedieron prósperamente, porque los robadores fueron degollados; y moviéndose disensión entre los que sitiaban a Filipópoli, hizo el rey una salida tan valerosa, que con ella y con la llegada de la legión se acabó de ganar la victoria. No es mi intento dar a este suceso nombre de batalla, no muriendo en ella sino gente vagabunda y medio armada, sin pérdida de una gota de sangre nuestra.
XL. En este mismo año comenzaron a rebelarse las ciudades de las Galias, oprimidas de deudas, de que fue en los treveros fiero estímulo Julio Floro, y entre los eduos Julio Sacroviro, iguales en nobleza y en merecimientos de sus mayores, a cuya causa se les concedió el privilegio de ciudadanos romanos, que se daba raras veces y sólo en premio de virtud. Éstos, con secretas pláticas, juntando los más atrevidos, o los que por pobreza o por medio de sus maldades se hallaban necesitados a cometerlas, juntan en uno, Floro los belgas, y Sacroviro los galos vencidos, y en las juntas y secretos conventículos procuraban encaminar los ánimos a la sedición, discurriendo de la continuación de los tributos, del gran exceso de las usuras de la crueldad y soberbia de los presidentes, y que los soldados, sabida la muerte de Germánico, habían comenzado a discordar entre sí; mostraban el tiempo cómodo para cobrar su libertad, hallándose ellos en su flor, la Italia deshecha, el vulgo de Roma vil por el ocio y no menos inhábil para la guerra, sin haber otra cosa de algún valor sino los extranjeros.
XLI. Con esto no hubo apenas ciudad alguna que no quedase inficionada de esta semilla de sedición.
Los primeros a rebelarse fueron los andegavos y los turonenses; a los andegavos refrenó Atilio Aviola, legado, con ayuda de la cohorte que estaba de presidio en León. Los de Tureyna fueron rotos por los legionarios que envió Viselio Varrón, legado de la Germania inferior, con orden de estar a la del mismo legado Aviola, a quien acompañaron también algunos de los más principales galos, deseando disimular la traición hasta poderla ejecutar más a su salvo. Entre los cuales fue visto pelear en favor de los romanos a Julio Sacroviro con la cabeza descubierta, para mostrar, según decía, su valor; mas los prisioneros afirmaron después que no lo había hecho sino por darse mejor a conocer y evitar las heridas de las armas arrojadizas. Consultáronse estas cosas con Tiberio y no hizo caso de los primeros avisos, y con su larga suspensión alimentó la guerra.
XLII. Atendía en tanto Floro a ejecutar sus designios y a persuadir a una ala de gente de a caballo levantada entre los Treviros debajo de nuestra milicia y disciplina, a que matando los mercaderes romanos comenzasen la guerra; y ganó las voluntades de algunos, quedando los más en fe. Otra cantidad de gente baja, fallidos y endeudados, acompañados de sus clientes y secuaces, tomó las armas y se encaminaba hacia la selva Ardena si no se lo impidieran las legiones enviadas de ambos ejércitos, por diferentes caminos de orden de Viselio y Cayo Silo. Julio Indo, de la misma ciudad que Floro, aunque su enemigo y a esta causa más deseoso de honrarse de él, enviado delante con gente escogida, acabó de deshacer aquella desordenada muchedumbre. Floro, burlando a los vencedores deseosos de su prisión, y retirándose a ciertos escondrijos, a causa de verse tomados todos los pasos, con su propia mano se quitó la vida. Esto fue el fin que tuvo el tumulto de los treveros.
XLIII. En los eduos fue tanta mayor la conmoción cuanto la ciudad es más opulenta y cuanto se hallaban más lejos las fuerzas para reprimirla. Augustoduno es la ciudad capital de aquella gente, de la cual con sus cohortes armadas se apoderó Sacroviro, y de los hijos de la gente más noble de las Galias, recogida allí a estudiar las artes liberales, para con esta piedad ayudarse del favor de sus padres y parientes, y al punto distribuyó entre aquella juventud las armas que secretamente había mandado labrar. Halláronse entre todos 40.000 hombres, los 8.000 armados a la manera de nuestros legionarios, los demás con venablos, alfanjes y otras armas de las que suelen usar los cazadores. Añadió a esta gente cantidad de esclavos destinados para gladiatores, los cuales, conforme al uso de aquel país, van de pies a cabeza cubiertos de hierro; llámense éstos crupelarios, a cuya causa, así como van seguros de ser heridos, así también son inhábiles para herir. Era aumentada esta multitud por el favor de las ciudades vecinas, que, aunque no descubiertamente, ayudaban con particular afecto a los rebeldes; y no menos las diferencias entre los capitanes romanos, que con ambición fuera de tiempo altercaban sobre quién sería cabeza en aquella guerra, hasta que Varrón, como más viejo y más débil, cedió el lugar a Silio, más mozo y más robusto.
XLIV. En Roma, en tanto, no sólo los treveros y los eduos, sino sesenta y cuatro ciudades de las Galias se decía haberse rebelado, que habían hecho liga con los germanos y que las Españas vacilaban, teniéndose, como es propio de la fama, a todas estas cosas por mucho mayores de lo que eran. Los buenos se dolían del trabajo de la República; muchos, por aborrecimiento del estado presente y deseo de mudanza, se alegraban hasta de sus propios peligros, culpando a Tiberio de que durante aquel movimiento universal gastase los días y las noches en recibir memoriales de acusaciones. ¿Comparecerá —decían ellos— por ventura en el Senado Julio Sacroviro, acusado de majestad? Llegado es ya el tiempo en que han de venir hombres que con las armas hagan cesar las cartas escritas con sangre; no será mal trueque el de una honrada guerra por una paz miserable. Mas Tiberio, tanto más compuesto de ánimo, se estaba seguro sin mudar de lugar ni de rostro, ejercitándose todos aquellos días en sus ordinarias ocupaciones, o que fuese grandeza de ánimo, o que supiese por más ciertas vías ser el mal menos peligroso de lo que se publicaba.
XLV. En tanto Silio, marchando con dos legiones, enviada delante una buena tropa de auxiliarios, destruye y tala las aldeas y burgajes de los secuanos, que, confinando con los eduos se habían coligado y armado con ellos. Va luego a gran diligencia sobre Augustoduno, compitiendo entre sí los alféreces, y amenazando hasta los mínimos soldados deseosos de que, sin tomar el reposo acostumbrado, se marchase también la noche, bastando solamente para vencer el ver a los enemigos o dejarse ver de ellos. Descubrióse Sacroviro en distancia de tres leguas campaña abierta. Había puesto en la frente aquellos sus hombres de hierro, en los cuernos las cohortes y en retaguardia los mal armados. Él, entre los más principales en un hermoso caballo, iba acordándoles las antiguas glorias de los galos y lo que habían dado en que entender a los romanos; lo que les sería gloriosa la libertad si alcanzaban la victoria, y cuán intolerable, si perdían la batalla, el volver otra vez a la servidumbre.
XLVI. No duró mucho esta plática, ni fue recibida con alegría por los que veían venirse acercando la ordenanza de las legiones, mientras ni ojos ni oído eran ya de algún servicio en aquel villanaje mal en orden y no acostumbrado a la guerra. Al contrario Silio, si bien la esperanza cierta de la victoria le quitaba la ocasión de exhortar a los suyos, gritaba con todo eso: Que debían avergonzarse si se acordaban que después de victoriosos de las Germanias eran conducidos contra los galos como contra formados enemigos, habiendo poco antes una sola cohorte deshecho a los turonenses rebeldes, una ala o banda de caballos a los treveros, y ellos mismos a los secuanos. Estos eduos, cuanto más ricos y abundantes en regalos, tanto son más cobardes y más viles. Veislos ahí; atadlos y seguid a los que huyen. Levantando a estas razones un gran alarido, cierra la gente de a caballo por los costados y la infantería por la frente; hallaron poca resistencia los caballos: los hombres de hierro retardaron algún tanto la victoria, no pudiéndose penetrar aquellas láminas con los dardos ni con las espadas; mas los nuestros, tomando segures y picos, como si quisieran romper una muralla, cortaban a un tiempo el hierro y los cuerpos: algunos con horcones y varales daban en tierra con aquellos edificios inútiles, los cuales, tendidos y sin fuerza para poderse levantar, eran dejados como muertos. Sacroviro, retirándose primero a Autún, y después, medroso de que aquella ciudad no se rindiese, con los de más confianza a una aldea allí vecina, él de su propia mano, y los demás unos a otros, se dieron la muerte; quemóse la aldea o caserío, abrasándolos finalmente a todos.
XLVII. Entonces y no antes escribió Tiberio al Senado el principio y el fin de aquella guerra, sin quitar o añadir a la verdad, diciendo cómo los legados con la fe y con el valor, y él con el consejo habían quedado superiores. Añadió juntamente las causas por qué no habían ido él ni Druso a ella, exaltando la grandeza del Imperio, y alegando que no convenía al decoro de los príncipes por la alteración de una o dos ciudades dejar a Roma, desde donde se gobernaba todo. Mas que ahora, que no se podía decir que le llevaba el temor, iría sin falta a ver aquello personalmente y a poner remedio a las cosas que le necesitasen. Decretó el Senado votos, procesiones y otras solemnidades semejantes por su vuelta. Sólo Cornelio Dolabela, queriéndose aventajar a los demás, cayó en una despropositada adulación, proponiendo que de la provincia de Campania, donde estaba Tiberio, entrase en Roma con el triunfo de ovación. Mas él escribió otra carta diciendo que no se hallaba tan falto de gloria que después de haber tomado tantas y tan fieras naciones, tras tantos triunfos recibidos o menospreciados en su juventud, quisiese al cabo de su vejez mendigar un premio tan vano por sólo un paseo, sin perder apenas de vista los muros de Roma.
XLVIII. En este mismo tiempo pidió al Senado que la muerte de Sulpicio Quirino fuese honrada con exequias públicas. No tenía ningún parentesco este Quirino con el antiguo linaje patricio de los Sulpicios, antes era natural del municipio de Lanuvio, soldado diligente, de valor y ejercitado en cosas importantes, hasta que en tiempo de Augusto alcanzó el consulado, y por haber ganado las fortalezas de los homonadenses en Cilicia, las insignias triunfales: diósele después la dignidad de ayo de Cayo César cuando pasó a las cosas de Armenia, desde donde hizo cuanto pudo por granjear la voluntad de Tiberio, que estaba entonces en Rodas, y de esto dio cuenta César en el Senado, alabando las cortesías de Sulpicio para con él, y culpando a Marco Lolio como autor de las maldades y discordias de Cayo César. No era tan grata a los demás la memoria de Quirino, por haber, como he dicho, perseguido a Lépida, y por su viciosa y demasiada vejez.
XLIX. A la fin del año, Cayo Lutorio Prisco, caballero romano, después de haber compuesto unos famosos versos en que había llorado la muerte de Germánico, y recibido dinero por ello de César, fue acusado de haberla compuesto estando enfermo Druso, para que, sucediendo la muerte, pudiese divulgarla con mayor premio. Habíala leído Lutorio en casa de Publio Petronio, por una vana ostentación, delante de Vitelia, suegra de Petronio, y de otras mujeres ilustres. En presentándose el acusador, amedrentados los que se habían hallado presentes, testificaron cuanto habían oído, salvo Vitelia, que afirmaba no haber entendido cosa. Pero dándose más crédito a los que probaban el mal, por consejo de Haterio Agripa, nombrado cónsul, se intimó al reo el último suplicio.
L. Contra el cual habló así Marco Lépido: Si nosotros, padres conscriptos, considerásemos solamente las infames palabras con que Lutorio Prisco ha manchado su propio pensamiento y las orejas de los oyentes, yo confieso que ni la cárcel, ni los cordeles, ni los tormentos con que se suele castigar a los esclavos serían bastantes para su castigo. Mas si los delitos y las maldades son sin medida, la mansedumbre del príncipe, el ejemplo de los mayores y el vuestro los suelen ir templando y moderando con las penas y con los remedios. Hágase diferencia entre las acciones vanas y maliciosas, y entre los dichos y los hechos: puede darse lugar aquí a una sentencia por la cual ni en éste quede el delito impunido, ni en nosotros arrepentimiento de sobrada clemencia o demasiado rigor. He oído muchas veces a nuestro príncipe dolerse de quien, con darse la muerte, ha querido prevenir a su misericordia. Concédase la vida a Lutorio de manera que no quede absuelto con peligro de la República, ni muerto con mal ejemplo. Sus estudios, así como se muestran llenos de locura, asimismo son vanos y transitorios: ni se puede temer cosa importante o grave de quien por sí mismo va descubriendo sus propios defectos, y procura congraciarse, no los ánimos varoniles, sino el aplauso de algunas mujercillas. Destiérrese con todo eso de Roma, pierda su hacienda, prohíbasele el agua y el fuego, que es lo mismo que condenarle por delito de majestad.
LI. No hubo entre todos los consulares quien se arrimase al parecer de Lépido, sino sólo Rubelio Blando: todos los demás siguieron el voto de Agripa, conque fue puesto en prisión Lutorio, y allí luego hecho morir. Vituperó Tiberio este caso en el Senado con sus acostumbrados rodeos de palabras, diciendo que si bien alababa su piedad y celo en castigar ásperamente cualquier pequeña injuria hecha al príncipe, con todo esto les rogaba que otra vez no se arrojasen con tan precipitadas penas por sólo palabras, loando a Lépido, sin reprender a Agripa.
Fue por esta causa hecho un senatus consultum, en que se ordenó que los decretos de los senadores no se llevasen al Erario antes de diez días, prorrogándoseles a los condenados todo este espacio de vida. Mas, ni le quedaba al Senado lugar de arrepentirse, ni Tiberio se mitigaba por ninguna dilación.
LII. Sigue el consulado de Cayo Sulpicio y D. Haterio. Fue este año quieto cuanto a las cosas extranjeras; mas en Roma no se pasó sin sospecha de alguna rigurosa reformación acerca de los excesos y suntuosas prodigalidades, que sin medida ni tasa habían llegado ya a todo el extremo que pueden el apetito y el dinero; y si bien con disimular los precios se ocultaban a las veces los gastos más graves, todavía los aparejos del vientre y de la lujuria, hechos en las casas de vicio y deshonestidad, divulgándose en las ordinarias conversaciones, daban sospecha de que el príncipe, acordándose de la antigua parsimonia, había de procurar reducir las cosas a su primer forma. Y comenzando Cayo Bibulo, siguieron los demás ediles diciendo: Que se menospreciaba la ley hecha sobre la tasa del gastar; que de cada día se iban aumentando los precios y compras de muebles y alhajas prohibidas, y que ya no eran bastantes a resistir los remedios ordinarios. Sobre lo cual, pedidos los votos al Senado, se remitió al príncipe todo el discurso de este negocio. Mas Tiberio, habiendo entre sí considerado muchas veces si era posible reprimir a unos apetitos tan desenfrenados; si el hacerlo podía ser ocasión de mayor daño que provecho a la República; la indignidad que sería emprender una cosa y no salir con ella, o si saliendo se ocasionaba infamia o ignominia a muchos varones ilustres, finalmente, escribió al Senado una carta de este tenor:
LIII. Por ventura en todas las demás cosas, padres conscriptos, hubiera sido mejor que, preguntado yo, dijera personalmente lo que juzgo por más servicio de la República; mas en esta relación lo ha sido sin duda el hallarme ausente, porque cuando vosotros iríades notando la vergüenza y el miedo en los rostros de los culpados en tan vergonzosos excesos, por fuerza había de verlos yo también y cogerlos casi con el hurto en las manos. Si estos animosos ediles se hubieran aconsejado conmigo, no sé si les persuadiera a que dejaran correr los vicios tan arraigados y crecidos, antes que aventurar a no hacer otra cosa que descubrir la imposibilidad en que nos hallamos de corregirlos. Mas, a la verdad, ellos han hecho su oficio, como yo querría que le hiciesen los demás magistrados; y yo, no pudiendo callar con mi honra, no sé lo que me diga, porque no siendo edil ni pretor ni cónsul, mayores y más señaladas cosas se deben esperar del príncipe; y así como en las que son bien hechas procura cada uno llevarse su parte de alabanza, asimismo, en el error que cometen todos, a uno solo le queda la culpa y el vituperio. Veamos qué cosa comenzaré a prohibir primero para reducirlas todas a la costumbre antigua. ¿Por ventura los espaciosos términos de las quintas y casas de placer; el excesivo número de esclavos de infinitas naciones; el peso inmenso de plata y oro; las estatuas de bronce y tablas de pinturas milagrosas; las vestiduras de seda, no menos en los hombres que en las mujeres, o aquellos adornos mujeriles por causa de cuyas piedras nos llevan nuestro dinero las extranjeras y enemigas naciones?
LIV. Sé muy bien que en los convites y en los corrillos se reprenden estas demasías y se les desea remedio; mas si ven que otro hace la ley y establece penas, ellos mismos dirán a voces que se trastorna la ciudad, que se encara el tiro a los que viven con mayor esplendor y que ninguno quedará sin que se le pueda echar este agraz en el ojo. Si las dolencias del cuerpo, envejecidas y aumentadas con largo espacio, vemos que no se pueden sacar de él sino con violentos y ásperos remedios, ¿cómo se curarán el enfermo y el que causó la enfermedad, siendo todo un fuego de deseos desordenados, sino con medicamentos muchos más fuertes que su propia concupiscencia? Tantas leyes inventadas por nuestros mayores, y tantas instituidas por el divo Augusto, las primeras con el olvido, y las segundas, lo que es más de sentir, anuladas con el menosprecio, han asegurado más los excesos y los desórdenes, porque si tú apeteces lo que aún no está prohibido, sólo estás con miedo de que no se prohiba; mas si traspasas sin castigo las cosas vedadas, perdido has del todo el temor y la vergüenza. ¿Por qué reinaba ya en otro tiempo la parsimonia? Porque cada cual trataba de moderarse a sí mismo; porque todos éramos ciudadanos de una ciudad: porque, señoreando solamente a Italia, no teníamos los incentivos y estímulos que hoy tenemos. Mas ahora, con las victorias extranjeras, nos habemos enseñado a gastar y consumir la hacienda ajena, y con las civiles la propia. ¡Qué pequeñuela cosa es ésta que nos amonestan los ediles, y si se ha respecto a las demás, cuán digna de estimarse un poco! Mas no veo, por Hércules, que haya quien se queja de ver que Italia necesita de ayudas forasteras, y que el sustento y la vida del pueblo romano penden de la incertidumbre del mar y de las tempestades de los vientos. ¿Por ventura si los ejércitos que residen en las provincias no defendiesen a los amos, a los criados y a los campos, defendemos han nuestros jardines y nuestras casas de placer? Estas cosas son, padres conscriptos, de las que debe tener cuidado el príncipe, faltando el cual, faltaría el apoyo de la República; para las demás la medicina se ha de aplicar interiormente al espíritu, procurando mejorar nuestras costumbres generalmente todos; conviene a saber: nosotros con una honesta vergüenza, los pobres con su necesidad y los ricos con su empalago y con su propia hartura. Con todo esto, si alguno, de cualquier magistrado que sea, se promete tanta industria y severidad que baste a remediar estos inconvenientes, le alabaré, y desde ahora le confieso que me descargaría de una parte de mis trabajos; mas si este mal se contenta con llevarse la loa de acusar los vicios y libra en mis espaldas todo el peso del odio y de la enemistad, creedme, padres conscriptos, que tampoco yo gusto de hacerme malquisto; y si tal vez por servicio de la República lo parezco en cosas más graves, las más veces sin causa, no queráis, os ruego, darme ocasión a que lo sea por las que son tan leves, sin ningún fruto vuestro ni mío.
LV. Vistas las cartas de César, quedaron los ediles fuera de aquel cuidado, y la suntuosidad y vicio de las comidas, después de haberse continuado con todo género de gastos excesivos espacio de cien años, es a saber, desde el fin de la guerra Actiaca hasta las armas que hicieron emperador a Sergio Galba, poco a poco se fueron desvaneciendo. Pláceme investigar la causa de esta mudanza. Antiguamente las familias nobles, ricas o de señalado esplendor caían en disminución y se arruinaban por su sobrada magnificencia, porque hasta entonces fue lícito el ganar con dones la gracia del pueblo, de los aliados y de los reyes, y dejársela ganar por el mismo camino. Y cuanto uno era más rico se mostraba su casa con mayor adorno y aparato, tanto por séquito y por fama, era tenido por más ilustre. Mas después que comenzó a derramarse sangre y que la grandeza del nombre llegó a ser ocasión de tal ruina, cobraron nueva prudencia los demás, escarmentando en cabeza ajena. Ayudó al gran concurso de hombres nuevos venidos de los municipios y las colonias y hasta de las provincias, y admitidos en muchas ocasiones a los oficios y dignidades más preeminentes de la ciudad, los cuales introdujeron en ella su propia parsimonia. Y si algunos con la industria o por beneficio de la fortuna llegaron a una rica vejez, mantuvieron con todo esto el ánimo primero. Mas el principal autor de moderar los excesos fue Vespasiano con su comer y vestir al uso antiguo; porque el afecto de imitar y complacer al príncipe tiene más fuerza que el miedo de la pena establecida por las leyes, si ya no damos en todas las cosas con una cierta revolución y mudanza alternativa, por medio de la cual se mudan y truecan las costumbres con los tiempos. Ni los de nuestros abuelos gozaron de todas las cosas mejores, antes nos ha traído muchas nuestra edad dignas de alabanza y de ser imitadas con arte por nuestros sucesores. Todavía no alabo el sustentar esta emulación con los antiguos, sino en las cosas honestas.
LVI. Tiberio, habiendo adquirido nombre de mansedumbre con quitar la ocasión a la codicia de los acusadores, escribió al Senado pidiendo para Druso la potestad tribunicia. Había Augusto inventado este nombre a la suprema dignidad, por no tomarle de rey o de dictador, queriendo todavía declarar con algún vocablo la preeminencia sobre todos los otros magistrados. Eligió después Augusto por compañero de aquella potestad a Marco Agripa, y muerto él a Tiberio Nerón, para que no se dudase de quién le había de suceder, pensando así reprimir las ruines esperanzas de los otros, fiado también en la modestia de Nerón y en su propia grandeza. A imitación, pues, de Augusto promovió Tiberio a Druso, no habiéndose, mientras vivió Germánico, declarado aquella suprema dignidad por alguno de los dos. Al principio de la carta, después de haber invocado a los dioses y pedídoles que encaminasen los consejos de la República, refirió algunas pocas cosas de las costumbres del mozo, sin exceder los límites de la verdad. Es a saber: Que era casado y que tenía tres hijos; que se hallaba en la propia edad que se halló él cuando fue por Augusto nombrado para aquel oficio; que no se podía decir que era antes de tiempo, habiendo adquirido la experiencia de ocho años, quietado las sediciones, apaciguado las guerras, triunfado y tenido dos veces la dignidad de cónsul y, finalmente, que le metía a la parte en los trabajos, como quien tan bien los conocía.
LVII. Tenían ya los senadores entendido mucho antes este lenguaje, y así fue tanto más exquisita y premeditada la adulación; si bien no por esto supieron inventar más que estatuas a los príncipes, altares a los dioses, templos y arcos, y semejantes otras cosas acostumbradas; sólo Marco Silano, con injuria y afrenta de la dignidad consular, pidió que se hiciese un nuevo honor a los príncipes, proponiendo que en los actos y notas para memoria de los tiempos, tanto particulares como universales, no se escribiese más el nombre de los cónsules, sino el de aquel que tuviese la potestad tribunicia. Provocó notablemente a risa Quinto Haterio con proponer que los decretos hechos aquel día se escribiesen con letras de oro y se fijasen en palacio; no pudiendo sacar aquel viejo otro premio que su infamia por tan baja y vergonzosa adulación.
LVIII. Entre estas cosas, prorrogado el gobierno de la provincia de África a Junio Bleso, Servio Maluginense, flámine dial, pidió el concurrir al de Asia, negando ser verdad la voz que corría de que no era lícito a los flámines diales el salir de Italia, y alegando que no tenía en esto diferente instituto que los demás flámines marciales y quirinales; y que dándoseles a éstos gobiernos de provincias, no era justo negarlos a sólo los diales; que no se hallaría estatuto del pueblo ni libro ceremonial que lo prohibiese; que muchas veces habían hecho los pontífices el oficio de los diales cuando por enfermedad o por servicio público se hallaban impedidos. Cuando mataron a Cornelio Merula vacó este cargo setenta y dos años, y no por esto la religión y el culto. Y si por tanto tiempo se pudo pasar sin él con ningún daño de aquellos sacrificios, ¿con cuánta mayor facilidad se suplirá la falta que puede hacer el flámine en el discurso de un año que le duraba el proconsulado? Las enemistades particulares fueron causa de que los pontífices máximos prohibiesen a los diales el salir a los gobiernos de provincias; mas el día de hoy, por la bondad de los dioses, el pontífice sumo lo es también entre los hombres, no sujeto a envidias ni rencores, y descargado de toda pasión.
LIX. Contra esto, habiendo discurrido Léntulo, augur, y otros diversamente, concluyeron que se esperase el parecer del pontífice máximo. Tiberio, diferido el conocimiento de la justicia del flámine, moderó las ceremonias decretadas en el Senado por la potestad tribunicia de Druso, reprendiendo en particular la novedad de aquel voto de las letras de oro contra las costumbres de la patria. Leyéronse después las cartas de Druso, las cuales, aunque parecía que se habían encaminado a mostrar modestia, fueron tenidas por muy soberbias, lamentando todos que se hubiesen reducido las cosas a tal término, que un mozo de tan poca edad, tras haber recibido una honra tan grande, no se dignase de visitar los dioses de Roma, entrar en el Senado y comenzar sus auspicios en la ciudad adonde había nacido. ¿Tiénele, por ventura —decían—, ocupado la guerra, o hállase en lugares apartados? Basta que pasee por las riberas y lagos de Campania. Esto es lo primero que se le enseña al que ha de gobernar el mundo; éstos son los primeros documentos que aprende de su padre. Cánsese enhorabuena el viejo emperador de la vista de sus ciudadanos, y excúsese con su mucha edad y con los trabajos pasados. Mas Druso ¿qué disculpa tiene ni qué impedimento, sino sola su arrogancia?.
LX. Mas Tiberio, atendiendo a establecerse en el principado, dejaba a los senadores alguna apariencia de la antigüedad con emitirles las peticiones de las provincias. Crecía por momentos en las ciudades de Grecia la licencia de edificar altares y lugares de refugio para huir el castigo. Henchíanse los templos de los esclavos más disolutos, y hallaban el mismo socorro los adeudados en daño de sus acreedores y los indiciados en delitos capitales. Ni había fuerzas bastantes para reprimir las sediciones de los pueblos, los cuales defendían las maldades de los hombres como ceremonias divinas. A cuya causa se resolvió en el Senado que las ciudades enviasen embajadores con la información de sus derechos. Algunas que falsamente se habían usurpado este privilegio dejaron de enviar. Muchas se fiaban en la antigüedad de aquellas supersticiones y en sus méritos para con el pueblo romano. Grande y magnífica fue verdaderamente la apariencia de aquel día, en el cual el Senado reconoció los beneficios de sus predecesores, las convenciones de los confederados, los decretos de reyes que vinieron antes de la grandeza romana, y hasta las religiones de los mismos dioses; y esto con el poder y libertad de conservadas o mudadas como cuando había República.
LXI. Los primeros a comparecer fueron los efesios, alegando que Diana y Apolo no eran naturales de Delo, como vulgarmente se cree; antes bien, había en su tierra una selva llamada Ortigia, junto al río Cencrio, donde Latona, cercana al parto y arrimada a un olivo, que aún permanece, parió a aquellas deidades. Que por orden de estos dos dioses se consagró aquella selva; que el mismo Apolo, después de haber muerto los cíclopes, evitó en este lugar la ira de Júpiter; que poco después el padre Libero, victorioso en la guerra de las amazonas, perdonó a todas las que con humildad pudieron acogerse al altar; que la ceremonia de este templo había sido aumentada con permisión de Hércules, cuando era señor de Lidia, sin que durante el imperio de los persas se le menoscabase su derecho, el cual, observado después por los macedones, lo había sido también por nosotros.
LXII. Siguieron luego los magnesios, que se ayudaban de ciertos estatutos de Lucio Escipión y de Lucio Sila, los cuales, habiendo el primero vencido al rey Antíoco, y el segundo a Mitrídates, honraron el valor y la fe de los magnesios, confirmándoles el poder gozar de inviolable y perpetuo refugio en el templo de Diana Leucofrina. Los afrodisios y estratonicences presentaron después un decreto de César, dictador, por sus antiguos méritos durante las guerras civiles, y otro nuevo del divo Augusto. Fueron éstos loados también de haber sostenido, sin mudar de fe para con el pueblo romano, las invasiones de los partos. Los afrodisios mantenían la religión de Venus, y los estratonicenses la de Júpiter y Diana. Los de Hierocesárea tomaban el agua de más lejos; es, a saber: que tenían dedicado el templo de Diana Pérsica desde el tiempo del rey Ciro, haciendo mención de Perpetua, de Isáurico y de otros nombres de generales de ejércitos que no sólo al templo, pero a media legua alrededor, habían concedido la misma santidad. Los de Chipre vinieron después con sus tres templos; el más antiguo de ellos a título de Venus Pafia, edificado por Aerias; otro, de su hijo Amato, con nombre de Venus Amatusia, y el último, en honra de Júpiter Salamino, dedicado por Teucro cuando huía de la ira de su padre Telamón.
LXIII. Oyéronse también las embajadas de las demás ciudades; mas enfadados los senadores de tanto número, viendo que porfiaban sobre quién tenía mayores méritos para con la República, los remitieron a los cónsules para que examinasen la justicia de todos, y si echaban de ver alguna maldad so color de ella, de nuevo volviesen a remitir toda la causa al Senado. Los cónsules hicieron relación que, sin las ciudades sobredichas, se había tenido noticia de un altar dedicado a Esculapio en Pérgamo, añadiendo que todos los demás se fundaban sobre principios obscuros a causa de la antigüedad; porque los de Esmirna alegaban el oráculo de Apolo, por cuya orden habrán dedicado un templo a Venus Estratonicida; y los tenios producían los versos del mismo oráculo, por los cuales se les mandaba que consagrasen la estatua de Neptuno y le edificasen un templo. Los sardianos, hablando de tiempos más modernos, hacían autor de su exención al vencedor Alejandro, y los milesios al rey Darío, ayudándose unos y otros con la veneración y culto en que siempre habían tenido a Diana y a Apolo. Los cretenses pedían lo mismo en honra del simulacro de Augusto. Despacháronseles los títulos por senatus consulto, en los cuales, aunque con mucha honra, se les daba la forma de usar de sus preeminencias, y orden de que en los mismos templos se fijasen, grabadas en bronce a perpetua memoria, para que, so color de religión, no se incurriese en ambición.
LXIV. En este mismo tiempo, enfermando gravemente Julia Augusta, obligó al príncipe a volver de improviso a Roma. Conservábase en pie hasta entonces una sencilla concordia entre madre e hijo, a lo menos, si había aborrecimientos estaban ocultos; porque habiendo poco antes Julia dedicado a Augusto estatua junto al teatro de Marcelo, había puesto el nombre de Tiberio después del suyo; creyéndose que, como cosa que ofendía la majestad imperial, se había disgustado, por más que procurase disimular la ofensa. Mas entonces ordenó el Senado que se hiciesen rogativas por su salud a los dioses, y se celebrasen los juegos llamados grandes, de que solían cuidar los pontífices, los augures, junto con el colegio de los quince y de los siete varones y los cofrades augustales. Había votado Lucio Apronio que presidiesen también en estas fiestas los sacerdotes feciales, mas contradijo César, haciendo diferencia entre los institutos de los sacerdotes, y trayendo ejemplos de que no se había dado jamás aquel honor a los feciales, a cuya causa se habían añadido los augustales, como sacerdocio propio de aquella casa, por quien se hacían aquellos votos.
LXV. No he tomado por asunto el referir aquí los pareceres de todos, sino los más excelentes por su honestidad, o los más notables por su infamia: cuidado y ocupación precisa de quien se encarga de escribir anales, para que no se pasen en silencio los actos virtuosos, y sea temida por los venideros la deshonra de los hechos y dichos infames. Mas aquellos tiempos fueron tan inficionados de una fea y vil adulación, que no sólo los más principales de la ciudad, a los cuales era necesario el sufrir la servidumbre por mantener su reputación, mas todos los consulares, gran parte de los que habían sido pretores y muchos de los que entraban en el Senado, sin estar escritos en los libros de los censores, se levantaban a porfía para votar cosas nefandas y exorbitantes. Escriben algunos que Tiberio, todas las veces que salía de palacio, solía decir en griego estas palabras: ¡Oh hombres aparejados y prontos a sufrir la servidumbre!. Como recibiendo él mismo, que no temía cosa más que la libertad pública, particular enfado por tan abatida paciencia en aquellos ánimos serviles.
LXVI. De estos actos indignos y deshonestos pasaban poco a poco a otros perniciosos y peligrosos. Cayo Silano, que había sido procónsul de Asia, llamado a residencia por los de su provincia, fue acusado también por Mamerto Escauro, consular, Junio Otón, pretor, y Brutidio Nigro, edil, de haber violado la deidad de Augusto y menospreciado la majestad de Tiberio. Aprovechándose Mamerto de ejemplos antiguos, alegaba cómo Lucio Cota había sido acusado de Escipión Africano, Sergio Galba de Catón Censorino, Publio Rutilio de Marco Escauro; como si Catón y Escipión y su bisabuelo Escauro, a quien en esta ocasión Mamerto, oprobio de sus antepasados, vituperaba con acción tan infame, procuraran el castigo de semejantes cosas. Junio Otón, cuyo principio fue ser maestro de escuela, hecho después senador por el poder y autoridad de Seyano, iba acabando de manchar sus obscuros principios con desvergonzado atrevimiento. Brutidio, dotado de buenas partes y apto para conseguir cualquier grandeza siguiendo el derecho camino, fue arrebatado de su impaciencia, mientras procuraba sobrepujar primero a sus iguales, después a sus superiores y últimamente a sus propias esperanzas; consejo que ocasionó también la ruina de muchos buenos, por darse prisa a alcanzar antes de tiempo y con peligro de precipicio lo que con espaciosa seguridad no les hubiera faltado.
LXVII. Acrecentaron el número de los acusadores Gelio Poblícola y Marco Paconio, aquél cuestor de Silano, y éste legado. No había duda en que el reo estaba culpado de crueldad y de haber tomado dineros; mas fuera de esto se le añadían otras muchas cosas, las cuales, aun a quien se hallara inocente, podían ser ocasión de peligro; pues fuera de tener a tantos senadores por adversarios, habiéndose escogido para su acusación los más fecundos sujetos de toda Asia, fue obligado a responder él mismo, ignorante del arte oratoria, amedrentado en su propia causa, que suele quitar el ánimo al más elocuente; y, lo que es peor, Tiberio mismo no se podía abstener de amilanarse con palabras y con el aspecto. Interrogábale cada momento, sin permitirle el contradecir ni enflaquecer las objeciones; tal, que muchas veces le era necesario el otorgar, por no avergonzarle, mostrando la vanidad de la pregunta. Compró el procurador fiscal los esclavos de Silano por poderlos atormentar si negaban el interrogatorio; y para acabarle de privar del favor y ayuda que le pudieran dar sus amigos y parientes en un estado tan peligroso, se le impusieron delitos de majestad, atadura fortísima y necesidad precisa de callar. A cuya causa pidiendo la dilación de algunos días renunció las defensas, atreviéndose a enviar a César un memorial, y en él una mezcla de quejas y de ruegos.
LXVIII. Tiberio, para hacer más excusable su pasión y ejecutar con mayor color lo que maquinaba contra Silano, alegando ejemplos en semejante caso, mandó recitar ciertos escritos de Augusto y el decreto del Senado hecho contra Voleso Mesala, procónsul de la misma Asia. Pidió tras esto su parecer a Lucio Pisón, el cual, después de haber engrandecido la clemencia del príncipe, votó que se le debía prohibir el agua y el fuego y desterrarle a la isla de Giaro. Siguieron este voto los demás, salvo Cneo Lentulo, que fue de parecer que se apartasen los bienes maternos de Silano, como nacido de otra madre, y se diesen a su hijo, y Tiberio lo aprobó.
LXIX. Mas Cornelio Dolabela, continuando más a la larga su adulación, después de haber reprendido las costumbres de Silano, añadió: Que ninguno de vida deshonesta ni manchado de infamia pudiese sortear gobierno de provincia, y que el conocimiento de esto se dejase al príncipe; porque si bien quedaba a cargo de las leyes el castigo de los delincuentes, era mayor piedad para ellos y para las provincias el prevenir que no los hubiese. Discurrió en contrario César, diciendo: Que sabía muy bien lo que se decía de Silano, mas que no se debían hacer establecimientos por la opinión del vulgo, porque muchos se habían gobernado en sus provincias, algunos peor de lo que se esperó y otros mejor de lo que se temió de ellos. Que a unos anima a ser mejores la grandeza de los mismos negocios que traen entre manos, y a otros los incita a lo contrario, sin que pueda el príncipe con su ciencia comprenderlo todo; a quien en ninguna parte está bien el dejarse llevar de la ambición ajena, que la causa porque se hicieron las leyes sobre el hecho fue por la gran incertidumbre que tiene lo por venir, y en razón de esto ordenaron los antiguos que precediendo y constando el delito siguiese la pena, y que así no alterasen las cosas inventadas con prudencia y observadas con aplauso y gusto universal; pues era harto grande de suyo el peso de los príncipes, y bien excesiva la fuerza de su poder, el cual, cuanto más se aumentase, tanto mayor disminución admitirían la razón y la justicia. Por lo cual no había necesidad de usar de potencia absoluta mientras había camino para servirse de las leyes, Fueron oídas estas cosas con tanto mayor alegría y gusto universal, cuanto Tiberio solía ser menos afable y popular en su trato. Y como era prudente en moderarse si no era arrebatado de su propio enojo, añadió: Que siendo la isla de Giaro inculta y deshabitada, pedía que concediesen a Silano el poder cumplir su destierro en la de Citera, en honra de la familia Junia y de haber tenido Silano la propia dignidad que ellos; que esto mismo pedía su hermana Torcuata, doncella de antigua santidad. Y al fin, alzando los senadores las manos, convinieron todos en conceder esta demanda.
LXX. Oyéronse después los cirenenses, y Cesio Cordo fue condenado en la ley de residencia, acusándole Ancario Prisco. César no quiso que Lucio Enio, caballero romano, acusado de majestad por haber fundido una estatua de plata del príncipe y hecho de ella toda suerte de vasos de servicio, fuese tratado como reo; contradíjolo descubiertamente Ateyo Capitón, casi como mostrando libertad y entereza, diciendo: Que no se les debía impedir a los senadores la facultad de ordenar las cosas ni dejar sin castigo un delito tan grave. Sea Tiberio —decía él— muy enhorabuena demasiado sufrido en su propio dolor, mas no haga liberalidades de las injurias hechas a la República. Entendió estas cosas Tiberio más como ellas eran que como sonaban, y no mudó de parecer, quedando tanto más notable la infamia de Capitón, cuanto, siendo doctísimo en las leyes divinas y humanas, se consoló de afrentar la reputación pública y la suya.
LXXI. Nació después cierto escrúpulo de religión sobre en cuál templo se había de colocar el don votado por los caballeros romanos a la salud de Augusta, en honra de la Fortuna Ecuestre; porque dado que había en Roma muchos de aquella diosa, no se sabía de alguno que se nombrase así, y hallándose después que en Ancio había uno con este apellido. y que todas las religiones, imágenes y templos de dioses que hay por las tierras de Italia se entiende estar debajo la jurisdicción del Imperio romano, se ordenó que se le llevase el don a la ciudad de Ancio. Con esta ocasión tratándose cosas de religión publicó César la respuesta diferida poco antes contra Servio Maluginense, flámine dial, y recitó el decreto de los pontífices en esta substancia: Cada vez que el flámine dial se hallare con poca salud, puede estar ausente de la ciudad a arbitrio del pontífice máximo, con tal que no haga más que dos noches de ausencia, que no sea en día de público sacrificio, ni más que dos veces en el año. Estos estatutos, hechos durante el principado de Augusto, mostraban bien que no se concedía a los diales gobiernos de provincias, ni ausencias de un año, contándose el ejemplo de Lucio Metelo, pontífice máximo, que vedó el salir de Roma a Aulo Postumio, flámine. Y así la suerte de concurrir al proconsulado de Asia fue dada a uno de los consulares más propincuo al Maluginense.
LXXII. En aquellos días Lépido pidió licencia al Senado para poder reedificar y adornar a su costa el palacio llamado la basílica de Paulo, memoria del linaje de los Emilios. Estaba todavia en uso la magnificencia pública: ni Augusto impidió a Tauro, a Filipo ni a Balbo el gastar los despojos enemigos y sobradas riquezas en ornamento de la ciudad y gloria de sus sucesores, con cuyo ejemplo Lépido, aunque no muy rico, renovó el esplendor de sus abuelos. Habíase quemado accidentalmente el teatro Pompeyano, y César prometió de reedificarle, por cuanto no quedaba ya persona de aquel linaje que tuviese caudal para emprenderlo, ordenando que se le quedase el mismo nombre de Pompeyo. Loó mucho con esta ocasión el trabajo y diligencia con que Seyano había impedido la mayor parte del daño que pudiera haber hecho el fuego, en cuya remuneración decretó el Senado que se le pusiese una estatua en el mismo teatro. No mucho después, honrando César con las insignias triunfales a Junio Bleso, procónsul de África, dijo que daba aquella honra a Seyano, de quien Bleso era tío, dado que sus acciones eran dignas verdaderamente de aquel honor.
LXXIII. Porque si bien Tacfarinas había sido echado muchas veces de la provincia, reparado con las ayudas de los lugares mediterráneos de África, había llegado a tanto atrevimiento que envió embajadores a Tiberio, pidiéndole que le diese tierras en aquella provincia para poblar él y su ejército, amenazándole, si no lo hacía, con perpetua guerra. Dicen que César no sintió jamás tanto disgusto por injuria hecha a él o al pueblo romano, como el ver que un ladrón fugitivo tratase con él en calidad de justo enemigo. No se concedió —decía él— a Espartaco el ser recibido a pactos en tiempos que, después de tantas rotas de ejércitos consulares, iba abrasando la Italia, con estar la República entonces oprimida y casi deshecha por las armas de Sertorio y Mitrídates; y ahora, en tiempos tan floridos, ¿ha de atreverse un ladrón como Tacfarinas a pretender que se rescate su paz a costa de campos y de tierras? Comete con esto a Bleso que, dando esperanza de perdón a los demás que se resolvieren en dejar las armas, procure en todas maneras haber a las manos a su cabeza.
LXXIV. Y pasándose a los nuestros muchos con este perdón, procede después en la guerra usando las mismas artes y astucias que solía usar el propio Tacfarinas, el cual, no teniendo fuerzas con que hacer rostro, sino sólo para robar y hacer corredurías con muchas tropas, huyendo y de nuevo tentando emboscadas, hizo Bleso lo mismo, dividiendo en tres partes su ejército: la una llevó a su cargo Cornelio Escipión, legado, guiándola a la parte donde creyó que andaba robando a los pueblos leptinos, y escudriñando las retiradas de los garamantes. De otra parte, para librar del saco a las aldeas cirtenses, llevó la segunda tropa de gente escogida Bleso el mozo, hijo del procónsul. Bleso, pues, con lo restante de su campo se puso en medio de los dos, y con hacer fuertes y poner guardias en lugares oportunos, acabó de dificultar del todo el progreso del enemigo, porque a cualquiera parte que se encaminase hallaba alguna escuadra de los nuestros por frente o por los costados, y muchas veces por las espaldas; y en esta forma fueron muertos y presos cantidad de enemigos. Entonces, repartido en muchas escuadras el ya dividido ejército, asignó a cada una un centurión de probado valor. Y acabado el verano, no retiró la gente como se costumbraba, ni la distribuyó por los invernaderos de la vieja provincia; mas como si comenzara entonces la guerra, fabricaba muchos fuertes en diferentes partes; con soldados sueltos y prácticos en aquellos distritos iba inquietando a Tacfarinas, que de ordinario andaba mudando de alojamientos, hasta que, habiendo tomado en prisión a su hermano, se volvió, aunque antes de lo que fuera menester para la quietud de aquella provincia, quedando entera la semilla de la guerra. Mas Tiberio, dándola ya por acabada, quiso también conceder a Bleso que por las legiones fuese llamado emperador, honor que antiguamente se daba a generales de ejércitos, que, gobernándose valerosamente en servicio de la República, eran aclamados con este nombre por un favor y alegría militar, hallándose tal vez en un campo muchos emperadores sin que el uno se tuviese por mayor que el otro. Augusto, concedió también a algunos este título, como en esta ocasión Tiberio a Bleso.
LXXV. Murieron, finalmente, en este año de hombres ilustres Asinio Salonino, señalado por ser nieto de Marco Agripa y de Asinio Polión, hermano uterino de Druso, y concertado de casar con una nieta de César, y Ateyo Capitón, de quien arriba se ha hecho memoria, el cual alcanzó el primer lugar entre los más célebres jurisconsultos de Roma; y aunque su abuelo Sulano fue centurión y su padre no pasó del orden de pretorio, Augusto le solicitó el consulado, porque con la honra de aquella dignidad precediese a Labeón Antistio, también famoso en la misma profesión. Floreció aquella edad de estos dos esplendores de paz, mas Labeón alcanzó mayor fama por su incorrupta libertad, donde Capitón, por asentársele mejor la servidumbre, fue más grato a los príncipes. Al primero ocasionó alabanza el agravio de no haber pasado más adelante del oficio de pretor y, al segundo, aborrecimiento la envidia de haberle visto llegar hasta el de cónsul.
LXXVI. Acabó sus días también Junia, hija de una hermana de Catón, mujer de Cayo Casio y hermana de Marco Bruto, setenta y cuatro años después de la jornada Filípica. De su testamento se dijeron muchas cosas en el vulgo; porque habiendo testado de sus excesivas riquezas en favor de casi todas las personas aparentes de la ciudad, se olvidó de César, cosa que, tomada por él con cortesanía, no impidió el recitarse sus alabanzas pro rostris, permitiendo que fuese honrado su mortuorio con las demás solemnidades. Llevábanse delante veinte estatuas de los más ilustres linajes; es a saber: Manlios, Quincios y otros nombres de igual nobleza, pero sobre todas resplandecían las que dejaron de llevarse, esto es, las de Bruto y Casio.